Lograr esa meta -hacer las paces con Tristan- arreglárselas para hacerlo, requirió un grado de ingenuidad y una temeridad que nunca antes había tenido que emplear. Pero no tenía elección. Convocó a Gasthorpe, y audazmente le dio órdenes, arreglando alquilar un carruaje y ser conducida a las callejuelas tras Green Street, con el cochero esperando su regreso.
Todo, naturalmente, con la firme insistencia de que bajo ninguna circunstancia su señoría el conde fuera informado. Había descubierto una aguda inteligencia en Gasthorpe; aunque no le había gustado alterar su lealtad hacia Tristan, cuando todo había sido dicho y hecho, fue por el propio bien del conde.
Cuando, en la oscuridad de la noche, estuvo en los arbustos al final del jardín de Tristan y vio la luz brillando en las ventanas de su estudio, se sintió reivindicada en todos los aspectos.
Él no había ido a ningún baile o cena. Dada su propia ausencia de la alta sociedad, el hecho de que él tampoco estuviera asistiendo a los eventos normales estaría generando intensas especulaciones. Siguiendo el camino a través de los arbustos y más allá hacia la casa, se preguntó cuán inmediata desearía él que fuera su boda. Por ella misma, habiendo tomado su decisión, realmente no le preocupaba… o, si lo hacía, no le importaría que fuera más pronto que tarde.
Menos tiempo para anticipar qué cosas se resolverían… mucho mejor dar el paso decisivo y ponerse directamente con ello.
Sus labios se elevaron. Sospechaba que él compartiría esa opinión, si bien no por las mismas razones.
Deteniéndose fuera del estudio, se puso de puntillas y echó un vistazo dentro; el piso estaba considerablemente más alto que la tierra. Tristan estaba sentado en su escritorio, de espaldas a ella, con la cabeza inclinada mientras trabajaba. Una pila de papeles colocados a su derecha; a la izquierda, un libro de contabilidad yacía abierto.
Podía ver lo bastante para asegurarse de que estaba solo.
De hecho, cuando se giró para comprobar una entrada en el libro de contabilidad y vislumbró su cara, parecía muy solo. Un lobo solitario que había tenido que cambiar sus hábitos ermitaños y vivir entre la alta sociedad, con el título, las casas, y personas dependientes, y todas las exigencias asociadas.
Había renunciado a su libertad, su excitante, peligrosa y solitaria vida, y había recogido las riendas que habían sido dejadas a su cuidado sin queja.
A cambio, había pedido poco, como excusa, o como recompensa.
La única cosa que había pedido en su nueva vida era tenerla como esposa. Él le había ofrecido todo lo que podía esperar, dándole todo lo que podría aceptar y aceptaría.
A cambio, ella le había dado su cuerpo, pero no lo que él más quería. No le había dado su confianza. O su corazón.
O más bien, lo había hecho, pero nunca lo había admitido. Nunca se lo había dicho.
Estaba allí para rectificar esa omisión.
Girándose, con cuidado de pisar silenciosamente, continuó hacia la sala de mañana. Había supuesto que se quedaría en casa trabajando en los asuntos de la hacienda, todos los asuntos que sin duda había descuidado mientras se concentraba en coger a Mountford. El estudio era donde había esperado que estuviera; Leonora había estado en la biblioteca y en el estudio, y era el estudio el que mostraba una impresión más definida de él, de ser la habitación a la cual se retiraría. Su guarida.
Estaba contenta de haber demostrado que estaba en lo cierto, la biblioteca estaba en la otra ala, cruzando el vestíbulo delantero.
Llegando a las puertas francesas a través de las cuales habían entrado en su visita previa, se colocó directamente frente a ellas, agarró el marco con las manos como él había hecho -usando ambas manos en vez de una sola- y empujó con fuerza.
Las puertas traquetearon, pero permanecieron cerradas.
– ¡Maldición! -Frunció el ceño, se acercó más y puso el hombro contra el sitio. Contó hasta tres, luego arrojó su peso contra las puertas.
Se abrieron de repente; sólo pudo evitar espatarrarse en el suelo.
Recuperando el equilibrio, se giró y cerró las puertas, entonces, agarrando la capa a su alrededor, se escabulló silenciosamente dentro de la habitación. Esperó, sin respirar, para ver si alguien había sido alertado; no creía que hubiera hecho mucho ruido.
No sonaron pasos; nadie vino. Su corazón se fue calmando lentamente.
Cautelosamente, avanzó hacia delante. La última cosa que deseaba era ser descubierta allanando esta casa para verse ilícitamente con su señor; si era pillada, una vez que se casaran, habría tenido que despedir, o sobornar, al servicio entero. No quería tener que enfrentarse a esa elección.
