Prólogo

A los diez años, Miranda Cheever no era poseedora de la Gran Belleza. Lamentablemente, tenía el pelo castaño, igual que los ojos; además, sus piernas, que eran muy largas, se negaban a aprender nada que pudiera llamarse elegante. Su madre solía decir que trotaba por la casa.

Para mayor desgracia, la sociedad en la que había nacido valoraba mucho la apariencia femenina. Y, aunque sólo tenía diez años, sabía que, en ese aspecto, la consideraban inferior a la mayoría de las demás niñas que vivían cerca. Las niñas solían descubrir estas cosas, normalmente de boca de otras niñas.

En la fiesta de cumpleaños de lady Olivia y el honorable Winston Bevelstoke, hijos gemelos de los condes de Rudland, sucedió un incidente de lo más desagradable. La casa de Miranda estaba cerca de Haverbreaks, la casa ancestral de los Rudland cerca de Ambleside, en el distrito lago de Cumberland, y siempre había compartido clases con Olivia y Winston cuando estaban en casa. Se habían convertido en un trío inseparable y apenas se molestaban en jugar con otros niños de la zona, porque la mayoría vivían a casi una hora de trayecto.

No obstante, varias veces al año, especialmente para los cumpleaños, todos los hijos de la nobleza y de la alta burguesía local se reunían. Y fue precisamente ése el motivo por el cual lady Rudland emitió un gruñido muy poco femenino; dieciocho niños le estaban llenando de barro el salón después de que la fiesta en el jardín se viera interrumpida por la lluvia.

– Tienes barro en la cara, Livvy -dijo Miranda, mientras alargaba la mano para limpiárselo.

Olivia suspiró con dramatismo.

– Será mejor que vaya al servicio. No quiero que mamá lo vea. Aborrece la suciedad y yo aborrezco escucharla mientras me explica lo mucho que la aborrece.

– No entiendo por qué iba a enfadarse por una pequeña mancha en la mejilla cuando tiene el salón lleno de barro. -Miranda vio cómo William Evans soltaba un grito de guerra y se lanzaba contra el sofá. Apretó los labios porque, si no, se hubiera reído-. Y los muebles.

– Da igual, será mejor que vaya a ponerle remedio.

Salió del salón y Miranda se quedó cerca de la puerta. Observó el alboroto durante un minuto, aproximadamente, contenta por mantener su situación habitual de observadora hasta que, por el rabillo del ojo, vio que alguien se le acercaba.

– ¿Qué le has regalado a Olivia por su cumpleaños, Miranda?

Miranda se volvió y vio a Fiona Bennet de pie a su lado, con un precioso vestido blanco con un fajín rosa.

– Un libro -respondió-. A Olivia le gusta leer. ¿Y tú?

Fiona le enseñó una caja pintada con colores preciosos y atada con un cordón plateado.

– Una colección de cintas. De seda, satén, incluso de terciopelo. ¿Quieres verla?

– No quisiera estropear el envoltorio.

Fiona se encogió de hombros.

– Sólo tienes que desatar el cordón con cuidado. Yo lo hago todas las Navidades. -Desató el nudo y levantó la tapa.

Miranda contuvo la respiración. Sobre el fondo de terciopelo negro de la caja había, al menos, dos docenas de cintas, todas atadas en un precioso lazo.

– Son preciosas, Fiona. ¿Puedo ver una?

Fiona entrecerró los ojos.

– No tengo barro en las manos. Mira. -Miranda levantó las manos para que se las inspeccionara.

– De acuerdo.

Miranda alargó la mano y cogió una cinta violeta. El satén era tan suave y delicado en sus manos que parecía mentira. Coqueta, se colocó el lazo en la cabeza.

– ¿Qué te parece?

Fiona puso los ojos en blanco.

– El violeta no, Miranda. Todo el mundo sabe que es para el pelo rubio. El color prácticamente desaparece entre el marrón. Tú no puedes llevarla.

Miranda le devolvió la cinta.

