– Sigue siendo todo un misterio para mí, no le encuentro ni pies ni cabeza a esto, si puedes arrojar una luz sobre el asunto te estaría agradecido. -Jonathon colocó la cabeza contra la parte posterior de la silla.
– Empieza desde el principio -aconsejó Tristan. Todos se reunieron alrededor, en las sillas, apoyados en la chimenea, muy interesados. -¿Cuándo fue la primera vez que oíste hablar sobre Cedric Carling?
Jonathon fijó la mirada, abstrayéndose.
– De A.J. en su lecho de muerte. -Tristan y cada uno de ellos, pestañearon.
– ¿En su lecho de muerte?
Jonathon miraba alrededor de ello.
– Pensé que ustedes lo sabían. A.J. Carruthers era mi tía.
– ¿Ella era la experta en hierbas medicinales? ¿A.J. Carruthers? -La incredulidad de Humphrey vibró en su tono.
Jonathon con el rostro ceñudo, asintió.
– Sí, era ella. Y por eso le gustaba vivir oculta, lejos, en el norte de Yorkshire. Tenía su cabaña, producía sus hierbas y hacía sus experimentos y nadie la molestaba, colaboraba y se carteaba con una gran cantidad de otros herbolarios muy respetados, pero todos la conocían solamente como A.J. Carruthers.
Humphrey frunció el ceño.
– Ya veo.
– Una cosa -declaró Leonora-, Cedric Carling, nuestro primo, ¿sabía que era una mujer?
– Honestamente, no lo sé -replicó Jonathon-. Pero conociendo a A.J. lo dudo.
– Había oído el nombre de Carling por A.J. Carruthers desde hace algunos años, pero solamente como otro herbolario. Lo primero que supe sobre este asunto fue justo algunos días antes de que muriera. Su salud había estado fallando, su muerte no fue una sorpresa. Pero la historia que me contó entonces, bueno, empezó a divagar, y no sabía si darle crédito.
Jonathon respiró.
– Me dijo que ella y Cedric se habían asociado sobre un ungüento en particular, ambos estaban convencidos que sería extraordinariamente útil, era asombrosamente única para fabricar cosas útiles. Habían estado trabajando en este ungüento durante más de dos años, muy tenazmente, y desde el primer momento habían hecho un acuerdo solemne y obligatorio de compartir cualquier beneficio del descubrimiento. Habían constituido un documento legal, me dijo que lo encontraría entre sus papeles, y así lo hice más tarde. Sin embargo, lo que tenía más urgencia en decirme, es que habían tenido éxito en su búsqueda. Su ungüento, lo que sea que fuera, era eficaz. Habían alcanzado ese punto hacía unos dos meses poco más o menos, y desde entonces no había oído nada más acerca de Carling. Había esperado, entonces les escribió a otros herbolarios que conocía en la capital, preguntando por Carling, y le dijeron que había muerto.
Jonathan se detuvo brevemente para mirar sus caras, después continuó.
– Era demasiado vieja y frágil para hacer cualquier cosa sobre ello, y asumió que con la muerte de Cedric, le tomaría a sus herederos algún tiempo avanzar entre sus efectos personales y para contactar con ella o con sus sucesores, sobre el asunto. Me lo dijo para que estuviera preparado, y supiera sobre lo que era cuando llegara el momento.
Respiró hondo.
– Murió poco después, y me dejó todos sus diarios y documentos. Los guardé, por supuesto. Pero, entre una cosa y otra, mi trabajo para mis artículos, y que no había escuchado nada de nadie acerca del descubrimiento, más o menos me había olvidado de ello, hasta el pasado octubre.
– ¿Qué sucedió entonces? -preguntó Tristan.
– Tenía todos sus diarios en mi habitación, un día cogí uno y empecé a leer. Y eso fue lo que hizo preguntarme si ella tendría razón. Que lo que ella y Cedric Carling habían podido descubrir, además, era útil.
Jonathan se movió torpemente.
– Yo no soy herbolario, pero parece como que el ungüento que ellos habían creado ayudaría a coagular la sangre, especialmente en heridas. -Le echó un vistazo a Tristan-. Podía imaginar que pudo haber tenido aplicaciones absolutamente definitivas.
Tristan lo miró fijamente, sabía que Charles y Deverell hacían igual, y que todos estaban reviviendo el mismo día, reviviendo la carnicería en el campo de batalla de Waterloo.
– Un ungüento para coagular la sangre. -Tristan sentía su cara tensa-. Muy útil de hecho.
– Debimos haber mantenido a Pringle -dijo Charles.
– Podremos preguntar su consejo bastante pronto -contestó Tristan-. Pero primero déjanos oír el resto. Todavía hay mucho que no sabemos, como quién es Mountford.
– ¿Mountford? -Jonathon se puso blanco.
Tristan se agitó.
– Llegaremos a él, quien quiera que sea, a su tiempo. ¿Qué pasó después?
