Él había insistido en escoltarla a su casa. Sólo sus manos se tocaban; ella había estado intensamente agradecida. Él la miraba y ella sentía su necesidad, también su flagrante posesividad, había apreciado el hecho de que se había refrenado, que parecía entender que necesitaba tiempo para pensar, para absorber todo lo que él había dicho y ella había aprendido.
No sólo sobre él, sino sobre ella.
Amor. Si eso era lo que él quería decir, lo cambiaba todo. Él no había dicho la palabra, sin embargo ella podía sentirlo tan sólo estando a su lado, fuese lo que fuese -no deseo, no lujuria, sino algo más fuerte-. Algo más sutil.
Si era amor lo que había crecido entre ellos, entonces alejarse de él, de su proposición, quizás, ya no era una opción. Darse la vuelta y marcharse sería la salida de los cobardes.
La decisión era de ella. No solo su felicidad sino también la de él, dependían de ello.
Con la casa silenciosa e inmóvil envolviéndola, el reloj en el descansillo marcando a través de la madrugada, se tendió en la cama y se obligó a enfrentar la razón que la había alejado del matrimonio.
No era aversión, nada tan definitivo y absoluto. Podía haber identificado y valorado una aversión, convenciéndose a si misma para rechazarla, o superarla.
Su problema se situaba más profundo, era mucho más intangible, incluso a través del transcurso de los años y una y otra vez la había hecho rehuir el matrimonio
Y no sólo del matrimonio.
Yaciendo en su cama, mirando el techo bañado por la luna, escuchó el delator chasquido en los pulidos tablones más allá de la puerta de su habitación, mientras Henrietta llegaba y después bajaba las escaleras para deambular. El sonido se apagó. No quedaron más distracciones
Tomó aliento, y se obligó a hacer lo que tenía que hacer. Echar una larga mirada a su vida, examinar todas las amistades y relaciones que no se había permitido desarrollar.
La única razón por la que siempre había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca estaría cerca, emocionalmente próxima, a él. Ella nunca habría llegado a ser lo que Heather, su esposa, era, una mujer dependiente y feliz por ello. Él había necesitado aquello, una esposa dependiente. Leonora nunca había sido una candidata para satisfacer aquella necesidad; simplemente no era capaz de eso.
Gracias a los dioses él había tenido el sentido común, si no de ver la verdad, entonces al menos de haber percibido la disonancia entre ellos.
Aquella misma disonancia no existía entre ella y Tristan. Existía algo más. Posiblemente amor
Tenía que encararlo, afrontar que esta vez, con Tristan, cumplía los requisitos para ser su esposa. Precisamente, exactamente, en todos los sentidos. Él lo había reconocido instintivamente, era el tipo de hombre acostumbrado a actuar según sus instintos, y lo había reconocido.
No esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de alguna forma. La quería por lo que ella era, la mujer que era y podría ser -no para satisfacer un ideal, alguna visión equivocada, sino porque él sabía que ella era adecuada para él. Él no estaba en absoluto en peligro de ponerla en un pedestal; al revés, a través de todas sus interacciones, se había dado cuenta de que él no era sólo capaz sino que estaba dispuesto a adorarla completamente.
A ella, la real, no a algún producto de su imaginación.
El pensamiento -la realidad-, era tan atractivo que tiraba profundamente de sus entrañas… ella lo quería, no podía dejarlo ir. Pero para apresarlo tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, un resultado inevitable, una parte vital de lo que los ataba.
Tenía que enfrentar lo que la había mantenido alejada de permitir alguna proximidad con nadie más.
No era fácil volver atrás a través de los años, obligándose a retirar todos los velos, todas las fachadas que había erigido para esconderse y justificar las heridas. No siempre había sido como era ahora, fuerte, capaz, no necesitando a los demás. En aquel entonces no había sido autosuficiente, auto dependiente, no se las había apañado emocionalmente, no completamente, no por sí misma. Había sido como cualquier otra jovencita, necesitando un hombro para llorar, necesitando cálidos brazos para sostenerla, para tranquilizarla.
Su madre había sido su piedra firme, siempre allí, siempre entendiéndola. Pero un día de verano, ambos, su madre y su padre habían muerto.
Todavía recordaba la frialdad, la helada losa que se había asentado a su alrededor, encerrándola en esa prisión. No había sido capaz de llorar, no había tenido idea de como estar de luto, como afligirse. Y no había habido nadie para ayudarla, nadie que la entendiera.
Sus tíos y tías, todo el resto de la familia, eran mayores que sus padres y ninguno tenía hijos propios. Le habían dado palmaditas, elogiándola por ser tan valiente; ninguno había vislumbrado, había tenido ni la menor idea de la angustia que había escondido dentro.
La había ocultado, eso era lo que habían parecido esperar de ella. Pero a veces, la carga había sido demasiado grande, y ella había intentado -tratado- de hallar a alguien que la entendiera, que la ayudara a encontrar el camino más allá de aquello.
