A la mañana siguiente, durante el desayuno, Leonora consideró su calendario social; ahora tenía las noches mucho más ocupadas que tres días antes.
– Tú eliges -le había dicho Mildred mientras bajaba del carruaje la noche anterior.
Mordisqueando su tostada, Leonora sopesó las posibilidades. Aunque la temporada propiamente dicha empezaba en unas semanas, había dos fiestas esa noche a las que habían sido invitadas. El evento más grande, era la gala en la Casa Colchester en Mayfair, el menor y con toda certeza menos formal, una fiesta en la casa de los Masseys en Chelsea.
Trentham supondría que ella asistiría a la fiesta de los Colchester; que aparecería allí, como había hecho la noche pasada en la de Lady Holland.
Apartándose de la mesa, Leonora se levantó y se dirigió al salón a fin de escribir rápidamente una nota para indicarle a Mildred y Gertie, que le apetecía visitar a los Masseys esa noche.
Sentándose en el escritorio, escribió una breve nota con los nombres de sus tías, llamando luego al criado. Tenía la esperanza que, en este caso, la ausencia hiciera que el corazón se encariñara menos; dejando a un lado el hecho de que su ausencia en la Casa Colchester enojaría a Trentham, también existía la evidente posibilidad de que, estando solo en semejante pista, sus ojos se vieran atraídos hacia alguna otra dama, tal vez incluso se distrajera con una del tipo de Daphne…
Frunciendo el ceño interiormente, levantó la mirada cuando el criado entró, y le dio la nota para que la enviara.
Hecho esto, se volvió a sentar y con determinación dirigió la mente hacia asuntos más serios.
Dada su empecinada negativa hacia el cortejo del conde, tal vez sería ingenuo pensar que Trentham seguiría ayudándola en el asunto de Montgomery Mountford, pero aún cuando intentaba imaginarlo perdiendo interés y sacando a los hombres que tenía vigilando la casa, no podía. A pesar de sus interacciones personales, sabía que él no la dejaría encargarse de Mountford sola.
De hecho, a la luz de lo que había aprendido de su carácter, la noción parecía irrisoria.
Permanecerían en una no declarada sociedad hasta que el enigma de Mountford estuviera resuelto; por lo tanto eso le exigía presionar lo más firmemente que pudiera en ese frente. Mantener claras las trampas de Trentham mientras tratara con él a diario no sería fácil; prolongar el peligro era algo absurdo.
No podía esperar ninguna respuesta a sus cartas hasta por lo menos unos pocos días más. Así que, ¿qué más podía hacer?
La sugerencia de Trentham de que el trabajo de Cedric era probablemente el blanco de Mountford, le había tocado la fibra sensible. Además de las cartas de Cedric, el taller contenía más de veinte libros de contabilidad y diarios. Los había llevado al salón y apilado en un rincón. Observándolos, recordó la escritura elegante, estilizada y apretada de su primo.
Levantándose, subió al piso superior e inspeccionó el dormitorio de Cedric. Tenía gruesas pulgadas de polvo y estaba lleno de telarañas.
Ordenó a las criadas la tarea de limpiar la habitación; la registraría mañana.
Por hoy… descendió al salón y se puso a trabajar con los diarios.
Cuando llegó la noche, no había descubierto nada más excitante que la receta de un mejunje para sacar manchas a la porcelana; era difícil de creer que Mountford y su misterioso extranjero estuvieran interesados en eso.
Apartando a un lado los libros de contabilidad, se dirigió al piso de arriba a cambiarse.
La casa de los Masseys tenía siglos de antigüedad, una laberíntica villa construida en la ribera del río. Los techos eran más bajos de lo que dictaba la moda; había un alarde de madera oscura en vigas y paneles, pero las sombras estaban dispersas por lámparas, candelabros, y apliques de pared desperdigados liberalmente por las habitaciones. Los largos salones interconectados eran perfectos para entretenimientos menos formales. Una pequeña orquesta tocaba al final del comedor, convertido para la ocasión en un espacio para bailar.
Después de saludar a su anfitriona en el vestíbulo, Leonora entró en la sala de recepción, diciéndose que se divertiría. Que el aburrimiento causado por la falta de propósitos que habitualmente la afligía no la afectaría esta noche, porque de hecho sí tenía un propósito.