– Bien, quise bajar a Londres e investigar las cosas, pero le dije la verdad cuando me interrogó, definitivamente no podía dejar York. El descubrimiento había estado parado aproximadamente dos años, razoné que podría esperar hasta que terminara con mis artículos y dedicaría el tiempo apropiado para ello. Eso es que lo que hice. Lo discutí con mi patrón, el Sr. Mountgate, y también con el abogado de A.J., el Sr. Alford.
– Mountford -introdujo Deverell.
Lo miraron todos.
Hizo una mueca.
– Mountgate más Aldford igual a Mountford.
– ¡Santo Cielo! -Leonora miró a Jonathon-. ¿A quién más se lo dijo?
– A nadie -parpadeó, luego rectificó-, bueno no inicialmente.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Tristan.
– La única otra persona que lo sabe es Duke, Marmaduke Martinbury. Él es mi primo y también heredero de A.J. su otro sobrino. Me dejó sus diarios y documentos y cosas de herboristas. Duke nunca tuvo interés por sus hierbas, pero su herencia estaba dividida entre nosotros dos. Y claro está, el descubrimiento era parte de la herencia. Alford se sintió obligado por el sentido del deber a comunicárselo a Duke, así que le escribió.
– ¿Duke le contestó?
– No por carta -Jonathon apretó los labios-. Vino a visitarme para indagar acerca del asunto. Momentos después, se fue, Duke es la oveja negra de la familia, siempre lo ha sido. Por lo que sé, no tiene una residencia fija, pero generalmente puedes encontrarlo en cualquier hipódromo llevando a cabo un carnaval. De alguna manera, probablemente porque estaba corto de dinero y en la casa de su otra tía en Derby, recibió la carta de Alford. Duke vino deseando saber cuándo podía contar con su parte en efectivo. Me sentí honorable, me limité a explicarle el asunto, después de todo, la mitad del descubrimiento de A.J. era de él. -Jonathon hizo una pausa, después continuó-. Aunque generalmente es desagradable, una vez entendió cuál era la herencia, parecía muy interesado.
– Describe a Duke.
Jonathan echó un vistazo a Tristan, notando su tono.
– Más delgado que yo, unas pulgadas más alto. Pelo negro oscuro, completamente. Ojos oscuros, piel pálida.
Leonora miró fijamente la cara de Jonathon, hizo un pequeño arreglo mental, inclinó la cabeza decididamente.
– Es él.
Tristan la miró fijamente.
– ¿Estás segura?
Leonora lo miró.
– ¿Cuántos hombres delgados, jóvenes, de pelo negro, -señaló a Jonathan- con una nariz como esa, esperas encontrar en este asunto?
Él crispó sus labios, suavizándolos inmediatamente. Inclinó la cabeza.
– Así que Duke es Mountford. Lo que explicaría unas cuantas cosas.
– No a mí -dijo Jonathon.
– Todo se aclarará en su momento -prometió Tristan-. Pero continúa con tu historia. ¿Qué pasó después?
– Nada en ese momento. Terminé mis exámenes e hice arreglos para venir a Londres, entonces recibí aquella carta de la señorita Carling, por medio del señor Alford. Estaba claro que los herederos del Sr. Carling sabían menos que yo, así es que adelanté mi visita. -Jonathon se paró, desconcertado, miró a Tristan-. Las hermanas dijeron que había enviado gente preguntando por mí. ¿Cómo sabía que estaba en Londres, y mucho menos herido?
Tristan le explicó, sucintamente, a partir el inicio de los sucesos que pasaron en Montrose Place, desde que comprendieron que el trabajo de ese A.J. Carruther con Cedric era la clave del interés desesperado del misterioso Mountford, a cómo habían rastreado y finalmente habían encontrado al mismo Jonathon.
Miró fijamente a Tristan, deslumbrado.
– ¿Duke? -Frunció el ceño-. Es la oveja negra, pero aunque es repugnante, malhumorado, incluso algo bruto, con fachada de matón, yo diría que hay un cobarde debajo su lengua arrogante. Puedo imaginarme que habría hecho más de lo que usted dice, pero honestamente no lo puedo ver hacer arreglos para golpearme hasta morir.
Charles sonrió con esa letal sonrisa que él, Tristan y Deverell, parecían tener en sus repertorios.
– Duke podría no serlo, pero la gente con la que probablemente está negociando no tendría ningún escrúpulo en disponer de usted si amenazaba con entrometerse.
– Si lo que usted dice es verdad -introdujo Deverell-, probablemente están teniendo problemas para mantener a Duke sin un rasguño. Eso encajaría perfectamente.
– La comadreja -dijo Jonathan-. Duke tiene un… bueno, un valet, supongo. Un criado. Cummings.
– Que es el nombre que él me dio. -Deverell alzó las cejas-. Tan listo como su amo.
– Entonces, -dijo Charles, alejándose de la chimenea- ¿ahora qué?
Miró a Tristan; todos miraron a Tristan. Quien sonrió, no agradablemente, y se levantó.
– Hemos aprendido todo lo que necesitábamos para llegar al grano. -Colocando sus mangas, miró a Charles y Deverell-. Creo que es el momento de que invitemos a Duke a reunirse con nosotros. Oigamos lo que tiene que decir.
