CAPÍTULO 9

Ella se había enfriado; él no. Seriamente dudó de que ella tuviera alguna idea de lo que le había hecho, a qué nivel lo había llevado, especialmente estando desnudos en la oscuridad, solos en una casa totalmente vacía.

Era imposible deshacerse del aura de peligro ilícito; formaba parte de él, ni siquiera lo intentó. Ella había deseado aquello, a sabiendas. Cuando se tendió a su lado, apoyado sobre un codo y alargó la mano para llegar hasta ella, no trató de ocultarle nada, ninguna parte de él.

Menos aún el oscuro y primitivo deseo que le provocaba.

Sus ojos se habían adaptado hacía mucho; podían verse las caras y sus expresiones, incluso, considerando que estaban tan cercanos, las emociones en sus ojos. Sintió la agitación del temblor que la atravesó cuando la atrajo hacia él. Al mismo tiempo vio la determinación en su cara y no se detuvo.

La besó, no como antes sino como un amante a quien le habían dado rienda suelta. Entró como un conquistador, reclamándola con deseo, arrasando sus sentidos.

Al principio pasiva, esperando a ver, Leonora instintivamente se elevó a su desafío. Su cuerpo se despertó, volvió a la vida una vez más; levantó una mano, y enredó sus dedos una vez más en su cabello.

Se aferró fuertemente, y de nuevo, las llamas estallaron entre ellos. Esta vez, él no hizo ningún esfuerzo para sostenerlas, contenerlas; al contrario, las dejó prender. Deliberadamente las hizo arder con cada recorrido posesivo de sus ásperas palmas, cuando moldeó su cuerpo bajo el suyo, cuando reclamó cada pulgada de su suavidad, explorándola a voluntad, más íntimamente.

Ella se estremeció, y le dejó arrastrarla en el mar ardiente, la conflagración del deseo, la pasión y la simple e inevitable necesidad.

La tocó de modos que nunca se había imaginado, hasta que se aferró a él y sollozó. Hasta que fue inundada por el calor y el deseo, deseo que le quemaba con tanta ferocidad que sintió literalmente el fuego. Se desplazó sobre ella, separó sus muslos, y se colocó entre ellos. En la profunda oscuridad, era literalmente un dios, intenso y poderoso cuando, preparado sobre ella, la miró. Entonces inclinó la cabeza y volvió a tomar su boca, su total vitalidad, el hecho de que fuera todo hueso y músculo firme, caliente, y ardiente sangre, la capturó.

La erizada aspereza del vello de su piel le escocía, le raspaba, recordándole cuan suave era su propia piel, cuan sensible, cuan vulnerable e indefensa estaba contra su fuerza.

Él se movió hacia abajo, cogió una de sus rodillas y llevó la pierna hasta su cadera. Dejándola allí, la remontó con su palma, alrededor, hasta que encontró su superficie resbaladiza, hinchada, caliente y lista.

Luego presionó dentro, firme, caliente, y mucho más grande de lo que ella esperaba. Contuvo el aliento. Sintió el ensanchamiento de su cuerpo. Él presionó inexorablemente.

Jadeó, intentó abandonar el beso.

Él no la dejó.

En cambio, la dominó, la sostuvo atrapada, y despacio, lentamente, la llenó.

El cuerpo de Leonora se arqueó como el de él, se dobló, se apretó, se tensó contra su invasión. Él sintió la estrechez, la presión ejercida, pero no paró; presionó más y más profundo, hasta que la barrera, simplemente, cedió y se sumergió dentro. Y siguió.

Hasta que Leonora estuvo tan llena que apenas podía respirar, hasta que lo sintió palpitando fuerte y profundo dentro de ella. Sintió su cuerpo dar, rendirse y luego aceptar.

Sólo entonces Tristan se detuvo, manteniendo el control, su sólida realidad enterrada profundamente dentro de ella.

Dejó de besarla, abrió los ojos, miró los suyos a dos pulgadas de distancia. Sus alientos agitados y entrecortados, calientes y encendidos, se mezclaron.

– ¿Estás bien?

Las palabras la alcanzaron, profunda y gravemente; reflexionando en cómo se había sentido con el peso caliente de él dominándola, su dureza, su fuerza atrapándola en toda su extensión y tan vulnerable debajo. Con su erección enterrada íntimamente dentro de ella.

Asintió. Sus labios tenían hambre de los de él; los tocó, los probó, luego exploró con su lengua, probando su sabor único. Sintió más que oyó el gemido de él, entonces se movió dentro de ella.

Al principio solamente un poco, meciendo sus caderas contra ella.

Pero pronto no fue suficiente, para ninguno de los dos.

Lo que siguió fue un viaje de descubrimiento. Ella no había imaginado que la intimidad implicara esa necesidad, esa exigencia, esa satisfacción. Ese ardor, ese acaloramiento, esa complicidad. Él no volvió a hablar, no le preguntó lo que pensaba, ni le pidió permiso alguno cuando la tomó. Cuando la llenó, se hundió en su cuerpo, se envainó en su calor.

Sin embargo, desde el principio hasta el final, una y otra vez sus ojos tocaron los suyos, comprobando, tranquilizando, animando. Se comunicaron sin palabras, y ella lo siguió ansiosamente. Lascivamente.

A un paisaje de pasión.

Siguió ocurriendo, la revelación, escena tras escena, y comprendió hasta dónde podía llegar el simple acto de unirse.

Cuán cautivador era, cuán fascinante.

Cuán exigente, adictivo.

