– Winston llegará dentro de nada. -Olivia entró en el salón rosa con esa frase y le ofreció a Miranda la mejor de sus sonrisas.
Miranda levantó los ojos del libro, una vieja y poco atractiva copia de Le Morte d’Arthur que había tomado prestada de la biblioteca de lord Rudland.
– ¿Ah, sí? -murmuró, a pesar de que sabía perfectamente que Winston ya había anunciado que llegaría esa tarde.
– ¿Ah, sí? -la imitó Olivia-. ¿Es lo único que se te ocurre? Perdona, pero tenía la impresión de que estabas enamorada de ese chico… perdón, ahora ya es un hombre.
Miranda volvió a la lectura.
– Ya te he dicho que no estoy enamorada de él.
– Pues deberías -respondió Olivia-. Y lo estarías si te dignaras a pasar un poco de tiempo con él.
Los ojos de Miranda, que iban deslizándose por los párrafos del libro, se detuvieron en seco. Levantó la mirada:
– Perdona, pero ¿no está en Oxford?
– Bueno sí -dijo, agitando la mano en el aire, como si los setenta kilómetros que los separaban no fueran nada-, pero estuvo aquí la semana pasada y apenas estuviste con él.
– Eso no es cierto -respondió Miranda-. Dimos un paseo por Hyde Park, fuimos a Gunner’s a tomar un helado e incluso dimos un paseo en barca por Serpentine el día que hizo calor.
Olivia se dejó caer en una butaca cercana y se cruzó de brazos.
– No es suficiente.
– Te has vuelto loca -dijo Miranda. Meneó la cabeza y regresó a la lectura.
– Sé que lo acabarás queriendo. Sólo tienes que pasar el tiempo suficiente con él.
Miranda apretó los labios y mantuvo la mirada firme en el libro. Aquella conversación no podía terminar bien.
– Viene sólo por dos días -dijo Olivia, que pensaba en voz alta-. Tenemos que darnos prisa.
Miranda pasó una página y dijo:
– Haz lo que quieras, Olivia, pero no participaré en tus maquinaciones. -Y entonces levantó la mirada, alarmada-. No, he cambiado de idea. No hagas lo que quieras. Si lo dejo en tus manos, me drogarás y me arrastrarás hasta la capilla de Gretna Green antes de que me entere.
– Una idea intrigante.
– Livvy, nada de hacer de casamentera. Quiero que me lo prometas.
Olivia adquirió una actitud pícara.
– No haré una promesa que no puedo mantener.
– Olivia.
– De acuerdo. Pero no puedes evitar que Winston quiera hacer de casamentero. Y, a juzgar por su actitud reciente, es posible que quiera.
– Mientras tú no interfieras.
Olivia se sorbió la nariz e intentó fingir que estaba ofendida.
– Me duele que pienses que haría algo así.
– Por favor. -Miranda volvió al libro, pero era prácticamente imposible concentrarse en la historia cuando estaba contando mentalmente. «Veinte, diecinueve, dieciocho…»
Seguro que Olivia no podía estarse callada más de veinte segundos.
«Diecisiete, dieciséis…»
– Winston será un marido maravilloso, ¿no crees?
Cuatro segundos. Aquello era un logro, incluso para Olivia.
– Es joven, sí, pero nosotras también.
Miranda la ignoró a propósito.
– Turner también habría sido un marido maravilloso si Leticia no lo hubiera echado a perder.
Miranda levantó la cabeza.
– ¿No te parece que es un comentario muy desagradable?
Olivia le sonrió.
– Sabía que me estabas escuchando.
– Es casi imposible no hacerlo -farfulló Miranda.
– Sólo decía que… -Olivia levantó la barbilla y deslizó la mirada hasta la puerta-. Ya ha llegado. Menuda coincidencia.
– ¡Winston! -exclamó Miranda, alegre, mientras se volvió en el sillón para mirar hacia la puerta. Pero no era Winston.
– Lamento decepcionarte -dijo Turner, aunque dibujó una pequeña y pícara sonrisa.
– Lo siento -balbuceó Miranda, que se sintió como una tonta-. Estábamos hablando de él.