La mueca de Charles era diabólica.
– Dirige el camino.
– Por supuesto -Deverell ya estaba en los talones de Tristan cuando éste doblaba hacia la puerta.
– ¡Esperad! -Leonora miraba el bolso negro, colocado en la silla, después levantó la mirada a la cara de Jonathan.
– Por favor dígame que tiene todos los diarios de A.J. y las cartas de Cedric allí dentro.
Jonathan hizo una mueca torcida, divertida. Asintió.
– Pura suerte, pero sí, los tengo.
Tristan dio marcha atrás.
– Que es algo que no hemos cubierto. ¿Cómo le cogieron, y por qué no tomaron las cartas y los diarios?
Jonathon lo miró.
– Pues que hacía mucho frío, apenas había ningún pasajero en el coche postal. Llegó temprano. -Miró a Leonora-. No sé cómo supieron que estaba en él.
– Habrían tenido que tener a alguien vigilándole en York -dijo Deverell-. ¿No cambió los preparativos inmediatamente después de recibir la carta de Leonora y se apresuró?
– No. Me llevó dos días organizarme. -Jonathon se sentó en la silla-. Cuando me bajé del coche, había un mensaje esperándome, diciendo que me reuniera con el Sr. Simmons en la esquina de Green Dragon Yard y Old Montague Street a las seis en punto para discutir un asunto de mutuo interés. Era una carta redactada con elegancia, bien escrita, papel de buena calidad, pensé que era de ustedes, los Carling, acerca del descubrimiento. Realmente no pensé que usted no podría saber que yo estaba en el coche del correo, pero en ese momento todo parecía encajar.
– Esa esquina está a unos minutos de la posada elegida. Si el correo hubiera llegado en su horario, no hubiera tenido tiempo para encontrar una habitación antes de ir a la reunión. En lugar de eso, tuve una hora para buscar por los alrededores, hallar una habitación limpia, y dejar mi bolso allí, antes de ir a la cita.
Tristan seguía teniendo su sonrisa desconcertante.
– Asumieron que no habías traído ningún papel contigo. Lo habrían buscado.
Jonathon cabeceó.
– Mi abrigo fue desgarrado.
– Así pues, no encontrando nada, le sacaron del cuadro y le dejaron morir. Pero no comprobaron cuando llegaba el carruaje, tsk tsk -chasqueó la lengua-. Muy descuidado. -Charles paseó hacia la puerta-. ¿Nos vamos?
– Por supuesto -Tristan se giró y se dirigió a la puerta-. Traigamos a Mountford.
Leonora observó la puerta detrás de ellos.
Humphrey se aclaró la garganta, atrapando la mirada de Jonathon, entonces señaló el bolso negro.
– ¿Podemos?
Jonathon ondeó la mano.
– Por supuesto.
Leonora estaba dividida.
Jonathon estaba obviamente decaído, exhausto, y sus lesiones lo estaban agotando; lo instó a que se recostara y se recuperase. Por sugerencia de ella, Humphrey y Jeremy se llevaron el bolso negro fuera de la biblioteca.
Cerrando la puerta de la sala detrás de ella, vaciló. Una parte deseaba apresurarse tras su hermano y su tío, para ayudarlos y compartir el entusiasmo académico de dar sentido al descubrimiento de Cedric y A.J.
Otra parte era atraída por la realidad, la excitación física de la cacería.
Debatió con sí misma durante diez segundos, luego se dirigió hacia la puerta principal. Abriéndola, la dejó sin el pestillo. La noche había caído, la oscuridad se cerraba sobre la tarde. En el pórtico, vaciló. Preguntándose si debería llevar a Henrietta. Pero la perra todavía estaba en la cocina del club; no tenía tiempo de ir a por ella. Miró con atención a través del Número 16, pero la entrada estaba más cerca de la calle; no podía ver nada.
No. Te. Metas. En. Peligro.
Los tres estaban delante de ella. ¿Qué peligro podría haber allí?
Se apresuró bajando los escalones delanteros y corrió rápidamente al sendero del frente.
Iban, asumió, a arrancar a Mountford de su agujero -estaba intrigada-, después de todo este tiempo, vería quién era realmente, qué clase de hombre era. La descripción de Jonathon era ambivalente; sí, Mountford-Duke-era un matón violento, pero no un asesino.
Había sido lo suficiente violento en lo que a ella concernía.
Se acercó a la puerta delantera del Número 16 con la precaución apropiada.
Estaba entreabierta. Forzó sus oídos pero no escuchó nada.
Miró con atención más allá de la puerta.
El débil claro de luna lanzó su sombra al fondo del pasillo. Eso causó que el hombre en el umbral del marco de la puerta de la cocina hiciera una pausa y girara.
Era Deverell. Le indicó que se mantuviera en silencio y que permaneciera detrás, después dio la vuelta y se perdió entre las sombras.
Leonora vaciló un segundo; permanecería detrás, simplemente no tan lejanamente detrás…
Con sus zapatillas sin hacer ruido sobre las losas, se deslizó dentro del vestíbulo y siguió la estela de Deverell.