– ¿Y qué color le va al pelo castaño? ¿El verde? Mi madre tiene el pelo castaño y la he visto con cintas verdes.

– Supongo que el verde sería aceptable. Pero queda mejor con el pelo rubio. Todo queda mejor con el pelo rubio.

Miranda notó una chispa de indignación en su interior.

– Entonces, no sé qué vas a hacer, Fiona, porque tienes el pelo tan castaño como yo.

Fiona retrocedió de golpe.

– ¡No es verdad!

– ¡Sí que lo es!

– ¡No!

Miranda se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos, amenazadora.

– Pues será mejor que te mires en el espejo cuando te vayas a casa, Fiona, porque tu pelo no es rubio.

Fiona guardó la cinta violeta en la caja y cerró la tapa con rabia.

– Bueno, antes lo era, mientras que el tuyo nunca lo fue. Además, mi pelo es castaño claro, y todo el mundo sabe que es mejor que castaño oscuro, como el tuyo.

– ¡El pelo castaño oscuro no tiene nada de malo! -protestó Miranda. Sin embargo, era consciente de que la mayor parte de Inglaterra no estaría de acuerdo con ella.

– Además -añadió Fiona, con aire victorioso-, ¡tienes los labios gordos!

Miranda se llevó la mano a la boca. Sabía que no era guapa; sabía que ni siquiera la consideraban bonita. Pero nunca hasta ahora había notado nada extraño en sus labios. Miró a la otra niña, que estaba sonriendo.

– ¡Tú tienes pecas! -le espetó.

Fiona retrocedió, como si le hubieran dado una bofetada.

– Las pecas desaparecen. Las mías habrán desaparecido antes de los dieciocho años. Mi madre me las moja con zumo de limón cada noche -se sorbió la nariz con desdén-. Pero tú no tienes remedio, Miranda. Eres fea.

– ¡No lo es!

Las dos se volvieron y vieron a Olivia, que había vuelto del servicio.

– Ah, Olivia -dijo Fiona-. Sé que eres amiga de Miranda porque vive cerca y compartís las clases, pero tienes que admitir que no es demasiado guapa. Mi madre dice que nunca encontrará marido.

Los ojos azules de Olivia brillaron peligrosamente. La única hija del conde de Rudland siempre había sido leal, y Miranda era su mejor amiga.

– ¡Miranda conseguirá mejor marido que tú, Fiona Bennet! Su padre es baronet mientras que el tuyo sólo es un señor.

– Ser la hija de un baronet importa muy poco si no tienes belleza o dinero -recitó Fiona, repitiendo las palabras que obviamente había oído en su casa-. Y Miranda no tiene ninguna de las dos cosas.

– ¡Cállate, vaca estúpida! -exclamó Olivia, golpeando el suelo con el pie-. Es mi fiesta de cumpleaños y, si no vas a ser amable, ¡puedes marcharte!

Fiona tragó saliva. Era demasiado lista para enfurecer a Olivia, cuyos padres ostentaban el mayor rango nobiliario de la zona.

– Lo siento, Olivia -farfulló.

– No te disculpes conmigo. Discúlpate con Miranda.

– Lo siento, Miranda.

Miranda se quedó callada hasta que Olivia le dio una patada.

– Acepto tus disculpas -masculló.

Fiona asintió y salió corriendo.

– No puedo creerme que la hayas llamado vaca estúpida -dijo Miranda.

– Tienes que aprender a defenderte, Miranda.

– Me estaba defendiendo muy bien antes de que llegaras, Livvy. La diferencia es que no lo hacía a gritos.

Olivia suspiró.

– Mamá dice que no tengo ni pizca de control ni sentido común.

– Y no lo tienes -asintió Miranda.

– ¡Miranda!

– Es verdad. Pero te quiero igualmente.

– Yo también te quiero, Miranda. Y no te preocupes por la tonta de Fiona. Cuando seamos mayores, te puedes casar con Winston y así seremos hermanas de verdad.

Miranda miró hacia el otro lado del salón y observó a Winston con recelo. Estaba tirando del pelo a una niña.

