Capítulo 8

Al día siguiente, Turner se levantó con un fuerte dolor de cabeza que nada tenía que ver con el alcohol.

Ojalá hubiera sido por el brandy. El brandy sería mucho más sencillo que la realidad.

Miranda.

¿En qué demonios estaba pensando?

En nada. Obviamente, no había pensado. Al menos, no con la cabeza.

Había besado a Miranda. Diablos, prácticamente se había abalanzado sobre ella. Y le costaba imaginar que existiera en toda Inglaterra una joven menos indicada para recibir sus atenciones que la señorita Miranda Cheever.

Seguro que ardería en algún sitio por eso.

Suponía que si fuera mejor hombre, se casaría con ella. Una mujer joven podía ver arruinada su reputación por mucho menos que eso. «Pero no lo había visto nadie», insistió una vocecita en su interior. Sólo lo sabían ellos. Y Miranda no diría nada. No era de ésas.

Y él no era tan buen hombre. Leticia se había encargado de eso. Había matado todo lo bueno y amable en él. Sin embargo, todavía le quedaba su sensatez. Y no se iba a permitir volver a estar cerca de Miranda. Un error podía ser comprensible.

Dos serían su perdición.

Y tres…

Jesús, ni siquiera debería estar pensando en el tercero.

Necesitaba distancia. Distancia. Si se mantenía lejos de Miranda, esquivaría la tentación y ella acabaría olvidándose de su encuentro ilícito y encontraría a un buen chico con quien casarse. La imagen de Miranda en los brazos de otro le resultó sorprendentemente desagradable, pero Turner decidió que era porque a esas horas de la mañana estaba cansado, sólo hacía seis o siete horas que la había besado y…

Podía encontrar cientos de razones, aunque ninguna era tan importante como para seguir pensando en ellas.

Mientras tanto, tendría que evitarla. Quizá debería irse de la ciudad. Alejarse. Podría irse al campo. Además, tampoco había pensado quedarse tanto tiempo en Londres.

Abrió los ojos y gruñó. ¿Acaso no tenía autocontrol? Miranda era una chica inexperta de veinte años. No era como Leticia, que conocía todas las habilidades femeninas y estaba dispuesta a aprovecharlas en beneficio propio.

Miranda podía ser tentadora, pero resistible. Y él era lo suficientemente hombre para ignorarla. Sin embargo, seguramente no deberían vivir en la misma casa. Y, puestos a hacer cambios, quizá debería echar un vistazo a las mujeres de la alta sociedad. Había muchas viudas jóvenes y discretas. Había estado mucho tiempo sin compañía femenina.

Si algo podía conseguir que olvidara a una mujer era otra mujer.


– Turner se muda.

– ¿Qué? -Miranda estaba colocando unas flores frescas en un jarrón. La preciosa antigüedad no fue a parar al suelo únicamente gracias a unas manos muy ágiles y a una tremenda buena suerte.

– Ya se ha ido -dijo Olivia, mientras se encogía de hombros-. Su ayudante está recogiendo sus cosas ahora mismo.

Miranda dejó el jarrón en la mesa con mucho cuidado. «Despacio, tranquila, inspira, espira.» Y, al final, cuando estuvo segura de que podía hablar sin temblar, preguntó:

– ¿Se marcha de la ciudad?

– No, no creo -respondió Olivia, dejándose caer en la butaca con un bostezo-. No tenía pensado quedarse tanto tiempo en la ciudad, así que se ha ido a un piso.

¿Se había ido a un piso? Miranda luchó contra la horrible sensación de vacío que le invadía el pecho. Se había ido a un piso. Sólo para huir de ella.

Si no fuera tan triste, sería humillante. O quizás era las dos cosas.

– Quizá sea mejor así -continuó Olivia, ajena a la angustia de su amiga-. Sé que dice que no volverá a casarse…

– ¿Ha dicho eso? -Miranda se quedó helada. ¿Cómo era posible que ella no lo supiera? Sabía que había dicho que no estaba buscando esposa, pero seguro que no había querido decir… nunca.