Y al final, cuando cayeron por el espacio y lo sintió con ella, cuán satisfactorio.

Considerando su experiencia, cabía esperar que se retirara antes de derramar su semilla. No quería eso; el instinto la llevó a hundir las uñas en sus nalgas y mantenerlo con ella.

La miró; casi a ciegas, sus ojos se encontraron. Entonces los cerró con un gemido, y dejó que sucediera, dejó que la última poderosa oleada lo arrastrara aún más profundo en ella, atándolos juntos cuando acabó en su interior.

Ella sintió su calor inundarla.

Sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha, y finalmente se dejó ir, sumergiéndose en el olvido.


Desplomado en la cama, Tristan trató de dar sentido a lo que había pasado.

Leonora estaba tendida sobre él, todavía íntimamente entrelazados. No sintió ningún impulso de retirarse. Ella estaba medio dormida; esperaba que permaneciera así hasta que encontrara la cordura.

Se había derrumbado sobre ella, saciado literalmente fuera de sí. Un nuevo acontecimiento. Más tarde, había despertado para rodar a un lado, llevándola con él. Había echado el cobertor sobre ellos para proteger sus miembros del enfriamiento que invadía la habitación.

Estaba oscuro, pero no era tarde. Nadie estaría excesivamente preocupado por su ausencia, todavía no. La experiencia le sugería que a pesar de que hubiera parecido un viaje a las estrellas, aún no serían las seis; tenía tiempo para considerar cómo estaban ahora, y la mejor manera de seguir adelante.

Tenía demasiada experiencia para no entender que generalmente seguir adelante solía significar entender en qué punto estaba uno.

Ése era su problema. No estaba del todo seguro de entender todo lo que acababa de ocurrir.

Ella había sido atacada; había llegado a tiempo para rescatarla, y habían entrado aquí. Hasta allí, todo parecía claro.

Entonces ella había querido darle las gracias y no había visto ninguna razón para no permitírselo.

Después de eso fue cuando las cosas se complicaron.

Vagamente recordó haber pensado que satisfacerla era un modo absolutamente sensato de apartar su mente del ataque. Cierto, pero las gracias, dadas de la manera que ella había escogido, los había calmado y había invocado una oscura necesidad por parte de él, una reacción al incidente, una obligación de poner su marca sobre ella, hacerla suya irrevocablemente.

Puesto así, parecía una respuesta primitiva, algo incivilizada, aunque no podía negar que lo había llevado a desnudarla, tocarla, conocerla íntimamente. No lo había entendido lo bastante como para contrarrestarlo, no había visto el peligro.

Miró hacia abajo, a la cabeza oscura de Leonora, a su cabello, desordenado y revuelto, caliente contra su hombro.

Aquella no había sido su intención.

Ahora comprendía, cada vez más a medida que su cerebro captaba las ramificaciones, la plena extensión de todo lo que esto significaba para él, era una complicación importante en un plan que no había funcionado muy bien, para empezar.

Sintió su cara endurecerse. Sus labios se afinaron. Habría jurado, pero no quería despertarla.

No le costó mucho comprender que ahora había sólo un camino por delante. No importaban las opciones que inventara su estratégica mente, su reacción instintiva, profunda y firmemente enraizada nunca dudó.

Ella era suya. Absolutamente. Un hecho indiscutible.

Estaba en peligro, amenazada.

Sólo quedaba una opción.

Por favor… no me abandones.

No había sido capaz de resistirse a aquella súplica, sabía que no lo haría, incluso ahora, si ella volvía a pedírselo. Había habido una necesidad tan profunda, tan vulnerable en sus ojos, que había sido imposible para él negarse. A pesar del trastorno que esto iba a causar, no podía lamentarlo.

En realidad, nada había cambiado, sólo lo relativo al tiempo.

Lo que se requería era una reestructuración de su plan. De escala significativa reconoció, pero era demasiado táctico para perder el tiempo quejándose.

La realidad se filtró despacio en la mente de Leonora. Se despertó, suspiró, disfrutando del calor que la rodeaba, envolviéndola, sumergiéndola. Llenándola.

Batiendo las pestañas, abrió los ojos, parpadeó. Comprendió cuál era la fuente de todo el calor que la confortaba.

Sonrojada, rezó para que se fuera el rubor. Se movió lo suficiente para alzar la vista.

Trentham la miró. Un ceño, algo vago, llenó sus ojos.

– Simplemente quédate quieta.

Bajo el cobertor, una palma grande se cerró sobre su trasero, desplazándolo y colocándolo más cómodamente sobre él.

– Debes estar dolorida. Sólo relájate y déjame pensar.

Ella lo miró fijamente, luego miró hacia abajo, a su propia mano extendida sobre el pecho desnudo de él.

Relájate, había dicho él.

Estaban desnudos, sus miembros enredados, y él aún dentro de ella. Ya no llenándola como había hecho, pero todavía definitivamente allí…

Sabía que a los hombres generalmente no les afectaba su propia desnudez, por lo menos era lo que aparentaban.

Exhalando el aliento, dejó de pensar en ello. Si se permitiera comenzar a ponderar todo lo que había aprendido, todo lo que había experimentado, quedaría pasmada, sorprendida y la maravilla la mantendría aquí durante horas.

Y sus tías venían a cenar.

Meditaría sobre la magia más tarde.

Levantando la cabeza, miró a Trentham. Todavía fruncía el ceño vagamente.

– ¿Qué piensas?

Él le echó un vistazo.

– ¿Conoces a algún obispo?

– ¿Obispo?