– También estábamos hablando de ti -dijo Olivia-. Al final, y por eso he hecho el comentario ante tu llegada.
– Cosas diabólicas, espero.
– Por supuesto -respondió Olivia.
Miranda dibujó una sonrisa con los labios apretados mientras él se sentaba frente a ella.
Olivia se inclinó hacia delante y, coqueta, apoyó la barbilla en la mano.
– Le estaba diciendo a Miranda que creo que serías un marido terrible.
Él pareció divertirse y se reclinó en la butaca.
– Cierto.
– Pero estaba a punto de decirle que, con la preparación adecuada -continuó-, podrías rehabilitarte.
Turner se levantó.
– Me voy.
– ¡No te vayas! -exclamó Olivia, con una sonrisa-. Estoy bromeando, por supuesto. Tú ya no tienes remedio. Pero Winston… Winston es como un bloque de barro.
– No le diré que has dicho eso -murmuró Miranda.
– No me digas que no estás de acuerdo -añadió Olivia, provocándola-. No ha tenido tiempo de descarrilarse, como la mayoría de los hombres.
Turner miró a su hermana sin disimular su asombro.
– ¿Cómo es posible que esté aquí sentado escuchándote hablar así de los hombres?
Olivia abrió la boca para responder, algo inteligente e ingenioso, seguro, pero entonces apareció el mayordomo y los salvó:
– Su madre solicita su presencia, lady Olivia.
– Vuelvo enseguida -les advirtió Olivia mientras salía del salón-. Me muero de ganas de terminar esta conversación. -Y, con una maliciosa sonrisa y agitando los dedos, desapareció.
Turner gruñó. Su hermana iba a matar a alguien, y sólo esperaba que no fuera él. Y entonces miró a Miranda. Estaba acurrucada en el sillón, con los pies debajo de las piernas, con un libro polvoriento en las manos.
– ¿Una lectura intensa? -murmuró.
Ella le enseñó la tapa.
– Ah -dijo él, torciendo los labios.
– No te rías -le advirtió ella.
– Ni se me ocurriría.
– Tampoco mientas -añadió ella, con aquella expresión de institutriz que tan bien parecía dársele.
Él se reclinó con un chasquido de la lengua.
– Eso sí que no puedo prometértelo.
Ella se quedó allí sentada un momento, con una expresión severa y seria, y entonces, su cara cambió. Nada dramático, nada alarmante, pero suficiente para que quedara claro que tenía un debate interno y que, por fin, había llegado a una conclusión.
– ¿Qué piensas de Winston? -le preguntó.
– ¿Mi hermano? -respondió él.
Ella levantó la mano y dobló la muñeca, como diciendo: «¿Quién, si no?»
– Bueno -dijo él, a modo de evasiva porque, vaya, ¿qué quería que le dijera?-. Es mi hermano.
Ella levantó la mirada en un gesto sarcástico.
– Muy revelador por tu parte.
– ¿Qué me estás preguntando, exactamente?
– Quiero saber qué opinas de él -insistió ella.
El corazón de Turner se aceleró por un motivo que desconocía.
– ¿Me estás preguntando -añadió, con cautela-, si creo que Winston sería un buen marido?
Ella lo miró con aquellos ojos solemnes, y luego parpadeó, y… fue muy extraño, como si estuviera vaciando su mente antes de decir, en un tono muy neutro:
– Parece que todos estáis obcecados en unirnos.
– ¿Todos?
– Bueno, Olivia.
– Seguramente, no sería la persona a la que acudiría para recibir consejos románticos.
– Así que no crees que debiera proponerme conquistar a Winston -dijo, inclinándose hacia delante.
Turner parpadeó. Conocía a Miranda desde hacía años, por lo que estaba seguro de que no había cambiado de postura con la intención de enseñarle su sorprendentemente precioso escote. Pero el resultado había sido ése, y lo había distraído.
– ¿Turner? -murmuró ella.
– Es demasiado joven -le espetó él.
– ¿Para mí?
– Para cualquiera. Por Dios, si sólo tiene veintiún años.
– En realidad, todavía tiene veinte.
– Exacto -respondió él, incómodo, mientras deseaba que hubiera alguna forma de aflojarse la corbata sin parecer estúpido. Tenía calor y le empezaba a costar prestar atención a algo que no fuera Miranda sin resultar demasiado obvio.