– Sí -respondió Olivia-. Lo dijo el otro día. Se mostró muy firme. Creí que a mi madre le iba a dar algo. Y, de hecho, casi se desmaya.

– ¿Tu madre? -A Miranda le costaba imaginárselo.

– Bueno, no, pero si no tuviera los nervios de hielo, seguro que se habría desmayado.

Casi siempre, Miranda disfrutaba del discurso lleno de digresiones de su amiga, pero ahora mismo quería estrangularla.

– En cualquier caso -dijo, suspirando mientras se reclinaba en el sillón-, dijo que no volvería a casarse, pero estoy casi segura de que lo reconsiderará. Sólo tiene que superar el dolor. -Hizo una pausa, y miró a Miranda con expresión irónica-. O la ausencia de dolor.

Miranda dibujó una sonrisa tensa. De hecho, fue tan tensa que estaba segura de que no podía definirse como sonrisa y tendrían que inventar otra palabra.

– Sin embargo, a pesar de lo que dice -continuó Olivia, que se acomodó y cerró los ojos-, seguro que nunca encontrará esposa viviendo aquí. Madre mía, ¿cómo podría cortejar a alguien en compañía de su madre, su padre y dos hermanas pequeñas?

– ¿Dos?

– Bueno, una, pero tú podrías pasar por su hermana. Te aseguro que no podría comportarse como le gustaría con una mujer delante de ti.

Miranda no sabía si reír o llorar.

– Y, aunque no escoja una esposa en los próximos meses -añadió Olivia-, debería encontrar una amante. Seguro que eso lo ayudaría a olvidar a Leticia.

Miranda no sabía qué decir.

– Y eso no puede hacerlo viviendo aquí. -Olivia abrió los ojos y se apoyó en los codos-. O sea, que es mejor así. ¿No crees?

Miranda asintió. Porque tenía que hacerlo. Porque estaba demasiado aturdida para llorar.

19 de junio 1819

Lleva una semana fuera, y yo estoy casi fuera de mí.

Si sólo se hubiera marchado… eso habría podrido perdonárselo. ¡Pero es que no ha vuelto!

No me ha buscado. No me ha enviado una carta. Y, aunque oigo comentarios y susurros de que sale y lo ven en las fiestas, yo nunca lo he visto. Si voy a algún evento, él no va. Un día me pareció verlo al otro lado de un salón, pero no estoy segura, porque sólo le vi la espalda mientras se marchaba.

No sé qué tengo que hacer con todo esto. No puedo ir a visitarlo. Sería el colmo de la incorrección. Lady Rudland incluso le ha prohibido a Olivia que lo visite; vive en The Albany, y allí sólo entran caballeros. Ni familiares ni viudas.


– ¿Qué habías pensando ponerte para la fiesta de los Worthington de esta noche? -preguntó Olivia, mientras se echaba tres terrones de azúcar en el té.

– ¿Es hoy? -Se aferró a la taza de té con fuerza. Turner le había prometido que acudiría a la fiesta y bailaría con ella. Seguro que no incumpliría una promesa.

Estaría allí. Y, si no estaba…

Tendría que asegurarse de que estuviera.

– Yo me pondré mi vestido verde de seda -dijo Olivia-, a menos que tú quieras ponerte tu vestido verde. El verde te queda de maravilla.

– ¿Tú crees? -Miranda irguió la espalda. De repente, era vital ofrecer su mejor imagen.

– Mmm-hmm. Pero no estaría bien que las dos lleváramos el mismo color, así que tendrás que decidirte pronto.

– ¿Qué me recomiendas? -Miranda no era un desastre en asuntos de moda, pero nunca tendría el buen ojo de Olivia.

Olivia ladeó la cabeza mientras observaba a su amiga.

– Con el tono de tu piel, ojalá pudieras llevar algo más alegre, pero mamá dice que todavía somos demasiado nuevas. Aunque quizá… -Se levantó de un brinco, cogió un cojín de color verde pálido de una silla y lo colocó debajo de la barbilla de Miranda-. Hmmm.

– ¿Estás pensando en redecorarme?

