«Es nuestro placer y nuestra voluntad que la señora duquesa de Fontsomme, nuestra amiga, sea agregada a la persona de nuestra futura esposa, la infanta María Teresa, como dama de palacio y como eventual sustituía de la señora duquesa de Béthune, dama de compañía. La señora duquesa de Fontsomme se reunirá con la corte en Saint-Jean-de-Luz a finales del mes de mayo para asistir allí a las fiestas de nuestra boda. Luis, por la gracia de Dios…»
Sylvie dejó que el grueso papel con las armas reales se enrollara por sí mismo. El mensajero había ido a tomar un bocado y descansar después del largo camino recorrido, porque el joven rey Luis XIV, la reina madre Ana de Austria y la corte se encontraban entonces, desde hacía varios meses, en Aix-en-Provence. Su sorpresa había sido enorme, y también su emoción. El enviado era un mosquetero -un gentilhombre, por tanto-, no un simple correo, y ese detalle daba mayor peso todavía a aquellas dos palabras, «nuestra amiga», trazadas por la pluma real. Aquella atención del joven soberano, al que había visto muy poco en los últimos años, corregía el tono seco de la orden. Porque era más que una invitación. No era concebible una respuesta distinta a la obediencia.
Pensativa, Sylvie se dispuso a reunirse con sus invitados en uno de los nuevos salones del castillo ancestral que había acabado de reconstruir hacía dieciocho meses. La duquesa se había consagrado a aquella tarea, sabedora de la importancia que tenía para su marido, desde el momento mismo en que se dio cuenta de la pesada carga que había recaído sobre ella. Gracias a Dios, ya estaba hecho, y tenía que admitir que le había gustado ver elevarse, al borde de un estanque un tanto melancólico, la elegante mansión de ladrillos rojos y piedras de un suave color cremoso que el lápiz mágico de los hermanos Le Vau había dibujado en armonía con los verdes profundos y los cielos cambiantes del viejo Vermandois. Los vestigios conservados, y remozados de la antigua fortaleza dormitaban a poca distancia, junto a la capilla donde reposaban los antepasados Fontsomme y en la que Jean, el esposo de Sylvie, dormía su último sueño.
La construcción, carente de la excesiva suntuosidad del extraordinario palacio campestre de Nicolas Fouquet, uno de los mejores amigos de la familia, poseía en cambio líneas puras, materiales nobles y sobre todo mucha, mucha luz en las grandes estancias de dorados apagados, pinturas delicadas y tapices sedosos. El conjunto revelaba un gusto exquisito, digno en todos los aspectos tanto de sus dueños en el pasado como de los del futuro.
Precisamente quien encarnaba ese futuro corría hacia ella en camisón y con los pies descalzos para lanzarse a sus faldas con tanto ímpetu que hubo de abrazarse a ellas para no caer.
— ¡Mamá, mamá! Era un mosquetero el que acaba de marcharse, ¿verdad? ¿Qué venía a hacer?
— ¡Philippe! -le riñó ella-. ¿Qué haces vestido de esa manera? ¡Tendrías que estar durmiendo desde hace rato!
— ¡Ya lo sé! Y el abate ha hecho todo lo que ha podido, porque me ha dado a leer ese libro enorme de Quinto Curcio, ¡tan aburrido! Pero no podía dormirme y he oído el galope del caballo…
— ¿Y te has levantado y has visto a un mosquetero? Eso demuestra que tienes buena vista, porque estaba cubierto de polvo. ¡Muy bien, ahora vuelve a acostarte!
Sin soltar a su madre, levantó hacia ella una mirada mimosa:
— ¡Oh, mamá, sabes muy bien que no podré dormirme nunca si no me cuentas nada! ¡No es culpa mía si soy tan curioso!
— No. Será entonces la mía -suspiró Sylvie, que no había olvidado el interés apasionado que sentía en su infancia por todo lo que le rodeaba-. ¡Vaya pues! -añadió al fin-. ¡Lee y vuelve a la cama!
Pero si había creído calmar al pequeño, se equivocaba. De inmediato éste se lanzó, con un entusiasmo desbordante, a improvisar un paso de baile que acabó con una gran reverencia.
— ¡Magnífico! ¡El rey, la corte, las fiestas…! ¡Recibid mis humildes parabienes, señora duquesa! ¡Vamos a ver mundo!
— Tú no vas a ver nada en absoluto, jovencito, más que el paisaje de todos los días y el colegio de Clermont en que ingresarás en cuanto empiece el curso.
El ardor de Philippe se apagó como la llama de una vela en una corriente de aire. Con cara de enfado, los ojos bajos y el entrecejo fruncido, preguntó:
— ¿No vamos contigo?
Estaba tan gracioso que Sylvie se echó a reír.
— ¡Claro que no! Muy pocas personas son invitadas a la boda del rey, y asistir supone un gran privilegio. Sería imposible presentarse con toda la parentela.
— Yo no soy tu parentela, soy tu hijo, como Marie es tu hija. Es bastante distinto, me parece.
Sylvie se arrodilló para abrazar aquel cuerpecillo reacio.
— ¡Tienes toda la razón, corazón mío! Sois mis hijos queridos, y lo sabéis… Pero Marie se quedará en la Visitation hasta las vacaciones, y tú irás a esperarme a Conflans con el abate de Résigny.
— ¿Y con Monsieur de Raguenel?
— No. Quiero que me acompañe. No querrás que tu madre atraviese toda Francia, por así decirlo, sola… Pero si eres bueno, podrás venir a ver la entrada en París del rey y la nueva reina. ¿Te parece bien?
Le parecía bien, pero por nada del mundo iba a rendirse tan pronto, de modo que se dejó abrazar sin devolver el beso, antes de declarar en tono puntilloso:
— Sí… creo que me parecerá bien.
Luego, bruscamente, echó los brazos al cuello de su madre, plantó en su mejilla un beso enorme y desapareció a la carrera.
Sylvie vio como la menuda silueta blanca desaparecía tras la puerta del vestíbulo. Adoraba a aquel hijo de su remordimiento y de su pecado tanto como a su bonita Marie, confiada desde hacía un año a las Damas de la Visitation para completar una educación de la que se habían encargado, a lo largo de doce años, tres gobernantas después de que la fiel Jeannette se declarara desbordada. Sólo Dios sabe, sin embargo, lo que llegó a sufrir la joven duquesa de Fontsomme cuando advirtió que el corto momento de locura y divina felicidad vivido en brazos de François iba a dar fruto. Del mismo François que acababa de matar en duelo a Jean de Fontsomme, el esposo tiernamente amado por Sylvie…
Todavía se estremecía de horror al recordar los meses que siguieron a la muerte de Jean. Primero se sintió abrumada por la pena y por un terrible sentimiento de culpabilidad. Luego llegó la vergüenza, al descubrir que estaba encinta. En ese momento había creído volverse loca. Sin la atenta vigilancia de su padrino, que no se separó de ella desde el momento en que supo el drama de Conflans, tal vez habría atentado contra su vida o contra la de un hijo que no quería. Pero con la ayuda de la maríscala de Schomberg, a la que pidió auxilio, Perceval de Raguenel consiguió que la joven superara la crisis y atendiera a razones. Entre los dos la sostuvieron, pero fue la ex Marie de Hautefort quien encontró las palabras más convincentes, por ser las más brutales:
— Si no queréis ese hijo dádmelo a mí, que nunca los tendré. ¡Pero no lo matéis! ¡No tenéis derecho a hacerlo!
