CAPÍTULO 5

– ¿Es este el lugar?

Tristan inclinó la cabeza hacia Charles St. Austell alcanzando el pomo de la puerta del establecimiento de Stolemore. Cuando había visitado los clubes más pequeños y el Guards *, la tarde anterior, ya había decidido hacer una visita a Stolemore y ser bastante más persuasivo. Encontrarse a Charles al norte del país por negocios, quién también se había refugiado en el club, había sido un golpe de suerte demasiado bueno para pasarlo por alto.

Cualquiera de ellos podría ser lo suficientemente amenazador como para persuadir a cualquier persona para que hablara; juntos, no había duda que Stolemore les diría lo que Tristan deseaba saber.

Sólo había tenido que mencionar el tema a Charles, y él había estado de acuerdo. De hecho, estaba eufórico ante la oportunidad de ayudar, de ejercitar otra vez sus peculiares talentos.

Cuando la puerta osciló hacia dentro; Tristan encabezó la entrada. Esta vez, Stolemore estaba detrás del escritorio. Miró hacia arriba cuando sonó la campanilla, su mirada fija se agudizó cuando reconoció a Tristan.

Tristan se paseó adelante, su adiestrada mirada fija en el desventurado agente. Los ojos de Stolemore se dilataron. Desvió la mirada hacia Charles. El agente palideció y acto seguido se tensó.

Detrás de él, Tristan oyó a Charles moverse; no miró alrededor. Sus sentidos le indicaron que Charles había girado la puerta para cerrarla, después se oyó el traqueteo de anillas en la madera. La luz se difuminó cuando Charles corrió las cortinas de las ventanas delanteras.

La expresión de Stolemore, con los ojos llenos de aprensión, decía que había entendido muy bien su amenaza. Se asió al borde del escritorio y empujó la silla hacia atrás.

Por el rabillo del ojo, Tristan observó que Charles recorría la habitación con rapidez y ligereza, cruzaba los brazos, y se apoyaba contra el marco de la puerta con cortinas que daba acceso al interior de la casa. Su amplia sonrisa habría hecho honor a la de un demonio.

El mensaje estaba claro. Para escapar de la pequeña oficina, Stolemore tendría que pasar a través de uno u otro. Aunque el agente era un hombre robusto, más que Tristan o Charles, no cabía duda de que nunca lo haría.

Tristan sonrió, no con diversión, no obstante sí con suficiente cortesía.

– Todo lo que queremos es información.

Stolemore se mojó los labios, fijando la mirada en Charles.

– ¿De qué?

Su voz sonó áspera, con un fondo de miedo.

Tristan hizo una pausa apreciando el sonido, después contestó con suavidad.

– Quiero el nombre y todos los detalles que tenga de la persona que quiere comprar la casa del Número 14 de Montrose Place.

Stolemore se atragantó; otra vez retrocedió ligeramente, su mirada fija alternándose entre ellos.

– No hablo de mis clientes. ¿Qué valdría mi reputación si difundiera una información como esa?

De nuevo Tristan esperó, sus ojos sin separarse nunca de la cara de Stolemore. Cuando el silencio se volvió tenso, junto con los nervios de Stolemore, inquirió suavemente

– ¿Y qué supone usted que le va a costar no complacernos?

Stolemore se puso aún más pálido; las señales de la paliza, administrada por las mismas personas que protegía, eran claramente visibles bajo su pálida piel. Se dirigió a Charles, como si calibrara sus oportunidades; un instante más tarde, miró hacia Tristan. La perplejidad se dibujó en sus ojos.

– ¿Quién es usted?

Tristan contestó con tono uniforme, sin cambios.

– Somos caballeros a los que no les gusta ver que se abusa de los inocentes. Basta decir que las recientes actividades de su cliente no encajan bien con nosotros.

– Ciertamente -agregó Charles, su voz era un siniestro ronroneo-. Se podría decir que está consiguiendo que perdamos la calma.

Las últimas palabras estaban cargadas de amenazas.

Stolemore recorrió con la mirada a Charles, entonces rápidamente miró hacia Tristan.

– De acuerdo, se lo diré, pero con la condición de que ustedes no le digan que he sido yo quien les ha facilitado su nombre.

– Le puedo asegurar que cuando le agarremos, no perderemos el tiempo en discutir cómo le encontramos -Tristan elevó las cejas-. Ciertamente, puedo garantizar que tendrá demasiada presión como para prestar atención a eso.

Stolemore ahogó un bufido nervioso. Trató de alcanzar un cajón del escritorio.

Tristan y Charles se desplazaron en un silencio letal; Stolemore se congeló, luego los recorrió nerviosamente con la mirada, en esta nueva posición estaba directamente entre ellos.

– Es solamente un libro -graznó-. ¡Lo juro!

Transcurrió un latido, después Tristan inclinó la cabeza.

– Sáquelo.

Respirando apenas, Stolemore sacó muy lentamente un libro grande del cajón.

La tensión se alivió una fracción; el agente colocó el libro encima del escritorio y lo abrió. A tientas, pasó rápidamente las páginas, después dirigió su dedo hacia abajo sobre una de ellas, y se detuvo.