Comprobó el vestíbulo delantero. Como anteriormente, a esta hora de la noche no había lacayos rondando; Havers, el mayordomo, estaría escaleras arriba. El camino estaba libre, se introdujo en las sombras del corredor dirigiéndose hacia el estudio con una oración en los labios.
En agradecimiento por lo que había recibido hasta ahora, y con la esperanza de que su suerte se mantuviera.
Parándose fuera de la puerta del estudio, se puso de cara a los paneles, e intentó imaginar, en un ensayo de última hora, cómo iría su conversación… pero su mente se quedó obstinadamente en blanco.
Tenía que seguir con ello, con sus disculpas y su declaración. Inspirando profundamente, agarró el pomo de la puerta.
Éste se sacudió fuera de su agarre; la puerta se abrió de par en par.
Se tambaleó, y encontró a Tristan junto a ella. Elevándose sobre ella.
Éste miró mas allá, por el pasillo, entonces le agarró la mano y la metió en la habitación de un tirón. Bajando la pistola que sostenía en la otra mano, la soltó y cerró la puerta.
Leonora miró la pistola.
– ¡Cielos! -Elevó unos ojos atónitos hacia su cara-. ¿Me habrías disparado?
Sus ojos se entrecerraron.
– No a ti. No sabía quien… -Sus labios se estrecharon. Se apartó-. Acercarse sigilosamente a mí nunca es sabio.
Ella abrió los ojos como platos.
– Lo recordaré en el futuro.
Tristan se movió hasta un aparador y dejó la pistola en la vitrina, en lo alto. Su mirada era oscura cuando la volvió a observar, luego regresó para detenerse junto al escritorio.
Ella permaneció donde se había detenido, más o menos en mitad del cuarto. No era una habitación grande, y él estaba en ella.
La mirada de él fue hasta su cara. Se endureció.
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¡No, espera! -Levantó una mano-. Primero dime cómo llegaste aquí.
Leonora había esperado ese rumbo. Juntando las manos, asintió.
– No me visitaste… no es que lo hubiera esperado -lo había hecho, pero se había dado cuenta de su error-, así que tuve que venir aquí. Como habíamos descubierto previamente, si yo viniera durante las horas habituales de visita, sería poco probable que tuviéramos mucha oportunidad de una conversación privada, así que… -Inspiró profundamente y prosiguió-. Convoqué a Gasthorpe, y alquilé un carruaje a través de él… insistí en mantener el asunto estrictamente confidencial, así que no debes tener esto en su contra. El carruaje…
Se lo había dicho todo, haciendo hincapié en que el carruaje con el cochero y el lacayo estaban esperando en la callejuela para llevarla a su casa. Cuando llegó al final de su relato, Tristan dejó pasar un momento, después elevó las cejas ligeramente… el primer cambio en su expresión desde que había entrado en la habitación.
Él cambió de posición y se inclinó hacia atrás contra el borde del escritorio. Su mirada permaneció en la cara de ella.
– Jeremy… ¿dónde cree que estás?
– Humphrey y él están bastante seguros de que estoy dormida. Se han lanzado a la tarea de dar sentido a los diarios de Cedric; estaban absortos.
Un sutil cambio tensó sus facciones, agudizándose, endureciéndose; Leonora añadió rápidamente:
– A pesar de eso, Jeremy se aseguró de que las cerraduras fueran todas cambiadas, como tú sugeriste.
Él le sostuvo la mirada; pasó un largo momento, entonces inclinó la cabeza mínimamente, reconociendo que había leído sus pensamientos con exactitud. Sofocando un impulso de sonreír, ella continuó:
– A pesar de todo, he estado manteniendo a Henrietta en mi habitación por la noche, así no vagará… -Ni la alteraría, ni la preocuparía. Parpadeó, y siguió-. Así que la tuve que llevar conmigo cuando me retiré esta noche. Está con Biggs, en la cocina del Número 12.
Tristan lo consideró. Interiormente se sintió fastidiado. Ella había cubierto todos los detalles necesarios; podía descansar tranquilo en ese punto. Estaba allí, a salvo; incluso había arreglado su regreso seguro. Se acomodó contra el escritorio, cruzó los brazos. Dejó que la mirada, fija en su cara, se volviera incluso más intensa.
– Entonces ¿por qué estás aquí?
Ella encontró su mirada directamente, firme, en perfecta calma.
– He venido a disculparme.
Él levantó las cejas; ella siguió.
– Debería haber recordado aquellos primeros ataques, y contártelos, pero con todo lo que ha ocurrido recientemente, se habían ido al fondo de mi mente. -Estudió sus ojos, más pensativos que inquisitivos; él se dio cuenta de ella estaba uniendo las palabras mientras continuaba… este discurso no estaba ensayado.