— ¿Pero sí tendré el de criar bajo un nombre ilustre, al que no tiene ningún derecho, al hijo de mi amante?
— ¿Vuestro amante? ¿Por unos minutos de abandono, y cuando habéis amado a ese hombre desde vuestra infancia? La palabra me parece excesiva. Mirad las cosas desde otro punto de vista. Supongamos que ese infortunado duelo (¡otro nombre impropio, puesto que vuestra casa estaba siendo atacada!), que ese infortunado duelo nunca tuvo lugar. De todos modos estaríais embarazada. ¿Y qué diríais al esposo al que no habíais visto desde hacía varios meses?
— ¿Creéis que no lo he pensado? -dijo Sylvie apartando la vista.
— ¿Habríais confesado, o habríais… colado ese fruto incómodo?
— No. Habría confesado aun a riesgo de perderlo todo, porque creo que ese pequeño bastardo me habría sido infinitamente precioso. ¡Resolved como podáis mis contradicciones!
— ¿Habríais aceptado con gusto el castigo que creéis merecer? ¡Dejad las modas jansenistas para los señores de Port-Royal y pisad de nuevo el suelo! ¿Habéis olvidado las últimas palabras de Jean?
— ¿Olvidarlas? ¡Oh, no! Dijo… que iba a amarme en otro lugar.
— Luego ya había perdonado. Y más lo habrá hecho en el lugar donde está; y creo que su alma sufriría al veros cometer un crimen. Podéis estar segura de que prefiere con mucho que el niño nazca y viva con su nombre.
— ¿Incluso si es varón?
— ¡Con mayor razón! Su nombre continuará, y tal vez crecerá incluso con el aporte de la sangre de san Luis. ¡No seáis más remilgada que la reina!
Muy conmovida tenía que estar Marie para recordar de ese modo el temible secreto que compartía con Sylvie desde hacía tantos años. Por lo demás, no se extendieron sobre el tema. Sylvie reflexionaba.
— Entonces -se impacientó Marie-, ¿vais a darme ese hijo?
— ¿Lo decís en serio?
— Totalmente. No es un tema con el que me guste bromear. Yo me encargaré de convencer a mi esposo…
— ¡En ese caso, perdonadme! -concluyó Sylvie, corrió a abrazar a su amiga-. Creo que me lo quedaré.
— Y haréis bien.
Perceval dio su calurosa aprobación. Después de todo, muy pocas personas podían poner en duda la paternidad de Fontsomme. Aparte de Marie y de él mismo, a quienes lo había confesado Sylvie; de Pierre de Ganseville, el escudero de François, y de los ancianos esposos Martin, guardas de la finca de Conflans y enteramente fieles, únicamente el príncipe de Condé y su lengua viperina habrían podido resultar inquietantes, pero Monsieur le Prince había partido para Chantilly cuando Corentin Bellec se presentó en el campamento de Saint-Maur en busca de Fontsomme para que acudiera en auxilio de su mansión y de su mujer en peligro. En cuanto a quienes fueron testigos del duelo, se trataba en su mayor parte de mercenarios croatas que desconocían la lengua francesa. Aquello hizo confiar a Perceval por unos momentos en la posibilidad de hacer creer que Jean de Fontsomme había luchado con un saqueador desconocido al que había visto salir de su casa; pero también se encontraban allí dos o tres oficiales que conocían bien a Beaufort, y que por lo demás no habían visto nada fuera de lo común en el hecho de que dos gentileshombres que luchaban en bandos enfrentados cruzaran sus espadas. Fue preciso, por consiguiente, reconocer la responsabilidad del Rey de Les Halles, pero nadie había podido imaginar el motivo real del duelo. Nueve meses más tarde, la joven viuda daba a luz un hijo varón al que amó con todo su corazón desde el momento mismo en que lo colocaron entre sus brazos. Y por más que hubiera decidido vivir su luto alejada de la corte -lo que era muy comprensible por tratarse de un matrimonio tan unido-, el rey hizo saber que él mismo iba a ser el padrino, y que su madre, la reina Ana de Austria, sería la madrina. Ese día, además del nombre real obligado por el protocolo, el bebé recibió el de Philippe, que había sido el de su abuelo el mariscal de Fontsomme. Sylvie no se atrevió a bautizarlo con el nombre de Jean, y dio como explicación que su esposo lo habría preferido así.
El bautizo tuvo lugar en el Palais-Royal, y fue la última manifestación de la corte en que tomó parte Sylvie.
Decidida a vivir apartada en adelante para dedicarse a sus hijos y a los vasallos del ducado, cerró su hôtel de la Rue Quincampoix y repartió su tiempo entre el castillo próximo a las fuentes del Somme y la finca de Conflans. Allí vivió las últimas convulsiones delirantes de una Fronda enloquecida: el enemigo de ayer se convertía en el amigo de mañana, y los príncipes se mataban entre ellos y arrastraban en su estela a una u otra fracción de un pueblo desorientado y cada vez más incapaz de reconocerse en alguno de los bandos en lucha.
El único gran acontecimiento en que apareció fue la coronación del joven rey. Aquel día -7 de junio de 1654-, viajó a Reims a fin de prestar, en la catedral iluminada, homenaje solemne en nombre de un pequeño duque de Fontsomme de apenas cinco años… El recibimiento de Luis XIV la conmovió profundamente:
— ¿No es un poco cruel, señora duquesa, huir de ese modo de quienes os aman?
— Únicamente huyo del ruido, Sire. Y ahora que los disturbios han terminado, el ruido y la alegría han de acompañar el alba de un gran reinado, en una corte llena de juventud…
— ¿A quién queréis hacer creer que sois vieja? No a vuestro espejo, supongo. ¿De modo que tendré que renunciar a teneros a mi lado?
— ¡No, Sire! El día en que Vuestra Majestad me necesite, siempre estaré dispuesta a responder a su llamada. Pero pienso -añadió al tiempo que se inclinaba en una profunda reverencia de corte- que ese día aún no ha llegado…
— Puede que tengáis razón, porque todavía no soy de verdad el dueño de la situación. Pero llegará, podéis estar segura…
«Se diría que ha llegado», pensó ella, al recoger la orden real que Philippe había dejado caer al suelo.
