CAPÍTULO 4

No era la primera vez que en su carrera cometía un error táctico. Necesitaba dejarlo atrás, pretender que no había sucedido, y atenerse a la estrategia de rescatar a la maldita mujer, luego seguir adelante, abocándose al complejo asunto de encontrar una esposa.

A la mañana siguiente, mientras caminaba a zancadas por el sendero delantero hacia la puerta del Número 14, Tristan seguía repitiéndose esa letanía, junto con un agudo recordatorio de que una porfiada, voluntariosa, agudamente independiente dama de edad madura indudablemente no era la clase de esposa que quería.

Aún cuando tuviera sabor a ambrosía y se sintiera como el paraíso cuando la tenía entre sus brazos.

¿Cuántos años tenía de todos modos?

Acercándose al porche delantero, se sacó la pregunta de la mente. Si esa mañana las cosas iban como había planeado, estaría en mucha mejor posición para apegarse a su estrategia.

Deteniéndose al pie de los escalones, levantó la mirada hacia la puerta delantera. Había dado vueltas y vueltas toda la noche, no sólo por los inevitables efectos del imprudente beso, sino también y más aún porque no pudo acallar a su conciencia exaltada por los anteriores sucesos de esa noche. Fuera cual fuera la verdad acerca de “el ladrón” el asunto era serio. La experiencia le insistía en que así era; sus instintos estaban convencidos de ello. Aún cuando no tenía intención de dejar que Leonora se enfrentara sola a ello, no se sentía cómodo al no haber alertado del peligro a Sir Humphrey y Jeremy Carling

Enderezando los hombros, subió los escalones.

El anciano mayordomo respondió a la llamada.

– Buenos días. -Poniendo de manifiesto su encanto, sonrió-. Me gustaría hablar con Sir Humphrey, y también con el Sr. Carling, si están disponibles.

El hombre relajó su comportamiento almidonado; abrió más la puerta.

– Si espera en el salón mañanero, milord, iré a preguntar.

Permaneció de pie en medio del salita y rezó porque Leonora no se enterara de su llegada. Lo que quería lograr sería más fácil de cumplir entre caballeros, sin que los distrajera la presencia del objeto central de la discusión.

El mayordomo volvió y lo condujo a la biblioteca. Entró y encontró a Sir Humphrey y Jeremy solos, y lanzó un pequeño suspiro de alivio.

– ¡Trentham! ¡Bienvenido!

Sentado igual que como había estado en su anterior visita, en el sillón junto al fuego -Tristan estaba casi seguro- con el mismo libro abierto en las rodillas, Humphrey le hacía gestos hacia el diván.

– Siéntese, siéntese, y díganos que podemos hacer por usted.

Jeremy alzó la mirada también, y lo saludó con la cabeza. Mientras se sentaba, Tristan devolvió el gesto. De nuevo, tuvo la impresión de que poco había cambiado en el escritorio de Jeremy a excepción, quizás, de la página en particular que estaba estudiando.

Dándose cuenta de la dirección de su mirada, Jeremy sonrió.

– Verdaderamente, apreciaría un respiro. -Hizo un gesto hacia el libro ante él.

– Descifrar este escrito sumerio es endiabladamente duro para los ojos.

Humphrey bufó.

– Mejor eso que esto. -Indicó el tomo que tenía en sus rodillas-. Es de más de una centuria después, pero no eran mucho más ordenados. ¿Por qué no podían usar una pluma decente? -Se interrumpió y le sonrió cautivadoramente a Tristan-. Pero no ha venido a escuchar acerca de eso. No debe dejarnos empezar, o podemos hablar de escritos durante horas.

Tristan tenía la mente aturdida.

– ¡Entonces! -Humphrey cerró el tomo que tenía en el regazo-. Cómo podemos ayudarlo, ¿eh?

– En realidad no es una cuestión de ayudar. -Estaba tanteando el camino. Inseguro de cuál sería la mejor aproximación-. Pienso que deberían saber que anoche hubo un intento de robo en el Número 12.

– ¡Buen Dios! -Humphrey estaba todo lo desconcertado que Tristan podría haber deseado-. ¡Malditos bastardos! Estos días también estoy oyendo muchísimo acerca de ellos.

– Así es. -Tristan retomó las riendas antes de que Humphrey pudiera desviarse del tema-. Pero en este caso, los albañiles notaron que habían intentado irrumpir la noche anterior, por lo que anoche montamos guardia. El villano volvió y entró en la casa… lo hubiésemos capturado si no hubiera sido por algunos obstáculos inesperados. Cuando las cosas se desmadraron, escapó, pero parecía que era… digamos que no el villano de baja calaña que uno esperaría. En verdad, daba todos los indicios de ser un caballero.

– ¿Un caballero? -Humphrey estaba aturdido-. ¿Un caballero irrumpiendo en casas?

– Eso parece.

– ¿Pero que podría estar buscando un caballero? -Frunciendo el ceño, Jeremy encontró la mirada de Tristan-. A mí me parece bastante absurdo.

El tono de Jeremy era desinteresado; Tristan sofocó su exasperación.

– Es verdad. Incluso más asombroso es que un ladrón se tome la molestia de entrar en una casa completamente vacía. -Miró a Humphrey, luego a Jeremy-. No hay nada en el Número 12, literalmente, y dada la parafernalia de los albañiles y la diaria concurrencia, ese hecho debería ser patentemente obvio.

Humphrey y Jeremy parecieron simplemente más perplejos, como si todo el tema los superara completamente. Tristan lo sabía todo acerca de apariencias engañosas; estaba comenzando a sospechar que estaba viendo una actuación ensayada. Endureció la voz.

– Se me ocurrió que el intento de acceder al Número 12 podría estar conectado con los dos intentos de robo que hubieron aquí.

Los dos rostros que se volvieron hacia él permanecieron en blanco e inciertos. Demasiado en blanco e inciertos. Lo entendían todo, pero se rehusaban tenazmente a reaccionar.

Deliberadamente dejó que el silencio creciera hasta hacerse incómodo. Finalmente, Jeremy se aclaró la garganta.

– ¿Cómo es eso?

Casi se da por vencido; sólo una fuerte determinación, alimentada por algo muy parecido a la furia de que no debería permitírseles renunciar tan fácilmente a sus responsabilidades y retirarse dentro de su mundo, hace mucho tiempo muerto, dejando que Leonora hiciera frente por sí misma a este asunto, hizo que se inclinara hacia delante, capturando con su mirada la de ellos.

