Brighton Pavilion, Octubre de 1815
– Los apuros económicos de su Alteza Real deben ser verdaderamente desesperados, si necesita convocar a lo mejor de Su Británica Majestad simplemente para disfrutar de la gloria ajena.
El comentario, hecho con voz cansina, contenía más que un poco de cinismo; Tristan Wemys, cuarto Conde de Trentham, lanzó una mirada al otro lado de la sofocante sala de música, atestada de invitados, aduladores, y toda clase de mentirosos, en su elemento.
Prinny estaba de pie en el centro de un círculo de admiradores. Ataviado con galones dorados y carmesí, con una charretera alta y completamente ribeteada, su Majestad estaba de un buen humor estupendo y sociable, y volvía a contar relatos épicos sacados de los informes de batallas recientes, más notablemente de la de Waterloo.
Tanto Tristan como el caballero tras él, Christian Allardyce, Marqués de Dearne, conocían las historias reales; ellos habían estado allí. Librándose de la multitud, se retiraron a un lado de la opulenta habitación para evitar oír las ingeniosas mentiras.
Había sido Christian quién había hablado.
– En realidad -murmuró Tristan-, considero esta noche más como una distracción, un engaño, si lo prefieres.
Christian alzó sus pesadas cejas.
– ¿Escuchad mis historias sobre la grandeza de Inglaterra, no os preocupéis porque el fisco esté vacío y la gente pase hambre?
Los labios de Tristan se torcieron hacia abajo.
– Algo así.
Haciendo caso omiso de Prinny y su corte, Christian estudió a los demás ocupantes de la habitación circular. Eran todos hombres, el grupo estaba principalmente compuesto por algunos representantes de cada regimiento mayor y del cuerpo de servicios recientemente activo; la habitación era un mar de coloridos uniformes, de galones, elegante cuero, piel e incluso plumas.
– Contando que es preferible escenificar lo que equivaldría a una recepción de la victoria en Brighton antes que en Londres, ¿no crees? ¿Me pregunto si Dalziel ha tenido algo que decir a eso?
– Por lo que he oído, nuestro Príncipe no es favorito en Londres, pero parece que nuestro antiguo comandante no ha corrido riesgos con los nombres que apuntó a la lista de invitados de esta noche.
– ¿Oh?
Hablaban en voz baja, encubriendo por costumbre su charla como nada más que un intercambio social entre conocidos. La costumbre era difícil de olvidar, especialmente desde que, hacía poco, tales prácticas habían resultado vitales para seguir vivos.
Tristan sonrió levemente, en realidad directamente hacia un caballero que había lanzado un vistazo en su dirección: el hombre decidió no inmiscuirse.
– Vi a Deverell en la mesa, estaba sentado no muy lejos de mí. Mencionó que Warnefleet y St. Austell están también aquí.
– Puedes añadir a Tregarth y Blake, los vi al llegar -le interrumpió Christian-. Ah, ya veo. ¿Dalziel sólo nos ha permitido aparecer a aquellos que hemos dimitido?
Tristan cruzó brevemente su mirada con la de Christian: la sonrisa que nunca estaba demasiado lejos de sus expresivos labios, se hizo más profunda.
– ¿Imaginas a Dalziel dándole permiso incluso a Prinny para identificar a sus operativos más secretos?
Christian ocultó una sonrisa, alzó el vaso hasta sus labios, y tomó un sorbo.
Dalziel -no se le conocía por ningún otro nombre o título honorífico- era el tirano encargado de la Oficina de Asuntos Exteriores que, desde su despacho enterrado en lo más profundo del gobierno británico, se encargaba de la red de espionaje exterior de Su Británica Majestad, una red que había sido decisiva para conseguir la victoria de Inglaterra y sus aliados, tanto en la campaña de la Península como más recientemente en Waterloo. Junto a cierto Lord Whitley, su homólogo en el Ministerio del Interior, Dalziel era responsable de todas las operaciones encubiertas en Inglaterra, así como más allá de sus límites.
– No me di cuenta de que Tregarth o Blake estaban en el mismo barco que nosotros, y a los demás los conozco sólo por su reputación. -Christian lanzó un vistazo hacia Tristan-. ¿Estás seguro de que los demás lo han dejado?