Lo cierto es que no estaba segura de sus sentimientos. Es verdad que se sentía halagada, y también contenta de la fidelidad que mostraba un joven príncipe rodeado de aduladores a los afectos de su infancia; pero junto a todo eso se insinuaba un temor: el de encontrarse de nuevo frente a François de Beaufort, causa inicial de su búsqueda apasionada de la soledad…
¿No le había gritado que nunca volvería a verle en la vida, cuando se dejó caer sobre el cuerpo malherido de su esposo? Ese temor no lo sintió en el momento de la coronación; Beaufort expiaba sus locuras de la Fronda con el exilio en sus posesiones de Vendôme, y no había peligro de que ella se tropezara con él. Muy otra cosa sería la boda, porque el rebelde se había sometido y el rey había vuelto a concederle su favor, aunque con bastantes reticencias. ¿Iría a Saint-Jean-de-Luz, como lo autorizaba su rango de príncipe de sangre, aunque fuera en línea bastarda? ¿Se atrevería a afrontar el desdoro de ver fruncirse un entrecejo real? Era imposible responder esa pregunta. ¿Quién podía decir si, en el tiempo transcurrido, el atractivo de aquel demonio de hombre no habría conseguido que se desvanecieran los viejos prejuicios en su contra?
En cualquier caso, nada podía cambiar el hecho de que temía el instante en que sus ojos volvieran a verle. No era fácil moverse en la corte con los ojos cerrados. Más pronto o más tarde, los amantes de una hora volverían a encontrarse frente a frente, pero, gracias a Dios, Sylvie tenía tiempo para prepararse y conseguir no recaer bajo el poder del antiguo amor, cuyas brasas sabía muy bien que tan sólo se hallaban adormecidas bajo la ceniza del luto.
Atravesaba con lentitud el mayor de los salones cuando se escuchó una voz inquieta:
— No serán malas noticias, espero. Nos teníais inquietos.
Delgado, atractivo, elegante en sus ropas de terciopelo negro con las que contrastaban el gran cuello y las mangas de punto de Venecia, Nicolas Fouquet aparecía inscrito como un retrato de Van Dyck entre los filetes de oro del marco de la puerta. Con las manos tendidas, se adelantó rápidamente hacia su amiga, que le ofreció las suyas:
— ¡Tranquilizaos! Se trata más bien de una buena noticia, aunque contraria a mis proyectos: el rey quiere que forme parte del séquito de damas de la infanta, cuando sea nuestra reina. Debo reunirme con la corte en Saint-Jean-de-Luz…
El superintendente de las Finanzas llevó a sus labios las manos que tenía entre las suyas, con una exclamación de alegría:
— Es una magnífica noticia, mi querida Sylvie. ¡Por fin volvéis al lugar que os corresponde! ¡Ya basta de tener encerrada tanta gracia en el campo! Así os veré más a menudo…
— … Sin veros obligado, vos, siempre tan ocupado, a perder vuestro precioso tiempo por las carreteras. ¡Si supieseis cuánto aprecio esa prueba de amistad!
— En cambio, yo os veré menos -dijo Marie de Schomberg, acurrucada delante de la gran chimenea de mármol turquí. [1]
— ¿Por qué? Os quiero demasiado para sacrificar el placer de estar a vuestro lado por no sé qué vida de corte; por otra parte, depende únicamente de vos…
— ¡No sigáis, querida! Sabéis muy bien que, fuera de Nanteuil o de vuestra casa, el único lugar que soporto en París es mi querido convento de La Madeleine. Ya no siento ningún cariño por la reina Ana, apenas conozco al joven rey y siempre he aborrecido a Mazarino…
— Está muy enfermo y no durará mucho tiempo, por lo que dicen -observó Perceval de Raguenel, que jugueteaba distraído con una pieza del ajedrez que Fouquet había dejado abandonado.
— Eso no cambia en nada el horror que me inspira… sobre todo si realmente es el esposo de aquella a la que me consagré. En cuanto a la reina que va a venir, no podré quererla. Mi esposo se llevó la mayor parte de mi corazón, y sólo me queda de él lo justo para dedicarlo a mis pocos amigos. Además, la boda real está prevista para el seis o el siete de junio. Ese día hará exactamente cuatro años que Charles murió en mis brazos…
La voz se quebró. Conmovida hasta el punto de llorar, Sylvie se trató mentalmente de tonta, pero no cometió el error de precipitarse hacia Marie para abrazarla u ofrecerle unas palabras de consuelo que no servirían de nada: a Marie no le gustaba que nadie se interpusiera entre ella y su dolor. Únicamente Sylvie, tal vez, había podido medir lo profundo de la herida que desgarraba a la maríscala de Schomberg desde que su esposo apasionadamente amado, uno de los grandes militares del reinado de Luis XIII, había fallecido a los cincuenta y dos años, de resultas de numerosas heridas. Casi fuera de sí por la desesperación -si hubiera sido hindú se habría arrojado con gusto a las llamas de la pira fúnebre-, su viuda, una vez depositado el cuerpo en la iglesia de Nanteuil-le-Haudouin, fue a encerrarse en el convento de La Madeleine, cerca del pueblo de Charonne, y no salió de allí hasta pasados unos meses, para ir a su magnífico castillo, construido sobre unas ruinas de época feudal por Henri de Lenoncourt, y en el que Francisco I solía detenerse cuando se dirigía a Villers-Cotterêts. Allí quiso convertirse en la guardiana del esplendor y la gloria de los Schomberg; allí revivió las horas más bellas de una felicidad sin más nubes que las suscitadas por la pasión sombría del vencedor de Leucate y Tortosa hacia su radiante esposa. Pero ella vendió sin dudarlo al presidente d'Aligre la mansión parisina en la que Charles había vivido muy poco tiempo.
Muy pronto aquel instante de dolor pasó, dominado por la orgullosa mujer cuya belleza, a sus cerca de cuarenta y cuatro años, seguía radiante bajo los velos de un duelo riguroso que exaltaba por contraste la tez blanca y el cabello rubio. Se levantó para besar a su amiga y felicitarla:
— Me alegra que participéis en la aurora de un reinado. Sois demasiado joven para pertenecer por entero al antiguo.
— ¿Joven? ¡Voy a cumplir treinta y ocho años, Marie!
— ¡Sé lo que digo! Tenéis una tez perfecta, ni una sola arruga, y el talle de una muchacha…
— ¡Hay que pensar en los vestidos sin perder un momento! -interrumpió Fouquet-. Sé de quién os cortará unos admirables.
— ¡Ya asoma la nariz el rey del buen gusto! -bromeó Sylvie-. Querido amigo, sabéis muy bien que he jurado no volver a llevar ropa de color, y guardar luto el resto de mi vida.