Humphrey nunca la había entendido, el personal de la casa de Kent no tenía idea de qué estaba mal en ella.
Nadie le había prestado apoyo.
Había aprendido a ocultar exteriormente su necesidad. Paso a paso, incidente a incidente a través de los años de su juventud, había aprendido a no pedir ayuda a nadie, a no abrirse emocionalmente a nadie, a no confiar en ninguna persona lo suficiente para pedir ayuda, a no depender de ellos, si no lo hacía no la podrían abandonar.
No podrían apartarla.
Las conexiones lentamente se aclararon en su mente.
Tristan, sabía, no la abandonaría, no la rechazaría.
Con él, estaría segura.
Todo lo que tenía que hacer era encontrar el coraje para aceptar el riesgo emocional que había pasado los últimos quince años enseñándose a sí misma a no correr nunca.
Tristan pasó a verla al mediodía siguiente. Leonora estaba arreglando las flores en la entrada del jardín, la encontró allí.
Ella movió la cabeza saludando, consciente de su aguda mirada, de cómo de cerca la estudiaba antes de apoyar el hombro contra el marco de la puerta, sólo a dos pies de distancia.
– ¿Estás bien?
– Sí -ella lo miró, luego volvió a las flores-. ¿Y tú?
Después de un momento él dijo.
– Acabo de venir de al lado. Verás a más de nosotros yendo y viniendo en el futuro.
Ella frunció el ceño
– ¿Cuántos más de vosotros hay?
– Siete
– ¿Y todos sois ex… guardias?
Él vaciló, después replicó.
– Sí.
La idea intrigaba. Antes de que pudiera pensar en la siguiente pregunta, él se movió, desplazándose más cerca.
Inmediatamente ella fue consciente de su cercanía, de la encendida respuesta que la atravesaba. Giró la cabeza y lo miró.
Encontrando su mirada -cayendo en ella.
No podía apartar la vista. Sólo podía permanecer allí, el corazón desplomándose, el pulso palpitando en los labios a medida que él lentamente se inclinaba más cerca, después rozó un dolorosamente incompleto beso sobre su boca.
– ¿Has tomado ya una decisión?
Él respiró las palabras sobre sus labios hambrientos.
– No, aún estoy pensando.
Él se echoóatrás lo suficiente para atrapar sus ojos
– ¿Cuánto tienes que pensar?
La pregunta rompió el hechizo, ella entrecerró los ojos mirándolo, después volvió a las flores.
– Más de lo que tú piensas.
Él se reacomodó contra el marco, mirando su cara. Después de un momento, dijo
– Entonces dímelo.
Ella apretó los labios en una delgada línea, fue a sacudir la cabeza, entonces recordó todo lo que había pensado en las largas horas de la noche. Tomó un profundo aliento, lentamente lo soltó. No apartó los ojos de las flores.
– No es un asunto sencillo.
Él no dijo nada, sólo esperó.
Ella tomó otro aliento.
– Ha pasado un largo tiempo desde que yo… confié en alguien, alguien que… haga cosas por mí. Que me ayude.
Lo que había sido una consecuencia, posiblemente la más aparentemente obvia, de su alejamiento de los demás.
¾Tú llegaste a mí, me pediste ayuda cuando viste al ladrón al fondo de tu jardín.
Con los labios apretados, sacudió la cabeza.
– No. Fui a ti porque eras mi única salida.
– ¿Me viste como una fuente de información?
Ella asintió.
– Me ayudaste, pero yo nunca te lo pedí, tú nunca te ofreciste, simplemente diste. Eso -hizo una pausa mientras se aclaraba su mente, después continuó- eso es lo que ha estado ocurriendo entre nosotros todo el tiempo. Nunca te pedí ayuda, simplemente me la diste, y eras tan que rechazarte nunca fue una opción real, y parecía no haber razón para pelear contigo dado que estábamos buscando el mismo fin…
Su voz temblaba y se detuvo.
Él se movió más cerca, tomándole la mano.
Su contacto amenazaba con romperle el control, pero entonces el pulgar de él la rozó, una indefinible calidez la inundó, calmándola, tranquilizándola.
Ella levantó la cabeza, arrastrando un tembloroso aliento.
Él se aproximó todavía más cerca, deslizando los brazos alrededor de ella, empujándole la espalda contra él.
¾Para de luchar ¾Las palabras eran oscuras, la orden de un hechicero en su mente¾. Deja de pelear conmigo.
Ella suspiró largo y profundo, el cuerpo relajado contra la sólida calidez de él.
¾Lo intento, lo deseo. ¾Echó la cabeza atrás, mirándolo sobre el hombro. Encontrándose con los ojos color avellana¾. Pero no será hoy.
Él le concedió su tiempo. Con reluctancia.