– Sé que Warnerfleet y Blake sí, por la misma razón que nosotros. En cuanto a los otros, es pura conjetura, pero no veo a Dalziel comprometiendo a un operativo del calibre de St Austell, o Tregarth, o Deverell por esto, sólo para complacer el último capricho de Prinny.
– Es verdad.
Christian volvió a mirar el mar de cabezas.
Tanto él como Tristan eran altos, de hombros anchos, y delgados, con la afilada fuerza de hombres acostumbrados a la acción, una fuerza mal disimulada por el elegante corte de las ropas que llevaban puestas aquella noche. Bajo aquellas prendas, ambos cargaban con cicatrices de años de servicio activo; aunque tuviesen las uñas perfectamente arregladas, aún tendrían que pasar unos cuantos meses antes de que los signos reveladores de su inusual, y muchas veces poco caballerosa anterior profesión, se desvanecieran de sus manos -los callos, las durezas, la aspereza de las manos.
Ellos y sus cinco colegas que sabían que estaban presentes, habían servido a Dalziel y a su país durante al menos una década, Christian durante casi quince años. Habían servido bajo cualquier disfraz que les hubiesen pedido, desde nobles hasta barrenderos, desde clérigos a peones. Para ellos, sólo había un éxito, descubrir la información que debían obtener tras las líneas enemigas y sobrevivir el tiempo suficiente para traérsela a Dalziel.
Christian suspiró, agotada la bebida.
– Voy a echarlo de menos.
La carcajada de Tristan fue corta.
– ¿No lo haremos todos?
– Sea como sea, dado que ya no trabajamos para Su Majestad -Christian dejó el vaso vacío sobre un aparador cercano- no veo por qué tenemos que estar aquí de pie hablando, cuando estaríamos mucho más cómodos haciendo lo mismo en otro sitio… -Su mirada gris se cruzó con los ojos de un hombre que estaba considerando claramente el acercarse; el caballero lo volvió a pensar y se giró para irse-. Y sin correr el riesgo de tener que hacer el paripé ante cualquier adulador que nos coja y nos pida oír nuestra historia.
Mirando a Tristan, Christian alzó una ceja.
– ¿Qué dices, deberíamos pasar a un ambiente más placentero?
– Por supuesto. -Tristan le tendió su vaso vacío a un lacayo que pasaba-. ¿Tienes en mente algún lugar en particular?
– Siempre he tenido debilidad por el Ship and the Anchor. Tiene un salón pequeño muy acogedor.
Tristan inclinó la cabeza.
– El Ship and the Anchor, entonces. Deberíamos irnos juntos, ¿no crees?
Los labios de Christian se curvaron.
– Las cabezas juntas, hablando afanosamente con tono profundo y urgente. Si vamos hacia la puerta, discreta pero decididamente, no veo razones para que no podamos ir en línea recta.
Lo hicieron. Todo el que los vio asumió que habían sido convocados para llamar al otro, debido a algún propósito secreto pero altamente importante; los lacayos se apresuraron a coger sus abrigos, y entonces salieron a la fría noche.
Se pararon, respiraron profundamente, limpiando los pulmones de la sofocante falta de aire del asfixiante Pavilion, entonces, intercambiaron unas breves sonrisas y apretaron el paso.
Dejaron la brillantemente iluminada entrada al Pavilion, y emergieron en la North Street. Giraron hacia la derecha y caminaron hacia Brighton Square y las callejuelas de más allá con el paso tranquilo de aquellos que saben adónde van. Cuando alcanzaron los estrechos callejones adoquinados, bordeados por las barracas de los pescadores, formaron una única fila, intercambiando sitios en cada cruce, los ojos observadores, escudriñando las sombras… aunque se daban cuenta de que ahora estaban en casa, en paz, que ya no eran fugitivos, que ya no estaban en guerra, ninguno hizo comentario alguno ni intentó suprimir el comportamiento que se había convertido en una segunda naturaleza para ellos.
Se dirigieron a un ritmo constante hacia el sur, hacia el sonido del mar, que susurraba en la oscuridad al otro lado de la orilla. Finalmente, giraron hacia Black Lion Street. Al final de la calle estaba el Canal, la frontera tras la cual habían vivido la mayor parte de la pasada década. Se detuvieron bajo el oscilante cartel de The Ship and the Anchor, hicieron una pausa, los ojos fijos en la oscuridad encuadrada por las casas al final de la calle. Hasta ellos llegó el olor del mar, la sal en la brisa y el familiar olor salobre de las algas.
