El invernadero era el territorio de Leonora. Aparte del jardinero, nadie más venía por allí. Era su santuario, su refugio, su lugar seguro. Por primera vez dentro de aquellas paredes de cristal, sintió un estremecimiento de peligro, cuando caminaba por el pasillo central y oyó el chasquido de la puerta detrás de ella.
Sus zapatillas golpeaban suavemente en las baldosas; la falda de seda susurraba. Aún más leves eran los suaves pasos de Trentham mientras la seguía por el camino.
La excitación y algo más afilado la cautivaron.
– En invierno, la estancia se calienta con una tubería de vapor desde la cocina. -Alcanzando el fin del camino, se detuvo junto a la curva inferior de los miradores, y tomó aliento. Su corazón latía tan fuerte que podía oírlo, sentir el pulso en los dedos. Extendió la mano, tocó el vidrio con la punta del dedo-. Hay doble acristalamiento para ayudar a mantener el calor dentro.
Fuera, la noche era oscura; miró hacia el cristal y vio reflejada la imagen de Trentham acercándose. Dos lámparas que ardían suavemente, una a cada lado de la estancia; daban bastante luz para ver el camino y tener un vislumbre de las plantas.
Trentham disminuyó la distancia entre ellos, su paso era lento, una gran e infinitamente predatoria silueta; ni por un instante dudó de que la observaba. Su cara quedaba en la sombra, hasta que, deteniéndose detrás de ella, levantó la mirada y encontró la suya en el cristal.
Sus ojos se enlazaron con los de ella.
Las manos de él se deslizaron alrededor de su cintura, se cerraron, sujetándola.
La boca de ella estaba seca.
– ¿Realmente está interesado en los invernaderos?
La mirada de él vagó hacia abajo.
– Estoy interesado en lo que este invernadero contiene.
– ¿Las plantas? -Su voz era sólo un hilo.
– No. Usted.
Le dio la vuelta, y se encontró entre sus brazos. Él inclinó la cabeza y cubrió sus labios, como si tuviera derecho a ello. Como si de alguna forma extraña, ella le perteneciera.
Su mano se detuvo finalmente en el hombro. La cautivaba mientras separaba sus labios e invadía su boca. La anclaba a él mientras la saboreaba, pausadamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Ella deseaba acogerlo. El abrazo hacía que su cabeza diera vueltas. Placenteramente. El calor se propagaba bajo su piel; el sabor de él, duro, masculino, dominante, la inundaba.
Durante un largo momento, ambos simplemente tomaron, cedieron, exploraron. Mientras, algo dentro de ellos se tensaba.
Él interrumpió el beso, levantó la cabeza, pero sólo lo suficiente como para atraerla más cerca aún. Su mano, que le recorría la espalda, quemaba a través de la fina seda de su traje de noche. La miró directamente a los ojos bajo los pesados párpados, casi soñolientos.
– ¿De qué quería hablar?
Ella parpadeó, valientemente luchó por encauzar sus pensamientos. Lo observó mientras él esperaba. Solicitar la aclaración de adónde les llevaría su siguiente paso sería seguramente tentar al destino; él estaba esperando su repuesta.
– No importa. -Atrevidamente, se elevó y atrajo sus labios de regreso a los de ella.
Estaban curvados cuando encontraron los suyos, pero la complació; juntos se sumergieron de nuevo en el intercambio, profundizando más. Él se echó hacia atrás otra vez.
– ¿Qué edad tiene?
La pregunta se abrió paso flotando a través de sus sentidos, en su mente. Sus labios temblaron, aún hambrientos; acarició con sus labios los de él.
– ¿Importa?
Sus párpados se elevaron, tocándose sus miradas. Pasó un momento.
– En realidad no.
Ella se humedeció los labios, mirando los suyos.
– Veintiséis.
Esos labios malvados se curvaron. De nuevo, el peligro cosquilleó en su columna vertebral.
– Lo suficientemente mayor.
La atrajo hacia él, contra él; inclinó otra vez la cabeza.
Nuevamente ella le encontró.
Tristan sintió su ansia, su entusiasmo. En eso, al menos, había ganado. Ella le había brindado la situación en bandeja; era demasiado buena para dejar pasar otra oportunidad de ampliar sus conocimientos, para expandir sus horizontes. Lo bastante al menos para que la próxima vez que tratase de distraerla sensualmente tuviera alguna posibilidad de éxito.
Ella se había escapado demasiado fácilmente esa tarde, había evitado su red, se había liberado de cualquier persistente fascinación demasiado fácil para su gusto.
La naturaleza de él siempre había sido dictatorial. Tiránica. Predatoria.
Provenía de una larga línea de varones hedonistas que, con pocas excepciones, siempre obtuvieron lo que querían.
Definitivamente la quería, pero de un modo diferente, con una profundidad que no le era familiar. Algo dentro de él había cambiado, o quizá más correctamente, había emergido. Una parte de él que nunca antes tuvo motivos para afrontar; nunca antes ninguna mujer la había provocado.
Ella lo hacía. Sin esfuerzo alguno. Pero no tenía ni idea de lo que hacía, mucho menos de lo que provocaba.
Su boca era un deleite, una caverna de dulzura melosa, cálida, cautivadora, infinitamente encantadora. Los dedos de ella se enredaron en el pelo de él; su lengua se batía en duelo con la suya aprendiendo rápidamente, ansiosa por experimentar.
Él le dio lo que quería, pero refrenó sus demonios. Ella se presionó más cerca, invitándolo a ahondar más el beso. Una invitación que no veía razón para rechazar.