Desafortunadamente, pasarlo bien con otros caballeros si Trentham no estaba allí para verla… era difícil convencerse a sí misma de que era todo lo que podía conseguir esa noche. No obstante, ahí estaba, con un vestido de seda de un profundo y turbulento azul que ninguna joven dama soltera podría llevar. Como no tenía particular interés en conversar, prefería bailar.
Dejando a Mildred y Gertie con un grupo de amigas, avanzó por el salón, parándose a intercambiar saludos aquí y allá, pero siempre siguiendo adelante. Una danza acababa de terminar cuando entró por las puertas del salón; rápidamente recorriendo con la mirada a los presentes, consideró a cual de los caballeros…
Duros dedos, una dura palma, se cerró alrededor de su mano; sus sentidos reaccionaron, informándola de quién estaba pegado a su hombro incluso antes de que se girara y encontrara su mirada.
– Buenas noches. -Con los ojos en los de ella, Trentham se llevó su mano a los labios. Buscó sus ojos. Enarcó una ceja-. ¿Te apetece bailar?
La mirada en sus ojos, el tono en su voz… sólo con eso, la hizo volver a la vida. Hizo que sus nervios se estrecharan, sus sentidos cantaran. Sintió una ráfaga de placentera anticipación deslizándose sobre ella. Leonora aspiró, proporcionándole a su imaginación la ilusión de lo que sentiría al bailar con él.
– Yo… -apartó la mirada, hacia el mar de bailarines esperando a que empezara el siguiente compás.
Él no dijo nada, simplemente esperó. Cuando lo volvió a observar, él encontró su mirada.
– ¿Sí?
Los ojos color avellana eran agudos, vigilantes; en sus profundidades merodeaba una ligera diversión.
Sintiendo que sus labios se apretaban, elevó el mentón.
– Claro… ¿por qué no?
Él sonrió, no de forma encantadora, sino con depredador agradecimiento de que aceptara su desafío. La guió hacia delante cuando las notas iniciales de un vals comenzaban.
Tenía que ser un vals. En el instante en que la tuvo en sus brazos, ella supo que estaba en problemas. Valientemente luchaba por diluir su respuesta al tenerlo tan cerca, al sentir que su fuerza la engullía otra vez, la mano de él se apoyó en la seda de su espalda, y ella trató de encontrar una distracción.
Dejó que un ceño se formara en sus ojos.
– Creí que irías a la fiesta de los Colchester.
Las comisuras de su boca se elevaron.
– Sabía que estarías aquí. -Sus ojos la interrogaron… maliciosos, peligrosos-. Créeme, estoy perfectamente satisfecho con tu elección.
Si había abrigado alguna duda de a qué se refería, el giro al final del salón lo explicaba todo. Si hubieran estado en la fiesta de los Colchester, bailando el vals en su enorme recinto, no habría sido capaz de sujetarla tan cerca, de curvar sus dedos tan posesivamente en su mano, de pegarla en el giro tanto a él que sus caderas se rozaran. Aquí, la pista de baile estaba llena de otras parejas, todas absortas en sí mismas, inmersas en el momento. No había matronas apoyadas en las paredes, mirando, esperando para desaprobar.
Los muslos de él separaron los de ella, todo poder contenido mientras la balanceaba en el giro; ella no pudo suprimir el temblor en su reacción, no pudo evitar que sus nervios y todo su cuerpo respondieran.
Tristan le miró la cara, se preguntó si tenía alguna idea de lo receptiva que era, de lo que le hacía a él ver llamear sus ojos, luego oscurecerse, ver sus pestañas cerrarse, sus labios abrirse.
Sabía que no era consciente de ello.
Eso sólo lo empeoraba, sólo aumentaba el efecto, y lo dejaba mucho más dolorido.
El insistente dolor se había incrementado los últimos días, una persistente irritación con la que nunca antes había tenido que luchar. Antes, la picazón del deseo había sido algo simple de rascar. Esta vez…
Todos sus sentidos estaban centrados en ella, en el balanceo de su flexible cuerpo en sus brazos, en la promesa de su calidez, en el esquivo y provocador tormento de la pasión que parecía decidida a negar.
Eso último era algo que no permitiría. No debería permitir.
La música terminó y Tristan se vio obligado a parar y a soltarla, algo que hizo de mala gana, un hecho que sus enormes ojos decían que había notado.