Los recuerdos se apoderaron de ellos por un instante, luego, como uno solo, se dieron la vuelta. Christian abrió con un empujón la puerta y entraron.
El calor los envolvió, junto a los sonidos de voces inglesas y el olor de la buena cerveza inglesa aderezada con lúpulo. Se relajaron, una indefinible tensión los abandonó. Christian se acercó a la barra.
– Dos copas de lo mejor que tengas.
El mesonero asintió en bienvenida y rápidamente preparó las cervezas.
Christian echó un vistazo a la puerta trasera del bar a medias cerrada.
– Nos sentaremos en tu pequeño salón.
El mesonero lo miró, luego colocó las dos espumosas jarras en la barra. Lanzó una rápida mirada a la puerta del salón pequeño.
– En cuanto a eso, señor, estoy seguro de que serían bien recibidos, pero ya hay un grupo de caballeros dentro, y quizás no les gusten los extraños.
Christian alzó las cejas. Alargó la mano para coger la trampilla del mostrador y la levantó, pasando para coger una de las jarras.
– Correremos el riesgo.
Tristan ocultó una sonrisa, tiró unas monedas sobre el mostrador a cambio de las cervezas, levantó la segunda jarra, y siguió a Christian.
Alcanzó a Christian cuando éste hacía oscilar la puerta al pequeño salón.
El grupo reunido alrededor de las dos mesas les miró a la vez; cinco pares de ojos se clavaron en ellos.
Cinco sonrisas se abrieron paso.
Charles St. Austell se reclinó en la silla en el lado más alejado de la mesa y ondeó una mano hacia ellos magnánimamente.
– Sois mejores hombres que nosotros. Estábamos a punto de empezar a apostar cuánto tiempo aguantaríais.
Los otros se levantaron para poder volver a colocar las mesas y las sillas. Tristan cerró la puerta, colocó su jarra en la mesa, y luego se unió a la ronda de presentaciones.
Aunque todos habían servido bajo el mando de Dalziel, nunca habían estado juntos los siete. Cada uno de ellos conocía a alguno; pero ninguno había conocido a todos previamente.
Christian Allardyce, el mayor y el que llevaba más tiempo en el servicio, había operado en el Este de Francia, a veces en Suiza y Alemania, y en otros estados y principados pequeños; con su color rubio y su facilidad para los lenguajes, había parecido natural de aquellos lugares.
Tristan había servido de forma más general, a veces en el centro de las cosas, en París y en las más importantes ciudades industriales; su fluido francés, al igual que su alemán e italiano, su pelo castaño, sus ojos marrones, y su fácil encanto les habían servido bien a él y a su país.
Nunca se había cruzado con Charles St. Austell, en apariencia el más llamativo del grupo. Con sus caídos rizos negros y sus centelleantes ojos azules, Charles era un imán para las mujeres de todas las edades, jóvenes y maduras. Mitad francés, poseía tanta labia como ingenio, que aprovechaba junto a sus atributos físicos; había sido el operativo principal de Dalziel en el sur de Francia, en Carcasonne y Toulouse.
Gervase Tregarth, un nativo de Cornwall de rizado pelo castaño y unos agudos ojos color avellana, había, según tenía entendido Tristan, pasado la mayor parte de la última década en Britania y Normandía. Conocía a St. Austell del pasado, pero nunca se había encontrado con él en el campo de batalla.
Tony Blake era otro vástago de familia inglesa que también era medio francés. De pelo negro, y ojos negros, era el más elegante del grupo, sin embargo, existía una agudeza subyacente bajo su tranquila apariencia; era el operativo que Dalziel había usado más a menudo para interceptar e interferir en la red de espías franceses, una tarea horriblemente peligrosa que se centraba en los puertos del norte de Francia. Que Tony estuviese vivo era testimonio de su valor.