Esbeltos, flexibles, sutilmente curvados, sus suaves miembros y su suave carne eran una potente droga para su necesidad masculina. Sentirla en sus brazos alimentaba su deseo, alimentaba los fuegos sensuales que habían surgido entre ellos.
Improvisar sobre la marcha. Seguir tu instinto. El camino más sencillo es hacia adelante.
Ella se parecía tan poco a la esposa que había imaginado -al tipo de esposa que una parte de él todavía insistía tercamente que debería buscar- no estaba aún en condiciones de renunciar a esa posición completamente, al menos abiertamente.
Se hundió más profundamente en la boca de ella, la atrajo aún más cerca, saboreando su calor y su madura promesa.
Habría suficiente tiempo para examinar dónde estaban una vez que llegaran; permitir que las cosas se desarrollasen de este modo mientras él se ocupaba del ladrón misterioso era sólo por prudencia. Fuera lo que fuera lo que crecía entre ellos, las prioridades de él en este punto eran indudablemente claras. Evitar la amenaza que pendía sobre ella era su preocupación primaria y primordial; nada, nada en absoluto, le desviaría de esa meta, tenía demasiada experiencia para permitir cualquier interferencia.
Habría suficiente tiempo una vez que hubiera llevado a cabo la misión y ella estuviera a salvo, segura, para ocupar su mente en manejar el deseo que algún destino envuelto en la noche había sembrado entre ellos.
Lo podía sentir fluyendo, creciendo en fuerza, en intención, más famélico con cada minuto que ella pasaba en sus brazos. Era hora de detenerse; no tuvo inconveniente en encerrar sus demonios, en retroceder gradualmente del intercambio.
Levantó la cabeza. Ella parpadeó, mirándolo confusa, luego aspiró bruscamente y miró a su alrededor. Él alivió su agarre y ella dio un paso atrás, regresando la mirada a su cara.
Su lengua salió afuera, acariciándole el labio superior.
Él fue repentinamente consciente de un inequívoco deseo. Se enderezó, tomando aire.
– ¿Cuáles… -ella se aclaró la voz-. ¿Cuáles son sus planes en relación con el ladrón?
Él la miró. Sorprendido de que mantuviera su ingenio tan despejado.
– La nueva Oficina de Registro que está en Somerset House. Quiero averiguar quién es Montgomery Mountford.
Ella reflexionó sólo un momento y luego asintió.
– Iré con usted. Dos personas ven mejor que una.
Él hizo una pausa como si lo considerase, luego consintió.
– Muy bien. La recogeré a las once.
Ella clavó los ojos en él; no podía leer su mirada, pero podía ver que estaba sorprendida.
Él sonrió. De forma encantadora.
La expresión de ella se volvió suspicaz.
Su sonrisa se hizo más pronunciada en un gesto genuino, cínico y divertido. Capturando su mano, la levantó hasta sus labios.
– Hasta mañana.
Ella buscó sus ojos. Sus cejas se levantaron arrogantemente.
– ¿No debería tomar algunas notas sobre el invernadero?
Él la miró fijamente, dio la vuelta a su mano, y colocó un prolongado beso en su palma.
– Mentí. Ya tengo uno. -Soltando su mano, dio un paso atrás-. Recuérdeme que se lo muestre en alguna ocasión.
Con una inclinación de cabeza y una mirada final de desafío, la dejó.
Leonora todavía desconfiaba cuando él llegó a recogerla en su carruaje a la mañana siguiente.
Enfrentando su mirada, le tendió la mano para ayudarla a subir al coche, ella elevó la nariz en el aire y fingió no darse cuenta. Él subió, tomó las riendas, y puso sus rucios al paso.
Lucía bien, llamativa con una capa azul oscuro abotonada sobre un traje de paseo azul celeste. Su cofia le enmarcaba la cara, las finas facciones de un color delicado, como si algún artista hubiera aplicado su pincel a la porcelana más fina. Mientras conducía su inquieto par de caballos a través de las calles abarrotadas, le resultaba difícil comprender por qué nunca se había casado.
Todos los hombres de la alta sociedad de Londres no podrían estar tan ciegos. ¿Ella se había ocultado por alguna razón? ¿O era su carácter dominante, su mordaz confianza en sí misma, su propensión para tomar el mando, lo que resultó demasiado desafiante?
Él se daba perfectamente cuenta de sus rasgos menos admirables, pero por alguna razón insondable, esa parte de él que ella, y sólo ella, había tentado, insistía en verlos, no como algo tan suave como un desafío, más bien, como una declaración de guerra. Como si ella fuera una adversaria desafiándole abiertamente. Todo un disparate, lo sabía, pero la convicción era profunda.
Eso, en parte, había dictado su última táctica. Había accedido a su petición de acompañarle a Somerset House; se lo habría sugerido si ella no lo hubiera hecho, allí no habría peligro.
Mientras estuviera con él, estaba a salvo; fuera de su vista, dejándola a su aire, indudablemente trataría de llegar al problema -su problema, como tan mordazmente había declarado- desde algún otro ángulo. Ordenarle que cesase de investigar por sí misma, obligarla a hacerlo, estaba más allá de su capacidad actual. Mantenerla junto a él lo máximo posible era, incuestionablemente, lo más seguro.
Bajando por el Strand, mentalmente se sobresaltó. Sus razonamientos sonaban muy lógicos. La compulsión tras ellos -la compulsión para la que usaba tantos argumentos que la justificaran- era nueva y claramente inquietante. Desconcertante. La repentina comprensión de que el bienestar de una dama de madura edad y mente independiente era ahora crítica para su ecuanimidad, era algo espantoso.