Las escaleras que conducían a las cocinas y al nivel del sótano, estaban justo más allá de la puerta del pasillo. Desde su visita anterior acompañando a Tristan por la casa, Leonora sabía que el tramo de las escaleras dobles terminaba en un corredor largo. Las puertas de las cocinas y el fregadero daban a la izquierda; a la derecha daba la despensa del mayordomo, seguida por un sótano largo.
Mountford hacía un túnel a través del sótano.
Deteniéndose brevemente al pie de la escalera, se inclinó sobre la barandilla y miró con fijeza abajo; podía ver a los tres hombres moviéndose en la parte inferior, grandes sombras en la penumbra. La luz débil brilló en algún punto delante de ellos. Mientras se movían fuera de su vista, avanzó lentamente bajando las escaleras.
Se detuvo brevemente en el rellano. Allí podía ver la longitud del pasillo antes y debajo de ella. Había dos puertas en el sótano. La más cercana estaba entreabierta, una luz débil llegó más allá de ella.
Más débilmente, como un escalofrío a través de sus nervios, vino un constante scritch-scratch.
Tristan, Charles y Deverell llegaron juntos ante la puerta; aunque no los vio moverse, asumió que hablaban, no escuchaba nada, ni el más leve sonido.
Entonces Tristan dio vuelta a la puerta del sótano, la empujó y se encaminó hacia dentro.
Charles y Deverell le siguieron.
El silencio duró un latido de corazón.
– ¡Hey!
– ¿Qué…?
Ruidos sordos. Explosiones. Gritos y juramentos sofocados. Era más que una simple refriega.
¿Cuántos hombres estarían allí dentro? Había supuesto que solamente dos, Mountford y la comadreja, pero sonaba como algo más…
Un horroroso impacto sacudió las paredes.
Jadeó, clavando la vista abajo. La luz se había extinguido.
En la penumbra, una figura salió apresurada de la segunda puerta del sótano, la que estaba en el extremo del pasillo.
Se dio la vuelta, cerrando de golpe la puerta, una trampa. Ella escuchó el sonido chirriante de un viejo cerrojo de hierro encajando en su sitio.
El hombre se alejó de la puerta, corriendo, el pelo y la capa aleteaban violentamente, pasillo arriba hacia las escaleras.
Sorprendida, paralizada por el reconocimiento -el hombre era Mountford-, Leonora tiró hacia atrás. Forzó las manos a sus faldas, las agarró para darse la vuelta y huir, pero Mountford no la había visto, se resbaló parando junto a la puerta más cercana de la bodega, que ahora estaba abierta.
Mountford pasó dentro, agarró la puerta, y la giró cerrándola también. Asió el pomo, maniobrando desesperadamente.
En el repentino silencio sonó un revelador chirrido, luego el ruido metálico como de una cerradura pesada cayó sobre la casa.
Con el pecho subiendo y bajando, Mountford retrocedió. La hoja de un cuchillo agarrado en un puño brilló débilmente.
Un ruido sordo cayó sobre la puerta, y luego hizo vibrar el pomo.
Un apagado juramento se filtró a través de los espesos paneles.
– ¡Hah! ¡Os atrapé! -con la cara radiante, Mountford se volvió.
Y la vio.
Leonora giró y huyó.
No escapó lo suficientemente rápido.
La atrapó en la parte superior de la escalera. Mordiendo con los dedos su brazo, la giró duramente contra la pared.
– ¡Perra!
La palabra era rabiosa, gruñida.
Mirando la cara completamente pálida agresivamente cerca de la suya, Leonora contó con un segundo para aclararse la mente.
Curiosamente, fue todo lo que le tomó, un segundo, para que sus emociones la guiaran, para recuperar su ingenio. Todo lo que tenía que hacer era demorar a Mountford, y Tristan la salvaría.
Parpadeó. Languideció frágilmente, perdió un poco su almidón. Infundiendo su mejor imitación de las maneras vagas de la señorita Timmins.
– ¿Oh, querido, usted debe ser el Sr. Martinbury?
Él arpadeó, luego sus ojos llamearon. La sacudió.
– ¿Cómo sabe eso?
– Bueno… -dejó su voz temblorosa, manteniendo sus ojos dilatados-. Usted es el Sr. Martinbury que está relacionado con A.J. Carruthers, ¿no es usted?
Pese a toda su investigación, Mountford -Duke-, no se había informado de qué clase de mujer era ella. Estaba perfectamente segura que no había pensado en preguntar.
– Sí. Ese soy yo -agarrando su brazo la empujó delante de él hacia la sala del frente-. Estoy aquí para recibir algo de mi tía que ahora me pertenece a mí.
No guardó el cuchillo, una daga de mediocre calidad. Una frenética tensión irrumpió a través de él, en torno a él; su conducta era tensa y nerviosa.
Ella abrió sus labios, esforzándose en parecer apropiadamente estúpida.
– ¡Oh! ¿Quiere decir la fórmula?