La chica se reclinó. Gracias a Dios.
Y no dijo nada.
Hasta que, al final, él no pudo evitarlo y dijo:
– Entonces, ¿pretendes ir tras él?
– ¿Winston? -Parecía que lo estaba considerando-. No lo sé.
Él se rió.
– Si no lo sabes, entonces está claro que no deberías hacerlo.
Ella se volvió y lo miró a los ojos.
– ¿Es eso lo que crees? ¿Que el amor debería ser claro y obvio?
– ¿Quién ha hablado de amor? -Lo dijo en un tono un poco cruel, algo de lo que se arrepintió enseguida, pero seguro que ella entendía que era una conversación incómoda.
– Hmmm.
Turner tenía la desagradable sensación de que Miranda lo había juzgado y que no había salido bien parado. Una conclusión que vio reforzada cuando ella levantó el libro y volvió a la lectura.
Y él se quedó allí sentado, como un idiota, mirándole mientras leía, intentando encontrar una respuesta ingeniosa.
Ella levantó la mirada, con la cara irritantemente serena.
– ¿Tienes planes para esta tarde?
– No -respondió él, aunque había pensado sacar a pasear a su caballo castrado.
– Winston llegará en cualquier momento.
– Lo sé.
– Por eso hablábamos de él -le explicó, como si importara-. Viene para mi cumpleaños.
– Por supuesto.
Miranda volvió a inclinarse hacia delante. Que Dios lo asista.
– ¿Te has acordado? -le preguntó-. Tenemos una cena familiar mañana por la noche.
– Claro que me acordaba -farfulló, aunque no era cierto.
– Hmmm -murmuró ella-. En cualquier caso, gracias por tus pensamientos.
– Mis pensamientos -repitió él. ¿De qué diantres estaba hablando ahora?
– Sobre Winston. Tengo que considerar muchas cosas y quería oír tu opinión.
– Bueno, pues ya la tienes.
– Sí -sonrió ella-. Me alegro. Es que te respeto mucho.
Miranda lo estaba haciendo sentirse como una especie de reliquia antigua.
– ¿Me respetas mucho? -Las palabras le salieron con algo de desdén.
– Sí. ¿Creías que no?
– Sinceramente, Miranda, casi nunca tengo ni idea de lo que piensas -le soltó.
– Pienso en ti.
La miró.
– Y en Winston, claro. Y en Olivia. Como si pudieras vivir en la misma casa que ella y no pensar en ella. -Cerró el libro y se levantó-. Creo que debería ir a buscarla. Tu madre y ella se estaban peleando por unos vestidos que Olivia quiere encargar, y prometí ayudar en la causa.
Él se levantó y la acompañó a la puerta.
– ¿En la de mi madre o en la de Olivia?
– En la de tu madre, por supuesto -respondió Miranda, con una sonrisa-. Soy joven, pero no estúpida.
Y, con eso, se marchó.
10 de junio de 1819
Esta tarde he tenido una conversación muy extraña con Turner. No era mi intención intentar ponerlo celoso, aunque supongo que hubiera podido interpretarse así si alguien hubiera conocido mis sentimientos hacia él, algo que por supuesto nadie conoce.
En cambio, sí que era mi intención despertar sentimientos de culpa respecto a Le Morte d’Arthur. Aunque creo que, en esto, no he tenido demasiado éxito.
Más tarde, Turner regresó de dar un paseo a caballo por Hyde Park con su amigo lord Westholme y se encontró a Olivia en el recibidor.
– Shhh -le dijo ella.
Bastaba para picar la curiosidad de cualquiera, así que Turner se acercó a su hermana enseguida.
– ¿Por qué no podemos hacer ruido? -preguntó él, que se negó a susurrar.
Ella le lanzó una mirada letal.
– Estoy escuchando una conversación a escondidas.
Turner no se imaginaba a quién podía estar escuchando mientras su hermana se dirigía hacia las escaleras que bajaban hacia la cocina. Pero entonces lo oyó: una carcajada.
– ¿Es Miranda? -preguntó.
Olivia asintió.
– Winston acaba de llegar y han bajado a la cocina.