— También Diana de Poitiers guardó el de su anciano marido el senescal de Normandía, y eso no le impidió ser la amante oficial de Enrique II hasta la muerte de éste. No en vano habéis crecido en el castillo de Anet. Debo añadir que no es una mala elección: pueden hacerse grandes cosas con el negro, el blanco, el gris y el violeta. ¡Dejadme a mí, y os prometo un éxito clamoroso!
— No es lo que busco. Sólo deseo estar… decorosa. El rey aprecia la elegancia, pero también la mesura.
— Estaréis encantadora… y sin ostentación. Pero tengo que volver a París de inmediato. Diré a mi gente que prepare el equipaje.
— ¿Cómo? ¿Tan pronto?
— No hay tiempo que perder. Todos los sastres de París se han puesto ya a trabajar. ¡Os veré de nuevo en Conflans!
— Pero…
— ¡Dejadlo! -intervino Perceval, hasta entonces en silencio-. ¡Le hace tan feliz ocuparse de vos! Admito que lleva un poco lejos su gusto por el lujo, pero es un amigo muy fiel.
En un instante el castillo, apaciblemente adormecido bajo el frescor húmedo y suave de una noche de abril, se revolucionó, porque Nicolas Fouquet se había convertido en un gran señor que generaba mucho ruido a su alrededor. Su brillante inteligencia, su generosidad, su fortuna asentada en el patrimonio familiar sumada a la de dos matrimonios sucesivos muy ricos, una especie de genio gracias al cual fructificaba todo lo que caía en sus manos, y también su fidelidad a la causa real durante la Fronda, se añadían al hecho de que había sabido salvar la fortuna de Mazarino; todo ello le valió convertirse en superintendente de las Finanzas de Francia, procurador general del Parlamento de París, y señor de Belle-Isle, que había comprado dos años antes a unos arruinados Gondi, además de varios otros lugares. Su castillo de Saint-Mandé, donde se complacía en reunir a artistas y poetas como invitados permanentes, era tal vez el más agradable de los alrededores de la capital, pero corría la voz de que aquel pequeño paraíso iba a verse eclipsado muy pronto por el que Fouquet se estaba haciendo construir en su vizcondado de Vaux, cerca de Melun: un verdadero palacio en el que se concentraba todo el saber de varios jóvenes genios descubiertos por Fouquet en materia de arquitectura, decoración, pintura, escultura, jardinería y todas las artes posibles e imaginables. Una mansión de ensueño que no dejaba de suscitar la envidia de algunas personas, empezando por la del otro hombre de confianza de Mazarino, un tal Colbert, procedente de una familia de mercaderes y banqueros de Reims, que tanto en lo físico como en lo moral era lo opuesto al superintendente: tan rígido, áspero, severo, pesado y sombrío como Fouquet era ágil, diplomático, elegante, refinado y seductor. No eran comparables más que en dos aspectos: la inteligencia y el hecho de que ambos eran adictos al trabajo. Entre los dos se había establecido un verdadero duelo, un combate con armas aún embotonadas que el cardenal atizaba discreta pero malignamente con el objeto de dominarlos mejor. El lema «Divide y vencerás» habría ido como anillo al dedo al astuto ministro, que después de amasar él mismo una fortuna excesiva, veía con malos ojos brillar en su cénit el astro del superintendente.
Perceval de Raguenel, muy amigo, como la propia Sylvie, de la familia de Fouquet, observaba con inquietud el lujo creciente desplegado por su joven amigo, pero se cuidaba de no hacer explícitos sus temores ante su ahijada. Aunque después de la muerte de su amigo Théophraste Renaudot, ocurrida siete años antes, estaba menos al tanto de los sucesos cotidianos de la capital y de la corte, había podido observar el comportamiento de Mazarino a través de la tormenta de la Fronda. Por lo demás, conservaba un círculo de amigos juiciosamente elegidos para poder satisfacer una curiosidad siempre despierta. Incluso había descubierto en sí mismo la pasión por la botánica y la medicina. Próximo ya a la sesentena, había adquirido una sabiduría y un conocimiento de las cosas humanas bastante excepcional, y estaba convencido de que llegaría un día en que Mazarino traicionaría a Fouquet.
El ministro era astuto, hábil, agudo diplomático y gran político, pero también ávido, codicioso, presumido y tanto más celoso por el hecho de advertir que la edad y sobre todo la enfermedad arruinaban poco a poco una capacidad de seducción que estaba a punto de convertirse en un mero recuerdo y le hacían ver que no le quedaba ya apenas tiempo para disfrutar la inmensa fortuna acumulada. Fouquet, joven, guapo, adorado por las mujeres, apreciado por los hombres y además muy rico, empezaba a hacer sombra a un hombre detestado por todos pero que seguía conservando en sus manos la llave del poder. La manera en que Mazarino impulsaba la carrera de aquel Colbert que había quitado a los Le Tellier era significativa…, pero Fouquet, seguro de sí mismo, no quería advertirlo. Sus armas, con una ardilla rampante y la ambiciosa divisa Quo non ascendet, brillaban al sol del éxito. Y Perceval había acabado por callar, consciente de que es en vano pretender luchar contra el destino.
Desde la muerte de Jean, había tomado a Sylvie a su cuidado y pasaba la mayor parte del tiempo a su lado, de modo que sólo durante cortos períodos volvía a su casa de la Rue des Tournelles, celosamente guardada por Nicole con la ayuda de Pierrot, que se había convertido en un mozo alto y fuerte. La rica biblioteca de los duques de Fontsomme le consolaba del hecho de pasar tanto tiempo lejos de la suya. Su ahijada y los niños, por los que sentía el cariño de un abuelo y que le trataban como a tal, tenían un valor muy superior a sus ojos. Además, al instalarse junto a Sylvie había posibilitado por fin la boda de Jeannette con Corentin, nombrado ahora intendente de las propiedades de la familia. El matrimonio no había tenido hijos, y el disgusto por ello se había convertido en una dedicación mayor a la joven Marie y al pequeño Philippe. Todos ellos -incluidos Marie de Schomberg y los Fouquet- formaban en torno a Sylvie un círculo de afecto vigilante que la preservaba de nuevos sinsabores de la vida. En ese refugio vino a abrir una brecha la orden real. Quedaba por ver qué clase de vientos penetrarían por ella.
Al día siguiente por la mañana, los invitados de Fontsomme se dispersaron. El mosquetero real, que se llamaba Benigne Dauvergne, Monsieur de Saint-Mars, volvió a tomar el camino de Aix; la mariscala de Schomberg, en lugar de volver a Nanteuil, marchó a La Flotte a visitar a su abuela enferma, en tanto que Sylvie y Perceval, dejando a un Philippe malhumorado al cuidado del abate de Résigny y Corentin Bellec, regresaron, la una a su casa de Conflans, junto al bosque de Vincennes, y el otro a su hôtel de la Rue des Tournelles, para preparar el viaje. Jeannette acompañaba a la duquesa.