Llegaron a Somerset House; dejando el carruaje al cuidado de su lacayo, entraron en el edificio, sus pasos resonaban en la fría piedra. Un asistente les miró desde detrás del mostrador; Tristan hizo su petición y fueron enviados por el corredor hasta un tenebroso vestíbulo. Hileras de armarios de madera llenaban el espacio; cada estantería tenía múltiples cajones.
Otro asistente, informado acerca de su búsqueda, señaló con el dedo hacia un armario determinado. Las letras "MOU" estaban grabadas en oro en los frontales de madera pulida.
– Les sugeriría que comenzarán por allí.
Leonora caminó enérgicamente hacia los armarios; él la siguió más lentamente, pensando en lo que los cajones debían contener, estimando cuántos certificados podrían encontrase en cada cajón
Su suposición quedó confirmada cuando Leonora abrió el primer cajón.
– ¡Dios mío! -Ella clavó los ojos en la masa de papeles apretujados dentro del espacio-. ¡Esto podría llevar días!
Él abrió el cajón del al lado.
– Usted se ofreció a acompañarme.
Ella hizo un sonido sospechosamente parecido un bufido reprimido y comenzó a comprobar los nombres. No fue tan malo como habían temido; en breve localizaron al primer Mountford, pero el número de personas nacidas en Inglaterra con ese apellido era deprimentemente grande. Perseveraron, y finalmente descubrieron que sí, ciertamente, allí había un Montgomery Mountford.
– ¡Pero -Leonora clavó los ojos en el certificado de nacimiento- esto significa que tiene setenta y tres años!
Frunció el ceño, luego devolvió el certificado a su lugar, mirando el siguiente, y el siguiente. Y el siguiente.
– Seis -masculló, su tono exasperado confirmaba lo que él había esperado-. Y ninguno de ellos podría ser él. Los cinco primeros son demasiado viejos, y éste tiene trece años.
Él puso una mano brevemente sobre su hombro.
– Compruebe cuidadosamente cada lado, por si un certificado está mal archivado. Le consultaré al asistente.
Dejándola ceñuda, hojeando los certificados, caminó hacia el escritorio del supervisor. Unas discretas palabras y el supervisor envió a uno de sus asistentes a toda prisa. Tres minutos más tarde llegó un pulcro individuo con el sobrio atuendo de funcionario del gobierno.
Tristan le explicó lo que estaba buscando.
El señor Crosby se inclinó respetuosamente.
– Por supuesto, milord. Sin embargo, no creo que el nombre sea uno de esos protegidos. ¿Me permite verificarlo?
Tristan hizo un gesto, y Crosby se fue andando por la sala.
Leonora, desanimada, cerró los cajones. Regresó a su lado, y esperaron a que Crosby reapareciese.
Él se inclinó ante Leonora, luego miró a Tristan.
– Es como usted sospechaba, milord. A menos que haya un certificado perdido, lo cuál dudo muchísimo, desde luego no hay ningún Montgomery Mountford de la edad que ustedes buscan.
Tristan le dio las gracias y condujo a Leonora hacia afuera. Hicieron una pausa en el camino y ella se volvió hacia él.
Lo miró.
– ¿Por qué usaría alguien un seudónimo?
– Porque, -se puso los guantes, sintiendo que su mandíbula se endurecía-, no busca nada bueno. -Volviendo a tomar su codo, la urgió a bajar las escaleras-. Vamos, demos un paseo en coche.
La llevó por Surrey, hacia Mallingham Manor, que ahora era su casa. Lo hizo impulsivamente, supuso que la distraería, algo que sentía cada vez más necesario. Un criminal usando un seudónimo no auguraba nada bueno.
Desde el Strand, la condujo a través del río, alertándola inmediatamente por el cambio de dirección. Pero cuando le explicó que necesitaba atender los asuntos de su hacienda para poder regresar a la ciudad libre de seguir la investigación sobre Montgomery Mountford, el ladrón fantasma, ella aceptó el arreglo fácilmente.
La carretera era recta y estaba en excelentes condiciones; los caballos estaban frescos y ansiosos de estirar las patas. Giró el carruaje cruzando las elegantes puertas de hierro forjado a tiempo para el almuerzo. Colocando el par de caballos al paso por el camino, notó que la atención de Leonora se centraba en la enorme casa del fondo, situada entre pulcras extensiones de césped y cuidados parterres. El camino de grava surcaba un patio delantero circular frente a la imponente puerta principal.
Siguió la mirada de ella; sospechaba que él veía la casa como ella lo hacía, pues aún no se hacía a la idea de que ésta era ahora suya, su hogar. La mansión había existido durante siglos, pero su tío abuelo la había renovado y remodelado con ahínco. La que ahora se erigía frente a ellos era una mansión Palladian * construida de piedra arenisca con frontispicios sobre cada ventanal y falsas almenas sobre la larga línea de la fachada.
Los caballos entraron en el patio delantero. Leonora exhaló.
– Es hermosa. Muy elegante.
Él asintió, permitiéndose admitirlo, permitiéndose admitir que su tío abuelo había hecho algo bien.
Un mozo de cuadras llegó corriendo en cuanto saltó al suelo. Dejando el carruaje y los caballos al cuidado del mozo, ayudó a bajar a Leonora, luego la guió subiendo las escaleras.