– Escríbalo -dijo Tristan.

Stolemore asintió.

Tristan ya había leído y memorizado la entrada. Cuando Stolemore acabó y deslizó la hoja de papel con la dirección por el escritorio, le sonrió -de modo encantador esta vez- y la recogió.

– De esta forma -mantuvo la mirada fija en cómo Stolemore doblaba el papel y lo introducía en el bolsillo de su abrigo- si alguien le pregunta, puede jurar con la conciencia tranquila, que no ha dicho a nadie su nombre o dirección. ¿No le parece? Había solamente un hombre, ¿correcto?

Stolemore inclinó la cabeza en la dirección en la que la hoja de papel había desaparecido.

– Solamente él. Un trabajo sucio. Apariencia de caballero, cabello muy oscuro, piel pálida, ojos marrones. Vestido con elegancia pero no con la calidad de Mayfair. Le tomé por un noble rural; se comportaba con la suficiente arrogancia. De aspecto joven, pero es bastante mezquino y con un temperamento abrupto. -Stolemore se pasó una mano por las magulladuras que tenía al lado de un ojo-. Si nunca más le vuelvo a ver, será demasiado pronto.

Tristan inclinó la cabeza.

– Ya veremos cómo podemos arreglarlo.

Cambiando de dirección, caminó hacia la puerta. Charles siguió sus pasos.

Ya fuera en la calle, hicieron una pausa.

Charles hizo una mueca.

– Aunque me gustaría mucho venir y echar una ojeada a nuestro fuerte -su sonrisa malvada apareció- y a nuestro detestable vecino, tengo que regresar urgentemente a Cornwall.

– Te doy las gracias -Tristan le tendió la mano.

Charles la estrechó.

– Cuando quieras -un indicio de auto menosprecio tiñó su sonrisa-. A decir verdad, lo he disfrutado, aunque menos de lo que pensaba. Siento como, literalmente, me estoy oxidando en el campo.

– La adaptación nunca es fácil, en realidad lo es menos para nosotros que para otros.

– Por lo menos tú tienes algo en lo que mantenerte ocupado. Todo lo que tengo yo son ovejas, vacas y hermanas.

Tristan se rió de la patente repulsión de Charles. Le golpeó ruidosamente en el hombro, y partieron, Charles volvió hacia Mayfair mientras Tristan avanzaba en la dirección opuesta.

Hacia Montrose Place. Todavía no eran las diez en punto. Consultaría a Gasthorpe, el ex sargento mayor que había contratado como mayordomo del Bastion Club, que supervisaba los últimos detalles para tener preparado el club a disposición de sus patrocinadores, más tarde haría una visita a Leonora, tal y como había prometido. Como había prometido, debatirían qué hacer a continuación

A las once en punto, llamó a la puerta del Número 14. El mayordomo le indicó el camino hacia el salón; Leonora se levantó del sofá rosa cuando entró.

– Buenos días -hizo una reverencia cuando él se inclinó de forma respetuosa sobre su mano.

El sol había logrado liberarse de las nubes. Los brillantes rayos que tocaban el follaje en la parte trasera del jardín atrajeron la mirada de Tristan.

– Camine conmigo por el jardín -él retuvo su mano-. Me gustaría ver el muro trasero.

Ella vaciló, después inclinó la cabeza; su intención era ir delante, pero él no soltó sus dedos. En lugar de eso, cerró su mano más firmemente sobre la de ella. Leonora le lanzó una breve mirada cuando pasaron juntos por las puertas francesas. Abriéndolas, las traspasaron; cuando comenzaron a bajar las escaleras, Tristan puso la mano de Leonora en su brazo, consciente de los latidos ligeramente erráticos de su pulso, y la forma en que temblaban sus dedos.

Ella levantó la cabeza.

– Necesitamos pasar a través del arco de los setos -dijo Leonora-. El muro está en la parte posterior del huerto.

Los jardines eran extensos. Con Henrietta paseando detrás de ellos, anduvieron por el camino central, más allá de filas de coles, seguidas por hileras interminables en barbecho, largos montículos cubiertos de hojas y otros restos esperando, dormitando, hasta que regresase la primavera.

Él se detuvo.

– ¿Dónde estaba parado cuando vio al hombre?

Leonora echó un vistazo alrededor, luego apuntó hacia un punto justo un poco más adelante, aproximadamente a veinte pies por delante de la pared trasera.

– Debía estar cerca de allí.

Él la soltó, empezando a moverse para mirar el camino, a través del arco hacia el césped.

– Usted dijo que él salió apresuradamente de su vista. ¿Qué dirección tomó? ¿Se volvió y fue caminando hacia la pared?

– No, se marchó por el lateral. Si hubiera cambiado de dirección y vuelto corriendo al camino, le habría podido ver a lo lejos.

Tristan inclinó la cabeza, examinando la tierra en la dirección que ella le había indicado. Eso ocurrió dos tardes atrás. No había llovido desde entonces.