Ella aprovechó esos días intentando descifrar los diarios de Cedric, buscando alguna mención de la formula secreta, o del trabajo hecho en colaboración con Carruthers. Descubrió que las anotaciones no estaban en orden cronológico, ni distribuidas por temas, estaban casi al azar, primero en un libro, luego dentro de otro, relacionado, eso parecía, por algún código no escrito.
Pasaba sus noches en la sociedad, entre bailes y fiestas, siempre con Tristan a su lado. Su atención, fija e inquebrantable, fue advertida por todos; las pocas damas valientes que intentaron distraerlo fueron despachadas sin rodeos. Extremadamente brusco de hecho. Después de eso la sociedad decidió especular con la fecha de su boda.
Aquella tarde, mientras daban una vuelta por el salón de baile de Lady Court, ella le explicó sobre los diarios de Cedric.
Tristan frunció el ceño.
¾Lo de Mountford debe ser algo relacionado con el trabajo de Cedric. Parece que nada más en el Número 14 podría explicar tanto interés.
¾¿Tanto interés? ¾Ella le lanzó una mirada¾. ¿De qué te has enterado?
¾Mountford, todavía no tengo un nombre mejor, aún está en Londres. Ha sido visto, pero está moviéndose; no he sido capaz de atraparlo todavía.
No envidiaba a Mountford cuando él lo atrapara.
¾Has oído algo de Yorkshire.
– Sí y no. De los archivos del abogado, rastreamos al apoderado de Carruthers, un tal Jonathon Martinbury. Es el pasante de un abogado de York. Recientemente completó sus asuntos, y me he enterado que planeaba viajar a Londres, probablemente para celebrarlo. -La miró, buscando sus ojos-. Parece que recibió tu carta, enviada por el abogado en Harrogate, y adelantó sus planes. Partió en el tren correo dos días más tarde, pero no he podido localizarle en la ciudad.
Ella frunció el ceño.
– Qué extraño. Pensaba que, si él alteraba sus planes como respuesta a mi carta, me hubiera avisado.
– Ciertamente, pero uno nunca debería tratar de predecir las prioridades de los jóvenes. No sabemos por qué había decidido visitar Londres en primer lugar.
Ella hizo una mueca.
– Cierto.
No hablaron más esa noche. Desde su conversación en el estudio, y el subsiguiente intercambio en la glorieta del jardín, Tristan se había reprimido de hacer preparativos para satisfacer sus instintos más allá de lo que podría ser llevado a cabo en los salones de baile.
Aún allí, ambos eran intensamente conscientes el uno del otro, no sólo en el plano físico. Cada toque, cada caricia, cada mirada compartida sólo acrecentaba el ansia.
Ella podía sentir sus nervios crispados, no necesitaba encontrar sus ojos, a menudo oscurecidos, para saber que a él le afectaba aún más duramente.
Pero ella había querido tiempo, y él se lo daba.
Lo que había pedido era lo que recibía.
Mientras Leonora subía las escaleras hacia su dormitorio esa noche, lo admitió, lo aceptó.
Una vez que estuvo acurrucada en su cama, acogedora y caliente, volvió a lo mismo.
No podía dudar para siempre. Ni siquiera otro día más. No era justo para él, ni para ella. Estaba jugando con ambos, atormentándolos. No había ningún motivo, no uno que tuviera relevancia o que importase ya.
Fuera de su puerta, Henrietta gruñó, luego rascó con las uñas y sonó un chasquido; un sonido como si el lebrel se dirigiera hacia las escaleras. Leonora registró el hecho, pero a distancia; permanecía concentrada, sin distraerse.
Aceptar a Tristan, o vivir sin él.
No era una elección. No para ella. No ahora.
Ella iba a aprovechar la oportunidad, a aceptar el riesgo y seguir adelante.
La decisión tomó cuerpo en su mente; aguardó, esperando algún rechazo, algún retroceso instintivo, pero si estaba allí, estaría inundado bajo una tranquilizadora marea de certeza. De seguridad.
Casi de alegría.
Repentinamente se le ocurrió que la decisión de aceptar la inherente vulnerabilidad era casi la mitad de la batalla. Al menos para ella.
Repentinamente se sintió alegre, inmediatamente se puso a pensar en cómo contarle a Tristan su decisión, cómo decírselo más apropiadamente.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando la realidad de que Henrietta no había regresado a su puesto delante de su puerta se deslizó en su mente.
Eso la distrajo.
Henrietta vagaba a menudo por la casa durante la noche, pero nunca durante mucho tiempo. Siempre regresaba a su lugar favorito en la alfombra del corredor, delante de la puerta de Leonora.
No estaba allí ahora.
Leonora lo supo aún antes de que, envolviéndose en el cobertor, abriera la puerta y mirase.
Un espacio vacío.
La luz trémula del rellano recorría el pasillo. Vaciló, luego, sujetando el cobertor firmemente, se dirigió hacia las escaleras.