– Sin embargo, en el momento en que los ataques ocurrieron, no nos habíamos conocido, y no había nadie más que me considerara importante de esa manera, de tal modo que me sintiera obligada a informarles. Advertirles.
Leonora levantó la barbilla, sosteniéndole aún la mirada.
– Acepto y concedo que la situación ahora ha cambiado, que soy importante para ti, y que por lo tanto necesitas saber… -Dudó, le frunció el ceño, entonces corrigió con renuencia-: Tal vez incluso tienes derecho a saber cualquier cosa que constituya una amenaza para mí.
De nuevo se detuvo, como si revisara sus palabras, luego se enderezó y asintió, sus ojos se enfocaron otra vez en los de él.
– Así que me disculpo inequívocamente por no contarte aquellos incidentes, por no reconocer que debería haberlo hecho.
Él parpadeó, lentamente; no había esperado una disculpa en tales términos rigurosos y claros como el cristal. Sus nervios comenzaros a hormiguear; una impaciencia nerviosa se apoderó de él. Lo reconoció como su típica reacción al estar al borde del éxito. De tener una victoria, completa y absoluta, a su alcance.
De estar solo a un paso de aferrarla.
– ¿Estás de acuerdo en que tengo derecho a saber cualquier amenaza hacia ti?
Ella encontró su mirada, asintiendo decisivamente.
– Sí.
Lo consideró durante un latido, entonces preguntó.
– ¿Lo tomo como que estás de acuerdo en casarte conmigo?
Ella no dudó.
– Sí.
Un apretado nudo de tensión, que había llevado durante tanto tiempo que se había vuelto inconsciente para él, se desenmarañó y cayó. El alivio fue inmenso. Tomó un gran aliento, sintiendo como si fuera la primera respiración verdaderamente libre que hubiera tenido en semanas.
Pero no había acabado con Leonora, no había acabado de obtener promesas de ella… aún.
Enderezándose del escritorio, atrapó su mirada.
– ¿Estás de acuerdo en ser mi esposa, en actuar en todos los sentidos como mi esposa, y obedecerme en todas las cosas?
Esta vez ella dudó, frunciendo el ceño.
– Esas son tres preguntas. Sí, sí, y en todas las cosas razonables.
Tristan elevó una ceja.
– “En todas las cosas razonables”. Parece que necesitamos algunas definiciones. -Acortó la distancia entre ellos, deteniéndose directamente frente a Leonora. Miró en sus ojos-. ¿Estás de acuerdo en que donde quiera que vayas, independientemente de lo que hagas, si cualquier actividad implica el más mínimo grado de peligro para ti, entonces me informarás primero, antes de comprometerte?
Sus labios se apretaron; sus ojos quedaron fijos en los de él.
– Si es posible, sí.
Él entrecerró los ojos.
– Estás poniendo objeciones.
– Tú estás siendo irrazonable.
– ¿Es irrazonable para un hombre querer saber que su mujer está segura todo el tiempo?
– No. Pero es irrazonable envolverla en un capullo protector para conseguirlo.
– Eso es discutible.
Él gruñó las palabras sotto voce, pero Leonora las oyó. Se movió intimidantemente cerca; el genio de ella comenzó a elevarse. Con determinación refrenó su ira. No había venido a pelear con él. Tristan estaba demasiado acostumbrado a estar en conflicto; ella estaba resuelta a no tener ninguno entre ellos. Sostuvo su dura mirada, tan firme como él.
– Estoy totalmente dispuesta a hacer todo lo posible, todo lo posible dentro de lo razonable, para dar cabida a tus tendencias protectoras.
Invistió las palabras con cada onza de su determinación, su entrega. Él la oyó resonar; Leonora vio entendimiento, y aceptación, fluyendo tras sus ojos.
Estos se agudizaron hasta que su mirada fue de un cristalino color avellana, absorta en ella.
– ¿Es ésta la mejor oferta que estás preparada para hacer…?
– Lo es.
– Entonces acepto. -Bajó la mirada hasta sus labios-. Ahora… quiero saber lo lejos que estás dispuesta a llegar para acomodar mis otras tendencias.
Fue como si hubiera bajado un escudo, repentinamente dejando caer la barrera entre ellos. Una ola de calor sexual la invadió; repentinamente recordó que era un lobo herido, un lobo salvaje herido, y aún tenía que calmarlo. Al menos en ese nivel. Lógicamente, racionalmente, en palabras, ella había hecho las paces, y él había aceptado. Pero ese no era el único plano en el que interactuaban.
Su aliento lentamente se ahogó.