– ¿Su jardinero ha estado trabajando en esta zona?

– No en los últimos días. Hay poco que hacer por aquí durante el invierno.

Él puso una mano en su brazo, presionando brevemente.

– Quédese aquí -continuó siguiendo el camino, pisando cuidadosamente a lo largo del borde-. Dígame cuándo me pongo en el mismo lugar en el que estaba él.

Ella observó, luego dijo,

– Cerca de allí.

Él rodeó el contorno, los ojos fijos en el terreno, entonces se movió entre los surcos fuera del camino en la dirección en la que el hombre había salido.

Encontró lo que andaba buscando, una huella en la base de la pared, donde el hombre había dado una fuerte pisada antes de saltar encima de la gruesa planta trepadora. Tristan se puso en cuclillas; Leonora llegó agitadamente desde la parte de arriba. La huella estaba claramente delineada.

– Mmm… Sí.

Él miró hacia arriba para ver la curvatura de la huella desde más cerca, estudiando la impresión que había dejado en la tierra.

Ella atrajo su atención.

– Mire hacia la derecha.

Él se levan. Ella se enderezó.

– Es del mismo tamaño y forma que la huella que encontré en el polvo de la puerta lateral del Número 12.

– ¿El ladrón vino a través de la puerta?

Él inclinó la cabeza y se volvió hacia la pared cubierta por la planta trepadora. La escudriñó cuidadosamente, pero fue Leonora quién encontró la prueba.

– Aquí. -Levantó una ramita quebrada, luego la dejó caer.

– Y aquí. -Él apuntó más alto, dónde la planta trepadora había sido despegada de la pared. Recorrió con la mirada la pesada verja de hierro.

– Supongo que no tendrá la llave.

Leonora le lanzó una mirada de superioridad. Sacó una llave vieja de su bolsillo.

Tristan se la arrancó de sus dedos pretendiendo no ver la llamarada de irritación en los ojos de ella. Alejándose, introdujo la llave en el viejo y enorme cerrojo y la giró. La verja chirrió cuando la movió para abrirla.

Había dos huellas claras impresas en el callejón de detrás de las casas, en la suciedad acumulada que cubría las ásperas losas. Un breve vistazo bastó para confirmar que procedían de la misma bota, hechas cuando el individuo bajó de la pared. Después, sin embargo, no se apreciaban vestigios claros.

– Esto es lo suficientemente concluyente-cogió el brazo de Leonora, y la urgió de regreso a la verja.

Regresaron al jardín, Leonora empujando a Henrietta delante de ellos. Tristan cerró y comprobó la verja. Leonora era la única persona que caminaba por el jardín. Él había estado observando durante mucho tiempo, lo suficiente como para estar seguro de eso. Que el ladrón de casas lo supiera le preocupó. Recordó su anterior convicción de que ella no le había contado todo.

Apartándose de la verja, le tendió la llave. Ella la cogió y mirando hacia abajo, la deslizó en su bolsillo.

Él echó un vistazo alrededor. La verja quedaba a un lado del camino, no en línea con el pasaje abovedado en el seto. Estaban fuera de la vista desde el césped y la casa. Las ramas de los árboles frutales que se alineaban en las paredes laterales, también los ocultaban de los vecinos.

Tristan estaba mirando hacia abajo al mismo tiempo que Leonora levantaba la cabeza.

Él sonrió. Infundió en el gesto toda su experiencia.

Ella parpadeó, pero, para su decepción, parecía menos confundida de lo que había esperado.

– ¿En los intentos anteriores que hizo el ladrón no le vieron?

Ella negó con la cabeza.

– La primera vez, sólo los sirvientes estaban cerca. En la segunda ocasión, cuando Henrietta dio la alarma, todos bajamos, pero ya se había ido cuando llegamos.

Leonora no dio más explicaciones. Sus ojos azules como el mar permanecieron claros, despejados. No había dado un paso atrás. Estaban cerca, su cara levantada hacia él, pudiendo examinar su expresión.

La atracción llameó velozmente sobre su piel.

Él la dejó. La dejó fluir y asentarse, no trató de suprimirla. La dejó mostrarse en su cara, en sus ojos.

La mirada de ella, encadenada con la suya, se ensanchó. Leonora se aclaró la garganta.

– Íbamos a debatir la mejor forma de continuar.

Las palabras fueron jadeantes, inusualmente débiles.

Él hizo una pausa, del tiempo que dura un latido y luego se apoyó más cerca.

– He decidido que improvisaremos sobre la marcha.

– ¿Improvisar? -sus pestañas revolotearon hacia abajo cuando Tristan se apoyó más cerca aún.

– Hmm. Únicamente nos dejaremos guiar por el instinto.

Él hizo precisamente eso, agachó su cabeza y colocó sus labios sobre los de ella.

Leonora se quedó quieta. Había estado observando, nerviosa, pero no había anticipado un ataque tan directo.

Él era demasiado experimentado para mostrar sus intenciones. No importa en qué campo de batalla.

Así pues, no la llevó inmediatamente a sus brazos, en lugar de eso simplemente la estaba besando, sus labios en los de ella, tentando sutilmente.

