CAPÍTULO 1

Lujuria y una mujer virtuosa… sólo un tonto combinaba ambas cosas.

Tristan Wemyss, cuarto Conde de Trentham, reflexionó acerca de que rara vez lo habían llamado tonto, y aún así allí estaba, mirando a través de la ventana a una mujer indudablemente virtuosa, y permitiéndose toda clase de pensamientos lujuriosos.

Tal vez era comprensible; la dama era alta, de cabello oscuro y poseía una figura esbelta y sutilmente curvilínea, convenientemente expuesta mientras paseaba por el jardín trasero de la casa de al lado, y se detenía aquí y allá, inclinándose para examinar las plantas y las flores que había en los profusos y extrañamente desmesurados macizos del jardín.

Estaban en Febrero, y el clima era tan desolado y frío como solía serlo en ese mes, y aún así el jardín de la casa de al lado ostentaba un abundante crecimiento, con gruesas hojas de oscuros verdes e inusuales plantas de color bronce que parecían crecer a pesar de las heladas. Reconocía que había árboles y arbustos sin hojas y que la hierba escaseaba en todos los profundos macizos, pero aún así el jardín exudaba un aire de vida invernal bastante ausente en la mayoría de los jardines de Londres en esa época del año.

No era que estuviera interesado en absoluto en la horticultura; era la dama la que retenía su interés, con su elegante y agraciado andar, con la inclinación de la cabeza cuando observaba un brote. Su cabello, de un vivo color caoba estaba recogido en un moño sobre la cabeza; desde esa distancia no podía ver su expresión, pero aún así su rostro era un óvalo pálido, las facciones delicadas y puras.

Un lebrel lanudo, de pelo leonado olisqueaba perezosamente sus talones; normalmente la acompañaba cada vez que paseaba por allí.

Sus instintos bien afilados y fiables, le informaron de que hoy la atención de la dama era superficial, estaba en suspenso, estaba matando el tiempo mientras esperaba algo. O a alguien.

– ¿Milord?

Tristan se volvió. Estaba de pie frente a la ventana salediza de la biblioteca del primer piso en la esquina trasera de la casa con balcones en el número 12 de la calle Montrose Place. Él y sus seis conspiradores, los miembros del Bastion Club, habían comprado la casa hacía tres semanas; estaban en el proceso de equiparla para que les sirviera como fortaleza privada, como el último bastión contra las casamenteras de la aristocracia. Situada en un área tranquila de Belgravia a pocas manzanas de la parte sureste del parque, detrás del cual estaba Mayfair donde todos ellos poseían casas, la vivienda era perfecta para sus necesidades.

La ventana de la biblioteca daba al jardín trasero, y también hacia el jardín trasero de la casa más grande que había al lado, el número 14, donde vivía la dama.

Billings, el carpintero a cargo de las renovaciones, estaba en la puerta estudiando un maltratado listel.

– Creo que ya casi terminamos con todo el trabajo de renovación, a excepción de ese par de armarios en el estudio -Billings alzó la vista-. Si pudiera ir a echarle una mirada para ver si captamos la idea de forma correcta lo terminaríamos, y luego empezaremos a pintar, lustrar y limpiar, para que ustedes se puedan instalar.

– Muy bien -Tristan se movió-. Voy -le dio una última mirada al jardín de al lado, y vio a un niño de suave cabello rubio corriendo por el césped hacia la dama. Vio que ella se volvía, lo veía, y aguardaba expectante… seguramente eran las noticias que había estado esperando.

No tenía ni idea de por qué la encontraba fascinante; prefería a las rubias de encantos más exuberantes y a pesar de su desesperada necesidad de esposa, la dama era demasiado mayor para estar aún en el mercado matrimonial; seguramente ya estaría casada.

Apartó la mirada de ella.

– ¿Cuánto tiempo piensa que falta para que la casa sea habitable?

– Unos pocos días más, tal vez una semana. La planta de abajo ya casi está lista.

Haciéndole señas a Billings para que fuera delante, Tristan lo siguió.


– ¡Señorita, señorita! ¡El caballero está aquí!

¡Al fin! Leonora Carling inspiró profundamente. Se enderezó, y la espalda se le puso rígida por la anticipación, luego se relajó para sonreírle al limpiabotas.

– Gracias, Toby. ¿Es el mismo caballero que vino antes?

Toby asintió.

– El que Quiggs dice que es uno de los dueños.

Quiggs era un carpintero a jornal que trabajaba en la casa de al lado; Toby, siempre curioso, había hecho amistad con él. A través de esa ruta Leonora se había enterado de suficientes cosas acerca de los planes que tenían los caballeros dueños de la casa de al lado, como para decidir que tenía que saber más. Mucho más.

Toby, con el cabello desgreñado, y las mejillas coloradas donde el viento lo había azotado, brincaba de un pie al otro.

– Aunque debe salir prontito si quiere cogerlo… Quiggs dijo que Billings estaba arreglando los últimos detalles con él y que después el caballero seguramente se iría.