Tenía que apartarlo del Número 16, preferiblemente hasta el Número 14. A lo largo del camino, tuvo que convencerlo de que era tan indefensa y poco amenazadora que no había necesidad de mantenerla agarrada. Si Tristan y los otros llegaran hasta las escaleras… ahora Mountford la tenía a ella y una daga, para su poca mente un arreglo favorable.
La estaba estudiando a través de los ojos entrecerrados.
– ¿Qué sabe acerca de la fórmula? ¿La han encontrado?
– ¡Oh! Así lo creo. Al menos, creo que eso es lo que dijeron. Mi tío, sabe usted, y mi hermano. Han estado trabajando en los diarios de nuestro difunto primo Cedric Carling, y creo que estaban diciendo hace sólo unas horas que tienen la cosa clara por fin.
Durante todo su ingenuo discurso, había ido flotando suavemente hacia la puerta principal, él había ido a la deriva con ella.
Se aclaró la voz.
– Me doy cuenta que de debe haber habido algún malentendido. -Con un ligero gesto, desechó lo que fuere que había ocurrido escaleras abajo-. Pero estoy segura de que si habla con mi tío y mi hermano, estarían felices de compartir con usted la fórmula, dado que es el heredero de A.J. Carruthers.
Emergiendo a la luz de la luna sobre el porche, él fijó su mirada en ella.
Leonora mantuvo su expresión tan ausente como podía, tratando de no reaccionar a su amenaza. La mano que sostenía el cuchillo estaba temblando; parecía inseguro, desequilibrado, luchando por pensar.
Miró al otro lado, al Número 14.
– Claro que sí -respiró-. Su tío y su hermano son muy cariñosos con usted, ¿no lo son?
– Oh, sí. -Reunió su falda y absolutamente sin ninguna prisa, descendió los escalones; él todavía no soltaba su brazo, pero descendió al lado de ella-. Porque he mantenido la casa para ellos durante más de una década, sabe usted. Ciertamente, se perderían sin mí.
Continuó despreocupadamente, con expresión vacua a medida que bajaban por el camino, giró al llegar a la calle, guió la corta distancia al portón del Número 14, y entró. Él caminaba a su lado, seguía sosteniendo su brazo, sin decir nada; estaba muy tenso, comenzaba a ponerse nervioso, crispado, si hubiese sido una mujer le hubiera diagnosticado histeria incipiente.
Cuando alcanzaron las escaleras de la fachada, tiró de ella para acercarla más. Levantó la daga para que ella la viera.
– No necesitamos ninguna interferencia de sus sirvientes.
Parpadeó por la daga, entonces, forzando sus ojos a dilatarse, mantuvo la mirada inexpresiva levantada hacia él.
– La puerta está sin pestillo, de manera que no necesitaremos molestarlos.
Su tensión se alivió un poco.
– Bien. -La empujó subiendo los escalones. Parecía que trataba de mirar en todas las direcciones a la vez.
Leonora llegó a la puerta, miró la cara pálida de Duke, apretada, tensa, por un instante se preguntó si había acertado en la confianza en Tristan.
La arrastró de un tirón, ella levantó la cabeza y abrió la puerta. Rezó porque Castor no apareciera.
Duke entró con ella, manteniéndose a su lado. Alivió el agarre de su brazo mientras exploraba el vestíbulo vacío.
Cerrando la puerta calmadamente, ella dijo, con tono ligero y simple, intrascendente.
– Mi primo y hermano estarán en la biblioteca. Éste es el camino.
Él mantuvo la mano en su brazo, aún miraba de un lado para otro, pero fue con ella rápida y tranquilamente a través de la sala y el pasillo que lleva a la biblioteca.
Leonora pensaba furiosamente, tratando de planear qué debería decir. Los nervios de Duke tiraban duramente, un tirón más y se quebrarían. Sólo Dios sabía lo que podría hacer entonces. No se atrevía a mirar a ver si Tristan y los otros lo estaban siguiendo, pero la vieja cerradura de la puerta de la bodega podría tardar más tiempo en soltarse que las cerraduras modernas.
A pesar de todo no sentía que hubiera tomado la decisión equivocada -Tristan la rescataría-, y a Jeremy y Humphrey, en breve.
Hasta entonces, le correspondía a ella mantener a todos ellos -a Jeremy, a Humphrey, y a ella misma- seguros.
Su táctica había funcionado hasta el momento, no podía pensar en nada mejor que continuar en esa misma línea.
Abriendo la puerta de la biblioteca, se dirigió dentro.
– Tío, Jeremy, tenemos un invitado.
Duke avanzó a su lado, dándole una patada a la puerta cerrándola detrás de ellos.
Murmurando interiormente -¿cuándo la soltaría?- mantuvo una tonta e inexpresiva expresión plasmada en su cara.
– Encontré al Sr. Martinbury en la puerta de al lado, parece que ha estado buscando la fórmula del primo Cedric. Parece pensar que le pertenece, le dije que ¿no tenéis problema en compartirla con él…?
Infundía cada onza de consternación trémula en su voz, hasta el último ápice de intención en sus ojos. Si alguien podría confundir y obstruir a alguien con palabras escritas en su página, eran su hermano y su tío.