– Hmm, necesitamos una licencia especial. Podría conseguirla.

Ella le colocó las manos sobre el pecho, subiéndolas, y consiguió su atención inmediata. Los ojos abiertos, lo miró.

– ¿Por qué necesitamos una licencia especial?

– ¿Por qué?… -Le devolvió la mirada, confuso. Por fin dijo-, es la última cosa que esperaba que dijeras.

Ella le miró con el ceño fruncido. Gateó y se alejó de él, se revolvió para sentarse en el cobertor.

– ¡Deja de bromear!

Miró alrededor.

– ¿Dónde está mi ropa?

El silencio reinó durante un latido, entonces él dijo:

– No bromeo.

Su tono hizo que ella volviese a mirarlo rápidamente.

Se miraron a los ojos, lo que ella vio en los suyos hizo que el corazón latiese con fuerza.

– No es… gracioso.

– No creo que nada de esto sea gracioso.

Se sentó y lo miró; el brote de pánico retrocedió. Su cerebro comenzó a funcionar otra vez.

– No espero que te cases conmigo.

Él alzó las cejas.

Ella exhaló el aliento.

– Tengo veintiséis años. Pasé la edad casadera. No tienes que sentir que por esto – señaló en derredor, lo que encerraba el cobertor y todo lo que implicaba- tienes que hacer algún sacrificio honorable. No hay necesidad de sentir que me has seducido, y compensarme por ello.

– Según recuerdo, me sedujiste tú.

Ella se ruborizó.

– Efectivamente. Así que no hay razón para que necesites encontrar a un obispo.

Definitivamente era el momento de vestirse. Divisó su camisa en el suelo y dio vuelta para gatear fuera del cobertor.

Dedos de acero se cerraron como esposas sobre su muñeca. No la arrastró ni refrenó; no tuvo que hacerlo.

Sabía que no podría liberarse hasta que él consintiera en dejarla ir.

Leonora se volvió a hundir en el cobertor. Él estaba mirando fijamente hacia el techo. No podía ver sus ojos.

– Solamente déjame ver si entiendo esto.

Su voz estaba serena, pero había un filo en ella que le hizo desconfiar.

– Eres una virgen de veintiséis años, te pido perdón, ex-virgen. No tienes ninguno otro enredo romántico o de cualquier otro tipo. ¿Correcto?

Le habría gustado decirle que eso era irrelevante, pero por experiencia sabía que con los hombres difíciles, complacerlos era el modo más rápido de tratar con sus caprichos.

– Sí.

– ¿También acierto al decir que intentaste deliberadamente seducirme?

Ella presionó los labios juntándolos, luego concedió:

– No del todo.

– Pero hoy. Esto -el pulgar había comenzado a dibujar pequeños círculos sobre el interior de su muñeca, distrayéndola-, fue intencionado. Deliberado. Te empeñaste en… ¿qué? ¿En que te iniciara?

Giró su cabeza y la miró. Ella se ruborizó, pero se forzó a asentir.

– Sí. Así es.

– Hmm.

Él volvió a mirar fijamente el techo.

– Y ahora, habiendo logrado tu objetivo, esperas decir: gracias Tristan, fue muy agradable, y continuar como si nunca hubiera pasado.

Ella no había llevado su pensamiento tan lejos. Frunció el ceño. Había asumido, que tarde o temprano, seguirían caminos separados. Estudió su perfil.

– No habrá consecuencias de esto, no hay razón para que tengamos que hacer algo al respecto.

Las comisuras de los labios de él se alzaron; ella no podía decir cuál de los posibles humores reflejaba el gesto.

– Excepto, -declaró, su voz serena, pero con los acentos cada vez más acentuados-, que hayas calculado mal.

Leonora realmente no quería preguntar, especialmente considerando su tono, pero él simplemente esperó, así que tuvo que hacerlo.

– ¿Cómo?

no esperabas que yo me casara contigo. Sin embargo, como persona que fue seducida, yo espero que te cases conmigo.

Él giró la cabeza encontrando su mirada, permitió que ella leyera en sus ardientes ojos que hablaba absolutamente en serio.

Lo miró fijamente para leer el mensaje dos veces. Su mandíbula en realidad se aflojó, entonces abrió los labios cerrados.

– ¡Esto es absurdo! No quieres casarte conmigo, sabes que no. Simplemente estás poniéndote difícil.

Con un giro y un tirón, liberó la muñeca, consciente de que sólo lo consiguió porque él se lo permitió. Salió de la cama. La cólera, el miedo, la irritación, y la agitación eran una mezcla embriagadora. Tomó su camisola.

Tristan se sentó cuando ella abandonó la cama, mirando fijamente los círculos morados en la parte superior de sus brazos. Entonces recordó el ataque, y respiró otra vez. Era Mountford quien la había marcado, no él.

Luego ella se inclinó y levantó de un golpe la camisola, y él vio las manchas sobre sus caderas, las pálidas huellas azuladas que los dedos habían dejado sobre la parte inferior de su piel de alabastro. Ella se dio la vuelta, luchando con la camisola, y vio señales similares sobre sus pechos.

Quedamente juró.

– ¿Qué? -dio un tirón a su camisola hacia abajo y lo miró airadamente.

Con los labios comprimidos, sacudió su cabeza.

– Nada. -Levantándose, alcanzó su pantalón.

Algo oscuro, poderoso y peligroso se revolvía dentro de él. Floreciendo, luchando para liberarse.

No podía pensar.