– ¿Qué sucedería si el ladrón no fuera el usual ladrón de profesión, y toda evidencia apunta en esa dirección, sino que en cambio estuviera detrás de algo específico… alguna cosa que fuera valiosa para él? Si está aquí, en esta casa, entonces…

La puerta se abrió.

Leonora se deslizó dentro. Sus ojos lo encontraron; echaban chispas.

– ¡Milord! Cuán encantador verlo nuevamente.

Levantándose, Tristan la miró a los ojos. No estaba muy contenta -estaba absolutamente aterrorizada. Ella se adelantó, interiormente disgustado por lo mal que habían salido las cosas, Tristan se aprovechó de la inherente ventaja y le extendió la mano.

Ella parpadeó ante esto, pero después de sólo una leve vacilación le rindió los dedos. Él se inclinó; ella hizo una reverencia. Los dedos temblaron en los de él.

Habiendo satisfecho las cortesías, la condujo para que se sentara junto a él en el diván. No tuvo otra opción que hacerlo. Cuando, tensa y nerviosa, se hundió en el damasco, Humphrey dijo.

– Trentham nos acaba de decir que hubo un robo al lado… precisamente anoche. El pillo escapó, desafortunadamente.

– ¿Es eso cierto? -Con los ojos bien abiertos, se volvió hacia Tristan mientras él se sentaba nuevamente, inclinándose para poder mirarlo a la cara.

Le capturó la mirada

– Así es. -El tono seco no le pasó desapercibido-. Estaba sugiriendo que el atentado contra el Número 12 puede estar conectado a los anteriores intentos para entrar aquí.

Sabía que ella había llegado a la misma conclusión, desde hacía algún tiempo.

– Aún no veo una conexión real. -Jeremy se inclinó sobre el libro y clavó en Tristan una firme pero aún desinteresada mirada-. Quiero decir, los ladrones tratan de agarrar lo que pueden, ¿no es verdad?

Tristan asintió.

– Por lo cual parece extraño que este “ladrón” -y creo que podemos con toda seguridad asumir que todos los atentados han sido por parte de la misma persona- continúe forzando la suerte en Montrose Place a pesar de los fracasos que ha tenido hasta la fecha.

– Mmm, sí, bueno, ¿quizás entienda la indirecta y se vaya, dado que no pudo entrar en ninguna de las casas? -Humphrey enarcó las cejas esperanzado.

Tristan controló su temperamento.

– El mismísimo hecho de que lo haya intentado tres veces sugiere que no se irá… que sea lo que sea que quiere está determinado a conseguirlo.

– Sí, pero eso es todo, no lo ve. -Recostándose, Jeremy gesticuló con las manos-. ¿Qué cosa podría querer aquí?

– Esa -replicó Tristan- es la cuestión.

Aún así cualquier sugerencia de que el ladrón pudiera andar detrás de algo contenido en sus investigaciones, alguna información, encubierta o en otro caso, de algún tomo inesperadamente valioso, se topaba con negativas e incomprensión. Aparte de especular que el villano pudiera estar tras las perlas de Leonora, algo que Tristan encontraba difícil de creer -y por la cara de Leonora, ella también- ni Humphrey ni Jeremy tenían ninguna idea con la que trabajar.

Estaba claro que no tenían interés en resolver el misterio del ladrón, y ambos eran de la opinión que ignorar el asunto completamente era la ruta más segura para conseguir que desapareciera.

Al menos para ellos.

Tristan no lo aprobaba, pero conocía a los de su tipo. Eran egoístas, absortos en sus propios intereses hasta la exclusión de todo lo demás. A través de los años, habían aprendido a dejarlo todo para que Leonora se ocupara de ello; porque siempre lo había hecho, ahora veían sus esfuerzos como un derecho. Ella trataba con el mundo real mientras ellos permanecían absortos en el académico.

La admiración por Leonora -aunque extremadamente reluctante a sentirla ya que era algo que definitivamente no quería sentir- junto con un profundo entendimiento y una molesta sensación de que merecía algo mejor floreció y se deslizó a través de él.

No pudo hacer ningún progreso con Humphrey y Jeremy; al final tuvo que reconocer la derrota. Lo que sí pudo, sin embargo, fue extraerles la promesa de que dirigirían la mente hacia la cuestión y le informarían inmediatamente si se les ocurría algún elemento que pudiese ser el objetivo del ladrón.

Captando los ojos de Leonora, se levantó. En todo momento había sido conciente de su tensión, de ella observándolo como un halcón listo para intervenir y desviar o desorientar cualquier comentario que pudiera revelar su participación en las actividades de la noche anterior.

Le sostuvo la mirada; ella leyó el mensaje y también se levantó.

– Acompañare a Lord Trentham fuera.

Con sonrisas simples, Humphrey y Jeremy le dijeron adiós. Siguiendo a Leonora a la puerta, se detuvo en el umbral y miró hacia atrás.

Ambos hombres ya habían bajado la cabeza, de vuelta al pasado.

Miró a Leonora. Su expresión declaraba que sabía lo que había visto. Enarcó una ceja interrogativamente, como si le divirtiera la ironía de que él pensara que podía cambiar las cosas.

Sintió que se le tensaba el rostro. Le hizo señas para que avanzara y la siguió, cerrando la puerta detrás de ellos.

Lo guió al vestíbulo delantero. Llegados a la altura de la puerta de la sala, le tocó el brazo.

Cuando lo miró enfrentó su mirada.

– Caminemos por el jardín trasero. -Cuando ella no accedió inmediatamente, añadió-. Me gustaría hablar con usted.

Leonora dudó, luego inclinó la cabeza. Lo guió a través del salón -notó la pieza de bordado aún exactamente en el mismo lugar donde había estado anteriormente- para salir a través de la puertaventana y bajar hacia el césped.

Con la cabeza en alto, continuó caminando; se puso junto a ella. Y permaneció en silencio. Espero a que ella le preguntara acerca de sobre qué quería hablarle, aprovechando el momento para preparar una estrategia que la convenciera de que dejara el asunto del misterioso ladrón en sus manos.