Hasta que ella abrió la boca y le dejó entrar. Hasta que él acunó su cara, se hundió profundamente y bebió, saboreó, tomó.

Sólo entonces avanzó, atrayéndola hacia sí, sin sorprenderse, su lengua enmarañada con la de ella, cuando Leonora dio un paso hacia él sin pensárselo. Sin titubear.

Quedó atrapada en el beso.

Como lo estaba él.

Una cosa tan sencilla como un simple un beso. Cuando Leonora sintió sus senos aplastarse contra su pecho, y notó que sus brazos se cerraban alrededor de ella, pareció mucho más. Mucho más de lo que había sentido, nunca hubiera imaginado que existiese. Como el calor que les recorría a ambos, no únicamente a través de ella sino también a través de él. La tensión repentina, no de rechazo, ni de volver atrás, sino de deseo.

Sus manos se habían elevado hasta sus hombros. A través del contacto, ella sintió su reacción, su soltura en estos asuntos, su pericia, y debajo de todo eso un deseo cada vez más profundo.

La mano en su espalda, sus firmes dedos extendidos sobre su columna vertebral, la impulsaron más cerca; ella accedió, y sus labios se movieron exigiendo más. Ordenando. Ella los recibió, entregó su boca y sintió el primer ramalazo del deseo de Tristan. Al contrario que el de ella, sentía su cuerpo como un roble, fuerte y rígido, pero los labios que se movían sobre los suyos, que jugueteaban haciendo aflorar su deseo, estaban tan vivos, tan seguros.

Tan adictivos.

Estaba a punto de fundirse con él, deslizarse más profundamente bajo su hechizo, cuando sintió que él aflojaba el abrazo, sus manos resbalando hacia su cintura y sujetándola ligeramente.

Tristan rompió el beso y levantó la cabeza.

Mirándola a los ojos.

Durante un momento, Leonora sólo pudo parpadear, preguntándose por qué se había detenido. El arrepentimiento pasó como un relámpago por los ojos de él, superpuesto por la determinación, un duro destello color avellana. Como si no deseara detenerse, y lo hubiera hecho por su sentido del deber.

Una locura fugaz la atenazó, sintiendo un fuerte impulso de colocar la mano en la nuca de Tristan y volver a acercarle, a él y a sus fascinantes labios de vuelta.

Se estremeció otra vez.

Él la posó sobre sus pies, estabilizándola.

– Debería irme.

Ella recobró rápidamente la calma, volviendo a su lugar, de vuelta al mundo real.

– ¿Ha decidido cómo va a proceder?

La miró. Ella habría jurado que tenía el ceño fruncido. Los labios apretados. Esperó con la mirada fija.

Finalmente, él contestó.

– Hice una visita a Stolemore esta mañana. -Le cogió la mano y enlazando su brazo en el de él, los condujo de vuelta a lo largo del sendero.

– ¿Y?

– Consintió en darme el nombre del comprador que está decidido a adquirir esta casa. Montgomery Mountford. ¿Le conoce usted?

Ella miró hacia adelante, repasando mentalmente a todos los conocidos y relaciones, tanto de ella como de su familia.

– No. No es un colega de Sir Humphrey o Jeremy, he ayudado a los dos con su correspondencia, y ese nombre no ha surgido.

Como él no dijo nada, le recorrió con la mirada.

– ¿Consiguió una dirección?

Él asintió con la cabeza.

– Iré hacia allá y veré lo que puedo averiguar.

Habían alcanzado el pasaje abovedado. Ella hizo un alto.

– ¿Dónde queda?

Él la enfrentó con la mirada. Tuvo otra vez la impresión de que estaba irritado.

– Bloomsbury.

– ¿Bloomsbury? -Se quedó con la mirada fija- Eso está donde vivíamos anteriormente.

Él frunció el ceño.

– ¿Antes de aquí?

– Sí. Le dije que nos mudamos aquí hace dos años, cuando Sir Humphrey heredó esta casa. Los cuatro años anteriores, vivimos en Bloomsbury. En la calle Del Keppell -le cogió de la manga-. Quizá es alguien de allí, quién por alguna razón… -gesticuló-. Quién sabe por qué, pero debe haber alguna conexión.

– Tal vez.

– ¡Vamos! -Leonora se puso en camino hacia las puertas de la sala-. Iré con usted. Hay tiempo antes del almuerzo.

Tristan se tragó una maldición y salió tras ella.

– No hay necesidad.

– ¡Por supuesto que la hay! -Le dirigió una mirada impaciente- ¿Cómo si no sabrá si ese señor Mountford está, de alguna extraña manera, conectado con nuestro pasado?

No tenía una buena respuesta para eso. Él la había besado con la intención de despertar su curiosidad sensual y así distraerla lo suficiente como para permitirle perseguir al ladrón, y aparentemente había fallado en ambos propósitos. Tragándose su irritación, la siguió subiendo las escaleras hacia las puertas francesas.