Clitheroe, el mayordomo de su tío abuelo, ahora el suyo, abrió las puertas antes de que las alcanzasen, resplandeciente con su amabilidad habitual.
– Bienvenido a casa, milord. -Clitheroe incluyó a Leonora en su sonrisa.
– Clitheroe, ésta es la señorita Carling. Estaremos aquí para el almuerzo, luego atenderé algunos asuntos de negocios antes de que regresemos a la ciudad.
– Por supuesto, milord. ¿Debo informar a las señoras?
Estremeciéndose bajo su abrigo, Tristan suprimió una mueca de disgusto.
– No. Acompañaré a la señorita Carling a conocerlas. ¿Asumo que están en la salita?
– Sí, milord.
Él levantó la capa de Leonora de sus hombros y se la dio a Clitheroe. Colocando la mano de ella en su brazo, con su otra mano señaló hacia el fondo del vestíbulo.
– ¿Creo que mencioné que tengo a diversas mujeres de mi familia y otros parientes aquí?
Ella lo recorrió con la mirada.
– Lo hizo. ¿Son sus primas como las otras?
– Algunas, pero las dos más notables son mi tía abuela Hermione y Hortense. A esta hora, el grupo se encuentra invariablemente en la salita.
La miró a los ojos.
– Chismorreando.
Se detuvo y abrió de golpe una puerta. Como para probar su aseveración, la ráfaga de charla femenina del interior cesó inmediatamente.
Cuando la condujo dentro del enorme salón lleno de luz, cortesía de la sucesión de ventanas a lo largo de una pared, todas orientadas hacia una bucólica escena de suaves céspedes bajando hasta un lago a lo lejos, Leonora se encontró siendo el objetivo de las miradas de numerosos ojos, muy abiertos, sin parpadear. Sus mujeres -ella contó ocho- estaban positivamente intrigadas.
Sin embargo, no la desaprobaban.
Eso quedó instantáneamente claro cuando Trentham, con su gracia habitual, la presentó a su tía abuela mayor, Lady Hermione Wemyss. Lady Hermione sonrió y le brindó una sincera bienvenida; Leonora hizo una reverencia y respondió.
Y así recorrió el círculo de caras arrugadas, todas exhibiendo diversos grados de alegría. Al igual que las seis ancianas de su casa londinense habían estado sinceramente emocionadas de conocerla, desde luego, también lo estaban estas mujeres. Su primera impresión de que quizá, por la razón que fuera, no se aventuraban en sociedad y por eso estaban ansiosas de visitas, y por consiguiente habrían estado encantadas con quienquiera que hubiera venido a visitarlas, murió rápidamente; tan pronto se hundió en la silla que Trentham colocó para ella, Lady Hortense se lanzó a una narración de su última ronda de visitas y la excitación surgida del festejo local de la iglesia.
– Siempre hay algo ocurriendo por aquí, ya sabe. -Le confió Hortense -. No hay duda.
Las demás asintieron e intervinieron ansiosamente en la conversación, informándola sobre las vistas locales y las buenas costumbres de la hacienda y el pueblo, antes de invitarla a contarles algo sobre sí misma.
Completamente confiada en tal compañía, ella respondió fácilmente, contándoles cosas sobre Humphrey y Jeremy y sus aficiones, y los jardines de Cedric, toda esa clase de cosas que a las señoras mayores les gustaba saber.
Trentham había permanecido de pie junto a su silla, una mano en el respaldo; ahora dio un paso atrás.
– Si me perdonan, señoras, me reuniré con ustedes para el almuerzo.
Todas ellas sonrieron y asintieron; Leonora miró hacia arriba y encontró su mirada. Él inclinó su cabeza, luego su atención fue reclamada por Lady Hermione; se inclinó para escucharla. Leonora no pudo oír lo que dijeron. Con un asentimiento, Trentham se enderezó, luego salió de la habitación; observó su elegante espalda desaparecer por la puerta.
– Mi estimada señorita Carling, díganos…
Leonora se volvió hacia Hortense.
Podría haberse sentido abandonada, pero resultaba imposible con semejante compañía. Las ancianas estaban muy decididas a entretenerla; ella no podía menos que responder. Ciertamente, estaba intrigada por los innumerables datos que dejaban caer sobre Trentham y su predecesor, su tío abuelo Mortimer. Juntó lo suficiente como para entender la vía por la cual Trentham había heredado, había escuchado hablar a Hermione de la agria disposición de su hermano y su descontento con el lado de la familia de Trentham.
– Siempre insistía en que eran unos derrochadores. -bufó Hermione-. Tonterías, claro está. Sólo estaba celoso porque podían despreocuparse de todo, mientras que él tuvo que quedarse en casa y ocuparse de la hacienda familiar.
Hortense inclinó la cabeza sabiamente.
– Y el comportamiento de Tristan estos meses pasados, ha probado lo equivocado que estaba Mortimer. -Miró a los ojos de Leonora-. Un hombre muy sensato, Tristan. No evita sus deberes, sean los que sean.
Aquella declaración fue acogida con prudentes inclinaciones de cabeza por parte de todas. Leonora sospechó que había algún significado más allá de lo obvio, pero antes de que pudiera pensar en alguna manera de preguntar con tacto, una descripción colorida del vicario y la familia de la rectoría la distrajo.
Una parte de ella disfrutaba, incluso se deleitaba, con los sencillos cotilleos de la vida rural. Cuando llegó el mayordomo para anunciar que el almuerzo las esperaba, se levantó con un sobresalto, percatándose de cuánto había disfrutado el inesperado interludio.