– No sé -dijo, dubitativa-. No estoy segura de que quiera casarme con Winston.

– Bobadas. Sería perfecto. Además, mira, acaba de manchar el vestido de Fiona de ponche.

Miranda se rió.

– Ven -dijo, tomándola de la mano-. Quiero abrir los regalos. Prometo que gritaré con más fuerza cuando llegue al tuyo.

Las dos volvieron al salón y Olivia y Winston abrieron sus regalos. Por suerte (en la opinión de lady Rudland), terminaron a las cuatro en punto, la hora en que se suponía que los niños tenían que volver a casa. A ninguno fue a recogerlo un criado; una invitación a Haverbreaks se consideraba un honor y ningún padre quiso perderse la oportunidad de codearse con los condes. Ninguno, excepto los de Miranda, claro. A las cinco todavía estaba en el salón, repasando el botín del cumpleaños con Olivia.

– No me imagino qué les ha podido pasar a tus padres, Miranda -dijo lady Rudland.

– Yo sí -respondió Miranda, alegre-. Mamá ha ido a Escocia a visitar a su madre y estoy segura de que papá se ha olvidado de mí. Suele hacerlo cuando está trabajando en un manuscrito. Traduce del griego.

– Lo sé. -Lady Rudland sonrió.

– Del griego antiguo.

– Lo sé -suspiró lady Rudland. No era la primera vez que sir Rupert Cheever perdía a su hija-. Bueno, pues tendrás que ir a casa de alguna manera.

– Yo iré con ella -sugirió Olivia.

– Winston y tú tenéis que guardar los regalos y escribir notas de agradecimiento. Si no lo hacéis esta noche, no recordaréis quién os ha regalado qué.

– Pero no puedes enviar a casa a Miranda con un criado. No tendrá con quien hablar.

– Puedo hablar con el criado -dijo Miranda-. Siempre hablo con los de casa.

– Con los nuestros no -susurró Olivia-. Son muy ceremoniosos y callados, y siempre me miran con desaprobación.

– La mayoría de las veces mereces que te miren con desaprobación -intervino lady Rudland, acariciando la cabeza de su hija-. Tengo una sorpresa para ti, Miranda. ¿Por qué no le pedimos a Nigel que te acompañe a casa?

– ¡Nigel! -exclamó Olivia-. Miranda, qué suerte.

Miranda arqueó las cejas. Nunca había conocido al hermano mayor de Olivia.

– De acuerdo -respondió, despacio-. Será un placer conocerlo por fin. Olivia, hablas de él a menudo.

Lady Rudland envió a una doncella a buscarlo.

– ¿No lo conoces, Miranda? Qué extraño. Bueno, él sólo acostumbra a venir a casa por Navidad y tú siempre te vas a Escocia en esas fechas. Tuve que amenazarlo con cortarlo a trocitos si no venía a la fiesta de los gemelos. De hecho, no quería asistir a la fiesta por miedo a que alguna de las madres intentara comprometerlo con una niña de diez años.

– Nigel tiene diecinueve años y es un soltero muy codiciado -le explicó Olivia, con voz muy casual-. Es vizconde. Y es muy guapo. Se parece a mí.

– ¡Olivia! -la reprobó lady Rudland.

– Bueno, es verdad, mamá. Si fuera niño, sería muy guapo.

– Eres bastante guapa siendo niña, Livvy -dijo Miranda, con lealtad, mientras observaba el pelo rubio de su amiga con un poco de envidia.

– Tú también. Toma, escoge una de las cintas de Fiona, la vaca. No las necesito todas.

Miranda sonrió ante aquella mentira. Olivia era muy buena amiga. Miró las cintas y, con maldad, escogió la de satén violeta.

– Gracias, Livvy. Me la pondré para la clase del lunes.

– ¿Me has llamado, madre?