Recordó el gruñido de Henrietta antes de que el lebrel se marchara. Podía haber sido en respuesta a un gato cruzando el jardín trasero. Por otra parte…
¿Qué ocurría si Mountford trataba de entrar por la fuerza otra vez?
¿Qué ocurría si le hacía daño a Henrietta?
Su corazón dio un salto. Había tenido a la perra desde que era una bolita de pelo; Henrietta era en verdad su confidente más cercano, el receptor silencioso de centenares de secretos.
Deslizándose como un fantasma escaleras abajo, se decía a sí misma que no fuera tonta. Era un gato. Había montones de gatos en Montrose Place. Tal vez dos gatos, y eso era por lo que Henrietta aún no había regresado arriba.
Alcanzó la parte baja de la escalera y consideró si debía encender una vela. El final de la escalera estaba oscuro; incluso podría tropezarse con Henrietta, que esperaría que ella la viera.
Pasando junto a la mesa auxiliar al fondo del vestíbulo principal, usó el yesquero que había allí para golpear un fósforo y encender una las velas allí depositadas. Tomando el candelabro, atravesó la puerta de tapete verde.
Sujetando la vela en lo alto, fue andando por el corredor. Las paredes saltaban hacia ella cuando la luz de la vela las tocaba, pero todo parecía familiar, normal. Sus zapatillas golpeaban las frías baldosas, atravesó la despensa del mayordomo y el cuarto del ama de llaves, luego fue por el pequeño tramo de escaleras que llevaba hasta las cocinas.
Se detuvo y miró hacia abajo. Todo estaba completamente negro, excepto por débiles parches de luz de luna que se deslizaban a través de las ventanas de la cocina y por el pequeño tragaluz sobre la puerta trasera. A la difusa luz de este último, pudo distinguir el contorno peludo de Henrietta; la perra estaba acurrucada contra la pared del pasillo, con la cabeza entre las patas.
– ¿Henrietta? -forzando sus ojos, Leonora miró con atención hacia abajo.
Henrietta no se movió, no saltó.
Algo estaba mal. Henrietta no era demasiado joven. Temiendo que el lebrel hubiera sufrió un ataque, Leonora se agarró a la barandilla y se apresuró escaleras abajo.
– Henriet-¡Oh!
Se detuvo en el último escalón, boquiabierta, frente al hombre que había avanzado un paso desde las sombras negras para encontrarla.
La luz de la vela titiló sobre su cara en sombras. Sus labios se curvaron en un gruñido.
El dolor estalló en la parte de atrás de su cabeza. Dejó caer la vela, lanzada hacia adelante mientras la luz se extinguía y todo se volvía negro.
Por un instante, pensó que la vela sólo se había apagado, entonces a lo lejos oyó que Henrietta comenzaba a gemir. A aullar. El sonido más horrible y espeluznante del mundo.
Trataba de abrir los ojos y no podía.
El dolor le atravesó la cabeza como un cuchillo. La oscuridad se intensificó y la arrastró.
Regresar a la conciencia no fue agradable. Durante un considerable rato, se quedó quieta, revoloteando en un lugar que no era ni aquí ni allí, mientras las voces se deslizaban por encima de ella, preocupadas, algunas enfadadas, otras temerosas.
Henrietta estaba allí, a su lado. El mastín lloriqueaba y le lamía los dedos. La caricia la condujo inexorablemente de vuelta, atravesando la niebla, hacia el mundo real.
Intentó abrir los ojos. Sus párpados estaban desproporcionadamente pesados; sus pestañas revolotearon. Débilmente, levantó una mano, y se dio cuenta de que tenía un ancho vendaje rodeando su cabeza.
Toda conversación cesó abruptamente.
– ¡Está despierta!
Eso provino de Harriet. La criada corrió a su lado, tomó su mano, la palmeó.
– No se inquiete. El doctor ha venido, y dice que estará como nueva enseguida.
Dejando su mano entre las de Harriet, asimiló eso.
– ¿Estás bien, hermanita?
Jeremy sonaba extrañamente sobresaltado; parecía encontrarse muy cerca. Ella estaba recostada, con los pies más elevados que la cabeza, en una tumbona… debía de estar en la sala.
Una mano torpemente pesada le palmeó la rodilla.
– Sólo descansa, querida, -informó Humphrey-. Sólo el cielo sabe lo que pudo ocurrir, pero… -Su voz tembló y se desvaneció.
Un instante después sonó un gruñido cercano.
– Estará mejor si no la apretuja.
Tristan.
Abrió los ojos, mirándolo directamente, de pie al final de la tumbona.
Su cara estaba más firmemente decidida que nunca. La expresión de sus aristocráticas facciones era una clara advertencia para quien le conociese.
Sus ojos brillantes eran aviso suficiente para cualquiera.
Ella parpadeó. No desvió la mirada.
– ¿Qué ocurrió?
– Te diste un golpe en la cabeza.