Aunque las señoras habían sido unas compañeras agradables y amables, era el tema lo que la había atraído, la conversación sobre Trentham y el recorrido general de los acontecimientos del condado.
Ella, se percató, lo había echado de menos.
Trentham estaba esperando en el comedor; apartó una silla y la sentó a su lado.
La comida fue excelente; la conversación nunca flaqueó, ni fue forzada. A pesar de su inusual composición, la familia parecía relajada y contenta.
Al final de la comida, Tristan atrapó la mirada de Leonora, luego empujó hacia atrás su silla y miró alrededor de la mesa.
– Si nos perdonan, hay algunos últimos asuntos que necesito atender, y luego debemos regresar a la ciudad.
– Oh, ciertamente.
– Por supuesto, ha sido muy agradable conocerla, señorita Carling.
– Haga que Trentham la traiga de nuevo, querida.
Él se levantó, tomando la mano de Leonora, ayudándola a levantarse. Consciente de su impaciencia, esperó mientras ella intercambiaba despedidas con su tribu de queridas ancianas, luego la guió fuera de la habitación hacia su ala privada.
De común acuerdo, las señoras no se entrometían en sus dominios privados; dirigir a Leonora a través del pasaje abovedado y el largo corredor de alguna forma irracional le apaciguó.
La había dejado con el grupo sabiendo que la mantendrían entretenida, razonando que podría concentrarse en sus negocios y ocuparse de ellos más detalladamente si prescindía de su presencia física. No había contado con su compulsión irracional de que necesitaba saber, no sólo dónde estaba ella, sino cómo estaba.
Abriendo de golpe una puerta, la hizo pasar a su estudio.
– Si toma asiento durante unos minutos, tengo algunos asuntos que tratar, luego podemos ponernos en camino.
Ella asintió y caminó hacia el sillón situado en ángulo junto a la chimenea. Tristan la observó sentarse cómodamente, con la mirada en el fuego. Descansó la mirada sobre ella durante un momento, luego se volvió y cruzó hacia su escritorio.
Con ella segura en la habitación, contenta y tranquila, encontraba más fácil concentrarse; rápidamente aprobó diversos gastos, luego se acomodó para comprobar algunos informes. Aún cuando ella se levantó y caminó hacia la ventana para ver el panorama de prados y árboles, él apenas elevó la vista, sólo lo necesario para comprobar lo que estaba haciendo, luego regresó a su trabajo.
Quince minutos más tarde, había descongestionado su escritorio, lo suficiente como para poder quedarse en Londres durante las siguientes semanas, y dedicar por entero su atención al ladrón fantasma. Y, posteriormente, si los problemas señalaban en esa dirección, a ella.
Retirando su silla, levantó la vista y la encontró apoyada contra el marco de la ventana, observándole.
Su mirada azul del color de las vincas era serena.
– No se parece en nada a los leones de la aristocracia.
Él enfrentó su mirada, igualmente directa.
– No lo soy.
– Pensé que todos los condes -especialmente los solteros- lo eran por definición.
Él levantó una ceja mientras se alzaba.
– Este conde nunca esperó el título. -Se acercó hacia ella-. Nunca imaginé tenerlo.
Ella levantó una ceja en respuesta, sus ojos interrogantes cuando él la alcanzó.
– ¿Y soltero?
Él bajó la mirada hacia ella, después de un momento contestó.
– Como acaba de señalar, ese adjetivo sólo adquiere importancia cuando está asociado al título.
Ella estudió su cara, luego apartó la mirada.
Él siguió su mirada a través de la ventana hacia la tranquila escena del exterior.
Bajó la vista hacia ella.
– Tenemos tiempo para un paseo antes de emprender el viaje de regreso.
Ella lo miró y se volvió hacia el paisaje agradablemente ondulado.
– Estaba pensando cuántos placeres del campo me he perdido. Me gustaría un paseo.
Él la condujo hacia una sala contigua y salieron por una puertaventana, directamente a una terraza solitaria. Sus pasos los condujeron hacia el césped, todavía verde a pesar de la dureza del invierno. Comenzando a pasear; la miró preguntándole,
– ¿Quiere su capa?
Ella lo miró, sonriendo y negó con la cabeza.
– No hace tanto frío al sol, aunque sea débil.
La mole de la casa los protegía de la brisa. Él volvió la mirada hacia atrás, luego se volvió hacia adelante. Y encontró su mirada en él.
– Debió ser una sorpresa descubrir que lo había heredado todo, -su gesto señalaba más que el techo y las paredes-, dado que no lo esperaba.
– Lo fue.
– Parece habérselas arreglado bastante bien. Las señoras parecen muy contentas.
Una sonrisa tocó sus labios.
– Oh, lo están. -Traerla aquí había asegurado que lo estuvieran.
Miró adelante, hacia el lago. Ella siguió su mirada. Caminaron hacia la orilla, luego pasearon a lo largo de la ribera. Leonora divisó una familia de patos. Se detuvo, sombreando sus ojos con la mano para verlos mejor.
Deteniéndose unos pasos más allá, él la estudió, dejando que su mirada se demorase en el cuadro que formaba, de pie en su lago bajo la luz del sol, y sintió una alegría como no había experimentado antes, que lo caldeaba. Parecía no tener sentido pretender que el impulso de traerla aquí no había sido dirigido por un instinto primitivo de mantenerla segura entre las paredes donde él estaba.
Viéndola aquí, estando con ella aquí, fue como descubrir otra pieza del rompecabezas.