– Gracias -Leonora le dio una palmadita a Toby en el hombro, y lo llevó con ella mientras caminaba rápidamente hacia la puerta trasera. Henrietta, su lebrel, galopaba a sus talones-. Me pasaré por allí ahora mismo. Has sido una gran ayuda… veamos si podemos persuadir a Cook de que te mereces una tarta de mermelada.

– ¡Bien! -los ojos de Toby se abrieron; las tartas de mermelada de Cook eran legendarias.

Harriet, la doncella de Leonora, que había estado en la familia desde hacía muchos años, una tranquila pero perspicaz mujer con una masa de rizado cabello rojizo, la estaba esperando en el vestíbulo justo detrás de la puerta trasera. Leonora mandó a Toby a que pidiera su recompensa; Harriet esperó hasta que el niño estuvo fuera del alcance de su voz para preguntar.

– No vas a hacer nada imprudente, ¿verdad?

– Por supuesto que no -Leonora miró su vestido; tironeó del corpiño-. Pero debo saber si los caballeros de al lado son los mismos que previamente habían estado interesados en esta casa.

– ¿Y si lo son?

– Si lo son, entonces o estaban detrás de los incidentes, en cuyo caso los incidentes cesarán, o bien no saben nada de los intentos de robo, o de los otros acontecimientos, en cuyo caso… -frunció el ceño, luego pasó junto a Harriet-. Debo irme. Toby dijo que el hombre se iría pronto.

Ignorando la mirada preocupada de Harriet, Leonora se apresuró a cruzar la cocina. Sorteó las usuales preguntas domésticas de Cook, la señora Wantage, el ama de llaves, y Castor, el anciano mayordomo de su tío, prometiéndoles volver pronto para hacerse cargo de todo, y pasó a través de la puerta de vaivén tapizada, hacia el vestíbulo delantero.

Castor la siguió.

– ¿Debería mandar a buscar un coche, señorita? ¿O desea un lacayo…?

– No, no -tomando la capa, se la puso por encima de los hombros y rápidamente ató los cordones-. Sólo saldré a la calle un minuto… Regresaré enseguida.

Agarrando el sombrero del perchero que había en el vestíbulo, se lo colocó en la cabeza; mirándose en el espejo, rápidamente ató las cintas. Examinó su apariencia. No era perfecta, pero bastaría. Interrogar a caballeros desconocidos no era algo que hiciera a menudo; a pesar de ello no iba a ceder ni a acobardarse. La situación ya era demasiado seria.

Se volvió hacia la puerta.

Castor estaba de pie delante de la misma, un vago ceño arrugaba su frente.

– ¿Dónde debo decir que ha ido si Sir Humphrey o el señorito Jeremy preguntan?

– No lo harán. Si lo hacen, sólo diles que fui de visita a la casa de al lado. -pensarían que había ido al número 16, y no al número 12.

Henrietta estaba sentada al lado de la puerta, sus brillantes ojos fijos en ella, las quijadas abiertas, la lengua colgando, esperando contra toda esperanza…

– Quédate aquí.

Con un lamento, el lebrel se dejó caer desanimada, y con patente disgusto, apoyó la enorme cabeza sobre las patas.

Leonora la ignoró. Hizo un gesto impaciente hacia la puerta; tan pronto como Castor la abrió, se apresuró a salir al techado porche delantero. En lo alto de las escaleras, hizo una pausa para examinar la calle; estaba, como había esperado, desierta. Aliviada, descendió rápidamente hacia el jardín delantero de ensueño.

Normalmente el jardín la hubiera distraído, al menos la hubiera hecho observar y tomar nota. Hoy, apresurándose por el sendero principal, apenas vio los arbustos, las brillantes bayas colgando de las ramas desnudas, las extrañas hojas parecidas a encaje creciendo profusamente. Hoy, la fantástica creación de su primo lejano Cedric Carling falló en demorar su precipitada carrera hacia la reja delantera.

Los nuevos dueños del número 12 eran un grupo de Lores… eso es lo que había oído Toby, pero ¿quién podía asegurarlo? Al menos eran caballeros de la aristocracia. Aparentemente estaban remodelando la casa, pero ninguno de ellos planeaba vivir allí… lo cual era indiscutiblemente una circunstancia de lo más rara y claramente sospechosa. Combinada con todo lo demás que había estado pasando… Leonora estaba determinada a descubrir si había alguna conexión.

Durante los tres últimos meses, ella y su familia habían sido objeto de un tenaz hostigamiento que apuntaba a persuadirlos a vender su casa. Primero había habido un acercamiento a través de un agente local. De la persuasión obstinada, los argumentos del agente habían degenerado a la beligerancia y la hostilidad. No obstante, al final, había convencido al hombre, y presumiblemente a sus clientes, de que su tío no vendería.

Su alivio había sido efímero.