– Sujeta esto -le ordenó Olivia, que retrocedió varios pasos y emitió un femenino «¡Ay!» cuando se golpeó el pie contra la pata de la mesa-. Sí, sí -murmuró, apoyada en el brazo del sofá para mantener el equilibrio-. Es perfecto.

Miranda bajó la mirada. Y luego la levantó.

– ¿Voy a llevar un cojín?

– No, llevarás mi vestido de seda verde. Es exactamente del mismo color. Haremos que Annie lo traiga hoy mismo.

– ¿Y tú qué te pondrás?

– Bah, cualquier cosa -respondió Olivia, agitando la mano en el aire-. Algo rosa. Los caballeros parece que se vuelven locos con el rosa. Dicen que parezco un caramelo.

– ¿Y no te importa parecer un caramelo? -porque ella lo odiaría.

– No me importa que lo piensen -la corrigió Olivia-. Así tengo la sartén por el mango. Suele ser beneficioso que te infravaloren. Tú, en cambio… -Meneó la cabeza-. Necesitas algo más sutil. Algo sofisticado.

Miranda se acercó la taza de té a los labios para beber un último sorbo, se levantó y alisó las arrugas del vestido de muselina que llevaba.

– Debería ir a probármelo -dijo-. Para darle tiempo a Annie para hacer los arreglos.

Además, tenía que escribir unas cartas.


Turner estaba descubriendo, mientras se anudaba la corbata con dedos hábiles, que su talento para la inventiva era mucho mayor de lo que jamás hubiera creído. Desde que había recibido la maldita nota de Miranda a primera hora de la tarde, había encontrado cientos de cosas que difamar. Pero, básicamente, de hecho, se maldecía a sí mismo y al escaso sentido del humor que todavía le quedaba.

Acudir al baile de los Worthington era el colmo de la locura, y lo más estúpido que podía hacer. Pero no podía romper la promesa que le había hecho, aunque hacerlo fuera lo mejor para ella.

Demonios, aquello era lo último que necesitaba ahora mismo.

Volvió a leer la nota. Le había prometido que bailaría con ella si no tenía pareja de baile, ¿verdad? Bueno, eso no debería ser un problema. Sólo tendría que asegurarse de que tuviera tantos candidatos que no supiera qué hacer con ellos. Sería la reina del baile.

Suponía que, puesto que tenía que asistir a ese maldito baile, debería aprovechar para examinar a las jóvenes viudas. Con un poco de suerte, Miranda vería lo que le interesaba y se daría cuenta de que ella tenía que interesarse por otras cosas.

Hizo una mueca. No le gustaba la idea de enfurecerla. Esa chica le caía bien. Siempre le había caído bien.

Meneó la cabeza. No iba a enfurecerla. Al menos, no demasiado. Además, se lo compensaría.

«La reina del baile», se recordó mientras subía al carruaje y se preparaba para lo que, sin duda, iba a ser una noche difícil.

La reina del baile.


Olivia vio a Turner en cuanto entró en el salón.

– Mira -dijo, dándole un codazo a Miranda-. Ha llegado mi hermano.

– ¿Ah, sí? -respondió Miranda, casi sin aliento.

– Mmm-hmm. -Olivia se irguió y frunció el ceño-. Ahora que lo pienso, hace mucho que no lo veía. ¿Y tú?

Miranda meneó la cabeza casi sin querer mientras estiraba el cuello para intentar verlo.

– Está allí hablando con Duncan Abbott -informó Olivia-. Me pregunto de qué estarán hablando. Al señor Abbott le interesa la política.

– ¿Sí?

– Sí. Me gustaría mucho mantener una conversación con él, pero seguramente no querría hablar de política con una mujer. Absurdo.

Miranda estaba a punto de expresar que estaba de acuerdo con ella cuando Olivia volvió a fruncir el ceño e, irritada, añadió:

– Y ahora está hablando con lord Westholme.

– Olivia, puede hablar con quien quiera -dijo Miranda, pero, en el fondo, a ella también la molestaba que no se hubiera acercado a ellas.

– Lo sé, pero primero debería venir a saludarnos. Somos su familia.

– Bueno, al menos tú.