– ¿Por qué?
Olivia se asomó por la esquina y luego se volvió hacia Turner.
– Winston tenía hambre.
Turner se quitó los guantes.
– ¿Y necesita que Miranda le dé de comer?
– No, ha bajado por unas galletas de mantequilla de la señora Cook. Yo iba a acompañarlos, porque no me gusta estar sola, pero ahora que has llegado creo que dejaré que me hagas compañía.
Turner miró por encima del hombro de su hermana, a pesar de que era imposible que pudiera ver a Winston y a Miranda.
– Creo que yo también tengo hambre -murmuró, pensativo.
– Abstente -le ordenó Olivia-. Necesitan tiempo.
– ¿Para comer?
Ella puso los ojos en blanco.
– Para enamorarse.
Era mortificante recibir una mirada tan desdeñosa de una hermana pequeña, pero Turner decidió no aleccionarla aunque, al menos, sí demostrarle por qué era su hermano mayor, así que arqueó las cejas y dijo:
– ¿Y pretenden hacerlo en una sola tarde tomando té y galletas?
– Es un comienzo -respondió Olivia-. No veo que hagas nada para ayudarme a materializar la unión.
Con una repentina contundencia, Turner se dijo que era porque cualquier estúpido vería que sería una unión terrible. Quería mucho a Winston, y lo tenía en muy alta estima, la que cualquiera podía tener por un chico de veintiún años, pero estaba claro que no era el hombre adecuado para Miranda. Era cierto que apenas hacía unas semanas que la conocía mejor, pero incluso él veía que Miranda era muy sabia para su edad. Necesitaba a alguien más maduro. Mayor y más capacitado para apreciar sus pequeños detalles. Alguien que pudiera mantenerla a raya cuando su temperamento hiciera una de sus extraordinarias apariciones.
Suponía que Winston podía ser ese hombre… dentro de diez años.
Miró a su hermana y, con firmeza, dijo:
– Necesito comida.
– ¡Turner, no! -Pero no pudo detenerlo. Cuando lo intentó, él ya había recorrido medio pasillo.
Los Bevelstoke siempre habían mantenido una actitud informal en casa, al menos cuando no tenían invitados, de modo que nadie del servicio se sorprendió cuando Winston se asomó a la cocina, derritió a la señora Cook con su sonrisa más dulce y aniñada, y luego se sentó a la mesa con Miranda para esperar a que sacara del horno sus famosas galletas de mantequilla. Las acababa de dejar en la mesa, todavía humeantes y con su delicioso aroma, cuando Miranda escuchó un golpe seco detrás de ella.
Se volvió, parpadeando, y vio a Turner a los pies de la escalera, disoluto, avergonzado y completamente adorable, todo a la vez. Suspiró. No pudo evitarlo.
– He bajado las escaleras de dos en dos -explicó él, aunque ella no lo entendió demasiado bien.
– Turner -gruñó Winston, demasiado ocupado comiéndose la tercera galleta para recibirlo con más elocuencia.
– Olivia dijo que estabais aquí abajo -dijo Turner-. Qué oportuno. Me muero de hambre.
– Tenemos un plato de galletas, si quieres -dijo Miranda, señalando un plato que había encima de la mesa.
Turner se encogió de hombros y se sentó a su lado.
– ¿Son de la señora Cook?
Winston asintió.
Turner cogió tres y luego se volvió hacia la señora Cook con la misma expresión de cachorro que Winston había utilizado.
– Está bien -resopló ella, encantada de ser el centro de atención-. Haré más.
Justo entonces, Olivia apareció por la puerta y apretó los labios mientras miraba a su hermano mayor.
– Turner -dijo, en tono irritado-. Te había dicho que quería enseñarte el nuevo… eh… libro que me había comprado.
Miranda gruñó. Le había dicho a Olivia que no hiciera de casamentera.
– Turner -insistió la chica.
Miranda decidió que si alguna vez Olivia le preguntaba acerca de lo que estaba a punto de hacer, le diría que no había podido evitar levantar la cabeza, sonreír con dulzura y preguntarle:
– ¿De qué libro hablas?
Olivia le lanzó bolas de fuego con la mirada.