Cuando oyó el sonido de aquella voz grave, Miranda se volvió hacia la puerta y casi se queda sin aliento. Frente a ella estaba la criatura más espléndida que había visto jamás. Olivia había dicho que tenía diecinueve años, pero Miranda lo reconoció como el hombre que ya era. Tenía una espalda maravillosamente ancha y el resto del cuerpo era esbelto y firme. Tenía el pelo más oscuro que Olivia, pero con los mismos destellos dorados, prueba de las horas que se había pasado al sol. Sin embargo, Miranda enseguida decidió que la mejor parte de él eran sus ojos: de un azul claro y brillante, como los de Olivia. Y tenían el mismo brillo pícaro.

Miranda sonrió. Su madre siempre decía que se conoce a una persona por los ojos y el hermano de Olivia tenía unos ojos muy bonitos.

– Nigel, ¿serías tan amable de acompañar a Miranda a casa? -preguntó lady Rudland-. Parece que su padre se ha demorado.

Miranda se preguntó por qué Nigel frunció el ceño cuando su madre pronunció su nombre.

– Por supuesto, madre. Olivia, ¿te lo has pasado bien en la fiesta?

– Muchísimo.

– ¿Dónde está Winston?

Olivia se encogió de hombros.

– Fuera, jugando con el sable que le ha regalado Billy Evans.

– De juguete, espero.

– Que Dios nos ayude si es de verdad -añadió lady Rudland-. De acuerdo, Miranda, vamos a llevarte a casa. Creo que tu capa está en la otra habitación. -Desapareció por la puerta y, unos segundos después, apareció con el práctico abrigo marrón de Miranda.

– ¿Nos vamos, Miranda? -Aquella criatura celestial le ofreció la mano.

Miranda se encogió de hombros y le dio la mano. ¡Era el paraíso!

– ¡Hasta el lunes! -exclamó Olivia-. Y no te preocupes por lo que ha dicho Fiona. Sólo es una vaca estúpida.

– ¡Olivia!

– Bueno, mamá, lo es. No quiero que vuelva a casa.

Miranda sonrió mientras permitía que el hermano de Olivia la acompañara por el pasillo y las voces de Olivia y lady Rudland se iban alejando.

– Muchas gracias por acompañarme a casa, Nigel -dijo.

Él volvió a fruncir el ceño.

– Eh… Lo siento -añadió ella enseguida-. Debería llamarlo milord, ¿verdad? Es que como Olivia y Winston siempre se refieren a usted por su nombre, yo… -Desvió la mirada hacia el suelo. Apenas había pasado dos minutos en su espléndida compañía y ya había metido la pata.

Él se detuvo y se agachó para poder mirarla a la cara.

– No te preocupes por el milord, Miranda. Voy a explicarte un secreto.

Miranda abrió los ojos y se olvidó de respirar.

– Detesto mi nombre.

– Eso no es ningún secreto, Ni…, quiero decir milord, bueno como quieras que te llame. Frunces el ceño cada vez que tu madre lo pronuncia.

Él le sonrió. El corazón le había dado una especie de vuelco cuando había visto a esa niña de expresión seria jugando con su indomable hermana. Era una pequeña criatura muy graciosa, pero había algo precioso en sus enormes y conmovedores ojos marrones.

– ¿Y cómo quieres que te llame? -le preguntó Miranda.

Nigel sonrió ante la pregunta directa.

– Turner.

Por un momento, creyó que no le iba a contestar. Ella se quedó inmóvil, excepto por algún parpadeo ocasional. Y entonces, como si hubiera alcanzado una conclusión, dijo:

– Es un nombre bonito. Un poco extraño, pero me gusta.

– Mucho mejor que Nigel, ¿no crees?

Miranda asintió.

– ¿Lo elegiste tú? A menudo he pensado que todos deberíamos poder escoger nuestros nombres. Y creo que la gran mayoría elegiría uno distinto al suyo.

– ¿Cuál elegirías tú?

– No estoy segura, pero Miranda no. Algo más sencillo, creo. La gente espera algo diferente de una Miranda y casi siempre quedan decepcionados cuando me conocen.

– Bobadas -dijo Turner, enseguida-. Eres una Miranda perfecta.

Ella sonrió.