Jack Warnefleet era aparentemente un enigma; parecía tan abiertamente francés, inesperadamente atractivo con su pelo rubio y sus ojos color avellana, que era difícil imaginar que había tenido un completo éxito infiltrándose en todos los niveles de los envíos por barco franceses y en muchas de sus transacciones. Era más camaleónico incluso que el resto de ellos, con una simpatía alegre y campechana tras la que pocos podían ver.
Deverell fue el último hombre al que Tristan estrechó la mano, un caballero bien parecido con sonrisa fácil, el pelo marrón oscuro, y los ojos verdes. A pesar de ser extraordinariamente guapo, poseía la habilidad de mezclarse en cualquier grupo. Había servido casi exclusivamente en Paris y nunca había sido detectado.
Completadas las presentaciones, tomaron asiento. El salón estaba ahora cómodamente repleto; un fuego ardía alegremente en una esquina y bajo su oscilante luz se asentaron alrededor de la mesa, casi hombro con hombro.
Todos eran hombres corpulentos; todos habían sido en algún momento de sus vidas soldados de la guardia real en un regimiento u otro, hasta que Dalziel los encontró y los atrajo al servicio a través de su oficina.
No es que hubiese tenido que esforzarse demasiado para convencerlos.
Saboreando su primer sorbo de cerveza, Tristan recorrió la mesa con la vista. Por fuera, eran todos diferentes, no obstante, definitivamente, bajo la piel todos eran hermanos. Cada uno de ellos era un caballero nacido de algún linaje aristocrático, todos poseían atributos, habilidades y talentos similares, aunque el balance de cada uno era diferente. Sin embargo, lo más importante era que todos eran capaces de jugar con el peligro, eran del tipo de hombres que aceptarían el reto de un combate a vida o muerte sin vacilar, con una confianza innata y una total y despreocupada arrogancia.
Había más que un poco de aventurero arriesgado en cada uno de ellos. Y eran leales hasta los huesos.
Deverell dejó su jarra sobre la mesa.
– ¿Es verdad que todos hemos dimitido? -Hubieron asentimientos e intercambios de miradas alrededor-. ¿Es de buena educación preguntar por qué? -Miró a Christian- En tu caso, ¿asumo que Allardyce se debe haber convertido ahora en Dearne?
Christian inclinó la cabeza irónicamente.
– Así es. Una vez muerto mi padre, y habiendo conseguido su título, cualquier otra elección desapareció. Si no hubiese sido por Waterloo, ya estaría preso en asuntos concernientes a las ovejas y el ganado, y sin duda con grilletes, por si fuera poco.
Su tono, ligeramente disgustado, trajo sonrisas de conmiseración a las caras de los otros.
– Eso suena demasiado familiar. -Charles St. Austell bajó la mirada a la mesa-. Nunca esperé heredar, pero mientras estuve fuera, mis hermanos mayores me fallaron -hizo una mueca-. Así que ahora soy el Conde de Lostwhitiel y, tal y como mis hermanas, mis cuñadas y mi querida madre me recuerdan constantemente, llego bastante tarde al altar.
Jack Warnefleet rió, no exactamente con gracia.
– Aunque sea totalmente inesperado, yo también me he unido al club. El título era esperado -era el del viejo- pero las casas y el dinero llegaron vía una tía abuela que ni sabía que existía, así que ahora, por lo que me han dicho, estoy en lo alto de la lista de deseables y puedo esperar ser perseguido hasta que me rinda y tome una esposa.
-Moi, aussi! *. -Gervase Tregarth asintió hacia Jack-. En mi caso fue un primo que sucumbió a la tuberculosis y murió ridículamente joven, así que ahora soy el Conde de Crowhurst, con una casa en Londres que no he visto y la necesidad, como he sido informado, de conseguirme una esposa y un heredero, dado que soy el último en la línea de sucesión.
Tony Blake emitió un despectivo sonido.
– Al menos no tienes una madre francesa y créeme, cuando se trata de perseguir a alguien hasta el altar, se llevan la palma.
– Brindo por eso. -Charles levantó su jarra hacia Tony.
– ¿Pero eso significa que tú también has vuelto a este lado del mar para descubrir que has sido distinguido?
Tony arrugó la nariz.