— No estoy dispuesta -confió a su marido- a dejarla volver sin protección a una corte que no debe de valer mucho más que la de antes.
— No busques excusas. Estás encantada de poder ver de cerca las fiestas de la boda, y es muy natural -replicó él con una sonrisa.
— Es verdad… y además no me gusta que esté lejos de mí. Éramos ya hermanas de leche, pero desde el día en que el abominable Laffemas, ¡así arda en el infierno toda la eternidad!, asesinó a nuestras madres, estamos unidas por algo más.
— El afecto, supongo. Sé muy bien -suspiró Corentin- que no hay que hablar mal de los muertos, pero respiro con más gusto desde que desapareció ése.
— Sobre todo porque ha tenido la suerte que se merecía, después de todos los tormentos que disfrutaba haciendo pasar a la gente.
En efecto, un atardecer de invierno, cuando la Fronda vivía sus últimos meses, los servidores del que fue llamado en otra época Verdugo del Cardenal de Richelieu, se refugiaron espantados en la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre, diciendo que el diablo había venido a buscar a su amo y le hacía sufrir los tormentos de una horrible agonía después de encerrarse con él en su habitación. Algunos vecinos se unieron a ellos y todos pasaron la noche rezando sin que nadie se aventurase a ver qué pasaba exactamente. Por la mañana, cuando, formando ya un grupo nutrido, se arriesgaron a volver al lugar, el espectáculo que descubrieron era abominable: sobre la cama, manchada de sangre y flema, el cadáver desnudo y casi negro aparecía retorcido por los últimos espasmos de una agonía espantosa. El rostro deformado y los ojos desorbitados reflejaban un terror sin nombre. Además, un gran sello de lacre rojo con la letra omega impresa en medio de la frente, y el goteo de cera ardiendo por todo el cuerpo daban al cadáver un aspecto particularmente macabro. Nadie quiso tocarlo y fueron a buscar a los frailes de la Misericordia con cubos de agua bendita para proceder al entierro del antiguo teniente civil que había aterrorizado París y las provincias durante años. Todo el pueblo coincidió en que estaba ya Condenado envida. El mismo día, en el Pont-Neuf, a la hora de mayor afluencia de gente, un hombre vestido de negro con el rostro oculto por una máscara grotesca saltó a lo alto del pedestal de la estatua de Enrique IV y proclamó que él, el capitán Courage, había hecho justicia con el infame torturador de mujeres, y luego saltó el parapeto, se disparó un pistoletazo en la cabeza y cayó al Sena. Perceval de Raguenel y su amigo Théophraste Renaudot, el gacetista, se habían esforzado la noche siguiente en recuperar el cuerpo de aquel extraño personaje que había sido un amigo fiel, pero no lo consiguieron y se contentaron con dedicarle algunas misas.
Antes de dejar París, Sylvie hizo dos visitas: la primera al convento de la Rue Saint-Antoine, donde su hija acogió con más entusiasmo aún que Philippe el nombramiento de su madre en la corte de la nueva reina. Próxima ya a cumplir los catorce años, Marie soñaba con ver mundo, la corte y sobre todo al rey, del que buena parte de sus compañeras pensionistas estaban enamoradas. Desde hacía más de un año, aquellas señoritas seguían apasionadamente el romance surgido entre el joven rey y María Mancini, una de las sobrinas de Mazarino, que había vivido con una de sus hermanas en la Visitation, donde habían dejado un recuerdo imborrable por sus travesuras y su costumbre de vaciar los tinteros en las pilas de agua bendita de la capilla. La joven italiana se había convertido de golpe en la heroína del convento, y todas se disputaban las informaciones sobre la marcha de su aventura. Se sabía que el cardenal había exiliado a sus sobrinas en Brouage. Cada cual añadía nuevos detalles a la escena de la despedida, en la que María, furiosa y desesperada, había dicho a Luis XIV: «¿Vos sois rey y os limitáis a llorar cuando me voy?» Incluso se cruzaban apuestas sobre si el rey conseguiría recorrer todo el calvario que le aguardaba hasta la boda con la infanta, o bien, incapaz de resistir a su pasión, acabaría por imponer su voluntad de casarse con la que amaba.
El hecho de que su madre fuera invitada a Saint-Jean-de-Luz llenó de alegría a la adolescente:
— ¡Oh, mamá, prométeme que me escribirás todos los días! ¡Quiero saber absolutamente todo lo que va a pasar!
— ¿Qué quieres que pase de extraordinario? -sonrió Sylvie-. ¡Nuestro rey va a dar una reina a Francia, y eso es todo!
— Sí, ¿pero cuál? ¿La infanta o María Mancini? Muchas compañeras dicen que está demasiado enamorado para dejarse casar y que está harto de hacer la voluntad del viejo Mazarino. Adora a María.
— ¡Estáis locas y soñáis demasiado! El viejo Mazarino, como tú le llamas, ha jurado que se llevará él mismo a su sobrina a Roma si se obstina en querer casarse. Hay que comprender que ha empeñado las pocas fuerzas que le quedan en el tratado que pone fin a más de treinta años de guerra. Y la infanta es el remate de ese tratado. Si Luis XIV quiere seguir siendo rey, tiene que casarse con María Teresa. Y si no, ha de renunciar al trono en favor de su hermano.
— ¡Por Dios, qué severa eres, mamá! ¿No debe pasar el amor por delante de todas las consideraciones políticas?
— ¡No cuando se es rey de Francia! Por otra parte, prometo que te escribiré a menudo…
— ¿Todos los días?
— Haré lo que pueda…
— Gracias, eres un ángel. Y a propósito, ¿cuándo piensas sacarme de aquí? ¡Tengo catorce años, y mi madrina era doncella de honor a los doce! Y además…
— Y además tienes prisa porque te vean en sitios distintos de un locutorio… ¡La vanidad es un pecado!
— No soy vanidosa… y tampoco hipócrita. ¡Y sé muy bien que no soy fea!
Sylvie dejó escapar un suspiro. ¿Fea? Su pequeña Marie era sencillamente encantadora, con sus grandes ojos azules y su magnífico cabello rubio del color del lino. Había encontrado la manera de parecerse a la vez a su padre y su madre, y el resultado era a un tiempo intrigante y delicioso. Lo que no dejaba de inquietar a Sylvie, convencida de que su hija atraería a muchos codiciosos desde el momento en que la presentara en la corte. Por eso había fijado a los quince años el debut mundano de Marie. De todas maneras, con su carácter impetuoso y a menudo imprevisible, sería imposible tenerla escondida mucho más tiempo.
Su segunda visita fue al hôtel de Vendôme. Sentía por la duquesa y por Elisabeth de Nemours, su hija, un profundo cariño; de modo que, una vez vencida por fin la Fronda, no había dejado de frecuentar con total tranquilidad de espíritu la gran mansión del faubourg Saint-Honoré. Y eso por la mejor de las razones: estaba segura de no encontrar nunca allí a François.