Exasperado, hizo un alto. No estaba acostumbrado a ir por detrás de otra persona, y mucho menos tropezar con los talones de una señora.

– ¡Señorita Carling!

Ella se detuvo ante la puerta. La cabeza levantada, la espalda poniéndose rígida, le encaró. Sus ojos se encontraron.

– ¿Sí?

Él luchó para enmascarar su expresión. La intransigencia resplandeció en los maravillosos ojos de ella, revistiendo su postura. Tristan se debatió durante un instante, después, como todos los comandantes experimentados cuando se enfrentaban con lo inesperado, ajustó su táctica.

– Muy bien -disgustado, la conminó hacia adelante. Condescender en un punto relativamente sin importancia, haría que más adelante fuese más fácil tener mano dura.

Leonora le envió una sonrisa radiante, luego abrió la puerta y dirigió la marcha hacia el vestíbulo.

Con los labios apretados, la siguió. Era sólo Bloomsbury, después de todo.

Ciertamente, tratándose de Bloomsbury, ir con ella cogida de su brazo era una ventaja. Había olvidado que en el vecindario de clase media en el que se encontraba el domicilio de Mountford, una pareja atraería menos atención que un caballero solo, vestido con elegancia.

La casa en Taviton Street era alta y estrecha. Resultó ser una casa de huéspedes. La propietaria abrió la puerta; limpia y severa, vestida de un negro apagado, entrecerró los ojos cuando él preguntó por Mountford.

– Se fue. La semana pasada.

Después del intento frustrado en el Número 12. Tristan no se sorprendió.

– ¿Dijo adónde iba?

– No. Apenas me dio mis chelines al salir -inhaló por la nariz-. No los habría cobrado de no haber estado en ese momento justo aquí.

Leonora avanzó ligeramente situándose delante de él.

– Tratamos de encontrar a un hombre que podría conocer algo sobre un incidente ocurrido en Belgravia. No estamos seguros de que el señor Mountford sea el hombre correcto. ¿Es alto?

La propietaria la evaluó, después se relajó.

– Sí, medianamente alto -echó un vistazo a Tristan-. No tan alto como aquí su marido, pero casi.

Un débil sonrojo tiñó la fina piel de Leonora, prosiguió con rapidez.

– ¿Su constitución es más esbelta que fuerte?

La propietaria inclinó la cabeza.

– Cabellos negros, un poco pálido para estar saludable. Ojos marrones de pescado muerto, si me pregunta. Jovencito de aspecto, pero diría que su edad está sobre mediados los veinte, guardaba sus pensamientos para sí mismo -dijo ella-, y siempre pensando demasiado.

Leonora miró hacia arriba, sobre su hombro.

– Eso suena como el hombre que estamos buscando.

Tristan se encontró con su mirada, después se volvió hacia la casera.

– ¿Recibió alguna visita?

– No, y eso era extraño, normalmente a los señoritos les gusta eso, tengo que discutir acerca de las visitas, si usted me entiende.

Leonora sonrió débilmente. Él la atrajo hacia detrás.

– Gracias por su ayuda, madame.

– Sí, pues bien, espero que usted le encuentre y él le pueda ayudar.

Dieron un paso hacia atrás fuera del diminuto porche delantero. La casera echó a andar para cerrar la puerta, luego se detuvo.

– Espere un minuto, acabo de acordarme -inclinó la cabeza hacia Tristan-Tuvo un visitante una vez, pero no entró. Estaba parado en la calle, algo así como usted y esperó hasta que el señor Mountford salió para unirse a él.

– ¿Qué aspecto tenía esa visita? ¿Le dio un nombre?

– No facilitó ninguno, pero recuerdo que pensé, cuando me acerqué para ir a buscar al señor Mountford, que no necesitaba uno. Sólo le dije que el caballero era extranjero, y seguramente él reconoció quién era.

– ¿Extranjero?

– Sí. Tenía un acento que no pasaba desapercibido. Uno de esos que suena como un gruñido.

Tristan se quedó inmóvil.

– ¿Qué aspecto tenía?

Ella frunció el ceño, encogiéndose de hombros.

– Algo así como un pincel. Recuerdo que iba muy aseado.

– ¿Cómo era su postura?

La cara de la propietaria se relajó.

– Eso es algo que le puedo decir, estuvo quieto como si le hubieran atado con una correa. Estaba tieso, pensé que se rompería si se inclinaba para saludar.

Tristan sonrió encantadoramente.

– Gracias. Ha sido usted de gran ayuda.

La casera se sonrojó levemente. Se inclinó en una reverencia.

– Gracias, señor -después de un instante, miró hacia Leonora-. Le deseo buena suerte, madame.

Leonora inclinó la cabeza graciosamente y dio a Trentham permiso para conducirla fuera. Casi deseó preguntar a la casera si su deseo de buena suerte se refería a localizar a Mountford, o a obligar a Trentham a cumplir los votos de su supuesta boda.

El hombre era una amenaza con esa sonrisa letal.

Miró hacia arriba, hacia él, después echó fuera de su mente los pensamientos que había tenido durante todo el día. Mejor no hacer hincapié en ellos mientras él estuviera a su lado.