Ella se aclaró la garganta, se alisó el vestido.
– Gracias. -Miró a su alrededor-. Ahora…
– Antes de que pierdas el tiempo planeando algo más, como atraer a otros caballeros para que bailen contigo, mientras estés conmigo, no bailarás con nadie más.
Leonora se giró para mirarlo.
– ¿Cómo dices?
Francamente, no podía creer lo que había escuchado.
Los ojos de Tristan permanecieron duros. Enarcó una ceja.
– ¿Quieres que lo repita?
– ¡No! Quiero olvidar que alguna vez escuché semejante impertinencia.
A él no pareció afectarle en absoluto su creciente ira.
– Eso no sería inteligente.
Ella sintió que su temperamento crecía; mantenían las voces bajas, pero no había duda de la dirección que estaba tomando la conversación. Estirándose, reuniendo cada onza de arrogancia que poseía, Leonora inclinó la cabeza.
– Si me perdonas…
– No. -Dedos acerados se cerraron alrededor de su codo; indicó con la cabeza el final de la habitación-. ¿Ves esa puerta de ahí? Vamos a ir por ella.
Ella aspiró profundamente, contuvo el aliento. Cuidadosamente enunció:
– Me doy cuenta de que tu inexperiencia con la alta sociedad…
– La alta sociedad me aburre profundamente. -Bajó la mirada hacia ella, empezó a llevarla de forma discreta pero efectiva hacia la puerta cerrada-. Por tanto, es poco probable que preste atención a sus rígidas maneras.
Su corazón latía furiosamente. Mirándolo a los ojos duros, de color avellana, se dio cuenta de que no estaba jugando con un simple lobo, sino con un lobo salvaje. Uno que no reconocía ninguna regla salvo las suyas.
– No puedes simplemente…
Secuestrarme. Tomarme.
La mirada de Tristan permaneció en su rostro, calibrándola, juzgando, mientras expertamente la guiaba por la atestada habitación.
– Sugiero que vayamos a un lugar donde podamos discutir nuestra relación en privado.
Ella había estado en privado con él un buen número de veces; no había necesidad de que sus sentidos saltaran ante la palabra. Ninguna necesidad de que su imaginación se desmadrara. Irritada porque lo había hecho, Leonora trató firmemente de retomar el control. Levantando la cabeza, asintió.
– Muy bien. Estoy de acuerdo. Claramente necesitamos tratar nuestros distintos puntos de vista y dejar las cosas claras.
No iba a casarse con él; ése era el punto que Trentham tenía que aceptar. Si hacía hincapié en ese hecho, si se aferraba a él, estaría a salvo.
Llegaron a la puerta y él la abrió; Leonora pasó por ella a un pasillo que discurría lateralmente a la sala de recepción. El pasaje era lo suficientemente amplio como para que dos personas caminaran juntas; un lado estaba lleno de paneles tallados con puertas, el otro, era una pared con ventanas que daba a los jardines privados.
Al final de la primavera y en el verano, las ventanas estarían abiertas y el pasillo se convertiría en un encantador espacio por el que los invitados podrían pasear. Esta noche, con un crudo viento soplando y la promesa de helada en el aire, todas las puertas y ventanas estaban cerradas, el pasillo desierto.
La luz de la luna entraba proporcionando suficiente luz como para ver. Las paredes eran de piedra, las puertas de sólido roble. Una vez que Trentham cerró la puerta tras ellos, se quedaron en un mundo plateado y privado.
Él le soltó el brazo y le ofreció el suyo; ella fingió no notarlo. Con la cabeza alta, caminó lentamente.
– El asunto pertinente que tenemos que tratar… -se calló cuando la mano de él se cerró sobre la suya. Posesivamente. Se detuvo, miró sus dedos encerrados en la palma de él.
– Esto -dijo Leonora, con la vista fija en su mirada-, es un ejemplo perfecto del asunto que tenemos que discutir. No puedes ir por ahí cogiéndome la mano, agarrándome como si de alguna manera te perteneciera…
– Lo haces.
Leonora levantó la mirada. Parpadeó.
– ¿Perdón?
Tristan la miró a los ojos; no era adverso a explicarle.
– Tú. Me perteneces.
Se sentía bien al declararlo, reforzando la realidad.