– Ya lo sabes.
– ¿El del Imperio otomano, el de los cazadores de pieles en Canadá o el de filosofía de Adam Smith?
– El de ese tal Smith -respondió Olivia.
– ¿De veras? -preguntó Winston, mientras se volvía para mirar a su hermana gemela con un interés renovado-. No tenía ni idea de que te gustaran esas cosas. Este año hemos estado leyendo La riqueza de las naciones. Es una mezcla interesante de filosofía y economía.
Olivia dibujó una sonrisa forzada.
– Seguro que sí. Ya te daré mi opinión cuando lo haya terminado.
– ¿Has leído mucho? -preguntó Turner.
– Sólo unas páginas.
O, al menos, es lo que a Miranda le pareció oír. Era complicado escuchar las palabras de Olivia cuando hablaba con los dientes apretados.
– ¿Quieres una galleta, Olivia? -preguntó Turner, y luego sonrió a Miranda, como diciéndole «Estamos juntos en esto».
Parecía un niño. Parecía joven. Parecía… feliz.
Y Miranda se derritió.
Olivia cruzó la cocina y se sentó al lado de Winston, pero, por el camino, se acercó a la oreja de Miranda y le susurró:
– Intentaba ayudarte.
Sin embargo, Miranda todavía se estaba recuperando de la sonrisa de Turner. Notaba como si el estómago le hubiera caído a los pies, estaba mareada y parecía que su corazón estaba tocando una sinfonía entera. Estaba enamorada o tenía la gripe. Miró de reojo el anguloso perfil de Turner y suspiró.
Todos los indicios señalaban al enamoramiento.
– ¡Miranda, Miranda!
Levantó la mirada hacia Olivia, que estaba gritando su nombre con impaciencia.
– Winston quiere saber mi opinión sobre La riqueza de las naciones cuando termine de leerlo. Le he dicho que lo leerías conmigo. Seguro que podemos comprar otra copia.
– ¿Qué? Ah, sí, claro. Me encanta leer. -Cuando vio la sonrisa de Olivia se dio cuenta de lo que había aceptado hacer.
– Dime, Miranda -dijo Winston, que se inclinó sobre la mesa y le acarició la mano-. ¿Qué te está pareciendo la temporada?
– Estas galletas están deliciosas -dijo Turner en voz alta mientras alargaba el brazo para coger otra-. Perdona, Winston, ¿puedes apartar la mano?
Winston retiró la mano y Turner cogió una galleta y se la metió en la boca. Dibujó una amplia sonrisa.
– ¡Maravillosas como siempre, señora Cook!
– Tendrá otro plato en unos minutos -le aseguró ella, feliz por el cumplido.
Miranda esperó a que terminara la conversación y dijo:
– Ha sido muy agradable. Pero me gustaría que vinieras más a menudo para disfrutarla con nosotras.
Winston la miró con una sonrisa perezosa que se suponía que la tenía que derretir.
– A mí también -dijo-, pero estaré fuera gran parte del verano.
– Me temo que no tendrás mucho tiempo para las señoritas -comentó Turner-. Si no recuerdo mal, me pasaba las vacaciones de verano de jarana con mis amigos. Nos divertíamos mucho. Te aconsejo que no te lo pierdas.
Miranda lo miró con extrañeza. Parecía incluso demasiado alegre.
– Seguro -respondió Winston-, pero también me gustaría acudir a algunos actos de Londres.
– Buena idea -dijo Olivia-. Querrás aprender el refinamiento de la ciudad.
Winston se volvió hacia ella.
– Tengo suficiente refinamiento, muchas gracias.
– Por supuesto, pero no hay nada como la experiencia para… eh… refinar a un hombre.
Winston se sonrojó.
– Tengo experiencia, Olivia.
Miranda abrió los ojos como platos.
Turner se levantó en un movimiento ágil.
– Creo que esta conversación está deteriorándose a gran velocidad a un nivel inapropiado para los oídos de un caballero.
Winston parecía que quería añadir algo más, pero, por suerte para la causa de la paz familiar, Olivia aplaudió y exclamó:
– ¡Bien dicho!