Ambos se encontraban en sus lugares habituales; ambos habían mirado hacia arriba y se habían quedado congelados.
Jeremy se encontró con su mirada, leyó el mensaje en sus ojos. Su escritorio estaba inundado con papeles; comenzó a levantarse de la silla detrás de él.
Mountford entró en pánico.
– ¡Espere! -sus dedos se apretaron sobre el brazo de Leonora, la arrastró a su lado, moviéndola bruscamente, perdió el equilibrio y cayó contra él. Esgrimió la daga frente a su cara-. No haga nada precipitado. -Mirando salvajemente de Jeremy a Humphrey-. Sólo quiero la fórmula, sólo démenla y no saldrá herida.
Ella sentía el pecho de él elevarse respirando con esfuerzo.
– No quiero herir a nadie, pero lo haría. Quiero la fórmula.
La vista del cuchillo había conmocionado a Jeremy y a Humphrey; el tono creciente de Duke la asustaba.
– ¡Caracoles, mire usted! -Humphrey se alzó trabajosamente de su silla, sin preocuparse de los diarios que resbalaron al piso-. No puede simplemente entrar aquí y…
– ¡Cállese! -Mountford danzaba con impaciencia. Sus ojos seguían barriendo el escritorio de Jeremy.
Leonora no podía hacer otra cosa que fuese centrarse en la hoja del cuchillo, bailando ante sus ojos.
– Escuche, puede tener la fórmula. -Jeremy empezó a rodear el escritorio-. Está aquí -señaló a la mesa de trabajo-. Si usted…
– ¡Alto ahí mismo! Ni un paso más, o cortaré en rodajas su mejilla.
Jeremy palideció. Paralizado.
Leonora trató de no pensar en el cuchillo cortando su mejilla. Cerró sus ojos brevemente. Tenía que pensar. Debía de encontrar una forma… una manera de asumir el mando… de perder el tiempo, para mantener a Jeremy y a Humphrey seguros…
Abrió sus ojos y enfocó la atención en su hermano.
– ¡No os acerquéis! -su voz era débil y temblorosa, diferente a la suya totalmente-. Podría encerraros en algún lugar, y entonces estaré sola con él.
Mountford se desplazaba, arrastrándola con él, así podía mantener su vista en Humphrey y Jeremy pero ya no estaban directamente delante la puerta.
– Perfecto -siseó-. Si los encierro a los dos, igual que a los otros, puedo tomar la fórmula y marcharme.
Jeremy fijó la mirada en ella.
– No sea estúpido -Jeremy quería decir cada palabra. Entonces echó una mirada a Mountford-. En cualquier caso, no hay ninguna parte donde pueda encerrarnos, ésta es la única habitación en este piso con pestillo.
– En efecto -dijo Humphrey sin aliento-. Una sugerencia sin sentido.
– ¡Oh, no! -Trinó ella, y rezó porque Mountford creyera su actuación-. Porque podría encerraros en el armario de las escobas que está al otro lado del pasillo. Ambos cabríais.
La mirada que Jeremy le envió era furiosa.
– ¡Eres tonta!
Su reacción le sirvió de ventaja a ella. Mountford, tan nervioso que no paraba de moverse, se abalanzó sobre la idea.
– ¡Ambos, ahora! -Hizo gestos con la mano del cuchillo-. Usted… -apuntando a Jeremy-, agarre al viejo y ayúdelo a ir a la puerta. No desea la bonita cara de su hermana llena de cicatrices, ¿no es cierto?
Con una última mirada furiosa hacia ella, Jeremy fue y tomó del brazo a Humphrey. Lo ayudó a llegar a la puerta.
– Alto. -Mountford tiró de ella, girándola así estaban directamente detrás de los otros dos, frente a la puerta-. Derecho, sin ruido, ninguna tontería. Abra la puertata, camine hasta el armario de limpieza, abrirá la puerta y la cerrará en silencio detrás de usted. Recuerde, estoy observando cada movimiento, y mi daga está en la garganta de su hermana.
Ella observó a Jeremy inhalar de un tirón, entonces él y Humphrey hicieron exactamente lo que Mountford le había ordenado. Mountford avanzó poco a poco, cuando entraron al armario de las escobas directamente a través del amplio corredor; miró por el pasillo hacia el vestíbulo de entrada, pero nadie vino en esa dirección.
En el instante en que la puerta del armario de limpieza fue cerrada, Mountford la empujó hacia delante. La llave estaba puesta en el cerrojo. Sin liberarla, giró la llave.
– ¡Excelente! -Se volvió hacia ella con sus ojos brillando febrilmente-. Ahora usted puede conseguir mi fórmula, y yo me iré por mi lado -la hizo volver a la biblioteca. Cerró la puerta y la apresuró al escritorio-. ¿Dónde está?
Leonora extendió sus manos, revolvió las cartas, confundiendo el poco orden que había tenido
– Dijo que estaba aquí…
– ¡Bien, encuéntrelo, maldita sea! -Mountford liberándola, se pasó los dedos por el cabello.