– No seas tonta. Tú también eres de la familia, Miranda. -Olivia colocó la boca formando una «o», furiosa-. ¿Te has fijado? Ahora se ha ido hacia el otro lado.

– ¿Quién es el hombre con quien está hablando? No lo conozco.

– El duque de Ashbourne. Un hombre terriblemente apuesto, ¿no te parece? Creo que ha estado de viaje. De vacaciones con su esposa. Dicen que están muy enamorados.

A Miranda le pareció positivo oír que al menos un matrimonio de la alta sociedad era feliz. Sin embargo, Turner no estaba por la labor de pedir su mano si ni siquiera se molestaba en cruzar un salón para saludarla. Frunció el ceño.

– Disculpe, lady Olivia, creo que es mi baile.

Olivia y Miranda levantaron la vista. Un joven apuesto de cuyo nombre ninguna de las dos se acordaba estaba frente a ellas.

– Por supuesto -se apresuró a responderle Olivia-. Soy una tonta por haberlo olvidado.

– Creo que iré a buscar un vaso de limonada -dijo Miranda, con una sonrisa. Sabía que a Olivia siempre le dolía irse a bailar y dejarla sola.

– ¿Seguro?

– Venga, vete.

Olivia flotó hasta la pista de baile y Miranda se dirigió hacia un lacayo que servía limonada. Como siempre, su carné de baile estaba medio vacío. ¿Y dónde estaba Turner, se preguntó, que había prometido bailar con ella si no tenía con quien hacerlo?

Ese hombre horrible.

En cierto modo, le sentaba bien maldecirlo en silencio, aunque no se lo acabara de creer.

Apenas había recorrido la mitad del trayecto cuando notó una mano masculina en su hombro. ¿Turner? Se volvió, pero la decepción la invadió cuando se encontró frente a un caballero que no conocía, a pesar de que su cara le resultaba familiar.

– ¿Señorita Cheever?

Miranda asintió.

– ¿Me concede el honor de este baile?

– Por supuesto, pero no creo que nos hayan presentado.

– Oh, discúlpeme, por favor. Soy Westholme.

¿Lord Westholme? ¿No era ése el caballero con quien había estado hablando Turner hacía apenas unos minutos? Miranda le sonrió, aunque por dentro estaba furiosa. Nunca había creído demasiado en las coincidencias.

Lord Westholme resultó ser un excelente bailarín y los dos se desplazaron en armonía por la pista. Cuando la música terminó, él realizó una elegante reverencia y la acompañó hasta el perímetro del salón.

– Muchas gracias por este delicioso baile, lord Westholme.

– Soy yo quien debería darle las gracias, señorita Cheever. Espero que podamos repetirlo pronto.

Miranda se dio cuenta de que lord Westholme la había dejado lo más lejos posible de la mesa de la limonada. Cuando le había dicho a Olivia que tenía sed había mentido, pero ahora estaba sedienta. Suspiró y se dio cuenta de que tendría que volver a cruzar el salón. Ni siquiera había dado dos pasos cuando otro elegante caballero soltero apareció frente a ella. A éste lo reconoció de inmediato. Era el señor Abbott, el caballero con tendencia a la política con quien Turner también había estado conversando.

En pocos segundos, Miranda volvía a estar en la pista de baile, y cada vez más irritada.

Y no era culpa de sus parejas de baile. Si a Turner le había parecido necesario sobornar a sus amigos para que bailaran con ella, al menos había elegido a los más apuestos y los más educados. Sin embargo, cuando el señor Abbott ya la acompañaba hasta el perímetro después del baile y vio que el duque de Ashbourne se dirigía hacia ella, desapareció.

¿Acaso Turner creía que no tenía orgullo? ¿Acaso creía que le agradecería que engatusara a sus amigos para que bailaran con ella? Era humillante. Y lo peor era lo que aquel gesto implicaba: que les pedía a todos esos hombres que bailaran con ella porque él ni siquiera podía molestarse en hacerlo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, aterrada ante la idea de echarse a llorar en un salón lleno de gente, se escondió en un pasillo vacío.

Se apoyó en la pared y respiró hondo varias veces. El rechazo de Turner no sólo la hería. Era como una puñalada. Como una bala. Y estaba apuntando con exactitud.