A las pocas semanas, hubo dos intentos de asaltar la casa. Ambos habían sido frustrados, uno por el personal de servicio, el otro por Henrietta. Podría haber desestimado los incidentes como coincidencias si no hubiera sido por los subsiguientes ataques hacia su persona.

Esos habían sido mucho más aterradores.

No le había hablado a nadie más que a Harriet acerca de esos incidentes, ni a su tío Humphrey ni a su hermano Jeremy ni a ningún otro miembro del personal. No tenía sentido alarmar al personal, y en cuanto a su tío y su hermano, si conseguía hacerles creer que los incidentes efectivamente habían ocurrido y no eran una invención de su poco fiable imaginación femenina, sólo restringirían sus movimientos, entorpeciendo adicionalmente su capacidad para lidiar con el problema. Identificando a los responsables y las razones que tenían, y asegurándose de que no hubieran futuros incidentes.

Esa era su meta; tenía esperanzas de que el caballero de la casa de al lado, la llevara un paso más allá en su camino.

Alcanzando la alta puerta de hierro forjado fijada en la alta pared de piedra, tiró para abrirla y pasó a través de ella, doblando a su derecha, hacia el número 12.

Y chocó contra un monumento andante.

– ¡Oh!

Se estrelló contra un cuerpo que parecía de piedra.

No cedió ni una pulgada, pero se movió rápido como un relámpago.

Duras manos cogieron sus brazos por encima de los codos.

Unas chispas llamearon y crepitaron, encendidas por la colisión. La sensación destelló del lugar donde la sujetaban esos dedos.

La mantuvo firme, evitando que cayera.

También la tenía atrapada.

Se le encogieron los pulmones. Sus ojos se agrandaron, se encontraron y se entrelazaron con una dura mirada de color avellana, sorprendentemente aguda. Mientras lo observaba, el hombre pestañeó; sus pesados párpados descendieron, ocultando los ojos. Las líneas de su rostro, hasta ese momento cinceladas en granito, se suavizaron en una expresión de natural encanto.

Sus labios fueron los que experimentaron el mayor cambio… de ser una línea rígida y determinada, pasaron a una curvada y seductora expresividad.

Sonrió.

Ella arrastró la mirada nuevamente hacia sus ojos. Se ruborizó.

– Cuanto lo siento. Le ruego que me disculpe -confundida dio un paso atrás, soltándose de su agarre. Los dedos de él cedieron; sus manos se deslizaron apartándose de ella. ¿Era su imaginación la que catalogó la retirada como reacia? Se le erizó la piel; se le crisparon los nervios. Extrañamente sin aliento, se apresuró a continuar-. No lo vi venir…

Su mirada revoloteó hacia detrás de él… hacia la casa del número 12. Registró el camino de donde venía él, y lo único que podía haberlo ocultado durante su previa exploración de la calle, eran los árboles que estaban a lo largo de la pared que servía de límite entre el número 12 y el número 14.

Su confusión se evaporó abruptamente; lo miró.

– ¿Es usted el caballero del número 12?

El hombre ni siquiera parpadeó; ni un aleteo de sorpresa ante tan extraño saludo, casi una acusación dado su tono, asomó a ese encantador rostro. Tenía el cabello castaño oscuro, y lo llevaba un poco más largo de lo que dictaba la moda; sus facciones poseían una tendencia distintivamente aristocrática. Pasó un instante, breve pero palpable, luego inclinó la cabeza.

– Tristan Wemyss. Trentham, como penitencia -desvió la mirada hacia la reja abierta-. ¿Asumo que usted vive aquí?

– Ciertamente. Con mi tío y mi hermano -alzando la barbilla, aspiró hondo, fijó los ojos en los de él, que eran de un brillante color verde y dorado debajo de sus oscuras pestañas-. Me alegra haberme encontrado con usted. Deseaba preguntarle si usted y sus amigos eran los compradores que pretendieron adquirir la casa de mi tío el pasado mes de noviembre, por mediación del agente Stolemore.

La mirada de él retornó a su rostro, estudiándolo como si pudiera leer en él mucho más de lo que a ella le hubiera gustado. Era alto, de amplios hombros; su escrutinio no le dio oportunidad de evaluarlo más allá de eso, pero la impresión que le dio fue de una tranquila elegancia, una fachada elegante bajo la cual una inesperada fuerza acechaba. Sus sentidos registraron las contradicciones entre cómo se veía y cómo se sentía en el instante en que había chocado contra él.

Ni el nombre ni el título significaban nada para ella aún; más tarde tendría que buscarlos en el Debrett *. Lo único que se le ocurría que estaba fuera de lugar era el leve bronceado que coloreaba su piel… un recuerdo se agitó en su mente, pero, trabada por su mirada, no pudo fijar esa impresión. El cabello le caía en suaves ondas sobre la cabeza, enmarcando una amplia frente sobre unas arqueadas cejas oscuras que ahora se fruncían en un ceño.

– No -dudó, luego agregó-. Oímos que el número 12 estaba a la venta a mediados de enero, a través de un conocido. Es cierto que Stolemore se ocupó de la venta, pero tratamos directamente con los propietarios.