El césped era frondoso y bien mantenido, los lechos que lo circundaban estaban llenos con extrañas plantas que nunca antes había visto. El difunto Cedric Carling debió ser un coleccionista además de una autoridad en horticultura…

– ¿Cuánto tiempo hace que murió su primo Cedric?

Lo miró.

– Hace más de dos años. -Hizo una pausa y luego continuó-. No puedo creer que haya nada valioso en sus papeles, o nos hubiéramos enterado hace tiempo.

– Es lo más probable. -Después de Humphrey y Jeremy, su agudeza era refrescante.

Caminaron a lo largo del prado; ella se detuvo donde un reloj de sol estaba situado sobre un pedestal justo en el borde de un frondoso lecho. Él se detuvo a su lado, un poco por detrás. La observó cuando extendió una mano y con la yema de los dedos trazó el grabado en la cara de bronce.

– Gracias por no mencionar mi presencia en el Número * 12 anoche. -La voz era baja pero clara; mantuvo la mirada en el reloj de sol-. O lo que pasó en el sendero.

Ella suspiró y levantó la cabeza.

Antes de que pudiera decir más, decirle que el beso no había significado nada, que había sido un tonto error, o alguna tontería parecida que él se vería forzado a probar que era incorrecta, levantó la mano, colocó la yema del dedo en su nuca, y lenta y deliberadamente, la deslizó recorriéndole hacia abajo la columna vertebral, todo el camino hasta debajo de la cintura.

A ella se le cortó el aliento, luego alzó el rostro hacia él, con los ojos, azules como las vincas, muy abiertos.

Le atrapó la mirada.

– Lo que pasó anoche, especialmente esos momentos en el sendero, son entre usted y yo.

Como siguió mirándolo fijamente, buscando algo en sus ojos, argumentó.

– Besarla y decírselo a alguien no está dentro de mi código, y definitivamente no es mi estilo.

Vio el destello de una reacción en sus ojos, la vio considerar el preguntarle mordazmente cual era precisamente su estilo, pero la precaución le retuvo la lengua; levantó la cabeza, y la inclinó arrogantemente mientras desviaba la mirada.

El momento se estaba volviendo embarazoso, y aún no había pensado en ninguna aproximación adecuada para desviarla de los allanamientos. Revolviendo en su mente, miró más allá de ella. Y vio la casa que estaba pasando la muralla del jardín, la casa vecina, la cual también, como el Número 12, compartía una pared con el Número 14.

– ¿Quién vive ahí?

Levanto la vista, siguiéndole la mirada.

– La anciana señorita Timmins.

– ¿Vive sola?

– Con una doncella.

Miró a Leonora a los ojos; que ya estaban llenos de especulación.

– Me gustaría visitar a la señorita Timmins. ¿Me presentaría?

Estaba encantada de hacerlo. Dejar atrás el desconcertante momento en el jardín. Su palpitante corazón aún tenía que desacelerarse para recuperar el ritmo normal y en su lugar adentrarse más en las investigaciones. Junto a Trentham.

Leonora nos sabía porqué encontraba su compañía tan estimulante. Ni siquiera estaba segura de aprobarlo, o que su tía Mildred lo hiciera, ni que hablar de su tía Gertie, si lo supieran. Era, después de todo, un militar. Las muchachas jóvenes podían perder la cabeza por unos hombros anchos y un magnifico uniforme, pero se suponía que las damas como ella eran demasiado sabias para caer victimas de ese tipo de ardides de caballeros. Inevitablemente eran segundos hijos, o hijos de segundos hijos, buscando hacerse camino en el mundo a través de un matrimonio ventajoso… excepto que Trentham era ahora un conde.

Interiormente, frunció el ceño. Probablemente eso lo excluía de la censura general.

Independientemente, mientras caminaba enérgicamente a su lado bajando por la calle, con la mano enguantada en su manga, la sensación de su fuerza absorbiéndola, la excitación de la cacería hirviéndole a fuego lento en las venas, no tenía otras cuestiones en mente aparte de que se sentía inmensamente más viva cuando estaba con él.

Cuando se había enterado que estaba de visita, le había dado pánico. Estaba segura que venía a quejarse por la trasgresión de la noche anterior al haber ido al Número 12. Y posiblemente, y peor aún, para hacer mención de alguna forma a la indiscreción compartida cuando estaban en el sendero. En vez de ello, no había hecho ni la más mínima alusión a su intervención en las actividades nocturnas; aunque estaba segura de que había percibido su agitación, no había dicho ni hecho nada para importunarla.

Esperaba algo mucho peor de un militar.

Al llegar a la verja del Número 16, Trentham la abrió de par en par y la traspasaron, caminando lado a lado por el sendero subieron los escalones hasta el pequeño porche delantero. Hizo sonar la campana y la oyó repiquetear a lo lejos en el interior de la casa, que era más pequeña que la del Número 14, y tenía una terraza similar en estilo a la del Número 12.

Sonaron pisadas acercándose, luego llegó el sonido de cerrojos siendo descorridos. La puerta se abrió apenas una rendija; y se asomó el rostro dulce de una criada.

Leonora sonrió.

– Buenos días, Daisy. Sé que es un poco temprano, pero si la señorita Timmins tiene unos minutos disponibles, tenemos un nuevo vecino, el Conde de Trentham, a quien le gustaría conocerla.

A Daisy se le agrandaron los ojos mientras examinaba a Trentham, que estaba de pie al lado de Leonora y bloqueaba el sol.

– Oh, sí, señorita. Estoy segura de que la recibirá, siempre le gusta estar enterada de lo que está pasando. -Abriendo la puerta completamente, Daisy les hizo señas para que entraran-. Si esperan en la salita, iré a decirle que están aquí.

Leonora lideró el camino hacia la salita y se sentó en una silla.

Trentham no tomó asiento. Comenzó a pasearse. Deambulando. Mirando las ventanas.

Examinando los cerrojos.

Ella frunció el ceño.

– Que…

Se interrumpió cuando Daisy entró apresuradamente.

– Dice que estará encantada de recibirlos. -Fue hacia Trentham-. Por aquí, si gustan acompañarme, los llevaré con ella.

Subieron las escaleras, siguiendo a Daisy; Leonora era consciente de las miradas que Trentham dirigía a uno y otro lado. Si no lo conociera, pensaría que él era el ladrón y que estaba buscando la mejor forma de entrar…

– Oh. -Deteniéndose en lo alto de las escaleras, se giró para enfrentarlo. Y le susurró-. ¿Piensa que la próxima vez el ladrón podría intentar entrar aquí?