– ¿Qué otras tendencias? -Dijo las palabras antes de que su voz se volviera demasiado débil, cualquier cosa para ganar unos pocos segundos más…
Su mirada vagó más abajo; los pechos se hincharon, dolieron. Entonces él elevó los párpados, mirándola a la cara.
– Esas tendencias de las que has estado huyendo, intentando evitar, pero no obstante disfrutando durante las últimas semanas.
Se acercó más; la chaqueta rozó su canesú, su muslo tocó los de ella.
El corazón de Leonora hizo un ruido sordo en su garganta; el deseo se extendió como fuego salvaje bajo la piel. Le miró el rostro, los finos y móviles labios, sintiendo los suyos propios latir. Entonces levantó la mirada hasta los hipnóticos ojos avellana… y la verdad se desató sobre ella. En todo lo que había pasado entre ellos, todo lo que había compartido hasta la fecha, Tristan aún no le había mostrado, revelado todo.
Revelado, dejado que viera la profundidad, la verdadera extensión de su posesividad. De su pasión, su deseo de tenerla.
Extendió la mano hacia los lazos de su capa, con un tirón los soltó; la prenda se deslizó hasta el suelo, formando un charco tras ella. Llevaba un simple vestido de tarde azul profundo; Leonora vio su mirada vagar por los hombros, francamente posesiva, francamente hambrienta, entonces una vez más encontró su mirada. Elevó una ceja.
– Entonces… ¿qué me darás? ¿Cuánto cederás?
Sus ojos estaban fijos en los de ella; sabía lo que él quería.
Todo.
Sin reservas, sin restricciones.
Sabía en su corazón, sabía por el brinco de sus sentidos que en eso estaban igualados, que sin tener en cuenta cualquier idea en sentido contrario, era y siempre sería incapaz de negarle lo que quería exactamente.
Porque ella también lo quería.
A pesar de su agresividad, a pesar del oscuro deseo que ardía en sus ojos, allí no había nada que temer.
Sólo disfrutar.
Mientras terminaba de pagar su precio.
Se humedeció los labios, observó los suyos.
– ¿Qué quieres que diga? -Su voz fue baja, su tono desvergonzadamente sensual. Encontrando sus ojos, Leonora arqueó una altiva ceja-. ¿Tómame, soy tuya?
Una chispa a la yesca; las llamas flamearon en sus ojos. Chisporrotearon entre ellos.
– Eso -se estiró hacia ella; las manos abarcaron su cintura, la atrajo inflexiblemente contra él-, servirá muy bien.
Inclinando la cabeza, colocó los labios en los de ella, y los llevó directamente dentro del fuego.
Leonora abrió los labios para él, dándole la bienvenida en su interior, disfrutando del calor que le enviaba a borbotones a través de las venas.
Disfrutando de la posesión de su boca, lenta, meticulosa, poderosa, un aviso de todo lo que estaba por venir.
Levantando los brazos, los enroscó alrededor de su cuello, y se abandonó a su destino.
Él pareció saber, sentir su total y completa rendición, a él, a esto, al acalorado momento.
A la pasión y el deseo que se derramaba a través de ellos.
Levantó las manos y enmarcó su cara, sujetándola mientras profundizaba el beso. Uniendo las bocas hasta que respiraron como uno solo, hasta que el mismo ritmo latiente se hubo asentado en sus venas.
Con un bajo murmullo, ella se presionó contra él, incitando lascivamente. Las manos de Tristan dejaron su cara, vagando hacia abajo, curvándose sobre sus hombros, luego trazando sus pechos descaradamente. Cerró los dedos, y las llamas saltaron. Ella tembló, y lo exhortó. Besándole hambrienta, tan exigente como él. Tristan la complació, sus dedos encontraron los tensos picos de los pezones y los estrujaron lentamente, terriblemente, con fuerza.
Leonora rompió el beso con un jadeo. Las manos de él no se detuvieron; estaban en todas partes, masajeando, rozando, acariciando. Poseyendo.
Calentándola. Enviando fuego bajo su piel, haciendo que su pulso ardiera.
– Esta vez te quiero desnuda.
Ella apenas pudo entender las palabras.
– Sin una sola puntada tras la que esconderse.
Ella no podía imaginar lo que él creía que podía esconder. No le preocupaba. Cuando la giró y puso los dedos en sus lazos, ella esperó sólo hasta que sintió que el corsé se aflojaba para deslizar el vestido de los hombros. Fue a deslizar sus brazos fuera de las diminutas mangas…
– No. Espera.
Una orden que no estaba en posición de desobedecer; su juicio estaba nublado, sus sentidos en un ardiente tumulto, la anticipación creciendo con cada aliento, con cada toque posesivo. Pero ahora no la estaba tocando. Levantando la cabeza, inspiró inestable y entrecortadamente.