Sin embargo, Miranda sabía que siempre iba con segundas intenciones, al menos cuando jugaba a las casamenteras en la mesa. Y, por supuesto, enseguida vio que era el objetivo de una pícara sonrisa de Olivia.
– ¿Miranda? -dijo, con encanto.
– ¿Sí?
– ¿No me habías dicho que querías llevar a Winston a esa tienda de guantes que vimos la semana pasada? Tienen los guantes más maravillosos del mundo -continuó Olivia, volviéndose hacia Winston-. Para hombres y mujeres. Pensamos que quizá necesitarías un par. No sabíamos qué tipo de guantes tenían en Oxford.
Era un discurso más que obvio y Miranda estaba segura de que Olivia lo sabía. Miró a Turner, que lo estaba contemplando todo con un gesto divertido. O quizás era disgusto. A veces costaba diferenciarlo.
– ¿Qué te parece, querido hermano? -preguntó Olivia con su voz más encantadora-. ¿Te apetece ir?
– No se me ocurre nada que me apetezca más.
Miranda abrió la boca para decir algo, pero luego vio que sería inútil y la cerró. Iba a matar a Olivia. Entraría en su habitación de noche y la despellejaría viva. Pero, de momento, su única opción era asentir. No quería hacer nada que provocara que Winston creyera que estaba enamorada de él, pero sería el colmo de la mala educación rechazar la invitación delante de él.
Además, cuando vio que tenía tres pares de ojos mirándola expectantes, sólo pudo decir:
– Podríamos ir hoy. Me encantaría.
– Os acompaño -anunció Turner, que se levantó con decisión.
Miranda se volvió hacia él sorprendida, igual que Olivia y Winston. En Ambleside, nunca había mostrado ningún interés por acompañarlos en sus salidas, pero ¿por qué iba a hacerlo? Les llevaba nueve años.
– Necesito un par de guantes -dijo, sencillamente, curvando los labios como diciendo: «¿Por qué, si no, iba a acompañaros?»
– Por supuesto -dijo Winston, que todavía parpadeaba ante el inesperado gesto de su hermano.
– Qué bien que lo hayas comentado -dijo Turner, con brío-. Muchas gracias, Olivia.
La chica no parecía demasiado contenta.
– Será un placer que vengas -dijo Miranda, quizá con un poco más de entusiasmo del que pretendía-. No te importa, ¿verdad, Winston?
– No, por supuesto que no -pero, a juzgar por su gesto, parecía que sí. Al menos, un poco.
– ¿Has terminado con la leche y las galletas, Winston? -preguntó Turner-. Deberíamos irnos. Parece que va a nublarse.
Winston alargó la mano y cogió otra galleta a propósito. La más grande del plato.
– Podemos ir en un carruaje cerrado.
– Voy a buscar el abrigo -dijo Miranda, al levantarse-. Vosotros podéis decidir lo del carruaje. ¿Nos vemos en el salón rosa? ¿Dentro de veinte minutos?
– Te acompañaré arriba -dijo Winston enseguida-. Tengo que coger algo de la maleta.
Salieron de la cocina e, inmediatamente, Olivia se volvió hacia Turner con una expresión felina.
– ¿Qué diantres te pasa?
Él la miró con desconcierto.
– ¿Perdona?
– Me he dejado la piel para organizarles una cita y lo estás estropeando todo.
– No te pongas dramática -respondió él, agitando ligeramente la cabeza-. Sólo voy a comprar un par de guantes. Eso no evitará una boda, si es que esto acaba en boda.
Olivia hizo una mueca.
– Si no te conociera mejor, creería que estás celoso.
Por un momento, Turner se quedó mirando a su hermana. Al final, recuperó la sensatez, y la voz, y respondió:
– Pero me conoces. Así que te agradeceré que no hagas acusaciones infundadas.
Celoso de Miranda. Dios Santo, ¿qué sería lo próximo que se le ocurriría?
Olivia se cruzó de brazos.
– Bueno, la verdad es que tu actitud ha sido un poco extraña.
A lo largo de su vida, Turner había tratado a su hermana pequeña de muchas formas. En general, utilizaba una desatención benigna. En ocasiones, adoptaba una actitud más paternalista, sorprendiéndola con regalos y halagos cuando a él le convenía. Sin embargo, la diferencia de edad había evitado que la tratara de igual a igual; siempre la había visto como una niña antes de dirigirse a ella.