Él frunció el ceño y le hizo señas de que continuara caminando. Con Daisy liderando el camino, tuvo que apresurarse para ponerse a la par. Trentham apenas tuvo que alargar el paso. Con él a sus talones, se deslizó dentro del salón de dibujo de la señorita Timmins.

– Leonora, querida mía. -Gorjeó la voz de la señorita Timmins-. Que amable de tu parte venir a visitarme.

La señorita Timmins era una anciana frágil que raramente se aventuraba a salir de la casa. Leonora la visitaba con frecuencia; en el último año, había notado que el brillo de los dulces ojos azules de la señorita Timmins se estaba desvaneciendo, como una llama que estuviera ardiendo ténuemente.

Devolviéndole la sonrisa, presionó la mano en forma de garra de la señorita Timmins y luego dio un paso atrás.

– He traído al Conde de Trentham para que la visitara. Él y algunos amigos han comprado la casa que está a continuación de la suya, la Número 12.

Con incierta mansedumbre, los prolijos rizos grises ordenadamente peinados y arreglados y las perlas envueltas alrededor del cuello, la señorita Timmins le extendió tímidamente la mano a Trentham. Nerviosamente murmuró un saludo.

Trentham hizo una reverencia.

– ¿Cómo está señorita Timmins? Espero que se encuentre bien durante estos meses tan fríos.

La señorita Timmins se agitó, pero aún así aferró la mano de Trentham.

– Sí, ciertamente. -Pareció cautivada por sus ojos. Después de un momento se aventuró a decir-. Ha sido un invierno horrible.

– Más tormentas de lo habitual, sin lugar a dudas. -Trentham sonrió, desplegando todo su encanto-. ¿Podemos sentarnos?

– ¡Oh! Sí, por supuesto. Por favor, háganlo. -La señorita Timmins se inclinó hacia delante-. Escuché que es usted militar, milord. Dígame, ¿estuvo en Waterloo?

Leonora se hundió en la silla y observó, atónita, como Trentham… un militar confeso, cautivaba a la anciana señorita Timmins, que generalmente, no se encontraba a gusto con los hombres. Además Trentham parecía saber exactamente qué decir, precisamente lo que una anciana dama consideraría un tema de conversación apropiado. Exactamente qué pedacitos de cotilleo le gustaría oír.

Daisy trajo el té; mientras lo bebía, Leonora cínicamente se preguntó qué trataba de conseguir Trentham.

Su respuesta llegó cuando él dejó su taza y asumió un semblante más serio.

– A decir verdad, tenía un propósito para visitarla aparte del placer de conocerla, madame. -Atrapó la mirada de la señorita Timmins-. Últimamente ha habido una serie de incidentes en la calle, ladrones tratando de forzar las entradas.

– ¡Oh Dios mío! -La señorita Timmins hizo repiquetear la taza en el plato-. Debo decirle a Daisy que revise dos veces si todas las puertas están cerradas.

– En cuanto a eso, ¿me pregunto si tendría inconveniente en que le eche un vistazo a la planta baja y al sótano, para asegurarnos que no hay forma de que irrumpan? Dormiría mucho más tranquilo si supiera que su casa es segura, dado que Daisy y usted están solas aquí.

La señorita Timmins parpadeó, luego le dedicó una brillante sonrisa.

– Bueno pero por supuesto, querido. Que considerado de su parte.

Después de unos pocos comentarios de índole general, Trentham se puso de pie. Leonora se levantó, también. Comenzaron a salir, mientras la señorita Timmins le decía a Daisy que su Señoría el Conde le daría un vistazo a la casa para cerciorarse que era segura.

Daisy también se quedó encantada.

Cuando se marchaba, Trentham le aseguró a la señorita Timmins que no debía preocuparse ya que si descubría algún cerrojo inadecuado, se ocuparía él mismo de reemplazarlo.

A juzgar por la mirada que lucía la señorita Timmins en los cansados ojos mientras le apretaba la mano en señal de despedida, su Señoría el Conde había hecho una conquista.

Sintiéndose perturbada, cuando alcanzaron las escaleras y Daisy se hubo adelantado, Leonora se detuvo y miró a Trentham a los ojos.

– Espero que tenga intenciones de honrar esa promesa.

La mirada de él fue firme y permaneció de esa forma; eventualmente respondió,

– Lo haré. -Examinó su rostro, luego añadió-. Lo que dije era cierto. -Pasando a su lado, comenzó a bajar las escaleras-. Efectivamente dormiré más tranquilo sabiendo que este lugar es seguro.

Ella le frunció el ceño a su nuca, el hombre era un completo enigma y luego lo siguió bajando las escaleras.

Lo siguió mientras sistemáticamente comprobaba cada una de las ventanas y puertas de la planta baja, luego bajó al sótano e hizo lo mismo allí. Era cuidadoso y, a sus ojos, un frío profesional, como si las premisas de seguridad contra intrusos hubieran sido una tarea frecuente en su anterior ocupación. Era cada vez más difícil desecharlo… calificándolo como solo un militar más.

Al final, le hizo señas a Daisy.

– Esto está mejor de lo que esperaba. ¿Siempre se ha preocupado por posibles intrusos?

– Oh, sí, milord. Siempre. Desde que yo llegué a servirla, y de eso ya han pasado seis años.

– Bueno, si cierra todos los cerrojos y pasa todas las trancas, estarán tan a salvo como se puede aspirar a estar.

Dejando a una agradecida y confiada Daisy, bajaron por el sendero del jardín. Al alcanzar la verja, Leonora, que había estado perdida en sus propios pensamientos, miró a Trentham.

– ¿Es verdad que la casa es segura?

La miró, luego mantuvo la verja abierta.

– Tan segura como puede llegar a serlo. No hay forma de detener a un ladrón decidido. -Se le puso a la par mientras caminaban por la acera-. Si usa la fuerza, rompiendo una ventana o forzando una puerta, logrará entrar, pero no creo probable que nuestro hombre actúe tan directamente. Si tenemos razón al pensar que es al Número 14 al que quiere acceder, entonces para llegar allí, a través del Número 16, tendrá que pasar desapercibido durante algunas noches para poder hacer un túnel a través de las paredes de los sótanos. No conseguirá hacerlo si hace demasiado evidente su entrada.