– Tenía mucho en que pensar.-Miró a Henrietta; la perra se acercó más-. Bajé a buscar a Henrietta. Ella había bajado las escaleras pero no regresó. Normalmente lo hace.
– Así que fuiste tras ella.
Volvió a mirar a Tristan.
– Pensé que le podía haber ocurrido algo. Y así fue. -Regresó la mirada hacia Henrietta, frunciendo el ceño-. Estaba en la puerta trasera, pero no se movía.
– La drogaron. Oporto con láudano, lo derramaron por debajo de la puerta trasera.
Ella extendió la mano hacia Henrietta, acariciando la cara peluda, mirando a los brillantes ojos marrones.
Tristan cambió de posición.
– Está completamente recuperada, afortunadamente, quienquiera que fuera no usó lo suficiente como para hacerle nada más que dormir ligeramente.
Ella se enderezó bruscamente, se sobresaltó cuando su cabeza le dio una punzada. Miró de nuevo a Tristan.
– Fue Mountford. Lo vi cara a cara al pie de las escaleras.
Por un instante, pensó que realmente gruñiría. La violencia que vislumbró en él, fluyendo a través de sus facciones, daba miedo. Aún más porque en parte esa agresión había estado dirigida, muy definitivamente, a ella.
Su revelación había conmocionado a los demás; se quedaron todos mirándola a ella, no a Tristan.
– ¿Quién es Mountford? -Exigió Jeremy. Miró de Leonora a Tristan- ¿Qué está pasando?
Leonora suspiró.
– Se trata del ladrón, es el hombre que vi en el fondo de nuestro jardín.
Esa simple noticia hizo que las mandíbulas de Jeremy y Humphrey cayeran. Estaban horrorizados, doblemente porque ya no podrían cerrar los ojos, pretendiendo que el hombre era una invención de su imaginación. La imaginación no había drogado a Henrietta ni golpeado la cabeza de Leonora. Forzados a admitir la realidad, soltaron algunas exclamaciones, sorprendidos.
El ruido fue demasiado. Leonora cerró los ojos y se desmayó.
Tristan se sentía como la cuerda de un violín estirada casi hasta romperse, pero cuando vio cerrarse los ojos de Leonora, vio en su frente y sus facciones la inexpresividad de la inconsciencia, tomó aliento, se tragó sus demonios, y echó a todos de la habitación sin rugirles.
Se fueron, pero a regañadientes. Después de todo lo que había oído, todo lo que había aprendido, en su mente habían perdido cualquier derecho que pudieran haber tenido de cuidarla. Incluso su criada, con todo lo devota que parecía.
La envió a preparar una tisana, luego regresó al lado de Leonoar para observala. Estaba quieta, pero su piel ya no se veía tan mortalmente blanca como lo había estado cuando fue el primero que llegó a su lado. Jeremy, sin duda aguijoneado por la culpabilidad, había sido lo suficientemente sensato como para enviar a un lacayo a la casa de al lado; Gasthorpe se había hecho cargo de todo, enviando un sirviente volando a Green Street, y otro a buscar al doctor al que siempre mandaban llamar. Jonas Fingle era un veterano en las campañas de la Península; podía tratar con heridas de cuchillo y pistola sin inmutarse. Un golpe en la cabeza era algo sin importancia, pero basándose en su experiencia, lo que Tristan necesitaba era que así se lo asegurara.
Únicamente eso lo había mantenido ligeramente civilizado.
Percatándose de que Leonora no se despertaría por algún tiempo, alzó la cabeza y miró a través de las ventanas. El amanecer empezaba a vetear el cielo. La urgencia que lo había impelido durante las pasadas horas empezaba a decaer.
Movió uno de los sofás delante de la silla, se dejó caer en él, estirando las piernas, fijando la mirada en la cara de Leonora, y resolvió esperar.
Leonora se despertó una hora después, batiendo los párpados, entreabriéndolos mientras respiraba bruscamente, dolorida.
Posó su mirada en él, y abrió los ojos completamente. Parpadeó, mirando alrededor todo lo que podía sin mover la cabeza.
Él levantó la mandíbula del puño.
– Estamos solos.
Volvió a mirarlo; estudiando su cara. El ceño fruncido.
– ¿Cuál es el agravio?
Había pasado la última hora ensayando cómo contárselo; había llegado la hora, estaba demasiado cansado para dar vueltas. No con ella.
– Tu criada. Estaba histérica cuando llegué.
Parpadeó; cuando abrió los ojos, él pudo ver que ya había entendido, comprendido qué debía haber ocurrido, pero cuando se cruzaron sus miradas, no pudo interpretar su expresión. Seguramente no podía haber olvidado los recientes ataques. Igualmente, no podía imaginar por qué estaba sorprendida con su reacción.
Su voz fue más brusca de lo previsto cuando dijo,
– Me contó sobre los dos ataques anteriores sobre ti. Específicamente sobre ti. Uno en la calle, otro en el jardín delantero.