Ella encajaba.
Tanto que le inquietó.
Normalmente la pasividad lo impacientaba, pero estaba contento de pasear a su lado, sin hacer nada en realidad. Como si estar con ella lo hiciera permisible para él, como si ella fuera suficiente razón para su existencia, al menos en ese momento. Ninguna otra mujer había tenido ese efecto en él. La comprensión sólo incrementó su necesidad de anular la amenaza contra ella.
Como si sintiera su ánimo repentinamente tenso, ella lo miró, agrandando los amplios ojos mientras recorría su cara. Él se puso rápidamente su máscara y sonrió amablemente.
Ella frunció el ceño.
Antes de que pudiera preguntar, tomó su brazo.
– Vayamos por aquí.
El jardín de rosas en hibernación la distrajo. La guió por la extensa zona de cuidados arbustos, dando la vuelta lentamente de regreso hacia la casa. Un templo pequeño de mármol, austeramente clásico, se erigía en el centro de la zona de arbustos.
Leonora simplemente había olvidado cómo podía ser un agradable paseo por un jardín grande, bien diseñado y bien cuidado. En Londres, la fantástica creación de Cedric carecía de las vistas tranquilizadoras y los magníficos prados que sólo podrían ser logrados en el campo, y los parques estaban demasiados limitados a la vista y demasiado juntos. Desde luego no eran tan calmantes. Aquí, caminando con Trentham, la paz se deslizaba como una droga por sus venas, como si un pozo que estuviera casi seco se reabasteciera.
Situado en el cruce de los caminos de la zona de arbustos, el templo era simplemente perfecto. Levantándose las faldas, subió las escaleras. Dentro, el piso era un delicado mosaico en negro, gris y blanco. Las columnas jónicas que soportaban el tejado en forma de cúpula eran blancas veteadas de gris.
Cambiando de dirección, volvió la mirada hacia la casa, enmarcada por altos setos. La perspectiva era espléndida.
– Es magnífica. -Sonrió a Trentham cuando se detuvo a su lado-. Pese a las dificultades, no puede lamentar que esto sea suyo.
Ella extendió los brazos, las manos, incluyendo los jardines, el lago, y el prado circundante en la declaración.
Él la miró. Tras un largo momento, dijo quedamente,
– No. No lo lamento.
Ella percibió su tono, la existencia de algún significado más profundo en sus palabras. Frunció el ceño.
Sus labios, hasta entonces rectos, tan serios como su expresión, se curvaron, ella pensó que un poco sarcásticamente. Extendiendo la mano, agarró su muñeca, luego deslizó su mano hacia abajo para acercarse a ella.
Levantó la muñeca hasta sus labios. Mirándola a los ojos, la besó, dejando que sus labios se demorasen cuando el pulso de ella brincó, palpitando.
Como si esa hubiera sido la señal que había estado esperando, alargó la mano, la atrajo más cerca. Ella se lo permitió, entró en sus brazos, más que curiosa, abiertamente ansiosa.
Él inclinó la cabeza y las pestañas de ella descendieron; levantó sus labios y él los tomó. Se deslizó suavemente entre ellos, tomó posesión de su boca y sus sentidos.
Ella se rindió fácilmente, sin ningún miedo; estaba más que segura de sus instintos sobre él, de que nunca la dañaría. Pero dónde la llevaba con sus besos intoxicantes, lo que venía después, y cuándo, todavía no lo sabía; no tenía experiencia en ello.
Nunca antes había sido seducida.
Esa era la última meta que ella le suponía; no veía otra razón para sus acciones. Él había preguntado su edad, señaló que era lo bastante mayor. A los veinticinco, había sido puesta en el estante *; ahora, a los veintiséis, era -a su modo de ver- su propia dueña. Una solterona cuya vida no era asunto de nadie salvo de ella; sus actos no afectaban a nadie más, sus decisiones eran asunto suyo.
No es que fuera necesariamente a acceder a sus deseos. Ella tomaría una decisión siempre y cuando llegara la ocasión.
No sería hoy, no en un templo abierto visible desde la casa de él. Libre de tener que pensar en cualquier posibilidad, se hundió en sus brazos y respondió a su beso.
Enfrentándose a él, se dejó llevar por el intercambio, sintió el calor elevarse entre ellos, junto con esa fascinante tensión, una tensión que enviaba la excitación ondeando a lo largo de sus nervios, enviaba flujos de anticipación bajo su piel.
Su cuerpo se tensó; el calor fluía y se arremolinaba.
Envalentonada, levantó las manos sobre sus hombros, las deslizó hasta su nuca. Extendiendo los dedos, los enlazó lentamente a través de sus rizos oscuros. Gruesos y espesos, se deslizaron a través y sobre sus dedos, mientras que la lengua de él se deslizaba más profundamente.
Él inclinó la cabeza y la acercó más, hasta que los senos estuvieron aplastados contra su pecho, los muslos rozándose, las faldas enredándose alrededor de sus botas. Los brazos se apretaron a su alrededor, levantándola contra él; su fuerza la capturó. El beso se hizo más hondo en una combinación de bocas, un intercambio mucho más íntimo. Ella casi esperaba desmayarse, sentía que debería hacerlo, aunque en lugar de eso, todo lo que sintió fue ese calor floreciente, una cierta seguridad entre ambos, en él y en ella, y un hambre vertiginosa.
Esa hambre en continuo aumento era de ellos, no sólo de ella, no sólo de él, sino algo creciendo entre ambos.
Atrayente.