– Gírate.
Lo hizo, justo cuando el nivel de luz en la pequeña habitación aumentó. Dos pesadas lámparas descansaban a cada lado del enorme escritorio. Tristan puso las mechas más altas; cuando ella le afrontó, se colocó, sentándose apoyado contra el borde delantero del escritorio a mitad de camino entre las lámparas.
Encontró su mirada, luego descendió. Hasta sus pechos, todavía ocultos tras el vaporoso brillo de su camisola de seda.
Levantó una mano, llamándola.
– Ven aquí.
Ella así lo hizo, y a través de la violenta cascada de sus pensamientos recordó que a pesar del hecho de que habían intimado en numerosas ocasiones, él nunca la había visto desnuda en ningún grado de luz.
Una mirada a su cara le confirmó que tenía intención de verlo todo esta noche.
La mano de él se deslizó por su cadera; la atrajo para ponerla frente a él, entre las piernas. Le tomó las manos, una en cada una de las suyas, y se las colocó, con las palmas extendidas, en los muslos.
– No las muevas hasta que te lo diga.
Su boca se quedó seca; no respondió. Sólo observó su cara mientras él deslizaba las mangas del canesú más abajo por sus brazos, luego extendió la mano, no hacia los lazos de su camisola como ella había esperado, sino hacia los montes cubiertos de seda de sus pechos.
Lo que siguió fue un delicioso tormento. Él trazó, acarició, sopesó, masajeó… todo el tiempo mirándola, midiendo sus reacciones. Bajo sus expertos servicios, los pechos se hincharon, crecieron pesados y tensos. Hasta que dolieron. La fina película de seda era lo suficiente para tentar, para provocar, para tenerla jadeando con necesidad… la necesidad de tener sus manos sobre ella.
Piel contra ardiente piel.
– Por favor… -El ruego cayó de sus labios mientras miraba al techo, intentando aferrarse a la cordura.
Sus manos la abandonaron; Leonora esperó, luego sintió sus dedos cerrarse alrededor de las muñecas. Tristan le levantó las manos mientras ella bajaba la cabeza y le miraba.
Sus ojos eran oscuras piscinas encendidas por llamas doradas.
– Muéstrame.
Guió las manos de ella hacia las cintas atadas.
Su mirada se fusionó con la de él, agarró los extremos de los lazos, y tiró, entonces, totalmente cautivada por lo que podía ver en su cara, la desnuda pasión, la necesidad torrencial, desprendió lentamente la fina tela, exponiendo sus pechos a la luz.
Y a él. Su mirada se sentía como llamas, lamiendo, calentando. Sin levantar la mirada, él le cogió las manos y las colocó de nuevo en sus muslos.
– Déjalas ahí.
Liberándole las manos, Tristan levantó las suyas hasta los pechos.
La tortura real comenzó. Él parecía saber justo lo que ella podía aguantar, luego inclinó su cabeza, aliviando un doliente pezón con la lengua, luego lo tomó en la boca.
Dándose un banquete.
Hasta que ella gritó. Hasta que las yemas de sus dedos se aferraron a los músculos de acero de sus muslos. Él chupó y sus rodillas temblaron. Puso un brazo bajo sus caderas y la sostuvo, manteniéndola estable mientras hacía lo que deseaba, grabándose en su piel, en sus nervios, en sus sentidos.
Ella levantó los parpados ligeramente; jadeando, miró hacia abajo. Observó y sintió la oscura cabeza moverse contra ella mientras complacía sus deseos… y los de ella.
Con cada toque de sus labios, cada remolino de su lengua, cada vibrante succión dolorosamente lenta, él implacablemente, sin descanso, atizaba el fuego en ella.
Hasta que ardió. Hasta que, incandescente y vacía, se sintió como un brillante vacío, uno que anhelaba, que le dolía, que desesperadamente necesitaba que él lo llenara. Que lo completara.
Leonora levantó las manos, con un movimiento deslizó los brazos fuera de las mangas, entonces las extendió hacia él, trazando su mandíbula con las palmas, sintiendo el movimiento mientras él succionaba. Volvió a pasar los dedos por el cabello de Tristan; de mala gana, él se echó hacia atrás, liberando la suave carne.
Mirándola a la cara, encontró sus ojos, entonces la puso de pie. Las largas palmas subieron acariciantes, encontrando las acaloradas e hinchadas curvas, luego acarició hacia abajo, por la cintura, siguiendo posesivamente los contornos, empujando hacia abajo el vestido y la camisola, por la turgencia de sus caderas, hasta que con un suave sonido cayeron, formando un charco a sus pies.