Los ojos de ella se abrieron mucho; él continuó:
– Independientemente de lo que imaginaste que estabas haciendo, te entregaste a mí. Te ofreciste a mí. Acepté. Ahora eres mía.
Los labios de ella se entrecerraron; sus ojos llamearon.
– Eso no es lo que sucedió. Deliberadamente estás, sólo Dios sabe por qué, malinterpretando el incidente.
No dijo nada más, pero lo fulminó agresivamente con la mirada.
– Vas a tener que esforzarte mucho para convencerme de que tenerte desnuda debajo de mí en la cama en Montrose Place fue producto de mi imaginación.
Ella puso la barbilla firme.
– Malinterpretando… no imaginando.
– Ah, así que admites que sí que…
– Lo que sucedió -le espetó-, como sabes muy bien, es que ambos disfrutamos -gesticuló- de un agradable interludio.
– Según recuerdo, me rogaste que te… “iniciara”, creo que fue el término que acordamos.
Incluso a la pobre luz, él pudo ver su sonrojo. Pero ella asintió.
– Justamente.
Dándose la vuelta, caminó por el pasillo; él se mantuvo tras ella, todavía agarrándole la mano.
Leonora no habló de inmediato, y después aspiró profundamente. Tristan se dio cuenta de que le iba a dar al menos parte de una explicación.
– Tienes que entender y aceptar que no deseo casarme. Ni contigo, ni con nadie. No tengo ningún interés en ese estado. Lo que pasó entre nosotros… -alzó la cabeza, miró hacia delante, hacia el largo pasillo- fue simplemente porque quería saber. Experimentar… -bajó la vista, continuó caminando-. Y pensé que eras una elección sensata para ser mi profesor.
Él esperó, luego apuntó, con tono plano y no agresivo:
– ¿Por qué pensaste eso?
Gesticuló con la mano, liberándola de la de él para hacerlo.
– La atracción. Era obvia. Simplemente estaba allí… sabes que lo estaba.
– Sí. -Estaba empezando a verlo… se detuvo.
Ella también se paró, y lo encaró. Encontró su mirada, examinó su rostro.
– Así que lo entiendes, ¿verdad? Era sólo para saber… eso es todo. Sólo una vez.
Con mucho cuidado, Tristan preguntó.
– Hecho. Terminado. ¿Acabado?
Ella levantó la cabeza. Asintió.
– Sí.
Tristan le sostuvo la mirada durante un largo momento, luego murmuró:
– Te advertí en la cama en Montrose Place que habías calculado mal.
La cabeza de Leonora se elevó otro poco, pero apuntó con calma:
– Ahí fue cuando sentiste que te tenías que casar conmigo.
– Sé que tengo que casarme contigo, pero no es mi argumento.
La exasperación ardió en los ojos de ella.
– ¿Cuál es tu argumento?
Él pudo sentir una sonrisa severa, definitivamente cínica, totalmente de auto desaprobación luchando por mostrarse; la mantuvo alejada de su rostro, mantuvo sus facciones impasibles.
– La atracción que mencionaste. ¿Ha muerto?
Leonora frunció el ceño.
– No. Pero lo hará… sabes que lo hará… -se detuvo porque él negaba con la cabeza.
– No sé nada de eso.
Cautelosa irritación subió por la cara de Leonora.
– Acepto que todavía no se ha atenuado, pero sabes perfectamente bien que los caballeros no se mantienen demasiado tiempo atraídos por una mujer. En unas pocas semanas, en cuanto hayamos identificado a Mountford y ya no me veas a diario, te olvidarás de mí.
Tristan dejó que el momento se alargara mientras evaluaba sus opciones. Finalmente preguntó:
– ¿Y si no lo hago?
Los ojos de ella se estrecharon. Abrió los labios para reiterar que lo haría.
La cortó al aproximarse, más cerca, pegándola contra las ventanas.
Inmediatamente, el calor floreció entre ellos, llamando, tentando. Los ojos de ella llamearon, contuvo el aliento, después respiró con más rapidez. Sus manos subieron, revoloteando hasta posarse suavemente sobre el torso; sus pestañas se cerraron cuando él se acercó más.
– Nuestra atracción mutua no se ha atenuado lo más mínimo… se ha vuelto más fuerte – Tristan susurró las palabras contra la mejilla de ella.