Frunciendo el ceño como concentrándose, disimulando su alivio por el repentino respiro, Leonora vagó alrededor del gran escritorio, diseminando y barajando los papeles.
– Si mi hermano dijo que estaba aquí, puedo asegurar que así es -continuó deambulando, al igual que cualquiera de las encantadoras viejecitas a las que ayudó a lo largo de los años. Y de manera constante, carta por carta, trabajó a su manera en el escritorio-. ¿Es esto? -finalmente frente a Mountford, recogió una hoja, echando un vistazo al documento, luego sacudió la cabeza.
– No. Pero debe estar aquí… ¿quizás es éste? -sintió a Mountford temblar, cometió el error de echarle un vistazo, hasta que sus ojos la atraparon. Comprendió…
Su cara palideció, entonces vertió su rabia en su expresión.
– ¡Usted…!
Se abalanzó sobre ella.
Ella zigzagueó hacia atrás.
– Esto era un truco, ¿no es cierto? Yo le enseñaré…
Tendría que alcanzarla primero. Leonora no perdió el tiempo en replicar; aplicó su mente en esquivarlo, yendo por aquí, luego por allá. El escritorio era lo suficiente grande de modo que no podía llegar a ella.
– ¡Ah! -se lanzó sobre el escritorio hacia ella.
Con un grito, Leonora se movió rápidamente fuera de su alcance. Echó una mirada a la puerta pero él ya estaba poniéndose en pie, su cara era una máscara de furia.
Corrió hacia ella. Ella aceleró.
Aproximándose.
La puerta se abrió.
Leonora rodeó el escritorio y huyó directamente hacia la alta figura que entró.
Arrojándose a él y agarrándolo firmemente.
Tristan la cogió, atrapó sus manos, la empujó detrás de él.
– Fuera.
Una palabra, pero el tono no era para desobedecer. Tristan no la miraba. Sin aliento, siguió la mirada de él hacia Mountford, agotado, jadeando, en el lado opuesto del escritorio. Todavía sostenía la daga en un puño.
– Ahora.
Una advertencia. Retrocedió unos pasos, luego dio la vuelta. No había necesidad de distraerlo.
Se apresuró al corredor, con la intención de convocar ayuda, sólo para darse cuenta de que Charles y Deverell estaban allí, de pie en las sombras.
Charles la alcanzó pasándola, agarró la puerta, y tiró de ella cerrándola. Después se inclinó despreocupadamente contra el marco y le sonrió abiertamente algo resignado.
Deverell, sus labios curvándose igual, con una sonrisa que recordaba a un lobo, inclinó la espalda contra la pared del corredor.
Los miró fijamente. Señaló a la biblioteca.
– Mountford tiene una daga.
Deverell alzó las cejas.
– ¿Sólo una?
– Bueno, sí… -un ruido sordo reverberó tras la puerta. Ella se sobresaltó,, se movió y clavó los ojos en ella, como si pudiera ver más allá de los hombros de Charles. Lo miró furiosamente-. ¿Por qué no lo ayudáis?
– ¿A quién? ¿A Mountford?
– ¡No! ¡A Tristan!
Charles arrugó la cara.
– Dudo que necesite ayuda -echó un vistazo a Deverell.
Quien hizo una mueca.
– Desafortunadamente. -La palabra, lastimosa, bailó en el aire.
Ruidos sordos y gruñidos surgían de la biblioteca, luego un cuerpo golpeó el suelo. Duramente.
Leonora se estremeció.
El silencio reinó por un momento, luego la expresión de Charles cambió, se enderezó y se dirigió a la puerta.
La abrió. Tristan estaba enmarcado en el umbral.
Su mirada se centró en Leonora, y luego chasqueó hacia Charles y Deverell.
– Es todo vuestro -alargando la mano, tomó el brazo de Leonora, empujándola hacia el corredor-. ¿Nos disculpáis un momento?
Una pregunta retórica; Charles y Deverell ya se deslizaban a la biblioteca.
Leonora sintió su corazón saltar; todavía no se había calmado.
Rápidamente escudriñó a Tristan, todo lo que podía ver de él era cómo tiraba de ella hacia el corredor. Su expresión era inflexible y definitivamente sombría.
– ¿Te lastimó?
Apenas podía mantener el pánico de su voz. Las dagas podían ser mortales.
Él la miró de reojo, estrechando los ojos; endureciendo la mandíbula.
– Claro que no.
Sonó insultado. Ella frunció el ceño.
– ¿Estás bien?
Sus ojos llamearon.
– ¡No!
Habían llegado al vestíbulo; Tristan abrió la puerta de la salita matinal y la impulsó dentro. Siguiendo sus talones, pero cerrando la puerta.
– ¡Ahora! Sólo refréscame la memoria, ¿qué te advertí ayer, me parece recordar, de nunca, jamás hacer?
Ella parpadeó, enfrentándose a su furia apenas contenida con su habitual seguridad en la mirada.
– Que no me pusiera en peligro.