Cogió el vestido de la cama y lo sacudió; sólo había una ligera mancha, y un pequeño punto rojo, el verlo agitó su control. Lo bloqueó dejándolo fuera, y le llevó el vestido.

Ella lo tomó, dándole las gracias con una inclinación arrogante de cabeza. Casi se rió. Pensaba que él la iba a dejar irse sin más.

Él recogió su camisa, rápidamente la abotonó, metiéndola en el pantalón, entonces rápida y expertamente anudó su corbata. Todo el tiempo la observaba. Ella estaba acostumbrada a tener una doncella; no podía arreglárselas sola con su vestido.

Cuando él estuvo totalmente vestido, recogió su capa.

– Aquí. Déjame.

Le dio la capa; ella le echó un vistazo, luego la tomó. Y se volvió, dándole la espalda.

Él rápidamente le abrochó el vestido. Cuando ató los lazos, sus dedos redujeron la marcha. Enganchó un dedo bajo las cintas, anclándola contra él. Inclinándose, habló suavemente en su oído.

– No he cambiado de opinión. Tengo la intención de casarme contigo.

Ella lo soportó impasible, mirando al frente, después giró la cabeza y encontró sus ojos.

– Yo tampoco he cambiado de opinión. No quiero casarme. -Sostuvo su mirada, luego añadió-. En realidad nunca he querido.


Él no había sido capaz de hacerla cambiar de opinión.

La discusión había continuado embravecida todo el camino de bajada de la escalera, la habían reducido a susurros cuando cruzaron la planta baja debido a Biggs, sólo la intensificaron otra vez cuando alcanzaron la relativa seguridad del jardín.

Nada de lo que él había dicho había influido en ella.

Cuando; llevado a la completa y total exasperación ante la idea de que una dama de veintiséis años a quien él de modo realmente agradable había iniciado en los placeres de la intimidad le había rechazado a él, al título, la riqueza, las casas, y todo; la había amenazado con marchar directamente por el camino del jardín y pedirle su mano a su tío y al hermano, revelando todo si ella lo hacía necesario, ella había jadeado, se había detenido, se había vuelto y casi lo mata con una mirada de horrorizada vulnerabilidad.

– Dijiste que lo que pasara entre nosotros permanecería entre nosotros.

Había verdadero miedo en sus ojos.

Él recapituló.

Con verdadero disgusto se oyó asegurándole ásperamente que por supuesto no haría tal cosa.

Le había salido el tiro por la culata.

Peor, al demonio con su honor.

Tarde aquella noche, desplomado ante el fuego en su biblioteca, Tristan intentó encontrar un camino a través de la ciénaga que, sin advertencia, había aparecido alrededor de sus pies.

Despacio, bebiendo a sorbos el brandy francés, repasó de nuevo todos sus encuentros, trató de leer los pensamientos, las emociones, detrás de las palabras de ella. De algunos no podía estar seguro, otros no podía definirlos, pero de una cosa estaba razonablemente seguro. Ella francamente no había pensado que a los veintiséis años, según sus palabras textuales, sería capaz de ser objeto de atracción y de mantener las atenciones honestas y honorables de un hombre como él.

Levantando su copa, los ojos sobre las llamas, dejó al fino licor deslizarse por su garganta.

Admitió, silenciosamente, que realmente no le preocupaba lo que ella pensara.

Tenía que tenerla en su casa, entre sus paredes, en su cama. A salvo. Tenía que ser así; ya no tenía ninguna opción. La oscura y peligrosa emoción que ella había desatado y hecho surgir no permitiría ningún otro resultado.

No había sabido que tenía aquello dentro, aquel grado de sentimiento. Sin embargo esa tarde, cuando lo había forzado a permanecer de pie sobre el camino del jardín y mirarla, dejarla caminar alejándose de él, finalmente había comprendido qué era aquella enturbiada emoción.

Posesividad.

Había estado muy cerca de darle rienda suelta.

Siempre fue un hombre protector, lo testimoniaba su antigua ocupación, y ahora su grupo de queridas ancianas. Siempre había entendido aquella parte de sí mismo, pero con Leonora sus sentimientos iban mucho más allá de cualquier instinto protector.

Considerando aquello, no tenía mucho tiempo. Existía un límite muy definido para su paciencia; siempre fue así.

Rápidamente, exploró mentalmente todos los dispositivos que había preparado para perseguir a Mountford, incluyendo aquellos que había iniciado esa tarde después de volver de Montrose Place.

Por el momento, aquella línea bastaría. Podría centrar su atención en otro frente con el que estaba comprometido.

Tenía que convencer a Leonora para que se casara con él; tenía que hacerla cambiar de idea.

¿Cómo?

Diez minutos más tarde se levantó y fue a buscar a sus viejos conocidos. La información, había sostenido siempre, era la llave para cualquier campaña exitosa.


La cena con sus tías, un para nada infrecuente evento en las semanas precedentes a la temporada cuando su tía Mildred, Lady Warsingham, venía para intentar convencer a Leonora de que participara en el mercado matrimonial, estuvo cerca del desastre.

Un hecho directamente atribuible a Trentham, aún en su ausencia.

A la mañana siguiente, Leonora todavía tenía problemas para ocultar sus rubores, todavía luchaba por impedir a su mente detenerse en aquellos momentos cuando, jadeando y ardiente, había estado bajo él y lo había visto sobre ella, moviéndose con aquel ritmo profundo, obsesivo, su cuerpo aceptando sus embates, el balanceo, la fusión física implacable.