– Cortesía de mi padre, por la cual me he convertido en el Vizconde Torrington, tenía la esperanza de que todavía quedasen años para que ocurriera, pero… -se encogió de hombros-. Lo que no sabía es que durante la pasada década el viejo había hecho varias inversiones. Esperaba heredar un sustento decente, no había esperado conseguir una gran fortuna. Y entonces descubro que la alta sociedad al completo lo sabe. De camino hacia aquí me detuve brevemente en la ciudad para ver a mi madrina -se estremeció-. Fui prácticamente asaltado. Fue horrible.
– Es porque perdimos a demasiados en Waterloo.
Deverell clavó la mirada en su jarra; todos se quedaron en silencio unos minutos, recordando a sus camaradas caídos, entonces levantaron las copas y bebieron.
– Debo confesar que estoy en una situación parecida. -Deverell dejó la copa en la mesa-. Cuando dejé Inglaterra no tenía ninguna expectativa, sólo para descubrir a mi regreso que un primo lejano había estirado la pata, y que ahora soy el Vizconde Paignton, con las casas, la renta, y como tú, la alarmante necesidad de una esposa. Puedo arreglármelas con la tierra y los fondos, pero las casas, y no digamos las obligaciones sociales… son una telaraña peor que cualquier complot francés.
– Y las consecuencias de fallar podrían llevarte a la tumba -agregó St. Austell.
Se oyeron sombríos murmullos de asentimiento alrededor. Todos los ojos se volvieron hacia Tristan.
Él sonrió.
– Eso ha sido toda una letanía, pero me temo que puedo superar todas vuestras historias. -Bajó la mirada, dándole vueltas a su jarra entre las manos-. También yo regresé para encontrarme con que había sido distinguido con un título, dos casas y un pabellón de caza, y que ahora soy considerablemente rico. Sin embargo, ambas cosas son el hogar de un surtido de señoras, tías abuelas, primas, y algunos familiares más lejanos. Las heredé de mi tío abuelo, el recientemente difunto tercer Conde de Trentham, que odiaba a su hermano -mi abuelo- y también a mi difunto padre, y a mí. Sus razones eran que éramos unos derrochadores que no sabían hacer nada y que íbamos y veníamos a placer, viajando por el mundo, etc. A decir verdad, debo decir que ahora que he conocido a mis tías abuelas y a su ejército femenino, entiendo al viejo. Debió haberse sentido atrapado por su posición, sentenciado a vivir la vida rodeado de una tribu de mujeres adorables y entrometidas.
Un escalofrío, un estremecimiento, recorrió la mesa.
La expresión de Tristan se volvió sombría.
– Por lo tanto, cuando murió el hijo de su hijo, y luego su propio hijo y se dio cuenta de que yo lo heredaría todo, concibió una diabólica cláusula que añadió a su testamento. He heredado el título, la tierra y las casas, junto al dinero; pero si no me caso en un año, me quedaré con el título, la tierra y las casas y todo lo que eso conlleva consigo, pero el dinero, y los fondos necesarios para mantener las casas, serán entregados a diferentes obras benéficas.
Todos se quedaron en silencio, entonces Jack Warnefleet preguntó.
– ¿Qué pasaría con la horda de mujeres?
Tristan alzó la vista, los ojos entrecerrados.
– Eso es lo más diabólico de todo; seguirían siendo mis huéspedes, en mis casas. No tienen ningún otro sintió donde ir, y difícilmente podría dejarlas en la calle.
Todos los demás lo miraron, la comprensión de su apuro dibujada en las caras.
– Eso es una crueldad. -Gervase hizo una pausa, entonces preguntó-. ¿Cuándo termina tu año?
– En Julio.
– Así que tienes la próxima temporada para elegir. -Charles dejó su jarra sobre la mesa y la empujó lejos-. Estamos todos en gran parte en el mismo barco. Si yo no encuentro una mujer para entonces, mis hermanas, mis cuñadas, y mi querida madre me volverán demente.
– No va a ser fácil, os aviso. -Tony Blake lanzó un vistazo alrededor de la mesa-. Después de escapar de mi madrina, busqué refugio en Boodles -sacudió la cabeza-. Fue un error. A la hora, no uno, sino dos caballeros que nunca antes había visto se me acercaron y ¡me invitaron a cenar!
– ¿Te abordaron en tu club? -Jack expresó la sorpresa común.
Tony asintió gravemente.