Ahora, sin embargo, mientras lo acusaba de aquello, de querer a Miranda, nada menos que a Miranda, arremetió contra ella sin medir las palabras, ni en tamaño ni en sentimiento. Y habló con la voz severa, cortante y dura cuando dijo:
– Si miraras más allá de tu deseo de tener a Miranda siempre a tu disposición, verías que Winston y ella hacen muy mala pareja.
Olivia se quedó sin respiración ante el inesperado ataque, pero se recuperó enseguida.
– ¿A mi disposición? -repitió, furiosa-. ¿Y ahora quién hace acusaciones infundadas? Sabes mejor que nadie que adoro a Miranda y que lo único que deseo es que sea feliz. Además, como no tiene belleza ni dote, y…
– Oh, por el amor de… -Turner cerró la boca antes de blasfemar delante de su hermana-. La infravaloras -le espetó. ¿Por qué todos insistían en seguir viéndola como la niña desgarbada que fue? Quizá no encajara en la descripción actual de belleza para la sociedad, no como Olivia, pero tenía algo más profundo y mucho más interesante. Cuando uno la miraba, sabía que había algo detrás de sus ojos. Y, cuando sonreía, no era un gesto practicado ni de burla… bueno, a veces sí que era de burla, pero podía perdonarla, porque poseía el mismo sentido del humor que él. Y, además, atrapados en Londres durante la temporada, seguro que se encontraría con varias cosas de las que burlarse.
– Winston sería perfecto para ella -continuó Olivia, apasionada en su discurso-. Y ella para… -Se detuvo, contuvo el aliento y se tapó la boca con la mano.
– ¿Y ahora qué pasa? -dijo él, irritado.
– No se trata de Miranda, ¿verdad? Se trata de Winston. No crees que ella sea suficientemente buena para él.
– No -respondió inmediatamente con una voz extraña y casi indignada-. No -repitió, esta vez midiendo mejor el énfasis-. Nada más lejos de la realidad. Son demasiado jóvenes para casarse. Especialmente Winston.
Olivia enseguida se ofendió.
– Eso no es cierto, tenemos…
– Es demasiado joven -la interrumpió él-, y sólo tienes que mirarme a mí para ver por qué un hombre no debería casarse demasiado joven.
Ella no lo entendió enseguida. Turner reconoció el momento en que lo hizo, vio la comprensión y, luego, la pena.
Y odiaba la pena.
– Lo siento -dijo Olivia, las únicas palabras que garantizaban ponerlo todavía más nervioso. Y las repitió-. Lo siento.
Y se marchó corriendo.
Miranda llevaba varios minutos esperando en el salón rosa cuando una doncella apareció en la puerta y dijo:
– Disculpe, señorita, pero la señorita Olivia me ha pedido que le diga que no los acompañará.
Miranda dejó la figura de porcelana que había estado observando y miró sorprendida a la doncella.
– ¿Se encuentra mal?
La chica pareció incómoda, y Miranda no quiso ponerla en una situación complicada cuando lo que debería hacer era ir a buscar a Olivia ella misma, así que dijo:
– No importa. Se lo preguntaré yo.
La doncella realizó una reverencia y Miranda se volvió hacia la mesa de su lado para asegurarse de que había dejado la figura en su sitio y luego, después de echarle un último vistazo, porque sabía que a lady Rudland le gustaba que sus curiosidades estuvieran en la posición exacta, se dirigió hacia la puerta.
Y chocó contra un cuerpo grande y masculino.
«Turner.» Lo supo incluso antes de que él hablara. Podría haber sido Winston, o un criado, o incluso, qué vergüenza, lord Rudland, pero no era ninguno de ellos. Era Turner. Conocía su olor. Conocía el ruido de su respiración.
Conocía la sensación en el aire cuando estaba cerca de él.
Y fue entonces cuando supo, con seguridad y para siempre, que era amor.
Era amor, el amor de una mujer hacia un hombre. La niña que lo veía como a un príncipe azul había crecido. Ahora era una mujer. Conocía sus defectos y veía sus fallos, pero igualmente lo quería.