Con los ojos sobre él, asintió, haciendo un gesto de dolor.
– Pero no fue Mountford.
Eso eran noticias nuevas. Noticias que dispararon su temperamento. Se puso de pie, incapaz de fingir durante más tiempo una calma que estaba lejos de sentir.
Paseaba, maldiciendo. Luego giró la cara hacia ella.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella le aguantó la mirada, sin encogerse lo más mínimo, tranquilamente dijo:
– No creí que fuera importante.
– Que no era… importante. -Apretó los puños, arreglándoselas para mantener el tono razonablemente calmado-. Estabas amenazada, y no crees que eso fuese importante. -Le clavó la mirada-. ¿No pensaste que yo creería que eso era importante?
– No lo era…
– ¡No! -Interrumpió sus palabras con un gesto cortante. Sintiéndose obligado a caminar otra vez, echándole breves miradas, luchando para poner en orden sus pensamientos, con la suficiente exigencia para comunicarse con ella.
Las palabras le quemaban en la lengua, demasiado acaloradas, demasiado violentas para soltarlas.
Palabras que sabía que se arrepentiría al instante de pronunciarlas.
Tenía que centrarse; apeló a su considerable entrenamiento para aguantar, obligándose a ir al meollo del asunto. Despojándose implacablemente del último velo y enfrentando la fría y dura verdad -la principal y cruda verdad de lo que única y verdaderamente importaba.
Abruptamente, se detuvo, respirando crispado. Girando la cabeza hacia ella, mirándola fijamente.
– He venido a cuidar de ti. -Tuvo que sacar a la fuerza las palabras; lenta y solemnemente, rechinaron-. No un poco, sino totalmente. Más totalmente, más completamente, de lo que haya cuidado a algo o a alguien en mi vida.
Respiró con fuerza, manteniendo la mirada fija en sus ojos.
– Cuidar de alguien significa, aunque sea a regañadientes, entregar una parte de ti a su cuidado. Este alguien, a quien se cuida, se convierte en el depositario de esa parte de ti, -le mantuvo la mirada-, de ese algo que has entregado, que es tan profundamente precioso. Tan inmensamente importante. Por consiguiente, ese alguien se convierte en importante, totalmente, infinitamente importante.
Se calló, después, más tranquilamente afirmó:
– Como tú lo eres para mí.
El reloj hizo tic tac; las miradas permanecieron unidas. Ni uno ni otro la apartaron.
Luego él se movió.
– He hecho todo lo que he podido para explicártelo, para hacerte entender.
Con expresión hermética se volvió hacia la puerta.
Leonora trató de levantarse. No pudo.
– ¿Dónde vas?
Con la mano en el tirador, miró hacia atrás.
– Me voy. Te enviaré a la criada. -Las palabras fueron entrecortadas, pero emocionadas, contenidas, hirviendo por debajo-. Cuando puedas enfrentarte a ser importante para alguien, sabes dónde encontrarme.
– Tristan… -Con un esfuerzo, se giró, levantando la mano.
La puerta se cerró. Con un definitivo chasquido que resonó en la habitación.
Miró fijamente la puerta durante un largo momento, suspirando se arrellanó en la silla. Cerrando los ojos. Comprendiendo perfectamente lo que había hecho. Sabiendo que tendría que deshacerlo.
Pero no ahora. No hoy.
Estaba demasiado débil incluso para pensar, y lo necesitaría, pensar, planear, calcular exactamente qué decir para calmar a su herido tenorio.
Los tres días siguientes se convirtieron en un desfile de disculpas.
Disculpar a Harriet fue bastante fácil. La pobre alma había estado tan afectada al ver a Leonora inconsciente sobre las losas de la cocina, había balbuceado histérica sobre un hombre atacándola; un comentario sin importancia había sido bastante para atraer la atención de Tristan. Despiadadamente había extraído todos los detalles de Harriet, dejándola en un estado incluso más emotivo.
Cuando Leonora se retiró a la cama tras consumir un tazón de sopa para el almuerzo -todo lo que suponía que podía retener- Harriet la ayudó a subir las escaleras y a entrar en la habitación sin una palabra, sin alzar la vista o mirarla a los ojos.
Suspirando interiormente, Leonora se sentó en la cama, después animó a Harriet a contar sus culpas, inquietudes y preocupaciones, luego hizo las paces con ella.
Eso demostró lo fácil que era reconciliarse.
Agotada, todavía afectada físicamente, permaneció en su habitación el resto del día. Sus tías llegaron, pero tras una mirada a su aspecto, mantuvieron una breve visita. Ante su insistencia, estuvieron de acuerdo en evitar toda mención sobre el ataque; para todo aquel que preguntara por ella, simplemente estaría indispuesta.