– Oh -su seguridad se evaporó; su beligerancia se desinfló. No obstante se sintió obligada a preguntar-. ¿Así que no eran ustedes los que estaban detrás de las primeras ofertas? ¿O de los otros incidentes?

– ¿Primeras ofertas? ¿Entiendo que alguien estaba ansioso por comprar la casa de su tío?

– Así es. Muy ansioso -casi la había vuelto loca-. Sin embargo, si no eran usted y sus amigos… -hizo una pausa-. ¿Está seguro que ninguno de sus amigos…?

– Muy seguro. Estuvimos juntos en esto desde el principio.

– Ya veo -decidida, aspiró hondo, levantó la babilla aún más alto. Él era una cabeza más alto que ella; era difícil adoptar una postura severa-. En ese caso, siento que debo preguntarle qué piensan hacer con el número 12, ahora que lo han comprado. Entiendo que ni usted ni sus amigos van a establecer su residencia aquí.

Sus pensamientos -sus sospechas- estaban a la vista, claras en sus adorables ojos azules. Su color era sorprendente, no eran ni violetas ni azules; a Tristan le recordaron al color de las vincapervincas a la luz del crepúsculo. Su súbita aparición, el breve -demasiado breve- momento en que chocaron, cuando contra toda probabilidad, había caído en sus brazos… considerando sus previos pensamientos acerca de ella, considerando la obsesión que había ido creciendo en su interior en las pasadas semanas, mientras desde la ventana de la biblioteca del número 12 la había estado observando pasear por el jardín, la abrupta presentación lo había dejado a la deriva.

La obvia dirección que estaban tomando sus pensamientos lo obligaron a volver rápidamente a la tierra.

Enarcó una ceja, con algo de altanería.

– Mis amigos y yo sólo deseamos un sitio tranquilo donde reunirnos. Le aseguro que nuestros intereses no son de ninguna forma nefastos, ilícitos o… -iba a decir “socialmente inaceptables”; pero las matronas de la aristocracia probablemente no hubiesen estado de acuerdo. Sosteniendo su mirada, sustituyó locuazmente lo anterior-, del tipo que causarían un alzamiento de cejas ni siquiera entre los más remilgados.

Lejos de haber sido puesta en su lugar, ella entrecerró los ojos.

– Pensé que para eso estaban los clubes de caballeros. En Mayfair, hay una gran cantidad de establecimientos de ese tipo y está a sólo unas manzanas de aquí.

– Es cierto. Nosotros, sin embargo, valoramos nuestra privacidad -no iba a explicarle las razones de su club. Antes de que ella pudiera pensar en otra forma de sondearlo más, tomó la iniciativa-. Esa gente que trató de comprar la casa de su tío, ¿cómo de insistentes fueron?

La nunca olvidada irritación llameó en sus ojos.

– Demasiado insistentes. Se convirtieron -o mejor dicho, convirtieron al agente- en una verdadera plaga.

– ¿Nunca se dirigieron a su tío personalmente?

Ella frunció el ceño.

– No. Stolemore entregó todas las ofertas, pero eso ya fue suficientemente malo.

– ¿Por qué lo dice?

Como ella vacilaba, él infirió.

– Stolemore fue el agente de la venta del número 12. Voy de camino a hablar con él. ¿Fue él, el que se portó de forma ofensiva, o…?

Ella hizo una mueca.

– Realmente no puedo decir que fuera él. En verdad, sospecho que era la parte para la cual estaba oficiando de intermediario… ningún agente podría continuar en el negocio si habitualmente se comportara de esa forma, y a veces Stolemore parecía avergonzado.

– Ya veo -la miró a los ojos-. ¿Y cuales fueron los otros “incidentes” que mencionó?

No quería decírselo, deseaba no habérselos mencionado jamás; eso fue evidente en sus ojos, en la forma en que frunció los labios.

Impertérrito, Tristan sencillamente esperó; su mirada fija en la de ella, dejó que el silencio se prolongara, adoptó una postura nada amenazadora, pero sí inamovible. Como muchos habían hecho antes, ella captó el mensaje correctamente.

– Ha habido dos intentos de asaltar nuestra casa -contestó un poco irritada.

Él frunció el ceño.

– ¿Dos intentos después de que se negaran a vender?

– El primero fue una semana después de que Stolemore finalmente aceptara la derrota y dejara de insistir.

Él dudó, pero fue ella la que puso sus pensamientos en palabras.

– Por supuesto, que no hay nada que conecte los intentos de robo con la oferta de comprar la casa.

Salvo que ella creía que había una conexión.

– Pensé -continuó-, que si usted y sus amigos habían sido los misteriosos compradores interesados en la casa, entonces eso hubiera significado que los intentos de robo y… -se interrumpió a sí misma, inspiró-, no estaban conectados sino que tendrían que provenir de otro lado.