– Gracias, Turner. ¿Puedo llamarte así?

– Por supuesto. Y no lo escogí yo. Sólo es un título de cortesía. Vizconde Turner. Lo he utilizado en lugar de Nigel desde que iba a Eton.

– Pues creo que te sienta bien.

– Gracias -respondió él, de corazón, absolutamente fascinado por aquella niña tan madura-. Y ahora dame la mano y te llevaré a casa.

Le ofreció la mano izquierda. Miranda se pasó la cinta de la derecha a la izquierda.

– ¿Qué es eso?

– ¿Esto? Una cinta. Fiona Bennet le ha regalado dos docenas a Olivia y tu hermana me ha dicho que me quedara una.

Turner entrecerró los ojos cuando recordó las palabras que su hermana le había dicho a su amiga al despedirse. «No te preocupes por lo que ha dicho Fiona.» Le quitó la cinta de las manos.

– Creo que las cintas van en el pelo.

– Pero no hace juego con el vestido -protestó ligeramente Miranda. Él ya se la había atado en lo alto de la cabeza-. ¿Cómo me queda? -susurró.

– Perfecta.

– ¿De verdad? -Abrió los ojos con incredulidad.

– De verdad. Siempre he pensado que las cintas violeta quedan especialmente bien en el pelo castaño.

Miranda se enamoró allí mismo. El sentimiento fue tan intenso que se olvidó de darle las gracias por el cumplido.

– ¿Nos vamos? -preguntó él.

Ella asintió, porque no confiaba en su voz.

Salieron de la casa y se dirigieron hacia los establos.

– He pensado que podíamos ir a caballo -dijo Turner-. Hace un día demasiado bonito para meternos dentro del carruaje.

Miranda volvió a asentir. Hacía un día excepcionalmente caluroso para ser marzo.

– Puedes montar el poni de Olivia. Seguro que no le importará.

– Livvy no tiene un poni -respondió Miranda cuando, por fin, encontró su voz-. Ahora tiene una yegua. Y yo tengo otra en casa. Ya no somos niñas pequeñas.

Turner contuvo una sonrisa.

– No, ya lo veo. Qué estúpido. No lo he pensado.

Al cabo de unos minutos, los caballos estaban ensillados e iniciaron el trayecto de quince minutos hasta casa de los Cheever. Miranda permaneció callada un minuto, porque era demasiado feliz para estropear el momento con palabras.

– ¿Te lo has pasado bien en la fiesta? -preguntó Turner, al final.

– Sí. Casi todo ha sido precioso.

– ¿Casi todo?

Turner vio que fruncía el ceño. Obviamente, no había querido revelar tanta información.

– Bueno -dijo, despacio, mordiéndose el labio y soltándolo antes de continuar-, es que una de las niñas me ha dicho cosas muy desagradables.

– Ah. -Turner sabía que era mejor no ser demasiado inquisitivo.

Y, obviamente, tenía razón porque, cuando Miranda habló, le recordó a su hermana. Lo miró con los ojos sinceros y las palabras salieron firmemente de su boca.

– Ha sido Fiona Bennet -dijo, con desdén-, y Olivia la ha llamado vaca estúpida, y debo admitir que no lamento que lo haya hecho.

Turner mantuvo la expresión seria.

– Si Fiona te ha dicho cosas desagradables, yo tampoco lamento que lo hiciera.

– Ya sé que no soy guapa -añadió Miranda-. Pero es de muy mala educación decirlo. Y es de mala persona.

Turner la miró durante un buen rato, porque no estaba seguro de cómo consolarla. No era guapa, era cierto, y si intentaba decirle que lo era, no le creería. Pero no era fea. Era… distinta.

Sin embargo, se ahorró tener que decir algo gracias al siguiente comentario de Miranda.

– Creo que es por el pelo castaño.

Él arqueó las cejas.

– Es común -explicó Miranda-. Igual que los ojos marrones. Y tengo la mitad del cuerpo muy delgada, la cara muy larga y soy muy pálida.

– Bueno, todo eso es cierto -dijo Turner.