Seductora.
Alimentaba la necesidad de Tristan.
Pero era con la necesidad de ella con la que él jugó, la que observó y calibró, la que finalmente le facilitó su control sobre ella, atrapándola con un brazo mientras levantaba una mano hacia su rostro. Para acariciar su mejilla, enmarcar su mandíbula, mantenerla en silencio mientras la asaltaba metódicamente. Pero en ningún momento trató de abrumarla; ese, él lo sabía, no era el camino para atraparla.
Seducirla era un instinto contra el que ya no trataba de luchar. Deslizó sus dedos por la curva delicada de su mandíbula y los llevó más abajo, jugueteando con sus sentidos hasta que los labios de ella se volvieron exigentes, luego acariciando suavemente, lo suficiente como para excitar su imaginación, lo suficiente como para alimentar su hambre, no lo suficiente como para saciarla.
Sus senos se hincharon bajo su toque indagador; él deseaba tomar más, reclamar más, pero se contuvo. La estrategia y las tácticas eran su punto fuerte; en esto como en todas las cosas, jugaba para ganar.
Cuando los dedos de ella se agarraron a su cabeza, se permitió palpar su pecho, acariciar, aunque ligeramente, incitar en vez de satisfacer. Sintió como los sentidos de ella saltaban, sintió sus nervios tensarse. Sintió el bulto del pezón contra su palma.
Tuvo que tomar aliento profundamente y mantenerlo, luego, gradualmente, paso a paso, él aflojó el beso. Gradualmente relajó los músculos que la atrapaban contra él. Gradualmente le permitió emerger del beso.
Pero no apartó la mano de su pecho.
Cuando él liberó sus labios y levantó la cabeza, todavía estaba acariciándola suavemente, sin rumbo por el montículo, rodeando su pezón provocativamente. Sus pestañas revolotearon, luego abrió sus ojos, fijándolos en los de él.
Sus labios estaban ligeramente hinchados, sus ojos muy abiertos.
Él miró hacia abajo.
Ella siguió su mirada.
Sus pulmones se colapsaron.
Él contó los segundos antes de que ella se acordara de respirar, sabía que tenía que estar mareada. Pero ella no retrocedió.
Fue él quien movió su mano acariciante hacia su brazo, agarrándolo amablemente, luego deslizó su mano hasta la de ella. La levantó hasta sus propios labios, enfrentando sus ojos mientras, con un débil rubor en las mejillas, ella le contemplaba.
Él sonrió, pero escondió el verdadero significado del gesto.
– Venga. -Colocando la mano de ella en su manga, la giró hacia la casa-. Necesitamos emprender el viaje de regreso a la ciudad.
El trayecto fue una bendición. Leonora aprovechó plenamente la hora durante la cual Trentham estuvo absorto en los caballos, sorteando sin problemas el tráfico, que aumentaba a medida que entraban en la ciudad, para calmar su mente. Para tratar de restablecer -de recuperar- su seguridad acostumbrada.
Lo miraba con frecuencia, preguntándose lo que él estaba pensando, pero salvo por alguna enigmática mirada ocasional -que la convenció de que casi se divertía aunque estuviera muy concentrado- él no dijo nada. Además, su lacayo estaba de pie detrás de ellos, demasiado cerca como para permitir una conversión privada.
Por otro lado, no estaba segura de querer ninguna. Ninguna explicación. No es que él hubiera mostrado cualquier signo de brindársela, sino que eso parecía ser una parte del juego.
Parte del creciente regocijo, de la excitación. El deseo.
Este deseo era lo último que ella hubiera esperado, pero que ciertamente sentía -ahora podía entenderlo como nunca antes- qué era lo que causaba que las mujeres, incluso las damas más sensatas, satisficieran las demandas físicas de un caballero.
No es que Trentham hubiera hecho una demanda verdadera. Aún. Esa era la cuestión.
Si ella pudiera saber cuándo la haría, y lo que esa demanda podría conllevar, estaría en mejores condiciones para planificar su respuesta.
El problema era… dejó de especular.
Estaba sumida en ese empeño cuando el carruaje aminoró la marcha. Parpadeó mirando alrededor, y descubrió que estaban en casa. Trentham condujo el carruaje frente al Número 12. Entregando las riendas al lacayo, descendió, luego la depositó en la acera.
Con las manos rodeando su cintura, la recorrió con la mirada.
Ella volvió la mirada atrás, y no hizo ningún intento de apartarse.
Los labios de él se curvaron. Los abrió…
El ruido de unos pasos crujió acercándose por la grava. Ambos se volvieron para mirar.
Gasthorpe, el mayordomo, un hombre obeso con pelo veteado de gris, venía apresurándose por el sendero del Número 12. Cuando llegó hasta ellos, hizo una reverencia.
– Señorita Carling.
Ella se había propuesto conocer a Gasthorpe el día después de que se hubiera instalado. Sonrió e inclinó la cabeza.
Él se volvió hacia Trentham.
– Milord, perdone la interrupción, pero quise asegurarme de que entraría. Los carreteros han entregado el mobiliario para el primer piso. Le estaría agradecido si echase un vistazo a los artículos, y me diera su aprobación.
– Sí, por supuesto. Entraré en un momento.
– Realmente -Leonora agarró el brazo de Trentham, llevando su mirada hasta su cara- me gustaría ver lo que ha hecho con la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar mientras usted comprueba el mobiliario? -Sonrió-. Estaría encantada de ayudar, el punto de vista de una mujer es a menudo muy diferente en esos asuntos.