No la estaba tocando, sujetando, salvo con su cercanía.
– Dices que se atenuará… yo digo que no lo hará. Estoy seguro de tener razón… tú estás segura de tenerla. Quieres discutir el asunto… yo estoy dispuesto a ser parte interesada en el acuerdo.
Leonora se sentía mareada. Las palabras de Tristan eran oscuras, enérgicas, magia negra en su mente. Sus labios, ligeros como mariposas, le tocaban las sienes; su respiración abanicaba su mejilla. Aspiró entrecortadamente.
– ¿Qué acuerdo?
– Si la atracción se atenúa, aceptaré soltarte. Hasta que ocurra, eres mía.
Un temblor se deslizó por su columna.
– Tuya. ¿Qué quieres decir con eso?
Sintió que los labios de Tristan se curvaban contra su mejilla.
– Exactamente lo que estás pensando. Hemos sido amantes… somos amantes. -Sus labios se deslizaron más abajo para acariciarle el mentón-. Permaneceremos así mientras dure la atracción. Si continúa, como estoy seguro que hará, más allá de un mes, nos casaremos.
– ¿Un mes? -La cercanía de Tristan le estaba nublando el juicio, dejándola mareada.
– Estoy dispuesto a darte el gusto un mes, no más.
Ella luchó por concentrarse.
– Y si la atracción se atenúa… incluso si no muere completamente pero se atenúa en un mes, ¿estarás de acuerdo en que el matrimonio entre nosotros no estará justificado?
Él asintió.
– Exacto.
Sus labios se deslizaron sobre los de ella; los rebeldes sentidos de Leonora saltaron.
– ¿Lo aceptas?
Leonora dudó. Había salido para discutir lo que había entre ellos; lo que le estaba sugiriendo parecía un razonable camino a seguir… asintió.
– Sí.
Y sus labios atraparon los de ella.
Leonora suspiró mentalmente con placer, sintió sus sentidos desplegarse como pétalos bajo el sol, regodeándose, disfrutando, absorbiendo la delicia. Saboreando el impulso… su mutua atracción.
Se atenuaría… lo sabía, absolutamente sin ninguna duda.
Puede que fuera crecientemente más fuerte en ese momento simplemente porque, por lo menos para ella, era muy nuevo, pero aún así, en última instancia, inevitablemente, su poder decaería.
Hasta entonces… podría aprender más, entender más. Explorar más. Por lo menos un poco más. Deslizando las manos hacia arriba, le rodeó el cuello y respondió a su beso, abriendo los labios para él, rindiendo su boca, sintiendo la adictiva calidez floreciendo entre ellos cuando Tristan aceptó la invitación.
Él se movió más cerca, aplastándola contra la ventana; una dura mano se cerró sobre su cintura, manteniéndola fija mientras sus bocas se unían, mientras sus lenguas se batían en duelo y se enredaban, acariciaban, exploraban, se reclamaban de nuevo.
El hambre llameó.
Leonora la sintió en él -un revelador endurecimiento de sus músculos, impuesto autocontrol, deseo atado- y sintió su propia respuesta, una ola creciente de acalorado anhelo que manó y la invadió por completo. Que la hizo acercarse más, deslizar una mano para trazarle el mentón, tentándolo para que profundizara el beso.
Tristan lo hizo, y por un momento, el mundo se esfumó.
Llamas destellaron, rugieron.
Abruptamente Tristan se separó. Rompió el beso el tiempo suficiente para murmurar:
– Necesitamos encontrar un dormitorio.
Estaba mareada, con sus sentidos girando. Lo intentó, pero no se pudo concentrar.
– ¿Por qué?
Los labios de él volvieron a los suyos, tomando, necesitando, dando. Se volvió a separar, con la respiración no muy firme.
– Porque quiero llenarte… y tú quieres que lo haga. Es demasiado peligroso aquí.
Las palabras roncas la conmocionaron, la emocionaron. Sacudieron algunos de sus sentidos de vuelta a donde les correspondía. Lo suficiente como para que pudiera pensar más allá del calor que recorría sus venas, del fuerte latido de su sangre.
Lo suficiente para darse cuenta.
¡Era demasiado peligroso en cualquier sitio!
No porque estuviera equivocado, sino porque estaba absolutamente en lo cierto.