– No. Te. Pongas. En. Peligro -se acercó, deliberadamente intimidatorio-. Exactamente. Eso… -Hinchando su pecho al respirar desesperadamente, sentía las riendas de su temperamento serpenteando para liberarse-. ¿Qué diablos pensabas al seguirnos a la puerta de al lado?
No levantó la voz, al contrario, redujo el tono. Infundiendo hasta la última onza de autoridad en su voz las palabras chasquearon como un látigo. Penetrantes como uno, también.
– Si ese es un ejemplo de la manera en que piensas obedecerme en el futuro, de cómo pretendes continuar, a pesar de mi clara advertencia, tengo que advertirte que, ¡no te lo permitiré! -pasó una mano por su pelo.
– Si…
– ¡Dios mío! Envejecí más de una década cuando Deverell me dijo que te había visto allí fuera. Y entonces tuvimos que someter a los compinches de Mountford antes de que pudiéramos llegar a la cerradura, ¡y eran viejas y duras! ¡No puedo recordar sentimiento tan malditamente desesperado en mi vida!
– Yo…
– ¡No, tú nada! -La inmovilizó con una furiosa mirada-. Y no pienses que esto no significa que no vamos a casarnos, porque para nosotros… ¡eso es definitivo!
Enfatizó el definitivo con un gesto expeditivo de su mano.
– Pero como en ti no se puede confiar, en que te comportes con un mínimo de sentido común… en ejercer ese ingenio que Dios definitivamente te ha dado y de sobra para mi tormento… que me condenen si no tengo una maldita torre construida en Mallinghan y ¡te encierro en ella!
Se paró para introducir aliento, percibiendo que sus ojos relucían extrañamente. A modo de advertencia.
– ¿Ya has acabado completamente? -su tono era considerablemente más glacial que el de él.
Cuando él no respondió inmediatamente, continuó.
– Para tu información, lo que pasó aquí esta noche lo tienes completamente confundido -levantó su barbilla, enfrentando desafiantemente su mirada-. No me dirigí al peligro, ¡no del todo! -Entrecerró los ojos; levantó un dedo para detener su erupción, bloqueando su interrupción-. Esto fue lo que sucedió. Os seguí a ti, a Charles y a Deverell, tres caballeros con no poca experiencia y habilidades, en una casa que todos creíamos con sólo dos hombres menos capaces -sus ojos perforaron los de él, desafiándolo a que la contradijera-. Todos creíamos que no había gran peligro. Como vimos, el destino cobró parte, y la situación se volvió inesperadamente peligrosa. ¡Sin embargo! -Se vengó de él con un semblante tan furioso como cualquiera de los suyos-. ¡Estás obstinado en no ver en todo esto lo que es para mí es el punto crucial! -Tiró sus manos hacia fuera-. ¡Confié en ti!
Volviéndose, se paseó, luego con un estallido airado lo enfrentó perforándole el pecho con un dedo.
– Confié en que pudieras liberarte y vinieras tras de mí a rescatarme y lo hiciste. Confié en que me salvarías, y sí, volviste y te ocupaste de Mountford. ¡Cómo esa típicamente estrecha de miras costumbre masculina, estás negándote a ver esto!
Él atrapó su dedo. Ella encaró sus ojos sobre los suyos. Su barbilla determinada.
– Confié en ti, y no me fallaste. Lo conseguí, lo conseguimos, está bien.
Ella sostuvo su mirada; un débil brillo envolvió sus ojos azules.
– Tengo una advertencia para ti -dijo ella, en voz baja. -No. Estropees. Esto..
Si algo había aprendido en su larga carrera, era que, en determinadas circunstancias, la retirada era la opción más sabia.
– Oh -buscó en sus ojos, luego asintió y liberó su mano-. Ya veo. No me di cuenta.
– ¡Humph! -Bajó su mano-. Siempre y cuando lo hagas ahora…
– Sí. -Un sentimiento de euforia crecía dentro de él, y amenazaba con derramarse y barrerlo-. Ahora lo veo…
Lo observó, esperando, poco convencida por su tono.
Él vaciló, entonces preguntó.
– ¿Realmente tuviste la intención de confiar en mí con tu vida?
Los ojos de ella definitivamente resplandecían ahora, pero no de enfado. Sonrió.
– Sí, absolutamente. Si no hubiese tenido confianza en ti, no sé lo que habría hecho.
Ella se metió en sus brazos, él los cerró a su alrededor. Levantó su cara para mirarlo.
– Contigo en mi vida, la decisión fue fácil -levantando los brazos, cubrió sus hombros. Miró dentro de sus ojos-. Así que ahora todo está bien.
Él estudió su cara y luego asintió.
– En efecto -fue bajando la cabeza para besarla cuando su cerebro de estratega, habitualmente comprobando que todo estaba bien en su mundo, se enganchó en un punto.
Dudó, levantó los párpados, esperó hasta que ella hizo lo mismo. Frunció el ceño.
– Supongo que Jonathon Martinbury sigue en el salón, pero, ¿qué sucedió con Humphrey y Jeremy?
Los ojos de ella se agrandaron, su expresión se transformó en una de leve horror.
– ¡Oh, cielos!