Después de las locuras de una guerra civil de la que era en parte responsable, el que había sido llamado Rey de Les Halles fue enviado al exilio en los castillos familiares de Anet o de Chenonceau. Un exilio bastante agradable, que vivió a menudo en compañía de Monsieur -Gaston d'Orleans, el peligroso hermano del difunto rey Luis XIII- y sobre todo de su hija, la impetuosa Mademoiselle, que en el último combate de la Fronda había ordenado con tanta audacia disparar los cañones de la Bastilla contra las tropas reales. Los dos se entendían de maravilla. Por otra parte, las excelentes relaciones existentes desde siempre entre Beaufort y su padre, el duque César de Vendôme, y su hermano Louis de Mercoeur, se habían roto el día de 1651 en que Louis, con la bendición de su padre, se había casado con Laura Mancini, la mayor de las sobrinas de Mazarino. El hecho de que fuera un matrimonio por amor no impedía que el rebelde lo considerara una traición y una mésalliance (un casamiento con una persona de linaje inferior).
Más tarde, un drama más oscuro le apartó un poco más de su familia: el 30 de julio de 1652, Beaufort mató en duelo al marido de Elisabeth, Charles-Amédée de Saboya, duque de Nemours. El motivo había sido insignificante y la culpa había recaído enteramente en Nemours, que no había podido soportar que su cuñado fuera nombrado gobernador de París durante los últimos estertores de la Fronda. El joven provocó de todas las maneras posibles a Beaufort, llegó a tratarle de bastardo y cobarde y a exigir que el duelo fuera a muerte y a pistola, mucho más peligrosa que la espada, porque una reciente herida en la mano le dificultaba el manejo del acero. El encuentro tuvo lugar a las siete de la tarde, en el mercado de caballos situado detrás de los jardines, y ocho testigos se alinearon al lado de los dos adversarios. [2] La bala de Nemours únicamente rozó a Beaufort, que en lugar de disparar suplicó a su «hermano» dejar así las cosas; pero éste, loco de rabia, exigió que el duelo continuara a espada. Unos instantes más tarde caía con el pecho atravesado por la misma temible estocada que había matado ya a Jean de Fontsomme.
La desesperación de Elisabeth fue inmensa: adoraba a aquel hombre, a pesar de que la había engañado de manera constante. Casi tan desolado como ella, François se encerró por algún tiempo con los cartujos; pero por la herida de Nemours se escapó una parte del amor que durante tanto tiempo había unido a hermano y hermana. Y el hôtel de Vendôme, en el que se refugió Elisabeth con sus hijas, permaneció cerrado a cal y canto para el involuntario homicida, a pesar del dolor de Françoise de Vendôme -madre de Elisabeth, François y Louis-, que esperaba que el tiempo acabaría por arreglar las cosas.
Pero las cosas no se arreglaron. Françoise se mantuvo voluntariamente apartado, a pesar de la desgracia que afligió a su hermano mayor. En 1657, la encantadora Laura, que había sido el primer motivo de disputa en el seno de la familia, murió en pocos días, dejando dos hijos a un esposo desesperado que se encerró en los Capuchinos con la intención de tomar el hábito. Si Beaufort se sintió compadecido de su hermano en aquellas circunstancias, no lo manifestó. Algún tiempo después, Mercoeur se convirtió en gobernador de Provenza, y allí defendió con energía los intereses del rey al reprimir con energía una revuelta en Marsella.
La familia recuperaba su brillo, debido en buena parte al casamiento con la sobrina de Mazarino que tanto había molestado a François. Así, el duque César había sido promovido al cargo de almirante que tanto deseaba su hijo menor, y si desde entonces apenas se le veía en París, ya no era como en otro tiempo debido al exilio, sino a que estaba en el mar, realizando un excelente trabajo. Ciertamente debía a Beaufort el haber sobrevivido, pero para éste aquello era un magro consuelo.
La duquesa Françoise, siempre fiel a ella misma, velaba de lejos por él, como por todo su pequeño mundo. Junto a ella, en su ternura y en su profunda fe religiosa, había encontrado la serenidad la pobre Elisabeth. Las dos dedicaban gran parte de su tiempo a la caridad, si bien Madame de Nemours no tenía bastante ánimo para acompañar a su madre a los lugares de perdición en los que ésta continuaba, a pesar de su edad, esforzándose en socorrer a las mujeres de mala vida.
Cuando Sylvie llegó al hôtel de Vendôme, la duquesa no estaba. En esta ocasión no se encontraba en un burdel ni en un tugurio. Por una Elisabeth visiblemente muy afligida, la visitante supo que la duquesa había ido a Saint-Lazare a ver a Monsieur Vincent, cuya salud era motivo de graves inquietudes. Medio paralítico, el apóstol de todas las miserias se acercaba a su fin, sin perder por ello la alegre serenidad que le acompañaba en todas las circunstancias.
Las palabras desoladas de Madame de Nemours contrastaban con el estrépito que reinaba en la casa, por la que parecía correr un tropel de gatos enfurecidos.
— No os preocupéis -explicó Elisabeth con una sonrisa de excusa-. Son mis hijas… Desde hace ocho días no paran de pelearse.
Y como Sylvie, sin atreverse a preguntar, no pudo impedir levantar una ceja interrogadora, añadió:
— Las dos se han enamoriscado del sobrino del mariscal de Gramont, el joven Antoine Nompar de Caumont, [3] y confieso que no lo entiendo, porque es bajito y feo, por más que hay que reconocerle una gran inteligencia y un ingenio agudo.
Sylvie pensó que el mal gusto familiar podía ser hereditario, porque la propia Elisabeth había mostrado una acusada inclinación por el abate de Gondi en la época en que todavía no era cardenal de Retz; pero se contentó con observar:
— Sobre gustos no hay nada escrito. En particular en el amor, pero ¿por qué pelearse? ¿Es que ese joven hace de árbitro de los combates?
— Está a cien leguas de sospechar nada, pero esas señoritas han decidido que será de la una o de la otra. Se lo juegan a los dados, y la perdedora tendrá que retirarse a un convento. Pero como la suerte es variable, acaban siempre por pelearse. Resulta fastidioso, sobre todo porque a la mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, se le ha presentado un pretendiente…
— ¿Ya?
— Tiene dieciséis años, y el novio no es de desdeñar, porque se trata de nuestro joven primo Charles-Léopold, el heredero de la Lorena.
— ¿Qué opina vuestra madre?