Simplemente el oírle decir las palabras había intensificado su necesidad, profundizado ese acalorado anhelo, el vacío que sabía que Tristan podía llenar, y lo haría. Quería, desesperadamente, volver a conocer el placer de tenerlo unido a ella.
Se apartó de sus brazos.
– No… no podemos.
Él la miró. Parpadeó aturdidamente.
– Sí podemos. -Las palabras fueron pronunciadas con simple convicción, como si le estuviera asegurando que podían caminar por el parque.
Leonora lo miró fijamente. Se dio cuenta de que no había esperanza de discutir convincentemente con él; nunca había sido una buena mentirosa.
Antes de que le pudiera agarrar la muñeca, como hacía normalmente, y la arrastrara a una cama, se giró y huyó.
Por el pasillo. Lo sintió detrás de ella; dio un viraje brusco y abrió de golpe una de las muchas puertas. Entró apresurada.
Su boca se abrió en una silenciosa O. Se detuvo, balanceándose sobre los pies dentro de un gran armario de ropa blanca. Estaban al lado del comedor; manteles y servilletas estaban apilados ordenadamente en estantes a cada lado. Al final del pequeño cuarto, llenando el hueco entre los estantes, había un banco para doblar ropa.
Antes de que se pudiera girar, sintió a Trentham detrás. Llenando el umbral de la puerta, bloqueándole la salida.
– Excelente elección.
Su voz ronroneó, profunda y oscura. Su mano le acunó el trasero; la empujó hacia delante, entrando tras ella.
Cerrando la puerta.
Ella se dio la vuelta.
Tristan la cogió en brazos, acercó los labios a los suyos y soltó sus riendas. La besó hasta hacerle perder el sentido, dejó que el deseo gobernara, dejó que las pasiones reprimidas durante la semana pasada se vertieran sobre él.
Ella se hundió contra él, atrapada en la fuerte tormenta. Él absorbió su respuesta. Sintió sus dedos tensándose, luego sus uñas clavándosele en los hombros mientras le respondía, lo aplacaba, luego lo atormentaba.
Lo incitaba.
Por qué había elegido esto en vez de una cama, no tenía ni idea; tal vez quería expandir sus horizontes. Estaba más que dispuesto a adaptarse, demostrarle que todo podía ser realizado, incluso en semejantes entornos.
Una estrecha claraboya sobre la puerta dejaba entrar un rayo de luz de luna, lo suficiente para que Tristan pudiera ver. Su vestido le recordaba un mar azotado por una tormenta del que se elevaban sus senos, acalorados e hinchados, anhelando que los tocara.
Cerró las manos sobre ellos y la escuchó gemir. Escuchó la súplica, la urgencia en el sonido.
Estaba tan caliente, tan necesitada, como él. Con los pulgares, rodeó sus pezones, duros guijarros bajo la seda, apretados, calientes, y deseosos.
Hundiéndose más profundamente en su boca, saqueando evocadoramente, deliberadamente, presagiando lo que iba a suceder, abandonó sus pechos y rápidamente se ocupó de los lazos, dejó que el oscuro vestido cayera sobre la línea de su cintura mientras encontraba y liberaba los pequeños botones en el frente de su camisola.
Apartó las tiras de sus hombros, la desnudó hasta la cintura; sin romper el beso, le puso las manos en la cintura y la levantó, la sentó en el banco, acunó sus pechos, uno en cada mano, rompió el beso e inclinó la cabeza para rendirles homenaje.
Ella jadeó, sus dedos se apretaron más contra la cabeza de él, arqueó la columna mientras él se daba un festín. Su respiración era entrecortada, desesperada; continuó sin piedad, lamiéndola, luego chupándola, hasta que ella sollozó.
Hasta que su nombre salió de sus labios en un suplicante grito sofocado.
– Tristan.
Él lamió un torturado pezón, luego levantó la cabeza. Volvió a tomar sus labios en un beso abrasador.
Le levantó las faldas, arrugó sus enaguas alrededor de la cintura, separándole las rodillas mientras lo hacía, colocándose entre ellas.
Agarró su desnuda cadera con una mano.
Recorrió con los dedos de la otra la sedosa cara interior de un muslo, y acunó su sexo.
La sacudida que la recorrió casi lo puso de rodillas. Lo obligó a romper el beso, aspirar una gran cantidad de aire, y buscar desesperadamente una pequeña cantidad de control.