La mirada de Tristan había seguido la tela hasta sus rodillas. Las estudió, luego lentamente, deliberadamente, levantó la vista, pasando por sus muslos, deteniéndose en los oscuros rizos de su vértice antes de continuar moviéndose lentamente, hacia arriba, sobre la suave curva de su estómago, sobre su ombligo, la cintura, hasta los pechos, finalmente hasta su cara, sus labios, sus ojos. Un largo y exhaustivo estudio, uno que la dejó sin dudar que él consideraba todo lo que veía, todo lo que era ella, suyo.
Se estremeció, no de frío sino con creciente necesidad. Estiró la mano hacia su corbata.
Tristan le cogió las manos.
– No. Esta noche no.
A pesar del agarre del deseo, Leonora logró un ligero ceño.
– Quiero verte, también.
– Verás bastante de mí durante años. -Se levantó; todavía sosteniéndole las manos, dio un paso a un lado-. Esta noche… te deseo. Desnuda. Mía. -Atrapó su mirada-. En este escritorio.
¿El escritorio? Lo miró.
Tristan le soltó las manos, las cerró alrededor de su cintura y la levantó, colocándola sentada en la parte delantera del escritorio donde había estado apoyado.
La sensación de la caoba pulida bajo su trasero desnudo la distrajo temporalmente.
Tristan le agarró las rodillas, las abrió ampliamente y se puso entre ellas. Le cogió la cara en las manos mientras ella levantaba la mirada, sorprendida, y la besó.
Él dejó que sus riendas se deslizaran, simplemente se dejó ir, dejó que el deseo se propagara y se vertiera a través de él, de ella. Sus bocas se fundieron, sus lenguas se enredaron. Las manos de ella enmarcaron su mandíbula mientras él vagaba más abajo, necesitando encontrar de nuevo la suave carne, necesitando sentir la urgencia de ella, la destellante respuesta a su toque… todas las evidencias de que era realmente suya.
El cuerpo de Leonora era seda líquida bajo sus manos, pasión caliente y urgente. Le agarró las caderas y se inclinó hacia ella, gradualmente moviéndola hacia atrás, finalmente empujándola hacia abajo para yacer sobre el gran escritorio de su tío.
Se retiró del beso, medio enderezándose, aprovechando el momento para bajar la mirada hacia ella, yaciendo desnuda, caliente, y jadeando, sobre la brillante caoba. La madera no era más rica que su cabello, aún sujeto en un nudo en lo alto de su cabeza.
Pensó en eso mientras ponía una mano sobre una rodilla desnuda y lentamente la deslizaba hacia arriba, encontrando el firme músculo de su muslo mientras se inclinaba hacia ella y tomaba su boca de nuevo.
La llenó, reclamándola como un conquistador, luego estableció un ritmo de avance y retirada que ella y su cuerpo conocían bien. Estaba con él en pensamiento y acción, en deseo y urgencia. Leonora se movió bajo sus manos; cerrando una alrededor de su cadera, sujetándola, deslizó los dedos de la otra desde el lugar entre sus pechos hacia su cintura, sobre su estómago para acariciar tentadoramente los húmedos rizos cubriendo su monte de Venus.
Ella jadeó en sus besos. Él se apartó, se echó hacia atrás lo suficiente como para capturar sus ojos, de un brillante e intenso azul violáceo bajo las pestañas.
– Suéltate el cabello.
Leonora parpadeó, agudamente consciente de las yemas de sus dedos acariciándole ociosamente los rizos. Sin tocar exactamente la carne dolorida. Latía; todo en ella pulsaba con anhelo. Con una necesidad imposible de negar.
Levantó los brazos, los ojos fijos en los de él, y lentamente alcanzó las horquillas que sostenían sus largos mechones. Cuando agarró la primera, él la tocó, poniendo la suave punta de un dedo en ella.
Su cuerpo se tensó, se arqueó ligeramente; Leonora cerró los ojos, agarrando la horquilla, y la sacó. Sintiendo la satisfacción de él en su toque, en sus lentas, tentadoras caricias. Levantó los párpados, le vio mirándola; con los dedos buscando, encontró otra horquilla.
Tuvo que cerrar los ojos de nuevo mientras la quitaba… y él se tomaba confianzas con su cuerpo. Tocando, acariciando.
Luego delicadamente tanteó.
Sólo una suave presión a la entrada de su cuerpo.
Suficiente para incitarla, pero no para aplacarla.
Con los ojos cerrados, sacó otra horquilla; un largo dedo se deslizó una fracción más.
Estaba hinchada, palpitante, húmeda. Aspirando un entrecortado aliento, buscó con ambas manos, tiró, y dejó que las horquillas cayeran en una lluvia sobre el escritorio.