Ahora ya no era como todos aquellos años en que la había visto como a una niña. Entonces, al menos, se consolaba convenciéndose de que no sabía lo que se perdía. Pero ahora lo sabía. Sabía exactamente lo que se estaba perdiendo y le importaba un rábano.

No podía quedarse toda la noche en el pasillo, pero no estaba preparada para regresar a la fiesta, así que salió al jardín. Era un espacio reducido, aunque muy bien proporcionado y decorado con mucho gusto. Se sentó en un banco de piedra en una esquina del jardín, mirando hacia la casa. Unas enormes puertas de cristal conectaban con el salón y, durante un rato, estuvo contemplando a las damas y los caballeros bailar sin parar. Se sorbió la nariz y se sacó un guante para poder sonarse con la mano.

– Mi reino por un pañuelo -dijo, suspirando.

Quizá podría fingir que estaba enferma e irse a casa.

Intentó toser. Quizá, realmente estaba enferma. No tenía sentido quedarse durante el resto del baile. El objetivo era estar preciosa, sociable y atractiva, ¿no? Pues era imposible que lo consiguiera esa noche.

Y entonces vio un destello dorado.

Un destello de pelo dorado, para ser más precisa.

Era Turner. ¿Cómo no? ¿Cómo no iba a ser él cuando ella estaba sentada sola; patética y sola? Turner estaba saliendo por las puertas de cristal.

Y llevaba a una mujer del brazo.

Miranda notó cómo se le formaba un nudo en la garganta y no sabía si reír o llorar. ¿Podría ahorrarse alguna humillación? Con la respiración entrecortada, se deslizó hasta el otro extremo del banco, que quedaba más escondido entre las sombras.

¿Quién era ella? La había visto antes. Lady algo. Había oído que era viuda, muy rica e independiente. No parecía una viuda. Para ser sincera, no parecía mucho mayor que ella.

Lanzando una disculpa falsa a no se sabe quién, Miranda intentó escuchar su conversación. Pero el viento se llevaba sus palabras hacia el otro lado, y sólo entendía expresiones inconexas. Al final, después de lo que pareció ser un «No estoy segura» que salió de los labios de la señora, Turner inclinó la cabeza y la besó.

El corazón de Miranda se partió en mil pedazos.

La señora murmuró algo que ella no entendió y volvió al baile. Turner se quedó en el jardín, con las manos en las caderas y la mirada perdida, de forma enigmática, en la Luna.

Miranda quería gritar: «¡Largo! ¡Vete!» Estaba allí atrapada hasta que él se fuera y lo único que quería era irse a casa y acurrucarse en la cama. Y, posiblemente, no salir de allí nunca más. Aunque no parecía demasiado factible, así que intentó arrinconarse más y esconderse entre las sombras.

Turner giró la cabeza hacia ella. ¡Maldición! La había oído. Entrecerró los ojos y avanzó dos pasos hacia ella. Y entonces cerró los ojos y meneó la cabeza.

– Demonios, Miranda -dijo, suspirando-. Por favor, dime que no eres tú.


La noche, hasta ahora había ido muy bien. Había conseguido evitar a Miranda por completo, había conseguido que le presentaran a la encantadora viuda de Bidwell, que sólo tenía veinticinco años, y el champán no estaba mal.

Pero no, los dioses estaban decididos a ponerse en su contra. Allí estaba. Miranda. Sentada en un banco, observándolo. Seguramente, observando cómo besaba a la viuda.

Dios santo.

– Demonios, Miranda -dijo, suspirando-. Por favor, dime que no eres tú.

– No soy yo.

Ella intentó responder con orgullo, pero sus palabras tenían una nota hueca que dolieron a Turner. Cerró los ojos un momento porque, maldita sea, se suponía que no tenía que estar allí. Y también se suponía que Turner no debía tener ese tipo de complicaciones en su vida. ¿Por qué las cosas no podían ser fáciles?

– ¿Por qué estás aquí? -le preguntó él.

Ella se encogió de hombros.

– Me apetecía un poco de aire fresco.