Suficiente para reprimirse y no tomarla de inmediato.
Tristan se acercó más, separándole más las rodillas, abriéndola a su contacto. Los párpados de ella revolotearon; sus ojos relucieron a través de la pantalla de sus pestañas.
Sus labios estaban hinchados, abiertos, su respiración desigual, sus pechos montículos de alabastro que se elevaban y descendían, su piel de color perla bajo la luz plateada.
Él encontró su mirada, la atrapó, la sostuvo mientras deslizaba un dedo en su apretada vaina. La respiración de ella se paró, luego salió apresurada cuando él llegó más profundamente. Los dedos de Leonora se hundieron en la parte superior de los brazos de Tristan. Estaba resbaladiza, húmeda, tan caliente que lo escaldaba. No quería nada más que hundir su dolorida erección en ese atrayente calor.
Las miradas de ambos se unieron, la preparó, presionando profundamente, moviendo la mano para que estuviera completamente preparada, soltándole la cadera para desabrocharse los pantalones, después guiándose hacia su entrada. Agarrándole las caderas, la sujetó y se abrió camino.
Mirándole la cara, mientras ella lo observaba, mientras presionaba más profundamente. Soltando su cadera, estiró la mano en su trasero, y la empujó hacia delante. Con la otra mano le levantó la pierna.
– Rodéame las caderas con las piernas.
Ella aspiró entrecortadamente y lo hizo. Sujetándole el trasero con ambas manos, Tristan la llevó al borde del banco y presionó en ella, pulgada a pulgada, sintiendo el cuerpo de Leonora cediendo, aceptándole y tomándolo.
Los ojos de ambos permanecieron unidos cuando sus cuerpos se juntaron; cuando finalmente Tristan empujó la última pulgada, incrustándose dentro de ella, Leonora se quedó sin aliento. Sus pestañas descendieron, sus ojos se cerraron, su rostro apasionado quedó en blanco mientras saboreaba el momento.
Estaba en ella, mirándola, sabiendo, sintiendo.
Sólo cuando las pestañas de Leonora se abrieron con un revoloteo y volvió a encontrar su mirada, Tristan se movió.
Lentamente.
Su corazón tronaba, sus demonios estaban embravecidos, el deseo latía con fuerza en sus venas, pero mantuvo un rígido control… el momento era demasiado valioso como para perderlo.
La intimidad era asombrosa cuando salió lentamente, y luego la volvió a llenar, y vio los ojos de Leonora oscurecerse todavía más. Repitió el movimiento, al ritmo de los latidos de ella, de su necesidad, de su urgencia… no una necesidad dura y controladora como la suya, sino un hambre más suave y femenina.
Una que necesitaba saciar incluso más que la propia.
Así que mantuvo el ritmo lento, y la vio elevarse, vio sus ojos vidriarse, escuchó su respiración estrangulándose… la vio deshacerse entre sus brazos. Escuchó sus gritos hasta que la tuvo que besar para acallar los reveladores sonidos, la sinfonía más dulce que jamás había escuchado.
La sostuvo, hundido profundamente en su cuerpo, profundamente en su boca, cuando ella tembló, se fracturó y su orgasmo lo rodeó. Supuso sólo una efímera sorpresa cuando Leonora lo llevó con ella.
Al éxtasis.
La danza lenta, caliente y profundamente satisfactoria se redujo, se detuvo. Los dejó unidos, juntos, respirando con fuerza, las frentes tocándose. Los fuertes latidos de sus corazones les llenaban los oídos. Sus pestañas se levantaron, las miradas se tocaron.
Los labios se rozaron, los alientos se mezclaron.
Su calidez los sostuvo.
Estaba enfundado hasta la empuñadura en su ajustado calor, y no sentía el deseo de moverse, de romper el hechizo. Los brazos de ella le rodeaban el cuello, sus piernas las caderas. Leonora no hizo ningún esfuerzo por cambiar de posición, por apartarse… por dejarlo.
Parecía todavía más aturdida, más vulnerable, que él.
– ¿Estás bien?
Tristan susurró las palabras, vio cómo los ojos de ella se centraban.
– Sí. -La respuesta vino en una suave exhalación. Se lamió los labios, miró brevemente los suyos. Se aclaró la garganta-. Eso fue…
Leonora no pudo encontrar una palabra que fuera suficiente.