A la mañana siguiente, Harriet acaba de llevarse la bandeja del desayuno y la había dejado sentada en un sillón ante el fuego, cuando un golpe sonó en la puerta. Ella gritó,
– Pase.
Jeremy entró mirando alrededor.
La descubrió.
– ¿Estás lo suficientemente bien para hablar?
– Sí, por supuesto. -Le hizo un gesto para que entrara.
Entró lentamente, con cuidado cerró la puerta tras él, después caminó tranquilamente por la habitación apoyándose en la repisa de la chimenea y bajando la mirada hacia ella. Echó un vistazo al vendaje que todavía rodeaba su cabeza. Un espasmo retorció sus rasgos.
– Por mi culpa te hicieron daño. Habría tenido que prestar y escuchar con más atención. Sé que no te inventaste lo que contaste sobre los ladrones, pero era mucho más fácil simplemente ignorar todo…
Él tenía veinticuatro años, pero de repente era, otra vez, su hermano pequeño. Le dejó hablar, le dejó hacer lo que necesitaba. Le dejó, también, hacer las paces, no sólo con ella sino con sí mismo. El hombre que creía que debería ser.
Unos agotadores veinte minutos más tarde, estaba sentado en el suelo al lado de la silla, la cabeza apoyada contra su rodilla.
Ella le acariciaba el pelo rizado y rebelde, tan suave todavía como siempre.
De repente, se rompió.
– Si Trentham no hubiera venido…
– Si no hubiera venido, te las habrías arreglado.
Tras un momento, suspiró, luego frotó la mejilla contra su rodilla.
– Supongo.
También permaneció en cama el resto del día. Al día siguiente, se sentía considerablemente mejor. El doctor la visitó de nuevo, comprobando la visión y el equilibrio, comprobó el golpe en el cráneo, todavía tierno y se declaró satisfecho.
– Pero le aconsejo evitar cualquier actividad que pudiera cansarla, al menos durante los próximos días. -
Estaba pensado en eso -considerando la disculpa que ella tenía que hacer y cuán exhausta, mental y físicamente, probablemente sería- mientras bajaba las escaleras lentamente y con cuidado.
Humphrey estaba sentado en un banco del vestíbulo; usando el bastón, se levantó despacio mientras ella descendía. Sonrió cojeando un poco.
– Estás aquí, cariño. ¿Te sientes mejor?
– De hecho. Mucho mejor, gracias. -Estuvo tentada de lanzarse a preguntar sobre la casa, cualquier cosa para evitar lo que preveía iba que a pasar. Descartó su impulso como indigno; Humphrey, al igual que Harriet y Jeremy, necesitaba hablar. Sonriendo fácilmente, aceptó su brazo cuando se lo ofreció y la guió hacia el salón.
La entrevista fue peor -más complicada emocionalmente- de lo que había esperado. Se sentaron en la silla del salón, mirando hacia los jardines pero sin ver nada. Para su sorpresa, la culpabilidad de Humphrey se extendía a bastantes más años atrás de los que ella se había dado cuenta.
Él abordó sus recientes defectos de frente, disculpándose bruscamente, pero luego recordó, y descubrió que había pasado los últimos días pensado mucho más profundamente de lo que había supuesto.
– Debería haber hecho que Mildred viniera a Kent más a menudo, ahora lo sé. -Mirando fijamente por la ventana, distraídamente le palmeó la mano a Leonora-. Sabes, cuando tu tía Patricia murió, me encerré en mí mismo, juré que nunca me importaría nadie así, nunca me permitiría abrirme a tanto dolor. Me gustaba tenerte a ti y a Jeremy por la casa, erais mi distracción, mi ancla para la vida diaria; con vosotros dos, fue fácil olvidar mi dolor y llevar una vida bastante normal.
– Pero estaba absolutamente determinado a nunca dejar que nadie se acercase y volviese importante para mí. No otra vez. Así que siempre me mantuve a distancia de ti, también de tu hermano Jeremy, de varias formas. -Los viejos ojos cansados, medio llenos de lágrimas, se volvieron hacia ella. Sonriendo débilmente, irónicamente-. Y así te fallé, querida, fallé en cuidarte como debiera, y estoy inmensamente avergonzado por eso. Pero me fallé a mí mismo, también, en más de una forma. Me aislé de lo que debería haber habido entre nosotros, tú y yo, y Jeremy, también. Os defraudé en ese aspecto. Pero aún así no conseguí lo que quería, era demasiado arrogante para ver que cuidar a otros no es una decisión completamente consciente.
Le apretó los dedos.
– Cuando te encontramos tirada sobre las losas esa noche…
Le tembló la voz, se extinguió.
– Oh, tío. -Leonora levantó los brazos y le abrazó-. No importa. Ahora ya no. -Reposó la cabeza en su hombro-. Está pasado.
Él le devolvió el abrazo, pero replicó con brusquedad,
– Sí importa, pero no vamos a discutir, porque tienes razón… es el pasado. De ahora en adelante, avanzaremos como deberíamos haberlo hecho. -Agachó la cabeza para mirarla a la cara-. ¿Eh?