Le había mirado la cara, visto la pasión desnuda llevarse todo su encanto y dejar los ángulos ásperos y planos grabados con algo mucho más primitivo.

Fascinante. Cautivador.

Y completamente aturdidor.

Se lanzó a la clasificación y la reorganización de cada trozo de papel en su escritorio.

Las doce, el timbre de la puerta sonó. Oyó a Castor cruzar el pasillo y abrir la puerta. Seguidamente se oyó la voz de Mildred.

– ¿Está en la sala, verdad? No se preocupe, iré yo sola.

Leonora empujó los montones de papeles dentro del escritorio, lo cerró, y se levantó. Preguntándose qué había hecho volver a su tía a Montrose Place tan pronto, enfrentó la puerta y pacientemente esperó para averiguarlo.

Mildred entró majestuosa, ataviada elegantemente de blanco y negro.

– ¡Bien, querida! -Avanzó hacia Leonora-. Aquí sentada, totalmente sola. Desearía que aceptaras acompañarme a mis visitas, pero sé que no lo harás. Así que no me molestaré en lamentarme.

Leonora diligentemente besó la mejilla perfumada de Mildred, y murmuró su gratitud.

– Diablilla. -Mildred se hundió en el sillón y acomodó sus faldas-. ¡Bien, tenía que venir, porque simplemente tengo maravillosas noticias! Tengo entradas para la nueva obra de Kean para esta misma noche. Las entradas están agotadas desde hace semanas, ésta va a ser la obra de la temporada. Pero por un golpe fabuloso del magnánimo destino, un querido amigo me dio algunas, y tengo una de sobra. Gertie vendrá, desde luego. ¿Y tú vendrás también, verdad?

Mildred la miró suplicante.

– Sabes que de otro modo Gertie refunfuñará hasta el final de la función, ella siempre se comporta cuando estás tú.

Gertie era su otra tía, la soltera hermana mayor de Mildred. Gertie tenía duras opiniones sobre los caballeros, y aunque se abstenía de expresarlas en presencia de Leonora, considerando a su sobrina todavía demasiado joven e impresionable para oír tales cáusticas verdades, nunca le había ahorrado a su hermana sus abrasadoras observaciones, afortunadamente dichas sotto voce.

Hundiéndose en la butaca frente a Mildred, Leonora vaciló. Acudir al teatro con su tía, generalmente significaba reunirse, al menos, con dos caballeros que Mildred hubiera decidido que eran candidatos aptos para su mano. Pero tal asistencia también implicaba ver una obra, durante la cual nadie osaría hablar. Sería libre de perderse en la función. Con suerte, podría lograr distraerse de Trentham y su actuación.

Y la posibilidad de ver al inimitable Edmund Kean no debía ser rechazada a la ligera.

– Muy bien -se volvió a concentrar en Mildred a tiempo para ver el triunfo fugazmente encender los ojos de su tía. Entrecerró los suyos-. Pero me niego a ser paseada como una yegua de pura sangre durante el intervalo.

Mildred descartó la objeción con un movimiento de su mano.

– Si lo deseas, puedes permanecer en tu asiento durante todo el entreacto. Cambiando de tema, ¿te pondrás tu vestido de seda azul medianoche, verdad? Sé que no te preocupa para nada tu aspecto, así que ¿me harías ese favor?

Ante la mirada esperanzada en los ojos de Mildred le fue imposible negarse; Leonora sintió sus labios curvarse.

– Cuando una oportunidad tan solicitada como esta lo merece, me cuesta rechazarla. -El vestido azul medianoche era uno de sus favoritos, así que apaciguar a su tía no le costaba nada-. Pero te advierto que no voy a soportar a ningún galán de Bond Street susurrándome cosas bonitas en el oído durante la función.

Mildred suspiró. Sacudió la cabeza cuando se levantó.

– Cuando nosotras éramos muchachas, tener el susurro de caballeros elegibles en nuestros oídos era lo mejor de la noche. -Echó un vistazo a Leonora- He quedado con Lady Henry, y luego con la Sra. Arbuthnot, así que debo irme. Te recogeré en el carruaje alrededor de las ocho.

Leonora asintió de acuerdo, luego acompañó a su tía a la puerta.

Volvió a la sala más pensativa. Quizás salir y unirse a la alta sociedad, al menos durante las pocas semanas anteriores a que comenzara la temporada misma podría ser una buena idea.

Podría distraerse de los persistentes efectos de su seducción.

Podría ayudarle a recuperarse de la conmoción de Trentham ofreciéndole matrimonio. Y de la conmoción aún mayor de él insistiendo en que debería aceptar.

No entendía su razonamiento, pero había parecido muy inflexible sobre ello. Unas pocas semanas en sociedad, viéndose expuesta a otros hombres sin duda le recordarían por qué ella nunca se casaría.


No receló de nada. Ni una tenue luz de sospecha cruzó por su mente antes de que el carruaje se detuviera frente a las escaleras del teatro y un apresurado mozo abriera la puerta. Y para entonces era demasiado tarde.

Trentham dio un paso adelante y con calma le ofreció la mano para ayudarla a bajar del carruaje.

Atónita, lo miró fijamente.

El codo de Mildred se clavó en sus costillas, se sobresaltó, luego lanzó una rápida y fulminante mirada a su tía antes de extender la mano con altanería y colocar los dedos en la palma de Trentham.

No tenía opción. Los carruajes se estaban amontonando, las escaleras del teatro que presentaba la obra más famosa, no eran el lugar adecuado para montar una escena, para decirle a un caballero lo que pensaba de él y de sus maquinaciones. Ni de informar a su tía de que esta vez había ido demasiado lejos.