Las comisuras de la boca de Tristan se elevaron.
– Estupendo.
Encontrando su mirada, no supo que otra cosa hacer excepto asentir. Sólo se pudo preguntar por la locura que la había embargado.
Y el hambre, la cruda necesidad que la había atrapado.
Los ojos de Tristan eran oscuros, pero más suaves, no tan agudos como solían ser. Pareció sentir su asombro; curvó los labios. Los pegó a los de ella.
– Te deseo. -Sus labios se volvieron a rozar-. De todas las maneras posibles.
Escuchó la verdad, reconoció su tono. Tuvo que preguntarse.
– ¿Por qué?
Él le empujó la cabeza hacia atrás, posó los labios sobre su mentón.
– Por esto. Porque nunca tendré suficiente de ti.
Leonora pudo sentir el poder de su apetito elevándose de nuevo. Sintiéndolo en su interior, creciendo la sensación, más definida.
– ¿Otra vez? -escuchó con aturdido asombro su propia voz.
Tristan respondió con un bajo gruñido que podría haber sido una risita muy masculina.
– Otra vez.
Nunca debería haber aceptado -consentido- esa segunda acalorada unión sobre los manteles.
Bebiendo té en la mesa del desayuno a la mañana siguiente, se hizo el firme propósito de no ser tan débil en el futuro… durante el resto del mes que les quedaba. Trentham, Tristan, como había insistido que lo llamara, finalmente la había acompañado de vuelta a la sala de recepción con un aire de propietario, engreído y totalmente masculino que encontró extremadamente irritante. Especialmente, dado que sospechaba que su engreimiento derivaba de su afianzada creencia de que encontraría hacer el amor tan adictivo que aceptaría a ciegas casarse con él.
El tiempo le enseñaría su error. Mientras tanto, la obligaba a ejercitar un cierto grado de cautela.
Después de todo, nunca había tenido la intención de consentir una primera unión, mucho menos la segunda.
No obstante… había aprendido más, definitivamente le añadió una provisión de experiencia. Dados los términos de su acuerdo, no tenía nada que temer… el impulso, la necesidad física que los había unido se desvanecería gradualmente; una indulgencia ocasional no era tan grave.
Excepto por la posibilidad de un niño.
La noción flotó en su mente. Estirando la mano para coger otra tostada, la consideró. Consideró, sorprendida, su inicial reacción impulsiva hacia ella.
No era lo que había esperado.
Con un ceño creciendo alrededor de sus ojos, esperó a que el sentido común se reafirmara.
Finalmente reconoció que su interacción con Trentham le estaba enseñando y revelando cosas de sí misma que nunca había sabido.
Que ni siquiera había sospechado.
Durante los siguientes días, se mantuvo ocupada, estudiando los diarios de Cedric y ocupándose de Humphrey y Jeremy y la habitual secuencia de vida diaria en Montrose Place.
Por las noches, sin embargo…
Se empezó a sentir como una perenne Cenicienta, yendo a baile tras baile y noche tras noche acabando inevitablemente en brazos de su príncipe. Un príncipe extremadamente guapo y dominante que nunca fracasaba, a pesar de su firme resolución, en hacerle perder la cabeza… y llevarla a un lugar privado donde podían satisfacer sus sentidos, y esa llameante necesidad de estar juntos, de compartir sus cuerpos y ser uno.
El éxito de Tristan era alarmante; no tenía ni idea de cómo lo conseguía. Incluso cuando evitaba la obvia elección de entretenimiento, adivinando a qué evento esperaría él que asistiera y yendo a algún otro, nunca fallaba en materializarse a su lado en el instante que entraba en el salón.
Y respecto a su conocimiento de las casas de sus anfitrionas, eso estaba empezando a bordear lo extraño. Había pasado más tiempo que él en la alta sociedad, y más recientemente, y aún así, con infalible precisión la llevaba a un pequeño salón, o a una retirada biblioteca o a un estudio, o a una estancia en el jardín.
Para cuando terminó la semana, se estaba empezando a sentir seriamente perseguida.
Empezaba a darse cuenta que era posible que hubiera subestimado el sentimiento entre ellos.
O, incluso más aterrador, que hubiera calculado completamente mal la naturaleza de aquel sentimiento.