Al tiempo que su pelo cayó suelto, él enterró los dedos en su vaina, penetrando, acariciando, avivando. A ella le costaba respirar, sus nervios despiertos, su cuerpo retorciéndose contra su agarre. El largo cabello se esparció por sus hombros, a través del escritorio. Levantó la vista hacia él, y vio su mirada vagando sobre ella, captando su abandono; una absoluta posesión grabada en sus facciones.
Tristan captó su mirada, la estudió, entonces se inclinó hacia abajo, y la besó. Tomó su boca, capturó sus sentidos en un beso narcotizante. Luego sus labios abandonaron los de ella; le levantó más la mandíbula, hundiendo la cabeza para dejar una estela de besos calientes por la firme línea de la garganta, bajando hacia la hinchazón de los pechos. Se entretuvo allí, lamiendo, aliviando, chupando, pero ligeramente, luego su cabello acarició las suaves partes bajas mientras él seguía la línea de su cuerpo, más abajo. Ella estaba luchando por respirar, más allá del lascivo abandono; sentimientos, sensaciones, vertiéndose a través de ella, llenándola, barriéndola.
Sus manos habían ido a descansar sobre los hombros de él; todavía estaba vestido con la chaqueta. El tacto le recordó insistente su vulnerabilidad; Tristan la tenía completamente desnuda, retorciéndose ante él, expuesta en su escritorio como una hurí… jadeó cuando sus labios viajaron por el estómago.
No paró.
– Tristan… ¡Tristan!
Él no hizo caso; Leonora tuvo que tragarse los gritos mientras él le abría más los muslos y se hundía entre ellos. Colocado para darse un banquete como había hecho una vez antes, pero en esa ocasión ella no había estado desnuda, expuesta. Tan vulnerable.
Cerró los ojos. Con fuerza. Intentó reprimir la marea emergente…
Crecía inexorablemente, lametón a lametón, suave latigazo a latigazo, hasta que la capturó. La aferró.
Ella se rompió.
Su cuerpo se arqueó.
Sus sentidos se hicieron pedazos. El mundo desapareció en fragmentos de brillante luz, en una palpitante radiación que la rodeaba, se hundía en ella, a través de ella. Le dejó los huesos fundidos, los músculos flojos, dejó un profundo pozo de calor en su interior, aún vacío.
Incompleta.
Estaba mareada, casi incapacitada, pero se obligó a levantar los párpados. Le echó una mirada mientras él se enderezaba.
Su cuerpo fornido latía con reprimida agresividad, con una poderosa tensión, afinada con precisión. Sus manos le aferraban los muslos desnudos, permanecía mirándola, ojos color avellana ardiendo mientras vagaban por el cuerpo de ella.
Lo que Leonora vio en su cara hizo que sus pulmones se detuvieran, su corazón titubeara, luego latiera con más fuerza.
El deseo desnudo estaba grabado en sus facciones, ásperamente marcado en cada línea de su cara.
Aún así, también había soledad allí, una vulnerabilidad, una esperanza.
Ella lo vio, lo entendió.
Entonces los ojos de Tristan se encontraron con los suyos. Por un instante, el tiempo se detuvo, entonces ella levantó los brazos, débiles como estaban, y lo atrajo hacia ella.
Él se removió. Los ojos fijos en los de ella, se quitó la chaqueta con un encogimiento de hombros, se desprendió de la corbata, se abrió la camisa, desnudando los musculosos contornos de su pecho, ligeramente espolvoreado con vello negro. Al recordar la sensación de sentir ese vello raspando contra su sensibilizada piel mientras él se movía dentro de ella, hizo que sus pechos se hincharan hasta una dolorosa plenitud, los pezones arrugándose tensos. Él lo vio. Alargó la mano hacia su cinturilla. Desabrochó los botones, liberó su erección.
Echó una mirada hacia abajo solo brevemente, encajándose en ella, entonces se introdujo, sólo un poquito.
Y levantó la vista. Capturó su mirada de nuevo, luego se inclinó, apoyando las manos en la mesa a cada lado de su cabeza, moviendo los dedos por su cabello. Se inclinó más cerca, acariciando sus labios.
Los ojos fijos en los suyos una vez más, empujó dentro de ella.
Leonora se elevó bajo él. Sus alientos se mezclaron mientras ella se arqueaba, se ajustaba, tomándolo en su interior. Al final, se introdujo profundamente y la llenó. El aliento cayó de sus labios; cerró los ojos, deleitándose en la sensación de tenerlo enterrado en su interior. Entonces levantó una mano, metiéndole los dedos en el cabello, atrayéndole la cabeza a la suya, y colocó los labios en los de él. Abrió la boca, invitándolo a entrar.