Trentham la miró, luego dirigió la mirada a Gasthorpe.
– Es bastante tarde. Su tío y su hermano…
– No habrán notado que salí de casa. -Su curiosidad estaba desbocada; mantenía los ojos muy abiertos, fijos en la cara de Trentham.
Sus labios se curvaron, luego se alisaron; de nuevo miró a Gasthorpe.
– Si insiste. -Tomó su brazo y giró hacia el camino-. Pero hasta ahora únicamente ha sido amueblado el primer piso.
Ella se preguntó por qué era tan inusualmente tímido, quizá menospreciaba cómo era ser un caballero más o menos a cargo de amueblar una casa. Algo para lo que él sin duda se sentía poco dotado.
Ignorando su reticencia, recorrió el camino a su lado. Gasthorpe se había adelantado y permanecía sujetando la puerta. Ella atravesó el umbral e hizo una pausa para mirar alrededor. La última vez había vislumbrado el vestíbulo en la oscuridad de la noche, cuando las telas de los pintores estaban colgadas, la habitación desmantelada y desnuda.
La transformación era ahora completa. El vestíbulo era sorprendentemente luminoso y bien ventilado, no oscuro y sombrío -una impresión que ella asociaba con los clubes de caballeros. Sin embargo, no había un ápice de delicadeza para suavizar las líneas austeras, descarnadamente elegantes; ningún empapelado adornado con ramitas, ninguna voluta. Era más bien frío, casi desolador en ausencia de todo toque femenino, pero podía imaginarse a hombres -hombres como Trentham- reuniéndose allí.
No notarían la suavidad que faltaba.
Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones de la planta baja; con un gesto, la dirigió a las escaleras. Las subió, notando el gran lustre del pasamano, el espesor de la alfombra de la escalera. Claramente el coste no había sido un impedimento.
En el primer piso, Trentham se adelantó y la guió hacia el salón de la parte delantera de la casa. Había una gran mesa de caoba situada en el centro, con un juego de ocho sillas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. Un aparador colocado contra una de las paredes y una gran cómoda contra otra.
Tristan echó un vistazo alrededor, examinando velozmente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían planeado; enlazando su mirada con la de Gasthorpe, él inclinó la cabeza, luego con un gesto de su brazo, dirigió a Leonora de regreso a través del rellano.
La pequeña oficina con su escritorio, archivador y dos sillas, no necesitaba más que una mirada superficial. Siguieron adelante hacia la parte de atrás de la casa, la biblioteca.
El comerciante a quien habían comprado el mobiliario, el señor Meecham, supervisaba la colocación de una enorme estantería. Miró brevemente en su dirección, pero inmediatamente volvió a dirigir la atención a sus dos asistentes, indicando primero una dirección, después otra, hasta que situaron la pesada estantería a su entera satisfacción. La posaron sobre suelo con audibles gruñidos.
Meecham se dirigió hacia Tristan con una amplia sonrisa.
– Bien, milord. -Se inclinó y luego miró alrededor con patente satisfacción-. Me enorgullece decir que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.
Tristan no vio motivos para disentir; la habitación parecía acogedora, limpia y libre de estorbos, pero con bastantes sillones y salpicada de mesas auxiliares, dispuestas para depositar un vaso de fino brandy. Había dos estanterías, actualmente vacías. Aunque el cuarto era la biblioteca, era improbable que se retirasen allí a leer novelas. Más bien periódicos, boletines e informes y revistas deportivas; la función primordial de la biblioteca sería un lugar tranquilo para relajarse, donde si se pronunciaba alguna palabra, sería en un murmullo.
Echando un vistazo alrededor, podía verlos a todos aquí, reservados, callados, pero sociables en sus silencios. Volviendo la mirada hacia Meecham, asintió.
– Ha hecho un buen trabajo.
– Ciertamente, ciertamente. -Meecham, satisfecho, indicó a sus dos trabajadores que salieran de la habitación-. Le dejaremos para disfrutar de lo que hasta ahora hemos hecho. Entregaré el resto de artículos en esta semana.
Se inclinó profundamente; Tristan lo despidió con una inclinación de cabeza.
Gasthorpe atrajo su atención.
– Acompañaré hasta la puerta al señor Meecham, milord.
– Gracias, Gasthorpe. No le necesitaré más. Nos las arreglaremos para encontrar la salida.
Con una inclinación de cabeza y una mueca, Gasthorpe salió.
Tristan interiormente se sobresaltó, pero, ¿qué podía hacer? Explicarle a Leonora que las mujeres se suponía que no debían estar dentro del club, no más allá de la pequeña sala delantera, inevitablemente conllevaría preguntas sobre él y sus asociados del club, lo que sería aún peor. Contestar era demasiado arriesgado, era tentar al destino.
Era mucho mejor ceder terreno cuando en realidad no tenía importancia y realmente, no podría ser más perjudicial que explicar lo que estaba detrás de la formación del Bastion Club.
Leonora se había alejado de su lado. Después de arrastrar sus dedos por el respaldo de un sillón, notando su conmodiad, pensó él con aprobación, había caminado hasta la ventana y ahora miraba hacia afuera.
Hacia su propio jardín trasero.
Esperó, pero ella no se volvió. Expulsando el aire, un suspiro algo resignado, él cruzó el cuarto, la mullida alfombra turca amortiguaba sus pasos. Se detuvo junto a la ventana, apoyado contra el marco.
Ella giró su cabeza y lo miró
– Suele quedarse aquí y observarme, ¿verdad?