Miranda se volvió hacia él con los ojos grandes y tristes.

– Tienes el pelo castaño y los ojos marrones. Nadie puede negarlo. -Ladeó la cabeza y fingió inspeccionarla de arriba abajo-. Eres delgada y sí, tienes la cara alargada. Y eres pálida.

A Miranda le temblaron los labios y Turner no pudo seguir tomándole el pelo.

– Pero -añadió él con una sonrisa-, resulta que yo prefiero a las mujeres con el pelo castaño y los ojos marrones.

– ¡No es cierto!

– Sí que lo es. Siempre las he preferido así. Y también me gustan delgadas y pálidas.

Miranda lo miró con suspicacia.

– ¿Y qué me dices de las caras alargadas?

– Bueno, debo admitir que nunca me había parado a pensar en eso, pero una cara alargada no me desagrada.

– Fiona Bennet dijo que tengo los labios gordos -añadió, en un tono casi desafiante.

Turner contuvo una sonrisa.

Ella soltó un gran suspiro.

– Nunca me había fijado en que tenía los labios gordos.

– No son tan gordos.

Ella le lanzó una mirada cautelosa.

– Lo dices para que me sienta mejor.

– Quiero que te sientas mejor, pero no lo digo por eso. Y la próxima vez que Fiona Bennet te diga que tienes los labios gordos, dile que se equivoca. Tienes los labios carnosos.

– ¿Qué diferencia hay? -Lo miró pacientemente, con los ojos oscuros muy serios.

Turner respiró hondo.

– Bueno -farfulló-. Los labios gordos no son atractivos, los labios carnosos sí.

– Ah. -Aquella explicación pareció satisfacerla-. Fiona tiene los labios delgados.

– Los labios carnosos son mucho mejor que los labios finos -dijo Turner, enfatizando las palabras. Aquella niña tan graciosa le caía bien y quería que se sintiera mejor.

– ¿Por qué?

Turner lanzó una disculpa silenciosa a los dioses de la etiqueta y el decoro antes de responder.

– Los labios carnosos son mejores para besar.

– Ah. -Miranda se sonrojó y luego sonrió-. Qué bien.

Turner se sintió absurdamente feliz consigo mismo.

– ¿Sabes qué pienso, señorita Miranda Cheever?

– ¿Qué?

– Pienso que sólo tienes que crecer y convertirte en una mujer. -En cuanto lo dijo, lo lamentó. Seguro que ella le preguntaría qué quería decir, y no tendría ni idea de cómo responderle.

Sin embargo, la preciosa niña ladeó la cabeza como si estuviera analizando aquellas palabras.

– Espero que tengas razón -dijo, al final-. Pero mira mis piernas.

Un repentino ataque de tos camufló la risa que ascendió por la garganta de Turner.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, es que son demasiado largas. Mamá siempre dice que me nacen de los hombros.

– Pues a mí me parece que te nacen de las caderas, como toca.

Miranda se rió.

– Lo decía metafóricamente.

Turner parpadeó. Aquella niña de diez años tenía un vocabulario muy amplio.

– Quiero decir -continuó-, que son demasiado largas en comparación con el resto del cuerpo. Creo que por eso me cuesta tanto aprender a bailar. Siempre tropiezo con los pies de Olivia.

– ¿Con los pies de Olivia?

– Practicamos juntas -le explicó Miranda-. Creo que si estuviera más proporcionada, no sería tan torpe. Así que supongo que tienes razón. Todavía tengo que crecer.

– Fantástico -dijo Turner, contento y satisfecho por haber conseguido, sin saber cómo, decir lo correcto-. Parece que ya hemos llegado.

Miranda miró la casa de piedra gris donde vivía. Estaba situada junto a uno de los muchos riachuelos que conectaban los lagos del distrito y tenías que atravesar un puente adoquinado para llegar a la puerta principal.

– Muchas gracias por acompañarme a casa, Turner. Te prometo que nunca más te llamaré Nigel.

– ¿Y me prometes que pellizcarás a Olivia si me llama Nigel?