Él inclinó la cabeza; su lógica, hasta el momento, era intachable, aunque era evidente que no se lo había contado todo. Se debatió acerca de si debía presionarla, si debía preguntarle directamente si los intentos de robo habían sido la única razón por la que saliera corriendo a enfrentarlo, descuidando deliberadamente las sutilezas sociales. Ella lanzó una rápida mirada a la reja de la casa de su tío.

El interrogatorio podía esperar; en esta ocasión, tal vez Stolemore pudiera brindarle más información. Cuando volvió a mirarlo le dedicó una sonrisa. Encantadora.

– Creo que en este momento tiene ventaja sobre mí -cuando ella parpadeó, continuó-. Dado que de cierta forma seremos vecinos, creo que sería apropiado que me dijera su nombre.

Lo miró, no por prudencia sino evaluándolo. Luego inclinó la cabeza y extendió la mano.

– Señorita Leonora Carling.

La sonrisa de él se hizo más amplia, tomó sus dedos fugazmente, sintiendo el impulso de sostenerlos por más tiempo. Después de todo, no estaba casada.

– Buenas tardes, señorita Carling. ¿Y su tío es?

– Sir Humphrey Carling.

– ¿Y su hermano?

Un ceño comenzó a formarse sobre sus ojos.

– Jeremy Carling.

Tristan continuó sonriendo, todo confianza.

– ¿Y hace mucho que vive aquí? ¿Es un vecindario tan tranquilo como parece a primera vista?

Al verla entrecerrar los ojos se dio cuenta de que no había caído en su trampa; sólo contestó a la segunda pregunta.

– Enteramente tranquilo, hasta hace poco -Leonora sostuvo su inquietante mirada penetrante y agregó, tan severamente como pudo-. Uno espera que continúe de esa forma.

Vio que sus labios de él se curvaban antes de bajar la mirada.

– Ciertamente -con una seña, la invitó a que caminara con él los pocos pasos que la separaban de la reja de la puerta.

Ella se volvió, y sólo entonces se dio cuenta de que su consentimiento era un tácito reconocimiento de que había salido corriendo exclusivamente para encontrarse con él. Alzó la vista, encontró su mirada… y supo que él había tomado el hecho como la admisión que era. Bastante perturbador. El brillo que vislumbró en sus ojos almendrados, un destello que hizo que sus sentidos se alteraran y que contuviera el aliento, fue infinitamente mucho más perturbador.

Pero luego las pestañas velaron sus ojos y sonrió, tan encantadoramente como antes. Estaba completamente segura de que esa expresión era una máscara.

Se detuvo frente a la puerta y le extendió la mano.

La cortesía la forzó a ofrecerle los dedos otra vez para que los tomara.

Su mano se cerró; sus agudos y demasiado perspicaces ojos atraparon su mirada.

– Espero con ansias que nuestra relación se prolongue, señorita Carling. Le ruego que le dé mis saludos a su tío; a la brevedad los visitaré para presentar mis respetos.

Leonora inclinó la cabeza aferrándose conscientemente a la cortesía mientras anhelaba liberar los dedos. Constituía todo un esfuerzo evitar que temblaran entre los de él; su toque sereno, firme y un poco demasiado fuerte, afectaba su equilibrio de una forma de lo más peculiar.

– Buenas tardes, Lord Trentham.

Él la soltó e hizo una elegante reverencia.

Leonora se dio la vuelta, pasó por la puerta, y luego la cerró. Sus ojos tocaron brevemente los de él antes de dirigirse hacia la casa.

Esa efímera conexión fue suficiente para hacer que se quedara sin aliento otra vez.

Caminando por el sendero, trató de forzar a sus pulmones para que funcionaran, pero podía sentir su mirada todavía fija en ella. Luego escuchó un ruido de botas cuando él se dio la vuelta y el sonido de firmes pisadas mientras se alejaba por la calle. Finalmente respiró, y luego exhaló con alivio. ¿Qué tenía Trentham que la ponía al límite?

¿Y al límite de qué?

Aún sentía la sensación de sus ásperos dedos y de la algo callosa palma en la mano, un recuerdo sensual grabado en su mente. El recuerdo permanecía en la superficie pero aún la eludía. Nunca lo había conocido, de eso estaba segura, aún así algo acerca de él le era vagamente familiar.

Sacudiendo la cabeza interiormente, subió los escalones del porche, y con determinación forzó a su mente a que se concentrara en las tareas que la aguardaban.


Tristan dio un paseo bajando por Motcomb Street hacia el grupo de tiendas a medio camino entre la oficina de Earnest Stolemore, House y Land Agent. Su discusión con Leonora Carling le había afilado los sentidos, sacudiendo los instintos que, hasta hace poco, habían sido un elemento crítico en su vida diaria. Hasta hace poco su vida había dependido de aquellos instintos, de la lectura de sus mensajes con exactitud y de reaccionar correctamente.