– La cosa fue peor. Entré en casa y descubrí una pila de invitaciones, literalmente de un pie de alta. El mayordomo dijo que habían empezado a llegar el día antes de que enviase noticias de que había llegado, había avisado a mi madrina de que podría dejarme caer por el lugar.
Se hizo el silencio mientras todos digerían aquello, lo extrapolaron, lo consideraron…
Christian se inclinó hacia delante.
– ¿Quién más ha estado en la ciudad?
Todos los demás negaron con la cabeza. Habían vuelto recientemente a Inglaterra y habían ido directamente a sus haciendas.
– Muy bien -continuó Christian-. ¿Significa eso que la próxima vez que aparezcamos por la ciudad, seremos acosados como Tony?
Todos se lo imaginaron…
– En realidad -dijo Deverell- es probable que sea mucho peor. Hay muchas familias de luto en estos momentos; incluso si están en la ciudad, no andarían por ahí abordando gente. El número de invitaciones debería ser menor.
Todos miraron a Tony, quién sacudió la cabeza.
– No lo sé… no pude esperar a descubrirlo.
– Pero como dice Deverell, debería ser así. -La cara de Gervase se endureció-. Aunque el duelo terminará a tiempo de la próxima temporada, y entonces las arpías estarán por todas partes, buscando a sus próximas víctimas, más desesperadas e incluso más decididas.
– ¡Maldición! -Charles habló por todos ellos-. Vamos a ser -hizo gestos- precisamente el tipo de objetivos que intentamos no ser durante toda la última década.
Christian asintió, serio, formal.
– Quizás sea un escenario diferente, pero es todavía un tipo de guerra, por la manera en que las señoras de la alta sociedad juegan a este juego.
Meneando la cabeza, Tristan se sentó hacia atrás en su silla.
– Es triste el día en que, habiendo sobrevivido a todo lo que los franceses nos arrojaron, nosotros, los héroes ingleses, volvemos a casa sólo para enfrentarnos con un peligro aún mayor.
– Una amenaza para nuestros futuros como no lo es ninguna otra, y una en la que, gracias a nuestra devoción al rey de nuestro país, no tenemos tanta experiencia como un hombre joven -añadió Jack.
Se hizo el silencio.
– Ya sabeis… -Charles St. Austell removió su jarra en círculos-. Nos hemos enfrentado a cosas peores antes, y ganamos. -Alzó la vista, mirando alrededor-. Todos somos casi de la misma edad, ¿cuánto hay? ¿Cinco años de diferencia? Todos nos enfrentamos a una amenaza similar, y tenemos objetivos parecidos en mente, por razones similares. ¿Por qué no unirnos para ayudarnos los unos a los otros?
– ¿Uno para todos y todos para uno? -preguntó Gervase.
– ¿Por qué no? -Charles miró alrededor otra vez-. Tenemos la suficiente experiencia en asuntos estratégicos; seguramente podemos, y debemos, enfocar esto como cualquier otra batalla.
Jack se incorporó.
– No será como si compitiésemos unos con otros -también él miró alrededor, encontrándose con los ojos de todos-. Somos parecidos hasta cierto punto, pero todos somos diferentes también, y venimos de familias diferentes, de diferente condados, y no hay pocas mujeres sino demasiadas rivalizando por nuestras atenciones, ese es nuestro problema.
– Creo que es una idea excelente. -Apoyando los antebrazos en la mesa, Christian miró a Charles, y luego a los demás-. Todos tenemos que casarnos. Yo no sé vosotros, pero yo lucharé hasta mi último aliento para mantener las riendas de mi destino. Yo elegiré a mi esposa, no dejaré que me la impongan de ninguna forma. Gracias al encuentro casual de Tony, ahora sabemos que el enemigo estará esperando, listo para abalanzarse sobre nosotros en el instante en que aparezcamos -volvió a mirar alrededor-. ¿Así qué, cómo vamos a detener la iniciativa?
– De la misma forma de siempre -contestó Tristan-. La clave es conseguir información. Compartamos lo que aprendamos: colocación del enemigo, sus costumbres, sus estrategias preferidas.
Deverell asintió.
– Compartamos tácticas que funcionen, y alertemos de cualquier peligro percibido.