Miranda se rió y se tapó la boca con la mano. Asintió.

Turner desmontó, se volvió hacia la niña y la ayudó a desmontar.

– ¿Sabes qué creo que deberías hacer, Miranda? -dijo, de repente.

– ¿Qué?

– Creo que deberías escribir un diario.

Ella parpadeó, sorprendida.

– ¿Por qué? ¿Quién iba a querer leerlo?

– Nadie, tonta. Será para ti. Y quizás algún día, cuando mueras, tus nietos lo leerán y sabrán cómo eras de joven.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Y si no tengo nietos?

Turner alargó la mano impulsivamente y le revolvió el pelo.

– Haces muchas preguntas, pequeña.

– Pero ¿y si no tengo nietos?

Jesús, era persistente.

– Quizá seas famosa -suspiró-. Y los chicos que estudien tu vida en la escuela querrán saber cómo eras.

Ella lo miró con incredulidad.

– Está bien, ¿quieres saber, de verdad, por qué creo que deberías escribir un diario?

Ella asintió.

– Porque algún día crecerás y tu belleza igualará la inteligencia que ya posees. Y entonces podrás leer el diario y ver lo estúpidas que son las niñas como Fiona Bennet. Y te reirás cuando recuerdes que tu madre decía que las piernas te nacían de los hombros. Y quizá me reserves una pequeña sonrisa cuando recuerdes la agradable conversación que hemos tenido hoy.

Miranda lo miró y se dijo que debía de ser uno de esos dioses griegos sobre los que su padre se pasaba el día leyendo.

– ¿Sabes qué pienso? -susurró-. Que Olivia tiene mucha suerte de que seas su hermano.

– Y yo creo que tiene mucha suerte de que seas su amiga.

A Miranda le temblaron los labios.

– Te reservaré una gran sonrisa, Turner -susurró.

Éste se inclinó y le dio un beso tan delicado como el que dedicaría a la dama más bonita de Londres.

– Eso espero, minina -sonrió y asintió antes de montar su caballo y coger las riendas de la yegua de Olivia.

Miranda lo miró hasta que desapareció por el horizonte, y luego siguió mirando diez minutos más.


Aquella noche, Miranda entró en el estudio de su padre. Él estaba concentrado en un texto, ajeno a que la cera de la vela le estaba manchando la mesa.

– Papá, ¿cuántas veces tengo que decirte que tienes que tener cuidado con las velas? -suspiró y colocó la vela en una palmatoria.

– ¿Qué? Vaya, no lo había visto.

– Y necesitas más de una vela. Está demasiado oscuro para leer.

– ¿Sí? No me había dado cuenta. -Parpadeó y luego entrecerró los ojos-. ¿No es la hora de acostarte?

– La niñera ha dicho que hoy puedo quedarme despierta media hora más.

– ¿Ah, sí? Bueno, entonces, lo que ella diga. -Volvió a concentrarse en el manuscrito, ignorándola por completo.

– ¿Papá?

Él suspiró.

– ¿Qué quieres, Miranda?

– ¿Te sobra alguna libreta? Como las que utilizas cuando traduces, pero antes de copiar la versión definitiva.

– Supongo que sí. -Abrió el último cajón y rebuscó entre las cosas-. Aquí está. Pero ¿para qué la quieres? Es una libreta de calidad. Y no es barata.

– Voy a escribir un diario.

– ¿En serio? Bueno, es un propósito encomiable, supongo. -Le entregó la libreta.

Miranda sonrió ante las palabras de su padre.

– Gracias. Ya te avisaré cuando me quede sin espacio y necesite otra.

– De acuerdo. Buenas noches, cariño. -Se volvió hacia sus papeles.

Miranda abrazó la libreta contra el pecho y subió corriendo las escaleras hasta su habitación. Cogió una pluma y un tintero y abrió la libreta por la primera página. Escribió la fecha y después, tras mucho pensárselo, una única frase. Era lo que le parecía necesario.

2 de marzo de 1810

Hoy me he enamorado.

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