No estaba seguro de lo que le ocurría con la señorita Carling -Leonora como pensaba en ella, loq ue era razonable dado que había estado observándola silenciosamente durante tres semanas. Le había resultado físicamente más atractiva de lo que había deducido desde lejos, el pelo de un rico caoba con vetas rojo oscuro brillante, aquellos insólitos grandes ojos azules de forma almendrada bajo finas cejas marrón oscuro. La nariz recta, la cara de huesos finos, pómulos altos, piel pálida e impecable. Pero eran sus labios los que ponían la nota dominante a su aspecto; llenos, generosamente curvados, de un rosa oscuro, que tentaban a un hombre a tomarlos, a probarlos.

No se le había escapado su reacción instantánea, y la de ella. Su respuesta, sin embargo, lo intrigaba; era como si ella no hubiera reconocido ese destello de calor sensual por lo que era.

Lo cual levantaba ciertas preguntas fascinantes que bien podrían tentarlo a perseguirlas, más tarde. Actualmente, sin embargo, eran los hechos pragmáticos que ella le había revelado los que ejercitaban su mente.

Sus miedos sobre los intentos de robo podrían ser simplemente el invento de una imaginación femenina demasiado activa despertada por lo que él asumía había sido la táctica intimidante de Stolemore en la tentativa de ganar en la venta de la casa.

Incluso podía haberse imaginado los incidentes completamente.

Sus instintos le susurraban lo contrario.

En su anterior ocupación, leer a la gente, evaluarla, había sido crucial; hacía mucho que lo dominaba con destreza. Leonora Carling era, juraría él, una mujer decidida, práctica, con una sana vena de sentido común. Definitivamente no del tipo que se asusta fácilmente, mucho menos de imaginar robos.

Si su suposición era correcta y los robos estaban conectados con el deseo del cliente de Stolemore de comprar la casa de su tío…

Sus ojos se entrecerraron. La imagen completa de por qué ella había salido a desafiarle se formó en su mente. No podía, definitivamente no lo aprobaba. Cabizbajo, siguió caminando.

Ante la fachada pintada de verde de la empresa de Stolemore, los labios de Tristan se curvaron; nadie que viera el gesto lo habría etiquetado de sonrisa. Vio su reflejo en el cristal de la puerta cuando alcanzó el pomo, mientras lo giraba, y lo sustituyó por un semblante más reconfortante. Stolemore, sin duda, satisfaría su curiosidad.

La campana sobre la puerta tintineó.

Tristan entró. La redonda figura de Stolemore no estaba detrás de su escritorio. La pequeña oficina estaba vacía. Una entrada frente a la puerta de la calle estaba oculta por una cortina; conducía a la pequeña casa de la cual la oficina era la habitación delantera. Cerrando la puerta, Tristan esperó, pero no hubo ningún sonido de pies arrastrándose, de los pasos cortos del corpulento agente.

– ¿Stolemore? -la voz de Tristan resonó, mucho más fuerte que la tintineante campana.

Otra vez esperó. Pasó un minuto y siguió sin haber ningún sonido.

Ninguno.

Tenía una cita, una a la que Stolemore no habría fallado. Tenía la letra bancaria para el pago final de la casa en el bolsillo; por el modo en que habían arreglado la venta, la comisión de Stolemore venía en este último pago.

Con las manos en los bolsillos del gabán, Tristan seguía de pie, de espaldas a la puerta, la mirada fija en la delgada cortina que tenía delante.

Definitivamente algo no iba bien.

Mantuvo la atención, concentrándose, después avanzó, despacio, en absoluto silencio, hacia la cortina. La agarró, bruscamente apartó los pliegues y simultáneamente dio un paso al lado de la entrada.

El tintineo de las argollas de la cortina cesó.

Delante se encontraba un corredor estrecho, débilmente iluminado. Entró, manteniendo los hombros angulados, la espalda hacia la pared. A unos pocos pasos había una escalera tan estrecha que se preguntó cómo la subía Stolemore; consideró subir pero, no oyendo ningún sonido arriba, no sintiendo ninguna presencia, continuó a lo largo del pasillo.

Éste terminaba en una pequeña cocina adosada construida en la parte posterior de la casa.

Había una figura caída, desplomada al otro lado de la desvencijada mesa que ocupaba la mayor parte del espacio.

A parte de eso la habitación estaba vacía.

La figura era Stolemore; había sido golpeado salvajemente.

No había nadie más en la casa; Tristan estaba lo bastante seguro como para prescindir de la precaución. Por la apariencia de las contusiones en la cara de Stolemore, había sido atacado hacía algunas horas.

Una silla se había caído. Tristan la levantó mientras rodeaba la mesa, después se agachó sobre una rodilla al lado del agente. Un breve examen le confirmó que Stolemore estaba vivo, pero inconsciente. Parecía que había estado dando tumbos intentando alcanzar la manija de la bomba en la plataforma al final de la pequeña cocina. Levantándose, Tristan encontró un tazón, lo colocó bajo el caño y accionó la manija.

Un pañuelo grande sobresalía del bolsillo del pulcro abrigo que vestía el agente; Tristan lo cogió y lo usó para lavar la cara de Stolemore.