Envuelta en una fría arrogancia, le permitió ayudarle a bajar, luego se irguió, fingiendo helada indiferencia, inspeccionando ociosamente la elegante multitud que subía en tropel los escalones del teatro y cruzaba las puertas abiertas mientras él saludaba a sus tías y las ayudaba a bajar a la acera.

Mildred, resplandeciente con su vestido favorito blanco y negro, convenientemente enlazó su brazo en el de Gertie y avanzó subiendo la escalinata.

Con serenidad, Trentham se volvió y le ofreció el brazo a Leonora.

Ella encontró su mirada, para su sorpresa no vio triunfo en sus ojos color avellana, sino más bien una cuidadosa vigilancia. Ver aquello la apaciguó un tanto; consintió en poner las puntas de los dedos sobre la manga y le permitió guiarla tras sus tías.

Tristan contempló el ángulo de la barbilla de Leonora y permaneció en silencio. Se unieron a sus tías en el vestíbulo, donde la aglomeración las había obligado a detenerse. Él tomó la delantera y sin gran dificultad abrió camino escaleras arriba, arrastrando a Leonora con él; sus tías los siguieron de cerca. Una vez arriba la presión de los cuerpos disminuyó; cubriendo la mano de Leonora sobre su manga, condujo la comitiva hasta el pasillo semicircular que conducía a los palcos.

Echó un vistazo a Leonora cuando se acercaron a la puerta del palco que había reservado.

– Oí decir que Kean es el mejor actor actualmente, y la obra de esta noche es una digna exhibición de sus talentos. Pensé que podrías disfrutar con ello.

Ella encontró sus ojos brevemente, luego inclinó la cabeza, todavía con distante altanería. Alcanzando el palco, él mantuvo apartada la pesada cortina que protegía la entrada; ella marchó majestuosamente, la cabeza alta. Esperó a que las tías pasaran, acto seguido, permitió que la cortina cayera tras él.

Lady Warsingham y su hermana se apresuraron al frente del palco y se acomodaron en dos de los tres asientos a lo largo del frente. Leonora había hecho una pausa entre las sombras de la pared; su mirada entrecerrada estaba clavada en Lady Warsingham, quien estaba ocupada reconociendo a todos los nobles de los otros palcos, intercambiando saludos, determinada a no mirar en dirección a Leonora.

Tristan vaciló, luego se acercó.

Girando su atención hacia él; sus ojos llamearon.

– ¿Cómo lo lograste? -Dijo, siseando en voz baja-. Nunca te dije que ellas fueran mis tías.

Él levantó una ceja.

– Tengo mis fuentes.

– Y las entradas. -Ella echó un vistazo hacia los palcos, que rápidamente se llenaban con aquellos bastante afortunados que se habían asegurado un lugar-. Tus parientes me dijeron que nunca frecuentabas la sociedad.

– Como puedes ver, eso no es estrictamente cierto.

Ella volvió a mirarle esperando más.

Él encontró su mirada.

– Tengo poco gusto por la sociedad en general, pero no estoy aquí para pasar la noche con la sociedad.

Ella frunció el ceño, con algo de cautela preguntó:

– ¿Por qué estás aquí entonces?

Él sostuvo su mirada por un instante, luego murmuró:

– Para pasar la noche contigo.

Una campana repicó en el pasillo. La tomó del brazo y la dirigió a la silla restante en el frente del palco. Ella le lanzó una escéptica mirada y se sentó. Él atrajo la cuarta silla, sentándose a su izquierda, enfocado hacia ella, acomodándose para mirar la función.

Valió la pena cada penique de la pequeña fortuna que había pagado. Sus ojos raras veces se apartaban hacia el escenario; su mirada permaneció fija sobre la cara de Leonora, observando las emociones que revoloteaban a través de sus rasgos delicados, puros; y, en cierta medida, indefensos. Aunque Leonora inicialmente era consciente de él, la magia de Edmund Kean rápidamente la absorbió; Tristan se sentó y miró, satisfecho, perspicaz, cautivado.

No tenía ni idea de por qué lo había rechazado, según ella, no estaba en absoluto interesada en el matrimonio. Sus tías, sometidas a un interrogatorio más sutil, habían sido incapaces de echar luz sobre el asunto, lo que quería decir que estaba entrando en esta batalla a ciegas.

No es que eso afectara sensiblemente a su estrategia. Por lo que él sabía, había sólo un modo de ganar a una mujer poco dispuesta.

Cuando el telón bajó al final del primer acto, Leonora suspiró, luego recordó dónde estaba, y con quién. Echó un vistazo a Trentham, poco sorprendida de encontrarlo mirando fijamente su cara.

Sonrió con frialdad.

– Me agradaría muchísimo algún refresco.

Él le sostuvo la mirada durante un momento, entonces sus labios se curvaron e inclinó la cabeza, aceptando la petición. Su mirada pasó más allá de ella y se levantó.

Leonora se volvió y vio a Gertie y Mildred de pie, recogiendo sus retículos y mantones.

Mildred les sonrió abiertamente; una mirada decidida sobre su cara.

– Nosotras iremos a pasear por el pasillo y a encontrarnos con todos. Leonora odia ser parte de la aglomeración, pero estoy segura de que podemos confiar en usted para entretenerla.