– Entonces en tanto Daisy esté atenta, todo debería ir bien.

Cuando él no respondió, Leonora lo miró. Él percibió su mirada, la miró a su vez. Y le hizo una mueca.

– Cuando entrábamos, me estaba preguntando cómo introducir un hombre en la casa, al menos hasta que hubiéramos captado el rastro del ladrón. Pero a ella le asustan los hombres, ¿no es cierto?

– Sí. -Se quedó azorada al ver cuán perceptivo era-. Usted es uno de los pocos con los que la he visto hablar algo más aparte de las más nimias trivialidades.

Él asintió, y bajó la vista.

– Se sentiría muy incómoda con un hombre bajo su techo, así que es un hecho afortunado que esos cerrojos sean tan fuertes. Tendremos que depositar nuestra fe en ellos.

– Y hacer todo lo posible para atrapar al ladrón pronto.

Su voz estaba matizada por la determinación.

Llegaron a la verja del Número 14. Tristan se detuvo, la miró a los ojos.

– ¿Supongo que no tiene sentido que insista en que deje todo el asunto del ladrón en mis manos?

Sus ojos azules como las vincas se endurecieron.

– Ninguno.

Exhaló, desvió la mirada hacia la calle. No tenía inconveniente en mentir por una buena causa. Ni tampoco tenía inconvenientes en usar distracciones, a pesar del riesgo inherente.

Antes de que pudiera apartarse, le tomó la mano. Giró la cabeza y la miró fijamente. Le sostuvo la mirada mientras la acariciaba con los dedos, luego ensanchó la abertura de su guante, le levantó la muñeca, con la parte interna ahora expuesta, y se la llevó a los labios.

Sintió el estremecimiento que la recorrió, vio cómo levantaba la cabeza y se le oscurecían los ojos.

Sonrió, lenta e intencionadamente. Suavemente decretó.

– Lo que hay entre usted y yo se queda entre usted y yo, pero no ha terminado.

Ella tensó los labios; tiró, pero él no la soltó, en cambio, le acarició lánguidamente, con el pulgar, el lugar donde la había besado.

Ella retuvo el aliento y siseó.

– No estoy interesada en devaneos.

Con los ojos fijos en los de ella, enarcó una ceja.

– Ni yo tampoco. -Le interesaba distraerla. Ambos estarían mejor si ella se concentrara en él en lugar de en el ladrón-. Por el bien de nuestro conocido… por el bien de su salud mental… estoy dispuesto a hacer un trato.

Sus ojos brillaron con sospecha.

– ¿Qué trato?

Escogió cuidadosamente las palabras.

– Si promete limitarse a mantener los ojos y oídos atentos, si se limita a observar, escuchar e informarme a mí de todo cuando la visite la próxima vez, yo accederé a compartir con usted todo lo que descubra.

Su expresión se tornó altiva y desdeñosa.

– ¿Y qué pasa si usted no descubre nada?

Él mantuvo los labios curvados, pero dejó que se le cayera la máscara, dejó que su verdadero yo asomara brevemente.

– Oh, lo haré. -Su voz fue suave, vagamente amenazadora; su tono la atrapó.

Nuevamente, despacio, deliberadamente, le levantó la muñeca hasta sus labios.

Sosteniéndole la mirada, la besó.

– ¿Tenemos un trato?

Leonora parpadeó, enfocó los ojos en él, luego sus pechos se hincharon cuando inspiró profundamente. Y asintió.

– Muy bien.

Le soltó la muñeca; ella se apresuró a apartarla.

– Pero con una condición.

Él enarcó las cejas, ahora tan altivo como ella.

– ¿Cuál?

– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete visitarme para contarme lo que ha descubierto no bien lo haya descubierto.

Él le clavó la mirada, lo consideró, y luego dejó que sus labios se aflojaran. Inclinó la cabeza.

– Tan pronto como sea posible, compartiré lo que haya descubierto.

Estaba calmada, y sorprendida de estarlo. Él encubrió una sonrisa e hizo una reverencia.

– Buenos días, señorita Carling.

Le sostuvo la mirada un momento más, luego inclinó la cabeza.

– Buenos días, milord.


Pasaron los días.

Leonora observaba y escuchaba, pero no ocurrió nada importante. Estaba contenta con el arreglo; a decir verdad había poco más que pudiera hacer aparte de observar y escuchar, y el conocimiento de que si algo ocurriera, Trentham estaba dispuesto a involucrarse y hacerse cargo, era inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a desenvolverse sola, evitaba la ayuda de otros ya que en general era más probable que se interpusieran en su camino, y sin embargo Trentham era innegablemente capaz… con él involucrado, tenía confianza en resolver el asunto de los robos.

Comenzó a aparecer personal en el Número 12; ocasionalmente Trentham aparecía por allí, como Toby le informaba puntualmente, pero no se aventuraba a golpear en la puerta delantera de los Carling.

El único factor que perturbaba su ecuanimidad eran sus recuerdos de ese beso en la noche. Había tratado de olvidarlo, apartarlo limpiamente de su mente, había sido un error por ambas partes, pero no obstante olvidar la forma en que su pulso se aceleraba cada vez que él se le acercaba era mucho más difícil. Y no tenía absolutamente ni idea de cómo interpretar su comentario acerca de que lo que había entre ellos no había terminado.

¿Significaba que tenía la intención de continuarlo?

Pero luego había declarado que no estaba más interesado en devaneos de lo que lo estaba ella. A pesar de su pasada ocupación, estaba aprendiendo a tomar sus palabras al pie de la letra.

De hecho su diplomático proceder con el viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar de sus aventuras nocturnas y su impredecible encanto con la señorita Timmins, desviándose de su cometido para asegurarse y encargarse de la seguridad de la anciana dama, habían atemperado en gran medida sus prejuicios.

Tal vez Trentham era uno de esas excepciones cuya existencia probaba la regla acerca de que los militares no eran confiables, siendo uno en el que se podía confiar, al menos en ciertos asuntos.

A pesar de eso, no estaba enteramente segura de que pudiera confiar en él para que le contara todas y cada una de las cosas que descubriera. Sin embargo, le hubiera concedido unos pocos días más de gracia si no hubiera sido por el observador.