El agente se removió, después abrió los ojos.

La tensión lo apuñaló a través de su gran constitución. El pánico llameó en los ojos de Stolemore, entonces se concentró y reconoció a Tristan.

– Oh. Argh… -Stolemore se estremeció, después luchó por levantarse. Tristan lo asió del brazo y lo levantó.

– No intente hablar aún -izó a Stolemore sobre la silla- ¿Tiene brandy?

Stolemore señaló un armario. Tristan lo abrió, encontró una botella y un vaso y vertió una generosa cantidad. Le acercó el vaso a Stolemore, puso el tapón en la botella y la colocó sobre la mesa delante del agente.

Deslizando las manos en los bolsillos del gabán, se recostó contra la estrecha encimera. Le dio a Stolemore un minuto para recobrar el juicio.

Pero sólo un minuto.

– ¿Quién lo hizo?

Stolemore bizqueó hacia él con un ojo entreabierto. El otro permanecía completamente cerrado. Tomó otro sorbo del brandy, dejando caer la mirada sobre el vaso, luego murmuró.

– Caí por las escaleras.

– Cayó por las escaleras, caminó hacia la puerta, se golpeó la cabeza con la mesa… ya veo.

Stolemore lo miró fugazmente, y luego bajó la mirada hacia el vaso y la mantuvo allí.

– Fue un accidente.

Tristan dejó pasar un momento, entonces dijo quedamente, -Si usted lo dice.

Ante la nota de su voz, una de amenaza que erizaba la piel, Stolemore alzó la vista, los labios separados, el ojo ahora abierto, y se precipitó a hablar.

– No puedo decirle nada, estoy atado por la confidencialidad. Y esto no le afecta caballero, en nada. Se lo juro.

Tristan leyó lo que pudo en la cara del agente, difícil dadas las hinchazones y las contusiones.

– Ya veo.

Quienquiera que hubiese castigado a Stolemore había sido un aficionado; él o cualquiera de sus antiguos colegas podían haberle infligido mucho mayor daño dejando muchas menos evidencias.

Pero no tenía sentido, considerando la condición presente de Stolemore, ir más lejos por ese camino. Simplemente perdería la conciencia otra vez.

Metiendo la mano en el bolsillo, Tristan retiró el cheque del banquero.

– He traído el pago final como acordamos -los ojos de Stolemore se aferraron a la hojita de papel cuando él la movió hacia delante y hacia atrás entre sus dedos-. Asumo que tiene el título de propiedad.

Stolemore gruñó.

– En un lugar seguro -despacio, se levantó de la mesa-. Si se queda aquí un minuto, lo traeré.

Tristan asintió con la cabeza. Miró a Stolemore andar con dificultad hacia la puerta.

– No hay necesidad de precipitarse.

Una pequeña parte de su mente le siguió la pista al torpe agente mientras se movía por la casa, identificando la posición de su "lugar seguro” bajo el tercer peldaño. En su mayor parte, sin embargo, se quedó apoyado contra la encimera, silenciosamente sumando dos más dos.

Y no le gustó el número al que llegó.

Cuando Stolemore cojeó de regreso, con el título en la mano, atada con una cinta, Tristan se enderezó. Le tendió la mano con gesto dominante; Stolemore le dio el título. Desatando la cinta, desenrolló el título, comprobándolo rápidamente, luego lo enrolló de nuevo y se lo deslizó en el bolsillo.

Stolemore, resollando, se había dejado caer en la silla.

Tristan encontró sus ojos. Levantó el cheque, sosteniéndolo entre dos dedos.

– Una pregunta y luego lo dejaré.

Stolemore, con la mirada casi en blanco, esperó.

– Puedo adivinar que quienquiera que le hizo esto es la misma persona o personas que el año pasado lo contrataron para negociar la compra del Número 14 de Montrose Place. ¿Me equivoco?

El agente no tenía que contestar; la verdad estaba allí, en su cara hinchada mientras seguía las palabras cuidadosamente espaciadas. Sólo cuando tuvo que decidir como contestar dejó de pensar.

Parpadeó, con mucho dolor, después encontró la mirada de Tristan. La suya propia permaneció inexpresiva.

– Estoy atado por la confidencialidad.

Tristan dejó pasar medio minuto, luego inclinó la cabeza. Chasqueó los dedos y el cheque bancario flotó hacia la mesa, deslizándose hacia Stolemore. Éste sacó una gran mano y lo atrapó.

Tristan se apartó de la encimera.

– Le dejaré con sus asuntos.


Media hora después de volver a casa, Leonora se escapó de las exigencias domésticas y se refugió en el invernadero. El recinto de paredes y techo de cristal era su propio lugar especial dentro de la gran casa, su retiro.

Los tacones sonaron sobre el embaldosado mientras caminaba hacia la mesa de hierro forjado y el juego de sillas en el mirador. Las uñas de Henrietta sonaron en suave contrapunto mientras la seguía.