– Pero lo que más necesitamos -le interrumpió Tony-, es un refugio seguro. Es siempre la primera cosa que instalamos cuando estamos en territorio enemigo.
Todos hicieron una pausa, pensando.
Charles hizo una mueca.
– Antes de tus noticias, habría pensado en nuestros clubes, pero está claro que ya no.
– No, y nuestras casas tampoco son seguras por razones similares. -Jack frunció el ceño-. Tony tiene razón, necesitamos un refugio donde podamos estar seguros de que estaremos a salvo, donde podamos reunirnos e intercambiar información. -Alzó las cejas-. ¿Quién sabe? Puede que haya ocasiones en que sea una ventaja ocultar la conexión entre todos, al menos socialmente.
Los otros asintieron, intercambiando miradas.
Christian le dio forma a sus pensamientos.
– Necesitamos un club propio. No para vivir en él, aunque podríamos querer unas cuantas camas en caso de necesitarlas, sino un club donde podamos reunirnos, y desde donde podamos planear y llevar a cabo nuestras campañas a salvo, sin tener que estar guardándonos las espaldas.
– No un refugio -musitó Charles-. Más bien un castillo…
– Una fortaleza en mitad del territorio enemigo. -Deverell asintió decidido-. Sin ella, estaremos demasiado expuestos.
– Y ya lo hemos estado demasiado tiempo -gruñó Gervase-. Las arpías caerán sobre nosotros y nos atarán si nos mezclamos con la alta sociedad sin estar preparados. Hemos olvidado como es… si es que de verdad lo supimos alguna vez.
Era de conocimiento tácito que estaban navegando hacia aguas desconocidas y por lo tanto, peligrosas. Ninguno de ellos había pasado demasiado tiempo en sociedad después de los veinte.
Christian miró alrededor.
– Tenemos cinco meses enteros antes de necesitar un refugio, si lo establecemos antes de finales de Febrero, podremos volver a la ciudad y pasar desapercibidos frente a los piquetes, desaparecer siempre que queramos…
– Mi hacienda está en Surrey. -Tristan se encontró con las miradas de los otros-. Si podemos decidir qué queremos como fortaleza, puedo infiltrarme en la ciudad y hacer los arreglos sin hacer mucho ruido.
Los ojos de Charles se entrecerraron; su mirada se volvió distante.
– Algún lugar céntrico, pero no demasiado.
– Tiene que estar en un área fácilmente accesible, pero que no sea obvia. -Deverell tamborileó sobre la mesa, pensativo-. Cuánta menos gente nos reconozca en las cercanías, mejor.
– Quizás una casa…
Debatieron sus necesidades, y rápidamente estuvieron de acuerdo en que una casa, en una de las tranquilas áreas en las afueras pero cerca de Mayfair, aunque lejos del centro de la ciudad, sería lo mejor. Una casa con sala de visitas y espacio suficiente para reunirse, con una habitación donde cada uno podría encontrarse con alguna mujer si era necesario, pero el resto de la casa estaría libre de mujeres, con al menos tres dormitorios en caso de necesidad, cocinas y habitaciones para el servicio, un servicio que entendiera sus necesidades…
– ¡Eso es! -Jack dio una palmada a la mesa-. ¡Lo tenemos! -agarró su jarra y la levantó-. Brindemos por Prinny y su impopularidad, si no fuese por él, no estaríamos aquí hoy y no tendríamos la oportunidad de hacer mucho más seguros nuestros futuros.
Con amplias sonrisas, todos bebieron, entonces Charles empujó su silla hacia atrás, se levantó, y alzó su jarra.
– Caballeros, ¡brindemos por nuestro club! Nuestro último bastión contra las casamenteras de la alta sociedad, nuestra base segura desde la que nos infiltraremos, identificaremos, y aislaremos a cada mujer que queramos, para luego tomar la alta sociedad por asalto y ¡capturarla!
Los otros lo aclamaron, golpearon la mesa y se levantaron.
Charles inclinó la cabeza hacia Christian.
– ¡Brindemos por el bastión que nos permitirá tomar las riendas de nuestros destinos y controlar nuestros propios hogares! ¡Caballeros! -Charles alzó su jarra-. ¡Brindemos por el Bastion Club!
Todos clamaron su aprobación y bebieron.
Y así fue como nació el Bastion Club.