Ella sonrió, un poco lacrimosa.
– Sí. Por supuesto.
– ¡Bien! -Humphrey la soltó y respiró-. Ahora tienes que explicarme todo lo que tú y Trentham habéis descubierto. ¿Deduzco que hay algunas preguntas sobre el trabajo de Cedric?
Ella le explicó. Cuando Humphrey pidió ver el diario de Cedric fue a por unos pocos del montón de la esquina.
– ¡Hmm… humph! -Humphrey leyó una página, luego echó un vistazo a la pila de diarios-. ¿Hasta dónde has llegado con estos?
– Sólo hasta el cuarto, pero… -Le explicó que los diarios no estaban escritos en orden cronológico.
– Seguramente utilizaría algún otro orden para publicar cada idea. -Humphrey cerró el libro sobre su regazo-. No hay razón para que Jeremy y yo no dejemos aparte nuestro trabajo y te echemos una mano con esto. Después de todo, no es tu fuerte, pero sí el nuestro.
Leonora se las arregló para no quedarse con la boca abierta.
– ¿Pero que hay de los Mesopotámicos y los Sumerios?
El trabajo en el que ambos estaban ocupados era un encargo del Museo Británico.
Humphrey resopló, rechazó la protesta mientras se levantaba.
– El museo puede esperar, esto evidentemente no. No si algún vil y peligroso granuja está tras algo de esto. Además -de pie, se enderezó y sonrió ampliamente- Leonora, ¿quién más en el museo va a lograr tales traducciones?
Un argumento indiscutible. Se levantó y cruzó hasta el tirador. Cuando Castor entró, le dio instrucciones para trasladar el montón de diarios hasta la biblioteca. El volumen que había estado mirando se lo metió bajo el brazo. Humphrey arrastró los pies en esa dirección, Leonora le ayudó; un lacayo les pasó en el vestíbulo, le siguieron hasta la biblioteca.
Jeremy alzó la vista; como siempre libros abiertos cubrían su escritorio.
Humphrey ondeó el bastón.
– Haz espacio. Nueva tarea. Asunto urgente.
– ¿Oh?
Para sorpresa de Leonora, Jeremy obedeció, cerrando los libros y moviéndolos de sitio, así el lacayo pudo dejar la pila de diarios.
Inmediatamente Jeremy tomó el de arriba y lo abrió.
– ¿Qué son?
Humphrey le explicó; Leonora añadió que estaban suponiendo que había una valiosa formula enterrada en algún lugar de los diarios.
Ya absorto en el volumen que tenía en las manos, Jeremy contestó con un murmullo.
Humphrey regresó a su silla, y retornó al volumen que había llevado desde el salón. Leonora consideró entonces ir a controlar a los sirvientes, y revisar todos los asuntos de la casa.
Una hora después, volvió a la biblioteca. Ambos Jeremy y Humphrey tenían las cabezas bajas; un ceño clavado en la cara de Jeremy. Alzó la mirada cuando ella levantó el tomo de arriba del montón de diarios.
– Oh. -Parpadeó algo miope.
Detectó su instintivo deseo de cogerle el libro.
– Creí que ayudaría.
Jeremy se sonrojó, mirando a Humphrey.
– De hecho, no va ser fácil hacerlo, no a menos que te quedes aquí la mayor parte del día.
Ella frunció el ceño.
– ¿Por qué?
– Es el cruce de referencias. Acabamos de empezar, pero puede llegar a ser una pesadilla hasta que descubramos la conexión entre los diarios, y también la correcta secuencia. Tenemos que hacerlo verbalmente, es, sencillamente, un trabajo demasiado arduo, y necesitamos las respuestas rápidamente, para intentar anotar las conexiones. -La miró-. Estamos acostumbrados a hacerlo. Mejor si te dedicas a ver si hay otras vías que necesitan ser investigadas, resolveríamos antes este misterio si les prestas a ellas tu atención.
Nadie quería excluirla; estaba en sus ojos, en sus serias expresiones. Pero Jeremy había dicho la verdad; ellos eran expertos en este campo, y ella en realidad no tenía ganas de pasarse el resto del día y de la noche también, bizqueando sobre los ondulantes escritos de Cedric.
Y había otros numerosos asuntos sobre la mesa.
Sonrió con benevolencia.
– Hay otras vías que valdrían la pena explorar, ¿si podéis arreglároslas sin mí?
– Oh, sí.
– Nos las arreglaremos.
Sonrió ampliamente.
– Bueno, entonces os dejo que continuéis.
Dando la vuelta, salió por la puerta. Echando un vistazo atrás mientras giraba el tirador, vio ambas cabezas bajas de nuevo. Se marchó sonriendo.
Y resuelta a concentrar la mente en su tarea más urgente: cuidar de su lobo herido.