Lo quería, y quería curarlo, y quería…
No sabía qué quería. Lo quería todo. Todo. Quería…
– ¿Miranda?
Todavía la estaba sujetando por los hombros. Levantó la mirada, a pesar de que sería casi insoportable enfrentarse al azul de sus ojos. Sabía lo que no encontraría allí.
Y no lo encontró. No había amor ni ninguna revelación. Pero parecía extraño, distinto.
Y ella estaba ardiendo.
– Lo siento -balbuceó, e intentó separarse-. Debería tener más cuidado.
Pero él no la soltó. No enseguida. La estaba mirando, le estaba mirando los labios y, por un precioso y bendito segundo, Miranda creyó que quizá quería besarla. Contuvo el aliento, separó los labios y…
Y entonces todo terminó.
Turner se separó.
– Te pido disculpas -dijo él, con una voz prácticamente sin inflexiones-. Yo también debería tener más cuidado.
– Iba a buscar a Olivia -dijo ella, sencillamente porque no tenía ni idea de qué más decir-. Ha enviado a una doncella diciendo que no vendrá.
La expresión de Turner cambió, lo suficiente y con el cinismo justo para que Miranda supiera que él sabía qué pasaba.
– Déjala -dijo él-. Estará bien.
– Pero…
– Por una vez -la interrumpió, seco-, deja que Olivia se enfrente sola a sus problemas.
Miranda separó los labios con sorpresa ante su tono seco. Sin embargo, la llegada de Winston impidió que tuviera que responder.
– ¿Estás lista? -preguntó, alegre, completamente ajeno a las tensiones del salón-. ¿Dónde está Olivia?
– No vendrá -respondieron, al unísono, Miranda y Turner.
Winston los miró, algo perplejo ante la respuesta conjunta.
– ¿Por qué? -preguntó.
– No se encuentra bien -mintió Miranda.
– Es una lástima -dijo Winston, que no parecía particularmente triste. Le ofreció el brazo a Miranda-. ¿Vamos?
Miranda miró a Turner.
– ¿Todavía quieres venir?
– No. -Y no tardó ni dos segundos en responder.
11 de junio de 1819
Hoy es mi cumpleaños, un día precioso y extraño.
Los Bevelstoke han organizado una cena de familia en mi honor. Ha sido muy dulce y amable por su parte, sobre todo cuando mi propio padre parece haber olvidado que hoy es algo más que el día que un sabio griego realizó una determinada operación matemática o alguna otra cosa sumamente importante.
De lord y lady Rudland: un precioso par de pendientes de aguamarina. Sé que no debería aceptar algo tan caro, pero no podía armar un escándalo en la mesa, así que dije «No puedo…» (aunque con cierta falta de convicción) y enseguida me hicieron callar.
De Winston: un juego de preciosos pañuelos de encaje.
De Olivia: un juego de artículos de escritorio, grabados con mi nombre. Ha añadido una nota donde ponía: «Sólo para tus ojos» y, dentro seguía: «¡Espero que dentro de poco ya no puedas utilizarlo!» Que, por supuesto, significaba que espera que dentro de poco mi apellido sea Bevelstoke.
No he hecho ningún comentario.
Y, de Turner: una botella de perfume. De violetas. Enseguida me he acordado de la cinta violeta que me colocó en la cabeza cuando tenía diez años, pero, por supuesto, seguro que él no se acordaba. No dije nada al respecto; me habría dado mucha vergüenza que me vieran como una sensiblera. Pero me pareció un regalo precioso.
Por lo visto, no puedo dormir. Ya han pasado diez minutos desde que escribí la frase anterior y, aunque bostezo con frecuencia, parece que los párpados no me pesan lo suficiente. Creo que bajaré a la cocina a ver si me tomo un vaso de leche caliente.
O quizá no. Seguramente no habrá nadie para ayudarme y, aunque soy perfectamente capaz de calentarme un vaso de leche, al chef se le acelerará el corazón cuando descubra que alguien ha utilizado una de sus cacerolas sin su permiso. Y, lo más importante, ahora tengo veinte años. Si quiero, puedo tomarme un vaso de jerez para dormir.
Creo que es lo que haré.