— Ya la conocéis. Dice que hay que dejarlas tirarse del moño tanto como les apetezca, dado que con ello no se desfiguran y que no habrá problema hasta que el joven Caumont no se presente a pedir la mano de una de las dos, lo que no ocurrirá nunca. Pero a pesar de todo, este asunto me atormenta, y me siento envejecer día a día…
Lo peor es que, en efecto, envejecía. A los cuarenta y seis años, la pobre mujer parecía tener quince más y apenas quedaba recuerdo de la bella muchacha rubia, tan jovial, con tanta alegría de vivir, que había sido para Sylvie una compañera de infancia llena de afecto. Es cierto que desde su boda con Nemours había sufrido mucho, primero debido a la indiferencia casi total de un esposo al que amaba, después por la muerte de sus tres hijos varones, y finalmente por la de su esposo a manos del hermano al que adoraba. Le quedaban aquellas dos hijas, y parecían darse todas las molestias del mundo para aumentar sus penas.
— Tranquilizaos, amiga mía, y pensad un poco en vos misma. Pienso, igual que Madame de Vendôme, que el matrimonio arreglará todos los problemas de vuestras hijas. Tenéis que intentar recobrar vuestra serenidad de otro tiempo.
— Tal vez tengáis razón… ¿Así que volvéis a la corte? ¿Os atrae la idea?
— La atención especial que me dedica el rey me halaga. Por lo demás…
— ¿Habéis pensado que tarde o temprano volveréis a ver a François?
Sylvie no esperaba oír aquel nombre, sobre todo en su forma más familiar. Palideció un poco, pero se esforzó en sonreír.
— Procuraré cerrar los ojos…
— No lo conseguiréis.
Hubo un silencio, y luego Madame de Nemours murmuró:
— Yo le he perdonado, Sylvie. Deberíais hacer lo mismo…
— ¿Lo creéis? Tal vez a vos os resulta más fácil: es vuestro hermano, ¡y le amabais tanto!
La respuesta llegó con tal brutalidad, a pesar de la dulzura de la voz, que Sylvie cerró los ojos:
— ¡Vos le amabais más aún!… Sed honrada con vos misma, amiga mía: incluso cuando os casasteis con Fontsomme, cosa muy natural, seguíais queriéndole, ¿no es así?
Al abrirse de nuevo, los ojos de Sylvie dejaron escapar una lágrima. Nunca habría imaginado a Elisabeth capaz de tanta sagacidad. Como no respondía, ésta continuó:
— Además, tanto en un caso como en el otro, él no quiso matar: sé que mi esposo le forzó a un duelo que intentó evitar. En cuanto al vuestro, los azares funestos de una guerra civil horrible los colocaron frente a frente, con la espada en la mano… Espero que vuestro hijo no intente algún día vengarse del defensor de una causa diferente de la de su padre.
— Nadie en mi casa hará nada para que se le ocurra nunca esa idea. Por lo demás, el nombre de vuestro hermano no se ha pronunciado nunca, y para Philippe su padre murió durante las luchas de la Fronda, y eso es todo.
— ¿Qué edad tiene?
— Diez años.
— ¿Ya? Se acerca a la edad en la que se buscan todas las verdades.
— Lo sé. Tarde o temprano, sabrá de quién era la mano que golpeó a su padre. Pues bien, en ese momento veremos…
Los gritos, que se habían apaciguado por un momento, volvieron a oírse con más fuerza, y también volvió el nerviosismo de Madame de Nemours:
— ¡Tengo que acabar con esto! -exclamó-. Voy a decir que se lleven a esas dos furias a las Capuchinas, hasta mañana. ¡De ese modo tendrán que callarse!
Y empezó a recorrer la amplia sala, yendo y viniendo como un pájaro aturdido, estrujando su pañuelo pero sin tomar ninguna decisión. Sylvie se preguntó si no tendría miedo de sus hijas. De modo que su voz adquirió conscientemente un tono tranquilizador:
— ¿Queréis que les hable yo?
— ¿Lo haríais? -repuso Elisabeth con una luz de esperanza en la mirada.
— ¿Por qué no? Pero antes me gustaría saber dónde se encuentra el joven Caumont. ¿Van a encontrarse próximamente con él?
— Es marqués de Puy… nunca consigo pronunciarlo. Le llaman Péguilin. En cuanto a lo de encontrarse con él, es imposible: está al mando de la primera compañía de gentileshombres Pico-de-Cuervo, [4] que nunca se separa del rey. Les veréis en Saint-Jean-de-Luz.
— Entonces todo esto es ridículo… ¡Voy a hablarles!
— Las encontraréis fácilmente: están en el aposento que ocupábamos nosotras de pequeñas.
Sylvie las encontró aún con menos trabajo porque una tropa de camareras y gobernantas montaba guardia delante de una puerta detrás de la cual se oía una barahúnda casi demoníaca: las dos señoritas parecían ocupadas en romperlo todo allí dentro.
Se apartaron con vagas reverencias y ella abrió con gesto decidido, con lo cual dio paso a una taza lanzada por una mano vigorosa que fue a estrellarse contra la pared del pasillo. El espectáculo era dantesco: en medio de un conjunto de objetos rotos que iban desde un jarrón de mayólica hasta un orinal, de muebles volcados y almohadones despanzurrados, las dos muchachas, tendidas una encima de la otra, trataban de estrangularse recíprocamente. Sofocadas, con el pelo revuelto y las ropas desgarradas, daban miedo. La voz helada de Sylvie cayó sobre ellas como una ducha:
— ¡Bonito espectáculo! ¡Qué lástima que ese querido… Péguilin esté tan lejos! Quizá se sentiría halagado, pero veremos lo que piensa cuando yo se lo cuente.
Al instante las dos estuvieron de pie -era la mayor la que estaba debajo- y corrieron hacia la intrusa con la misma cara de susto, que no contribuía a mejorar su aspecto. La mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, a la que llamaban Mademoiselle de Nemours mientras que la otra, Marie-Jeanne-Elisabeth, recibía el nombre de Mademoiselle d'Aumale, esbozó una reverencia y dijo, aún sin aliento:
— ¡Señora duquesa de Fontsomme!… ¿Vais a verle?
— Sin la menor duda: el rey me ha nombrado dama de la nueva reina y marcho a Saint-Jean-de-Luz mañana por la mañana. El relato de vuestras hazañas hará reír a la corte… y al interesado.
Sin escuchar sus protestas, fue a tomar de la sala de aseo vecina dos espejos de mano y se los tendió:
— ¡Miraos! Y explicadme qué suplemento de belleza esperáis conseguir con ese tratamiento.
Lo cierto es que ninguna de los dos era un modelo de estética, aparte del magnífico cabello pelirrojo de la mayor y el rubio de la pequeña, de sus ojos azules y de una tez que en circunstancias normales era luminosa, pero que a la sazón presentaba deterioro. Una sola mirada al espejo les informó mejor que un largo discurso, y al unísono rompieron a llorar y suplicaron a la visitante que no dijera nada… ¡sobre todo que no dijera nada!