Por segunda vez esa tarde, Leonora se quedó atónita. Aturdida, miró a sus tías dirigirse bulliciosamente hacia fuera, miró a Trentham sostener la gruesa cortina apartándola para que ellas pudieran escaparse. Considerando su anterior insistencia en evitar el ritual desfile, apenas podía quejarse, y no había nada impropio, en lo más mínimo en que ella y Trentham se quedaran solos en el palco; estaban en público, bajo la atenta mirada de un sinnúmero de matronas de la sociedad.

Él dejó caer la cortina y se volvió.

Ella se aclaró la garganta.

– Realmente estoy bastante sedienta…

Los refrescos estaban disponibles junto a la escalera; localizar el lugar y regresar lo mantendría ocupado durante buena parte del intermedio.

La mirada de él descansó sobre su cara; los labios se curvaron ligeramente. Se oyó un golpecito en la entrada; Trentham se volvió y sostuvo la cortina para apartarla. Un camarero la esquivó y se adelantó, llevando una bandeja con cuatro copas y una botella de champán frío. Colocó la bandeja sobre la pequeña mesa contra la pared trasera.

– Yo lo serviré.

El camarero le hizo una reverencia a ella y luego a Trentham, desapareciendo a través de la cortina.

Leonora miró como Trentham descorchaba la botella, luego vertió el burbujeante líquido con delicadeza en dos de las largas copas aflautadas. Estaba de pronto muy contenta por haber llevado su adecuado vestido azul medianoche para este tipo de ocasión.

Recogiendo ambas copas, él se dirigió hacia ella, todavía sentada, girada en la silla de costado a la platea.

Le dio una copa. Ella la cogió, algo sorprendida de que no hiciera ningún movimiento aprovechando el momento para que se tocaran los dedos. Él soltó la copa, atrapó su mirada cuando ella alzó la vista.

– Relájate. No voy a morderte.

Ella arqueó una ceja, bebiendo a sorbos, luego preguntó:

– ¿Estás seguro?

Él hizo una mueca; observó a los asistentes pululando en otros palcos.

– Este ambiente no es propicio.

Volvió a mirarla, luego alcanzó la silla de Gertie, la giró y se sentó de espaldas a la multitud, estirando hacia delante sus largas piernas, elegantemente a gusto.

Bebió a sorbos, fijó la mirada sobre su cara, luego preguntó.

– Así que dime. ¿Es el señor Kean realmente tan bueno como dicen?

Leonora comprendió que él no tenía noción alguna; había estado lejos con el ejército durante varios años.

– Es un artista sin par, al menos en este momento.

Considerando el tema como seguro, relató lo más destacado de la carrera del señor Kean.

Él hizo algunas preguntas sueltas. Cuando el tema había cogido ritmo, Tristan dejó pasar un momento, entonces en voz baja dijo,

– Hablando de actuaciones…

Ella encontró sus ojos, y casi se ahogó con el champán. Sintiendo un lento rubor elevarse en sus mejillas. Ignorándolo, levantó la barbilla. Encontró su mirada directamente. Recordó que ahora era una dama experimentada.

– ¿Sí?

Él hizo una pausa, como considerando, no qué decir, pero sí cómo decirlo.

– Me preguntaba… -levantó la copa, bebiendo a sorbos, sus pestañas protegiéndole los ojos-. ¿Cuánto de actriz tienes tú?

Ella parpadeó, dejando ver el ceño en sus ojos, y su expresión transmitiendo incomprensión.

Los labios de él se curvaron con auto desaprobación. Sus ojos puestos en los de ella.

– ¿Si dijera que has disfrutado de nuestro… último interludio, me equivocaría?

El rubor de ella se intensificó pero rechazó apartar la mirada.

– No. -Recordando el placer que la inundó, sacó fuerzas de su irritación-, sabes perfectamente bien que disfruté de… todo eso.

– ¿Así que eso no contribuyó a tu aversión a casarte conmigo?

De pronto se dio cuenta de lo que le estaba preguntando.

– Por supuesto que no.

La idea de que pudiera pensar tal cosa… le hizo fruncir el ceño.

– Te digo que mi decisión fue tomada hace mucho. Mi postura no tiene nada que ver contigo.

¿Realmente podría un hombre como él necesitar que le tranquilizaran sobre tal punto? No podía deducirse nada de sus ojos, de su expresión.

Entonces él sonrió, gentilmente, el gesto era incluso más predador que encantador.

– Sólo quería estar seguro.

No había abandonado la batalla para conseguir que lo aceptara, ella leyó aquel mensaje con facilidad.

Determinadamente ignorando el efecto de toda aquella simple masculinidad relajada, plantada con firmeza, fijó en él una mirada cortés y preguntó por sus parientes.

Él contestó, permitiendo el cambio de tema.

El público comenzó a volver a sus asientos; Mildred y Gertie se reunieron con ellos. Leonora era consciente de los agudos vistazos que ambas tías le echaban; mantuvo una expresión tranquila y serena, y le prestó atención al escenario. El telón subió; la función recomenzó.

A su favor, Trentham no hizo ningún movimiento para distraerla. Ella fue una vez más consciente de que su mirada permanecía ante todo sobre ella, pero de cualquier modo rehusaba darse por enterada de la atención. No podía forzarla a casarse con él; si seguía rehusándose, tarde o temprano se marcharía.

Tal como ella había imaginado que haría.

La noción de tener razón por una vez no le había traído ninguna alegría. Frunciendo el ceño interiormente ante tal falta de sensibilidad, se forzó a concentrarse en Edmund Kean.