Turner siguió avanzando hasta que estuvo tan escondido entre las sombras como ella.

– ¿Me estabas espiando?

– Debes de tener una muy buena opinión de ti mismo.

– ¿Era lo que hacías? -insistió él.

– Por supuesto que no -respondió ella, echando la barbilla hacia atrás con rabia-. No me rebajaría tanto. La próxima vez que tengas una cita, comprueba mejor que no haya nadie alrededor.

Él se cruzó de brazos.

– Me cuesta creer que tu presencia aquí fuera no tenga nada que ver conmigo.

– Entonces, dime -respondió ella-. Si te hubiera seguido, ¿cómo habría podido bajar las escaleras y esconderme aquí sin que me vieras?

Turner ignoró la pregunta, básicamente porque ella tenía razón. Se pasó una mano por el pelo, agarró un mechón y tiró con fuerza porque, de alguna manera, aquella sensación de tirantez le ayudaba a controlar su temperamento.

– Te lo vas a arrancar -dijo Miranda, en un tono neutro muy molesto.

Él respiró hondo. Dobló los dedos. Y, con la voz casi serena, le preguntó:

– ¿Qué está pasando, Miranda?

– ¿Qué está pasando? -repitió ella mientras se levantaba-. ¿Qué está pasando? ¿Cómo te atreves? Pasa que me has ignorado durante una semana y me has tratado como algo que se tiene que esconder debajo de la alfombra. Pasa que piensas que tengo tan poco orgullo que agradeceré que hayas sobornado a tus amigos para que me sacaran a bailar. Pasa tu mala educación, tu egoísmo y tu incapacidad para…

Él le tapó la boca con la mano.

– Por el amor de Dios, baja la voz. Lo que pasó la semana pasada estuvo mal, Miranda. Y eres estúpida por exigirme que cumpla mis promesas y haberme obligado a venir.

– Pero lo has hecho -susurró ella-. Has venido.

– He venido -respondió él, con furia-, porque estoy buscando una amante, no una esposa.

Ella retrocedió. Y lo miró. Lo miró fijamente hasta que Turner creyó que sus ojos le agujerearían la cara. Y, al final, en una voz tan baja que dolía, dijo:

– Ahora mismo, no me gustas nada, Turner.

Una frase muy apropiada. Él tampoco se gustaba demasiado.

Miranda levantó la barbilla, pero temblaba mientras dijo:

– Si me disculpas, tengo que asistir a un baile. Gracias a ti, tengo la tarjeta de baile llena y no querría ofender a ninguno de esos caballeros.

Turner la vio alejarse. Vio la puerta. Y luego se marchó.

20 de junio de 1819

Cuando regresé al salón, volví a ver a esa viuda. Le pregunté a Olivia quién era y dijo que se llama Katherine Bidwell. Es la condesa de Pembleton. Se casó con lord Pembleton cuando él tenía casi sesenta años y enseguida tuvieron un hijo. Lord Pembleton murió poco después y ahora ella controla toda su fortuna hasta que su hijo sea mayor de edad. Una mujer lista. Poder ser tan independiente. Seguramente, no querrá volver a casarse, y estoy segura de que a Turner le parece perfecto.

Tuve que bailar con él una vez. Lady Rudland insistió. Y entonces, cuando creía que la noche no podía empeorar, la madre de Olivia me llevó a un aparte para comentar mi repentina popularidad. ¡El duque de Ashbourne había bailado conmigo! (Los signos de exclamación son suyos.) Está casado, por supuesto, y felizmente casado, pero, aún así, no suele perder el tiempo con chicas que acaban de salir de la escuela. Lady R. estaba emocionada y muy orgullosa de mí. Creí que iba a echarme a llorar.

Sin embargo, ahora ya estoy en casa y estoy decidida a inventarme algún tipo de enfermedad que me impida salir de casa durante unos días. Si puedo, durante una semana.

¿Y sabes qué es lo que más me molesta? Que lady Pembleton ni siquiera es guapa. Bueno, no es horrible, pero no es un diamante. Tiene el pelo castaño y los ojos marrones.

Igual que yo.

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