Al principio sólo fue una sensación, una punzada de sus nervios, una misteriosa sensación de ser observada. No solo en la calle, sino también en el jardín trasero; esto último la enervaba. El primero de los ataques que habían dirigido contra ella había ocurrido justo dentro de la verja del frente; ella ya no paseaba por el jardín delantero.

Comenzó a llevarse a Henrietta con ella cada vez que acudía allí, y si eso no era posible a uno de los lacayos.

Con el tiempo, sus nervios indudablemente se habrían calmado, asentado.

Pero luego, paseando por el jardín trasero una tarde en la cual se cerraba el breve crepúsculo de febrero, había visto a un hombre de pie casi al fondo del jardín, en medio de la valla que dividía la larga parcela. Enmarcada por el arco central de la valla, había una figura delgada y oscura envuelta en una capa oscura, parada entre los macizos de plantas, observándola.

Leonora se quedó congelada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez en la verja delantera y la segunda vez en la calle. Aquel hombre había sido más bajo, más delgado; ella había sido capaz de defenderse, de liberarse.

El hombre que ahora la observaba se veía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio, quieto, y sin embargo era la quietud de un predador esperando el momento oportuno. Solo había una extensión de césped entre ellos. Tuvo que luchar contra el impulso de llevarse una mano a la garganta, de batallar el instinto de volverse y huir… luchar contra la seguridad de que si lo hacía él se lanzaría sobre ella.

Henrietta que deambulaba por allí, vio al hombre y gruñó desde el fondo de la garganta en un tono bajo. El gruñido de advertencia continuó, escalando de súbito. Con el pelo del lomo erizado, el lebrel se colocó entre Leonora y el hombre.

Él se mantuvo inmóvil por un instante más, luego se giró. La capa ondeó; y desapareció de la vista de Leonora.

Con el corazón retumbando desagradablemente, bajó la vista hacia Henrietta. El lebrel permanecía alerta, con los sentidos enfocados. Luego a los oídos de Leonora llegó el sonido de un golpe; un instante después Henrietta ladró y aflojó su postura, girándose para continuar su camino sosegadamente hacia la puerta de la sala.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Leonora; con los ojos desorbitados y examinando las sombras se apresuró a regresar a la casa.

A la mañana siguiente a las once en punto, la hora más temprana a la que se consideraba aceptable pasar a visitar, ella llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que el pilluelo que barría la esquina le había dicho que pertenecía al Conde de Trentham.

Un mayordomo impresionante pero de aspecto amable abrió la puerta.

– ¿Sí, madame?

Ella se preparó.

– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con Lord Trentham, si hace el favor.

El mayordomo parecía realmente pesaroso.

– Desafortunadamente, su señoría no está en este momento.

– Oh. -Ella había asumido que estaría, que como los hombres de moda, él sería poco dado a poner los pies fuera de casa antes del mediodía. Después de un helado momento en que nada, ninguna otra vía de acción, se le ocurrió, levantó la mirada hacia la cara del mayordomo.

– ¿Se espera que vuelva pronto?

– Me atrevo a decir que su señoría regresará en menos de una hora, señorita. -Su determinación debía haberse notado-. ¿Si a usted no le importa esperar?

– Gracias.

Leonora permitió que una insinuación de aprobación coloreara las palabras. El mayordomo tenía una cara comprensiva. Ella cruzó el umbral e instantáneamente fue sorprendida por el espacio y la luz del recibidor, recalcada por los elegantes muebles. Mientras el mayordomo cerraba la puerta, se volvió hacia él.

Él sonrió alentadoramente.

– ¿Si viniera por aquí, señorita?

Imperceptiblemente tranquilizada, Leonora inclinó la cabeza y lo siguió a lo largo del pasillo.

Tristan regresó a Green Street un poco después del mediodía, cada vez más preocupado. Subiendo los escalones delanteros, sacó la llave y abrió él mismo. Todavía no se había acostumbrado a esperar que Havers abriera la puerta, le tomara el bastón y el abrigo, cosa que era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.

Colocando el bastón en el perchero del recibidor y lanzando el abrigo sobre una silla, se encaminó, con paso ligero, a su estudio. Esperaba deslizarse por los arcos de la salita sin ser descubierto por ninguna de las queridas ancianas. Una esperanza sumamente débil; a pesar de sus ocupaciones, ellas siempre parecían sentir rápidamente su presencia y verlo justo a tiempo de sonreírle y abordarle.

Desdichadamente, no había otro camino para llegar al estudio; el tío abuelo que había remodelado la casa había sido un masoquista.

La salita era una luminosa cámara construida fuera de la casa principal. Unos pocos escalones por debajo del nivel del pasillo, estaba separada de éste por tres grandes arcos. Dos presentaban enormes arreglos de flores en urnas, que le daban alguna cobertura, pero el arco del medio era la puerta de entrada, campo abierto.

Tan silencioso como un ladrón, se acercó al primer arco y, justo fuera de la vista, se paró a escuchar. Un babel de voces femeninas lo alcanzó; el grupo estaba en el otro extremo de la habitación, donde una ventana mirador permitía a la luz de la mañana caer sobre dos tumbonas y varias sillas. Le llevó un momento afinar su oído para distinguir las voces individualmente. Etherelda estaba allí, Millie, Flora, Constance, Helen, y sí, Edith también. Las seis al completo. ¿Parloteando sobre nudos, nudos franceses? ¿Qué era aquello?, y algo ordinario y punto de hoja…

Estaban discutiendo sobre bordado.

Frunció el ceño. Todas estaban bordando como mártires, pero era el único ruedo en el cual la verdadera competición florecía entre ellas, nunca las había oído discutiendo su común interés antes, las dejó solas con gusto.

Entonces escuchó otra voz, y su sorpresa fue total.

– Me temo que nunca he sido capaz de poner las agujas para situarlas justo así.

Leonora.

– Ah, bueno, querida, lo que necesitas hacer…

No siguió el resto del consejo de Etherelda; estaba demasiado ocupado especulando en qué había llevado a Leonora allí.

La discusión en la salita continuaba, Leonora solicitando consejo, las queridas ancianas teniendo enorme placer en facilitarlo.