Él paseaba tranquilamente, su expresión impasible.

– ¿Qué opina del visitante de Mountford?

Tristan la recorrió con la mirada.

– ¿Qué opino? -sus ojos se estrecharon, sus labios se apretaron; la expresión de su cara le dijo claramente que no era una estúpida

– ¿De qué nacionalidad cree que es? Usted claramente tiene alguna idea.

La mujer estaba muy molesta. No obstante, no vio daño alguno en decirle:

– Austriaco, alemán o prusiano. Esa postura particularmente rígida y la dicción sugieren alguna de las tres.

Ella frunció el ceño, pero no dijo nada más. Tristan llamó a un coche de alquiler y la ayudó a entrar. Rodaban de regreso a Belgravia cuando ella preguntó:

– ¿Piensa usted que el caballero extranjero estaba detrás de los robos en las casas? -Cuándo él no contestó inmediatamente, continuó- ¿Qué podría atraer a un austriaco, alemán o prusiano al Número 14 de Montrose Place?

– Eso -admitió él, en voz baja- es algo que me gustaría muchísimo saber.

Ella le recorrió con una mirada afilada, pero cuando no dijo nada más, ella lo sorprendió mirando adelante y callando.

Tristan le dio la mano para que bajara del carruaje cuando llegaron al Número 14. Leonora esperó mientras él pagaba al cochero, y entrelazó su brazo en el de él cuando se volvían hacia la puerta. Ella iba mirando fijamente hacia abajo cuando abrió la puerta y la traspasaron.

– Esta noche vamos a dar una pequeña cena a la que asistirán algunas de las amistades de Sir Humphrey y de Jeremy -le miró brevemente, con las mejillas ligeramente sonrojadas-. Me preguntaba si no le importaría unirse a nosotros. Le daría la oportunidad de formarse una opinión del tipo de secretos con los que Sir Humphrey o Jeremy podrían haber tropezado.

Él escondió una sonrisa cínica. Levantó sus cejas con estudiada inocencia.

– Esa no es una mala idea.

– Si está usted libre…

Habían llegado al final del pórtico de entrada. Tomando su mano, él se inclinó de modo respetuoso.

– Estaría encantado -se encontró con su mirada-. ¿A las ocho?

Ella inclinó la cabeza.

– A las ocho -cuando se alejó dando media vuelta, sus ojos se encontraron-. Esperaré con ilusión verle más tarde.

Tristan la miró mientras subía, esperó hasta que sin mirar atrás desapareció a través de la puerta, después se dio la vuelta y permitió que sus labios se curvaran.

Leonora era tan transparente como el cristal. Ella pretendía preguntarle sobre sus sospechas respecto al caballero extranjero.

Su sonrisa se desvaneció. Su cara recobró la impasibilidad acostumbrada.

Austriaco, alemán, o prusiano. Él sabía lo suficiente para que esas opciones hicieran sonar campanadas de advertencia, pero no le bastaba, la información no era aún lo suficientemente decisiva, habría que escarbar más profundo.

¿Quién sabía? La relación de Mountford con el extranjero podría ser pura coincidencia.

Cuando llegó frente a la puerta y la abrió en toda su amplitud, una sensación familiar se propagó a través de su espalda.

Sabía que era mejor no creer en las coincidencias.


Leonora pasó el resto del día con una inquieta anticipación. Una vez dadas las órdenes necesarias para la cena, despreocupadamente había informado a Sir Humphrey y a Jeremy que tenían un invitado más y se refugió en el invernadero.

Para calmar su mente y decidir la mejor manera de proceder.

Para revisar todo lo que había descubierto esa mañana.

Por ejemplo, cómo Trentham no era reacio a besarla. Y ella no era reacia respondiendo. Ese era ciertamente un cambio, pues nunca antes había encontrado particularmente fascinante el acto. Sin embargo con Trentham…

Hundiéndose hacia atrás sobre los cojines de la silla de hierro forjado, tuvo que admitir que habría ido feliz adonde quiera que él la condujera, al menos dentro de lo razonable. Besarle había resultado ser muy agradable.

Menos mal que él había parado.

Fijando los ojos entrecerrados en una orquídea blanca que oscilaba suavemente en el aire, volvió a rememorar todo lo que le había ocurrido, todo lo que había sentido.

Él se había detenido no porque lo desease, sino porque así lo tenía planeado. Su apetito quería más, pero su voluntad le había dictado que debía acabar el beso. Ella había visto esa breve lucha en sus ojos, percibió el duro destello color avellana cuando su voluntad triunfó.

Pero, ¿por qué? Cambió de posición otra vez, muy consciente de la manera en que el breve interludio permanecía, una fastidiosa calentura en su mente. Quizá la respuesta estaba en que la reducción del beso la había dejado insatisfecha. Anteriormente nunca había sentido insatisfacción.

Deseando más.

Frunció el ceño, distraídamente golpeó ligeramente con un dedo la mesa.