— Me callaré por afecto a vuestra madre -dijo Sylvie mientras se inclinaba para recoger los dados, que confiscó-, pero a condición de que me prometáis que no volveréis a empezar. No se consigue el amor de un hombre jugando a los dados, ni siquiera las princesas. Es preferible intentar seducirle.
Sylvie dejó a las dos muchachas ocupadas en reparar los destrozos de su toilette y en sus reflexiones, y fue a reunirse con Elisabeth, que la esperaba con ansiedad.
— ¡Qué silencio! -dijo maravillada-. Se diría que lo habéis conseguido.
— Espero que podréis disfrutar de un poco de paz. Tomad, les he cogido esto -añadió Madame de Fontsomme, entregando los dados a su amiga-. ¡Procurad que no consigan otros!
Madame de Nemours le dio las más efusivas gracias y la acompañó hasta el gran vestíbulo. En el momento de despedirse, la retuvo:
— Sólo un instante, por favor. Supongo que abriréis de nuevo el hôtel de Fontsomme…
— Me lo he preguntado. Lo cierto es que habría que hacerlo, por la comodidad.
— Además, no tenéis que temer una vecindad penosa. Mi hermano ha dejado la Rue Quincampoix y se ha instalado en una pequeña casa próxima a la puerta Richelieu y al Palais-Royal…
— ¡ Ah! En ese caso daré órdenes para que la casa esté dispuesta para recibirme a mi vuelta de los Pirineos. Gracias por haberme prevenido. -Era sin discusión una buena noticia. Por más que prefería Conflans, Sylvie pensaba qué su residencia parisina sería mucho más práctica, sobre todo en invierno, para su servicio junto a la reina. Decidió también hablar la misma tarde con su mayordomo y su jardinero jefe para que la tapia derruida del fondo del jardín fuera reparada y reforzada no sólo con una hilera de árboles sino además con un seto espeso y alto que impidiera las vistas hacia la casa vecina. De ese modo, tal vez podría saborear de nuevo el encanto de aquel recinto sin verse asaltada por recuerdos, ahora inoportunos, de otros tiempos. Y sin duda, en el fondo de sí misma, Sylvie temía menos la imagen de François de rodillas ante ella en su propio jardín, que la sombra ligera y desolada de Madame de Montbazon, a la que encontró cierta noche de verano en el antiguo hôtel de Beaufort, entonces vacío y abandonado.
Como toda persona dotada de una sensibilidad extrema, Sylvie creía en los fantasmas. El de la bella duquesa, amante favorita de Beaufort desde hacía tanto tiempo, asaltaba con frecuencia su memoria desde que supo de su muerte, ocurrida tres años antes, en abril de 1657. ¡Y en qué circunstancias!
En aquella época, Marie de Montbazon, viuda desde hacía pocos meses del duque Hercule, muerto a los ochenta y seis años después de no haber contado apenas nada en su vida, compartía sus favores entre Beaufort, cuyo exilio alegraba en ocasiones, y un joven abate de la corte, Jean-Armand Le Bouthillier de Raneé. Era uno de esos abates de broma que florecían en las grandes familias, menos preocupado de servir a Dios que de cosechar algunos ricos beneficios eclesiásticos. El abate de Raneé, jugador, espadachín, bebedor, mujeriego y por otra parte muy guapo, se había encaprichado de la bella Marie a pesar de la diferencia de edad, y parecía que ella había conseguido fijar su corazón hasta entonces voluble. Era por otra parte una especie de vecino rural tanto de ella como de Beaufort, con quien cazaba en ocasiones, porque su castillo de Veretz no estaba muy lejos de Montbazon ni de Chenonceau.
En marzo de aquel año, Madame de Montbazon regresaba a París para solucionar un asunto intrascendente, cuando, al cruzar un puente, éste, muy antiguo y minado por las crecidas, se derrumbó. La sacaron de entre las ruinas, más muerta que viva. Transportada a París, contrajo un sarampión que muy pronto se reveló gravísimo. Supo entonces que debía pensar en hacer las paces con el Cielo. Hay quien dice incluso que no le dio tiempo y que la muerte la sorprendió en plena desesperación de abandonar la vida.
Mientras tanto el joven Rancé, informado del accidente y la enfermedad, acudió desde Turena para llevarle el consuelo de su amor. Agotado por el largo viaje a caballo, llegó al caer la noche a la Rue de Bethisy, donde se encontraba el hôtel de Montbazon. Una mansión que no le gustaba porque en la noche de San Bartolomé habían asesinado allí a Coligny. En esta ocasión le pareció más siniestra que de costumbre.
Sin embargo, las puertas están abiertas. Con la fiebre nacida de su fatiga, Rancé ve moverse formas vagas de servidores. ¿Dónde está la duquesa? En su alcoba, esa habitación que tan dulce le ha resultado en ocasiones. Corre, empuja la puerta y de inmediato cae de rodillas, sobrecogido por el horror de la escena. Hay un ataúd abierto iluminado por grandes cirios de cera amarilla. Un ataúd que contiene un cuerpo sin cabeza: ¡el cuerpo de Marie! La cabeza, con los ojos cerrados, reposa al lado, sobre un cojín. ¿Puede concebirse una pesadilla más espantosa? Por un momento, un largo momento, el infeliz cree haberse vuelto loco.
Pero no está loco, ni sueña. Existe una explicación para ese horror, siniestra pero muy sencilla: cuando el ebanista entregó el ataúd de madera preciosa, se dieron cuenta de que era demasiado corto: el artesano no había tenido en cuenta la graciosa longitud del cuello. Entonces, para no rehacer un mueble tan caro, el cirujano-barbero de la casa había recurrido al sencillo trámite de cortar la cabeza.
Fue un hombre distinto el que salió aquella noche del hôtel de Montbazon. El abate de corte acababa de morir, para dejar su lugar a un sacerdote perseguido por el remordimiento y la vergüenza de su vida pasada. Volvió a marchar a Turena, vendió sus bienes y sólo conservó la más miserable de sus abadías, un conjunto de edificios ruinosos erigidos en una región pantanosa, que con el tiempo convertiría en el más severo y duro monasterio francés: Notre-Dame-de-la-Trappe.
Sylvie se enteró de la horrible historia por la duquesa de Vendôme. A su vez, ésta la sabía por su hijo François, al que Raneé, ya en la senda del arrepentimiento, había ido a visitar a Chenonceau. La familia llevaba entonces luto por la joven duquesa de Mercoeur, pero el de Beaufort fue doblemente severo, y en el fondo de su corazón Sylvie le amó un poco más sin darse cuenta. Había detestado a Marie de Montbazon con toda la fuerza de los celos porque había podido sondear la profundidad y la sinceridad de su amor por François, pero no le habría gustado que éste no sintiera un dolor auténtico por una unión que había durado quince años…
Sin embargo, ella misma deseaba olvidarla lo antes posible.