Estaba clarísimo en su mente la pieza de falso bordado deshecho en el salón de Montrose Place. Leonora podría no tener talento para el bordado, pero él habría jurado que tampoco tenía un interés real en ello.

Le picaba la curiosidad. El próximo arreglo floral era lo bastante alto para ocultarlo. Dos rápidos pasos y estaba tras él. Escudriñando entre los lirios y los crisantemos, vio a Leonora sentada en medio de uno de los sofás rodeada por todas partes por las queridas ancianas.

La luz del sol invernal se vertía a través de la ventana a su espalda, una brillante estela derramándose sobre ella, encendiendo destellos granates desde la corona de su oscuro cabello pero dejando su cara y sus delicados rasgos en tenues y misteriosas sombras. Con su vestido rojo de paseo, parecía como una madonna medieval, una encarnación de virtud femenina, de firmeza y fragilidad.

Con la cabeza inclinada, estaba examinando un antimacasar bordado extendido a través de sus rodillas.

La observó animando a su anciana audiencia a decirle más, a participar. También la vio intervenir, atajando rápidamente un repentino brote de rivalidad, tranquilizando a ambas partes con diplomáticas observaciones.

Las tenía cautivadas.

Y no sólo a ellas.

Escuchó las palabras en su mente. Indeciso por dentro.

Sin embargo no se apartó. En silencio, simplemente permaneció de pie, observándola a través de la cortina de flores.

– ¡Ah, milord!

Con incomparables reflejos, dio un paso adelante y giró la espalda hacia la salita. Ellas debían haberle visto, pero el movimiento hacía parecer que simplemente pasaba por allí.

Examinó a su mayordomo con ojos resignados.

– ¿Sí, Havers?

– Una dama ha venido, milord. La señorita Carling.

– ¡Ah! ¡Trentham!

Él se giró mientras Etherelda lo llamaba.

Millie se puso de pie y lo llamó.

– La señorita Carling vino aquí de visita.

Las seis le sonrieron satisfechas. Con una inclinación de despedida a Havers, bajó y cruzó hacia el grupo, no bastante seguro de la impresión que estaba recibiendo, casi como si ellas creyeran que habían estado guardando a Leonora allí, atrapada, detenida, algún deleite especial solo para él.

Ella se levantó, un ligero rubor tiñó sus mejillas.

– Sus primas han sido muy amables al hacerme compañía. -Ella enfrentó su mirada-. He venido porque ha habido novedades en Montrose Place que creo que debería conocer…

– Sí, por supuesto. Gracias por venir. Permítame guiarla a la biblioteca, y usted puede contarme las novedades.

Él le ofreció la mano, inclinando la cabeza ella le entregó la suya.

La sacó de en medio de sus ancianas paladines, saludándolas con la cabeza.

– Gracias por cuidar de la señorita Carling por mí.

– Oh, nos encantó…

– Tan delicioso…

– Venga otra vez a visitarnos, querida…

Sonrieron radiantes e hicieron una reverencia, Leonora les sonrió agradecidas dejándole colocar la mano en la manga y llevársela.

Uno junto al otro subieron los escalones del pasillo, no necesitaba echar un vistazo atrás para saber que seis pares de ojos aún los observaban con avidez.

Mientras pasaban por el recibidor delantero, Leonora lo miró.

– No había notado que tuviera una familia tan grande.

– No la tengo -Abrió la puerta de la biblioteca y la hizo pasar-.Ese es el problema. Solo estoy yo, y ellas. Y el resto.

Deslizando la mano de su manga, se giró para mirarlo.

– ¿El resto?

Le señaló las sillas orientadas al fuego encendido en la chimenea.

– Hay ocho más en Marlington Manor, mi casa de Surrey.

Ella apretó los labios, giró y se sentó.

La sonrisa de Tristan se apagó. Se dejó caer en la silla opuesta.

– Ahora cambiando de tema. ¿Por qué está aquí?

Leonora levantó la mirada hacia su cara, vio en ella todo lo que había esperado encontrar, consuelo, fuerza, talento. Tomando aliento, se apoyó en la silla y se lo contó.

Él no la interrumpió; cuando ella hubo acabado le hizo algunas preguntas, aclarando dónde y cuándo se había sentido bajo observación. En ningún punto trató desde luego, de desestimar la intuición de ella; consideraba todo lo que le estaba contando como un hecho, no una fantasía.

– ¿Y está segura de que era el mismo hombre?

– Segura. Capté solo un destello mientras el se movía, pero hizo aquel mismo gesto vago. -Le mantuvo la mirada-. Estoy segura de que era él.

Él asintió con la cabeza. Su mirada se apartó de la suya mientras consideraba todo lo que había dicho. Finalmente, la miró.

– ¿Supongo que no le habrá dicho nada de esto a su tío o su hermano?

Ella levantó las cejas, burlona y altivamente.

– Da la casualidad de que lo hice.

Cuando no dijo nada más, él apuntó.

– ¿Y?

La sonrisa no era tan desenfadada como a ella le hubiera gustado.

– Cuando mencioné el sentimiento de estar siendo observada, se rieron y me dijeron que estaba reaccionando de manera exagerada por los recientes e inquietantes hechos. Humphrey me dio una palmadita en el hombro y me dijo que no debería molestar mi cabeza con estas cosas, que realmente no había necesidad, que estaría todo olvidado bastante pronto.

››En cuanto al hombre al fondo del jardín, están seguros de que estaba equivocada. Un truco de la luz, las cambiantes sombras. Imaginación calenturienta. En realidad no debería leer las novelas de la señora Radcliffe. Además, como Jeremy señaló, con la manera de alguien dando una prueba irrefutable, la puerta de atrás está siempre cerrada con llave.

– ¿Es así?

– Sí. -Ella buscó los ojos color avellana de Trentham-. Pero el muro está cubierto por ambos lados por hiedra vieja. Alguien razonablemente ágil no tendría dificultad en saltarla.

– Lo que podría explicar el ruido sordo que usted oyó.

– Precisamente.

Él se sentó. El codo sobre el brazo de la silla, el mentón apoyado en el puño, un largo dedo dando golpecitos ociosamente en los labios, parecía más allá de ella. Sus ojos centelleaban, duros, casi cristalinos debajo de los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la estaba ignorando, pero estaba, de momento, absorto.