Con sus besos, Trentham le había abierto los ojos y había comprometido sus sentidos. Burlándose de ellos con una promesa de lo que podría ser y luego retrocediendo.

Deliberadamente.

Para después dejarla con un palmo de narices.

Ella era una dama. Él era un caballero. Teóricamente, no era ni remotamente apropiado que la presionara, no a menos que ella diese la bienvenida a sus atenciones.

Sus labios se curvaron cínicamente, reprimió un suave bufido. Ella podía tener poca práctica; pero no era estúpida. Él no había acortado su beso por seguir las buenas costumbres sociales. Se había detenido deliberadamente para seducir, para que fuera consciente, para provocar su curiosidad.

Para hacer que ella lo desease.

De modo que cuando él la buscase nuevamente, y buscase más, queriendo llegar al siguiente paso, estaría ansiosa por acceder.

Seducción. La palabra se deslizó en su mente, arrastrando la promesa de excitación ilícita y fascinación.

¿Estaba seduciéndola Trentham?

Siempre había sabido que era lo suficientemente bien parecida; nunca había tenido dificultad en capturar la mirada de los hombres. Pero con anterioridad nunca le había interesado llamar la atención para participar en ese juego.

Ahora que tenía veintiséis años, la desesperación de su tía Mildred, definitivamente iba más allá de sus pasadas plegarias.

Trentham había llegado y se había burlado de sus despertados sentidos, para después dejarlos alerta y hambrientos, pidiendo más. Una anticipación de una clase que nunca había conocido la estaba atrapando, pero aún no estaba segura de saber hasta donde quería que llegara esa relación.

Tomando aliento, lo exhaló lentamente. No tenía que tomar aún ninguna decisión. Podía permitirse esperar, observar, y aprender a seguir su instinto y luego tomar una decisión que la llevara a donde quería. No le había desalentado, ni le había inducido a creer que no estaba interesada.

Porque lo estaba. Muy interesada.

Había pensado que ese aspecto de la vida le había pasado de largo, que las circunstancias habían dejado esas emociones más allá de su alcance.

Para ella, el matrimonio ya no era una opción, quizá el destino había enviado a Trentham como consolación.

Cuando se dio la vuelta y le vio cruzar el cuarto de dibujo dirigiéndose hacia ella, sus palabras hicieron eco en su mente.

¿Si esa era la consolación, entonces cual sería el premio?

Sus amplios hombros estaban cubiertos de negro noche, el abrigo era una obra maestra de discreta elegancia. Su chaleco gris de seda brillaba suavemente a la luz de las velas, un alfiler con un diamante centelleaba en su corbata. Como ella esperaba, él había evitado lo complejo. La corbata estaba atada en un estilo simple. El pelo oscuro, brillante y cuidadosamente cepillado, enmarcando sus fuertes rasgos. Cada elemento de su ropa aparentaba seguridad, y todo en sus modales le proclamaba como un caballero con determinación, acostumbrado a dominar, acostumbrado a ser obedecido.

Acostumbrado a seguir sus reglas.

Ella hizo una reverencia y le tendió la mano. Él la tomó y se inclinó de modo respetuoso, levantó la frente hacia ella según se enderezaba.

El deseo brilló en sus ojos.

Leonora sonrió satisfecha, sabiendo que tenía buen aspecto con su traje de noche de seda color albaricoque.

– Permítame que le presente, milord.

Él inclinó la cabeza, y colocó su mano en la manga, dejando la otra mano sobre la de ella.

Posesivamente.

Serena, sin el menor indicio de emoción, Leonora le dirigió hacia donde estaban Sir Humphrey y sus amigos, el señor Morecote y el señor Cunningham, quienes estaban inmersos en una profunda discusión. Se interrumpieron para saludar a Trentham, intercambiaron unas pocas palabras, después Leonora le condujo, presentándole a Jeremy, el señor Filmore, y Horace Wright.

Había tenido la intención de pararse allí, dejar que Horace los entretuviera con sus animados y eruditos conocimientos, mientras hacía el papel de señora recatada, pero Trentham tenía otras ideas. Con sus usuales dotes de mando, facilitó su salida de la conversación y la guió de regreso a su posición inicial cerca de la chimenea.

Ninguno de los demás, enfrascados en sus conversaciones, lo advirtieron.

Incitada por la cautela, quitó la mano de su manga y se volvió enfrentándole. Él atrajo su mirada. Sus labios se curvaron en una sonrisa de apreciación mostrando unos dientes blancos. Su atención puesta en sus hombros desnudos, que dejaban al descubierto el amplio escote de su traje de noche, en su pelo, peinado en rizos que caían sobre las orejas y la nuca.

Observando sus ojos recorriéndola, Leonora sintió que sus pulmones se cerraban herméticamente, luchó para suprimir un temblor que no era a causa del frío. Sus mejillas adquirieron un tono rosado. Esperaba que él creyera que era debido al fuego.

Perezosamente su mirada deambuló hacia arriba y regresó hacia la de ella.

La expresión en sus ojos duros de color avellana la sacudió, hizo que se quedara sin respiración. Luego sus párpados se cerraron, sus gruesas pestañas ocultaron esa mirada perturbadora.