En ese momento cálido frente al frío exterior, el espacio estaba lleno de una multitud de helechos, de exóticas enredaderas y hierbas de extraños perfumes. Combinado con esencias, el débil pero penetrante aroma de la tierra y de las cosas creciendo la sosegó y confortó.

Hundiéndose en una de las mullidas sillas, Leonora miró a través del jardín de invierno. Debería informar a su tío y a Jeremy del encuentro con Trentham, si más tarde él se presentaba y lo mencionaba, parecería extraño que ella no lo hubiera hecho. Tanto Humphrey como Jeremy esperarían alguna descripción de Trentham, sin embargo reunir una imagen del hombre con quien se había encontrado en la acera hacía más o menos una hora, no era sencillo. De cabellos oscuros, alto, ancho de espaldas, apuesto, elegantemente vestido lo que era evidente a primera vista, -las características superficiales eran sencillas de definir.

Menos segura era la impresión que había adquirido de un hombre en apariencia encantador y por dentro bastante diferente.

Aquella impresión se había debido más a sus rasgos, a la agudeza en sus ojos de párpados pesados, no siempre ocultos por las largas pestañas, el conjunto casi severamente resuelto de la boca y la barbilla antes de que se hubieran suavizado, las ásperas líneas de su cara antes de que se hubieran relajado, adoptando una capa de engañoso encanto. Era una impresión subrayada por otros atributos físicos, como el hecho de que no se había sobresaltado cuando ella había corrido a toda velocidad hacia él. Era más alta que el promedio; la mayor parte de los hombres al menos habrían dado un paso atrás.

No Trentham.

Había otras anomalías, también. Su comportamiento al conocer a una dama a la que nunca había visto antes y de la que no podía saber nada, había sido demasiado dictatorial, demasiado definido. En realidad había tenido el atrevimiento de interrogarla, y lo había hecho, aún sabiendo que ella lo había notado, sin un parpadeo.

Leonora estaba acostumbrada a dirigir la casa, es más, a dirigir a todos sus habitantes; había representado ese papel durante los pasados doce años. Era decidida, segura, resuelta, de ninguna manera intimidada por el macho de la especie, pero Trentham… ¿qué tenía él que la había hecho, no exactamente cautelosa, pero sí vigilante, prudente?

El recuerdo que las sensaciones de su contacto físico le habían despertado eran evocados, no una vez, sino múltiples veces, surgían en su mente, frunció el ceño y las enterró. Indudablemente alguna reacción trastornada por su parte; no había esperado chocar contra él, era probable que fuera algún extraño síntoma causado por el susto.

Pasó un momento sentada mirando fijamente por las ventanas, sin ver nada, luego cambió de posición, frunció el ceño y concentró su mente en definir dónde estaban ahora ella y su problema.

Independientemente de la desconcertante presencia de Trentham, había extraído todo lo que había necesitado de su reunión. Había conseguido la respuesta a la que había sido la pregunta más apremiante, ni Trentham ni sus amigos estaban detrás de las ofertas para comprar aquella casa. Ella había aceptado su palabra de modo incuestionable; había algo en él que no dejaba ningún espacio para la duda. De igual modo, él y sus amigos no eran los responsables de las tentativas de entrar a la fuerza, ni de lo más inquietante, los infinitamente más desconcertantes intentos de asustarla estúpidamente.

Lo que la dejaba ante la pregunta de quién era.

El pestillo sonó; se volvió cuando Castor entró.

– El Conde de Trentham está aquí, señorita. Solicita hablar con usted.

Un torrente de pensamientos pasó por su mente; una ráfaga de desconocidos sentimientos revoloteó en su estómago. Interiormente frunció el ceño, los reprimió y se levantó; Henrietta se levantó también y se sacudió.

– Gracias, Castor. ¿Están mi tío y mi hermano en la biblioteca?

– Efectivamente, señorita -Castor sostuvo la puerta para ella, luego la siguió-. Dejé a su señoría en la salita.

Con la cabeza alta, Leonora se deslizó por el vestíbulo, luego se detuvo. Miró la puerta cerrada de la salita.

Y sintió algo dentro de ella tensarse.

Hizo una pausa. A su edad, apenas necesitaba evitar el estar a solas por un momento en la salita con un caballero. Podía entrar, saludar a Trentham, saber por qué había pedido hablar con ella, todo en privado, pero no podía pensar en nada que él pudiera decirle que requiriera privacidad.

La precaución le susurraba. La piel sobre los codos le picaba.

– Iré y prepararé a Sir Humphrey y al señorito Jeremy -echó un vistazo a Castor-. Dame un momento, luego indícale Lord Trentham dónde está la biblioteca.

– Sí, señorita -Castor se inclinó.

A algunos leones era mejor no tentarlos; tenía la fuerte sospecha de que Trentham era uno de ellos. Con un revoloteo de faldas, se dirigió hacia la seguridad de la biblioteca. Henrietta la siguió silenciosamente.

Загрузка...