No había tenido antes ocasión de estudiarlo, captar realmente la firmeza de su largo cuerpo, apreciar la anchura de sus hombros, disimulados como estaban por el magníficamente confeccionado abrigo, Schultz por supuesto, o las largas y enjutas piernas, los músculos delineados por los entallados pantalones de ante que desaparecían en las brillantes botas Hessian. Tenía unos pies muy grandes.

Siempre estaba vestido con elegancia, aunque era una elegancia discreta, no necesitaba o deseaba atraer la atención sobre sí mismo, de hecho evitaba toda oportunidad de hacerlo. Incluso sus manos, debería considerarlas su mejor rasgo, estaban adornadas solo por un sencillo sello de oro.

Él había hablado de su estilo, ella tenía la confianza de definirlo como una fuerza elegante y sencilla. Como un aura flotando sobre él, no algo derivado de las ropas o la educación, sino algo inherente, innato, que se veía.

Encontró tan discreta firmeza inesperadamente atractiva. También reconfortante.

Los labios de ella se habían relajado en una gentil sonrisa cuando la mirada de él se movió hacia ella. Él levantó una ceja, pero ella sacudió la cabeza, manteniendo el silencio. Las miradas unidas, relajados en las sillas, en la tranquilidad de la biblioteca, cada uno estudiando al otro.

Y algo cambió.

Excitación, una insidiosa emoción, deslizándose lentamente a través de ella, un sutil latigazo, una tentación a un ilícito placer. Calor floreciendo; los pulmones de ella lentamente detenidos.

Los ojos de ambos continuaban trabados. Ninguno se movió.

Fue ella quien rompió el hechizo. Volvió la mirada a las llamas de la chimenea. Tomó aliento. Se recordó no ser ridícula; estaban en la casa de él, en su biblioteca, difícilmente la seduciría bajo su propio techo con sus sirvientes y sus ancianas primas por allí.

Él se removió y se enderezó.

– ¿Cómo llegó hasta aquí?

– Caminé a través del parque. -Ella lo miró-. Parecía el camino más seguro.

Él asintió, levantándose.

– La llevaré a su casa. Necesito pasar por el Número 12.

Ella le observó mientras tiraba de la campanilla dando órdenes a su mayordomo cuando el digno personaje llegó. Se volvió hacía ella y preguntó.

– ¿Se ha enterado usted de algo?

Tristan sacudió la cabeza

– He estado investigando varias vías. Investigando cualquier rumor sobre hombres buscando algo de Montrose Place.

– ¿Y ha oído algo?

– No. -Él enfrentó su mirada-. No lo esperaba, eso habría sido demasiado fácil.

Ella hizo una mueca, después se puso de pie mientras Havers volvía para informar que la calesa estaba llegando.

Mientras ella se ponía la capa y él se introducía su sobretodo y enviaba a un lacayo a traer sus guantes de conducir, Tristan se rompió la cabeza en busca de alguna pista que hubiera dejado sin explorar, cualquier puerta abierta que no hubiera sido explorada. Había pulsado a cierto número de antiguos militares, y algunos que estaban todavía sirviendo en diversos puestos, por información; ahora estaba seguro de que ellos estaban lidiando con algo extraño en Montrose Place. No había rumores de pandillas o individuos portándose de esa manera en ningún otro lugar de la capital.

Lo que sólo añadía peso a la suposición de que había algo en el Número 14 que buscaba el misterioso ladrón.

Mientras rodeaban el parque en la calesa, él le explicó sus deducciones.

Leonora frunció el ceño

– He preguntado a los sirvientes. – Alzando la cabeza, se recogió un mechón de pelo que volaba en la brisa-. Ninguno tenía ni idea de algo que pudiera ser particularmente valioso. -Lo miró-. Aparte de la obvia respuesta de algo en la biblioteca.

Él captó su mirada, después miró a los caballos. Un momento después preguntó.

– ¿Es posible que su tío y su hermano pudieran ocultar algo importante, por ejemplo si hicieran un descubrimiento y quisieran mantenerlo en secreto por un tiempo?

Ella sacudió la cabeza.

– Con frecuencia yo actúo como anfitriona para sus cenas con eruditos. Hay un gran movimiento de competición y rivalidad en su campo, pero lejos de ser reservados sobre cualquier descubrimiento, el enfoque habitual es proclamar cualquier nuevo hallazgo, no importa cuan pequeño sea, desde las azoteas y tan pronto como sea posible. Por el asunto de los derechos de reivindicación, si usted me entiende.

Él asintió.

– Así que es improbable.

– Si, pero… si iba a sugerir que Humphrey o Jeremy podrían haber tropezado con algo bastante valioso, y simplemente no entendieron lo que era, o quizás lo reconocieran pero no le atribuyesen el valor preciso -ella lo miró-. Estaría de acuerdo

– Muy bien. -Habían llegado a Montrose Place; él tiró de las riendas más allá del Número 12-. Tendremos que asumir que algo por el estilo está en el centro de todo esto.

Tirando las riendas al mozo que había saltado de la parte trasera y venía corriendo, saltó a la acera y después la bajó.

Enlazando los brazos, caminó con ella hasta la verja del Número 14.

Al llegar, ella se echó atrás y se volvió hacia él.

– ¿Qué cree que deberíamos hacer?

Él enfrentó directamente su mirada, sin asomo de su máscara habitual. Pasó un instante, después dijo, suavemente.

– No lo sé.

La severa mirada la apresó; la mano de él encontró la suya, los dedos entrelazados.

El pulso de ella saltó con su toque.

Él levantó su mano, rozando con los labios los dedos de ella.

Le retuvo la mirada sobre ellos. Después, lentamente, con los labios le rozó la piel otra vez, saboreándola descaradamente.

El vértigo la amenazó.

Sus ojos buscaron los de ella, entonces murmuró, profundo y lento.

– Déjeme pensar detenidamente las cosas. La pasaré a ver mañana, y podremos discutir la mejor manera de continuar.

La piel le quemaba donde los labios de él la habían rozado. Ella le hizo una inclinación de cabeza, dando un paso atrás. Él permitió que los dedos de ella se deslizaran de los suyos. Empujando la puerta de hierro, ella la atravesó, cerrándola. Lo miró a través de ésta.

– Hasta mañana, entonces.

– Adiós.

El pulso le vibraba por las venas, palpitando en la punta de sus dedos, se giró y subió por el sendero.

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