Cuando el telón bajó, tumultuosos aplausos llenaron el teatro; después que el señor Kean hubo hecho incontables reverencias, el público, finalmente había quedado satisfecho, y se había dado vuelta para marcharse. Dejándose llevar por el drama, Leonora sonrió fácilmente y dio a Trentham su mano, hizo una pausa a su lado cuando levantó la cortina para permitir salir a Mildred y Gertie, luego le dejó que la guiara a su estela.

El pasillo estaba demasiado atestado para permitir cualquier conversación privada; la muchedumbre empujando, sin embargo, dejaba bastante campo de acción para cualquier caballero que deseara provocar los sentidos de una señora. Para su sorpresa, Trentham no hizo ningún movimiento para hacerlo. Ella era sumamente consciente de él, grande, sólido y fuerte a su lado, protegiéndola del aprisionamiento de los cuerpos al desplazarse. Por sus observaciones ocasionales, sabía que él era consciente de ella, aún cuando su atención permaneciera enfocada de manera eficiente en dirección a la multitud y hacia la calle.

El carruaje apareció cuando llegaron a la acera.

Tristan ayudó a subir a Gertie y Mildred, luego se volvió hacia ella.

Encontró su mirada. Levantó la mano de su manga.

Sosteniendo su mirada, se llevó los dedos a los labios, los besó, el persistente calor de la caricia se extendió a través de ella.

– Espero que hayas disfrutado de la noche.

No podía mentir.

– Gracias. Lo hice.

Él asintió y la soltó. Los dedos se deslizaron de los de ella con una tenue insinuación de renuencia.

Ella se sentó; él retrocedió y cerró la puerta. Hizo señas al cochero. El carruaje se sacudió, retumbando.

El impulso de sentarse hacia adelante y mirar por la ventana para ver si él estaba de pie mirando, casi la venció.

Las manos entrelazadas en el regazo, se quedó donde estaba mirando fijamente a través del carruaje.

Quizás él se hubiera abstenido de cualquier caricia ilícita, de cualquier tentativa de alterar sus sentidos, pero ella tenía suficiente experiencia para apreciar la verdad detrás de su máscara. Él no se había rendido aún.

Se dijo que tarde o temprano lo haría.

En el asiento de enfrente, Mildred se agitó.

– Esos modales tan finos, tan soberbios. Tienes que admitir que hay pocos caballeros en estos días que sean así de… -Gesticuló en busca de palabras.

– Varoniles -manifestó Gertie.

Tanto Leonora como Mildred la miraron con sorpresa. Mildred se recuperó primero.

– ¡Efectivamente! -Asintió-. Estás en lo cierto. Se comportó como debía.

Desprendiéndose del shock de escuchar a Gertie, la detesta hombres, aprobar a un varón, claro que tratándose de Trentham, el encantador, debería haberlo esperado, Leonora preguntó.

– ¿Cómo lo conociste?

Mildred cambió de posición, acomodándose las faldas.

– Me visitó esta mañana. Considerando que ya le conocías, aceptar su invitación me pareció absolutamente apropiado.

Desde el punto de vista de Mildred. Leonora se abstuvo de recordarle a su tía que había dicho que un viejo amigo le había dado las entradas; debería haber sabido que Mildred recurriría a cualquier cosa con tal de conseguir ponerla en presencia de un caballero casadero. Y sin duda Trentham era elegible.

El pensamiento lo atrajo a su mente una vez más, no de la forma en que había estado él en el teatro, sino como había sido en los momentos dorados que habían compartido en el dormitorio. Cada momento, cada caricia, estaba impreso en su memoria; el solo pensamiento era bastante para evocar otra vez, no solamente las sensaciones, sino todo lo demás que había sentido.

Se había esforzado en guardarlo en la memoria, no pensar o pararse a pensar en la emoción que la había llenado, cuando había comprendido que él tenía la intención de retroceder en la consumación, de la emoción que la había llevado a pronunciar su súplica.

Por favor… no me abandones.

Las palabras la atormentaban. El simple pensamiento era suficiente como para hacerla sentir sumamente vulnerable. Expuesta.

Sin embargo la respuesta de él… a pesar de todo, independientemente de lo que ella sabía de él, cómo juzgaba su carácter, sus maquinaciones, se lo debía.

Por darle todo lo que había querido.

Por ser suya, para guiarla en aquel momento, por entregarse como había deseado.

Dejó que el recuerdo se deslizase; todavía era demasiado evocador envolverse en él. En cambio, retornó a aquella noche, considerando todo lo que había y no había sido. Incluyendo el modo en que había reaccionado a su proximidad. Esto había cambiado. Sus nervios ya no saltaban ni brincaban. Ahora, cuando él estaba cerca, cuando se tocaban, sus nervios ardían. Esa era la única palabra que podía encontrar para la sensación, para el confortable calor que ello conllevaba. Quizás era una reminiscencia del recordado placer. A pesar de todo, lejos de sentirse nerviosa, se había sentido cómoda. Como si al rodar juntos desnudos sobre una cama, complaciéndose en el acto de intimidad, hubiese cambiado fundamentalmente sus respuestas hacia él.

Para mejor, por lo que podía ver. Ya no sentía tal desventaja, ya no se sentía físicamente tensa, nerviosa en su presencia. Curioso, pero cierto. El tiempo pasado en el palco había sido confortable y placentero.

Si era honesta, totalmente agradable, a pesar de su sondeo.

Suspiró, y se apoyó contra los almohadones. Le costaba censurar a Mildred por su sinceridad. Había disfrutado muchísimo de la tarde, y de un modo bastante diferente, a lo que había esperado.

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