Invitándolo flagrantemente a saquear.
Y Tristan lo hizo.
Cada poderoso empuje la elevaba, la desplazaba.
Interrumpieron el beso. Sin esperar instrucciones, ella levantó las piernas y le rodeó con ellas las caderas. Oyó su gemido, vio el vacío barrer su cara mientras aprovechaba para hundirse más profundo, empujando más duro, más lejos. Enfundándose en ella.
Tristan cerró una mano alrededor de su cadera, anclándola contra las repetitivas invasiones. Cuando el ritmo aumentó, se inclinó hacia ella de nuevo, dejó que sus labios acariciaran los suyos, entonces se sumergió en su boca mientras su cuerpo se sumergía salvajemente en el de ella.
Mientras perdía todo el control y se daba a ella.
Como ella ya se había dado, en cuerpo y alma, mente y corazón, a él.
Leonora se dejó ir, realmente se liberó, permitiéndole tomarla como él deseaba.
Incluso atrapado en mitad de una increíblemente poderosa pasión, Tristan sintió su decisión, su total rendición al momento… su rendición a él. Estaba con él, no sólo unidos físicamente sino en otro lugar, de otro modo, a otro nivel.
Nunca había alcanzado ese místico lugar con ninguna otra mujer; nunca había soñado que semejante experiencia abrasadora para el alma sería suya. Pero ella le tomó en su interior, cabalgando cada estocada, envolviéndole en el calor de su cuerpo… y alegremente, con verdadero abandono, le dio todo lo que pudo desear, todo lo que había anhelado.
Rendición incondicional.
Leonora había dicho que sería suya. Ahora lo era. Para siempre.
No necesitaba más seguridad, ni evidencias más allá del fuerte agarre de su cuerpo, la suave contorsión de sus desnudas curvas bajo él.
Pero siempre había querido más, y ella se lo había dado sin preguntar.
No sólo su cuerpo, sino esto… una entrega sin trabas a él, a ella, a lo que se extendía entre ellos.
Eso se elevaba en una marea, imposible de controlar. Los derribó, estrellándose, arremolinándose, haciéndolos jadear, aferrarse. Luchar por respirar. Luchar por el agarre a la vida; después se perdió mientras el resplandor los inundaba, mientras sus cuerpos se pegaban, sin separarse, estremeciéndose.
Tristan derramó su semilla profundo en el interior de ella, manteniéndose tenso, inmóvil, mientras el éxtasis los empapaba.
Los llenaba, hundiéndose profundo, luego lentamente menguó y se debilitó.
Él se dejó ir, sintió los músculos relajarse, permitió que Leonora lo sostuviera, lo acunara, con la frente inclinada hacia la de ella.
Abrazados, los labios acariciándose, juntos se rindieron a su destino.
Ella se quedó durante horas. Se dijeron pocas palabras. No había necesidad de explicar nada entre ellos; ninguno necesitaba ni quería que palabras inadecuadas se inmiscuyeran.
Tristan volvió a atizar el fuego. Se desplomó en un sillón frente a él con ella acurrucada en su regazo, aún desnuda, con la chaqueta echada sobre ella para mantenerla caliente, los brazos bajo ella, las manos en su piel desnuda, su cabello como seda salvaje aferrada a ambos… habría permanecido así felizmente para siempre.
Bajó la mirada hacia Leonora. La luz del fuego doraba su cara. Más temprano había coloreado de oro su cuerpo cuando había estado de pie desvergonzada ante las llamas y le había permitido examinar cada curva, cada línea. Esta vez, la había dejado en gran medida sin marcas; sólo eran visibles las huellas de las yemas de sus dedos en la cadera, donde la había sujetado.
Leonora levantó la vista, captó su mirada, sonrió, luego apoyó la cabeza en su hombro. Bajo su palma, extendida sobre el desnudo pecho, el corazón le latía firmemente. El latido hizo eco en su sangre. Por todo su cuerpo.
La proximidad los abrigó, los unió de un modo que no podía definir, que ciertamente no había esperado.
Él tampoco lo había esperado, aunque ambos lo habían aceptado.
Una vez aceptado, no podía ser negado.
Tenía que ser amor, pero ¿quién era ella para decirlo? Todo lo que sabía era que para ella era inmutable. Inalterable, fijo, y para siempre.
Lo que fuera que deparara el futuro -matrimonio, hijos, cargas familiares, todo lo demás- tendría eso, esa fuerza, a la que apelar.
Se sentía bien. Mejor de lo que hubiera imaginado que nada se podía sentir.
Estaba donde pertenecía. En sus brazos. Con amor entre ellos.