– ¿Hace mucho tiempo que lleva usted la casa de Sir Humphrey?

Su tono arrastrado de voz era el habitual de la sociedad, lánguido y aparentemente aburrido. Dejando escapar un suspiro, ella inclinó la cabeza y contestó.

Aprovechó la coyuntura para desviar su conversación hacia una descripción de la zona de Kent en la que habían vivido anteriormente, las alabanzas sobre las alegrías del campo parecían mucho más seguras que el intento de seducción de sus ojos.

Él respondió mencionando su hacienda en Surrey, pero sus ojos le dijeron que estaba jugando con ella.

Como un gato muy grande con un ratón particularmente suculento.

Ella conservó la barbilla alta, se negó a admitir que reconocía los signos por más leves que fueran. Dio un suspiro de alivio cuando Castor apareció y anunció que la cena estaba servida, fue el único en darse cuenta de que era la única señora presente. Trentham naturalmente la condujo adentro.

Le encontró mirándola directamente. Colocó la mano en el brazo que le estaba ofreciendo y permitió que la condujese a través de las puertas del comedor.

La situó al final de la mesa, luego escogió la silla situada a la derecha. Al amparo de los comentarios jocosos de los otros caballeros sentados a la mesa, la miró fijamente, arqueando una ceja.

– Estoy impresionado.

– ¿De veras? -ella echó un vistazo alrededor, como para comprobar que todo estaba en orden, como si fuera la mesa la que había motivado su comentario. Sus labios encorvados peligrosamente. Él se apoyó acercándose. Murmuró.

– Estaba convencido de que iniciaría un retroceso con anterioridad.

Ella se encontró con su mirada fija.

– ¿Retroceso? -sus ojos se agrandaron.

– Tenía la certeza de que estaba determinada a escurrirse antes de que hubiera dado el siguiente paso.

La expresión de ella permaneció inocente. Sus ojos bien podían expresar cualquier cosa. Cada frase tenía dos significados, y ella no podía decir qué había querido decir él.

Después de un momento, murmuró:

– Tenía pensado refrenarme hasta más tarde.

Mirando hacia abajo, Leonora sacudió la servilleta cuando Castor le puso delante la sopa. Cogiendo la cuchara con más serenidad, mucha más de la que sentía, se encontró con los ojos de Trentham.

Él mantuvo su mirada fija mientras el lacayo le servía, luego sus labios se curvaron.

– Eso, sin duda sería sabio.

– Mi estimada señorita Carling, tenía la intención de preguntar…

Horace, situado en el lado contrario, reclamó su atención. Trentham se volvió hacia Jeremy con alguna pregunta. Como usualmente ocurría en tales reuniones, la conversación rápidamente se volvió hacia escritos antiguos.

Leonora comió, bebió, y observó, se asombró al ver a Trentham integrarse en el grupo, hasta que se percató de que él sutilmente sondeaba cualquier indicio de un descubrimiento secreto entre el grupo.

Ella aguzó sus oídos; cuando se presentó la oportunidad, lanzó una pregunta, abriendo otra vía de conversación sobre las posibilidades de las ruinas de la antigua Persia. Pero aunque tanto ella como Trentham intentaron conducirles a otras materias, los seis estudiosos eran patentemente ignorantes del descubrimiento de ningún preciado hallazgo.

Finalmente, los cubiertos fueron retirados y Leonora se levantó. Los caballeros también lo hicieron. Como era costumbre, su tío y Jeremy llevaron a sus amigos a la biblioteca para tomar oporto y brandy mientras se enfrascaban en la lectura de su última investigación. Normalmente, ella se retiraba en ese momento.

Naturalmente, Humphrey invitó a Trentham para que se uniera a la reunión masculina.

Los ojos de Trentham se encontraron con los suyos. Ella sostuvo su mirada, deseando que rechazara la invitación y así poder acompañarle a la puerta.

Sus labios se curvaron. Él se giró hacia Sir Humphrey.

– En realidad, he notado que tiene invernadero realmente grande. He estado pensando en instalar uno en mi casa de la ciudad y me preguntaba si me permitiría usted examinar el suyo.

– ¿El invernadero? -Humphrey sonrió ampliamente y miró hacia ella.- Leonora es la que mejor lo conoce. Estoy seguro que estará encantada de mostrarle el lugar.

– Sí, por supuesto. Estaré encantada de…

El encanto de la sonrisa de Trentham era pura seducción. Se movió hacia ella.

– Gracias, querida mía -él miró atrás, hacia Sir Humphrey-. Necesito irme pronto, así que en caso de que no le vea nuevamente, le doy gracias por su hospitalidad.

– Fue enteramente nuestro placer, milord -Humphrey le dio la mano.

Jeremy y los demás intercambiaron despedidas.

Luego Trentham se volvió hacia ella. Levantó la frente y la movió indicando la puerta.

– ¿Vamos?

El corazón de Leonora palpitó más rápido, pero inclinó la cabeza serenamente. Y le condujo fuera.

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