Turner había planeado pasar la primavera y el verano en Northumberland, donde podría rechazar guardar luto por su esposa con cierta privacidad, pero su madre había recurrido a una sorprendente cantidad de tácticas, aunque la más letal había sido la culpa, claro, para que diera su brazo a torcer y acudiera a Londres a apoyar a su hermana.
No había cedido cuando le había dicho que era un líder en la sociedad y que, por tanto, su presencia en el baile de presentación de Olivia atraería a los mejores caballeros jóvenes.
No había cedido cuando le había dicho que no debería refugiarse en el campo y que le iría bien salir y estar con amigos.
Sin embargo, cedió el día que su madre se presentó en la puerta de su casa y, sin ni siquiera saludarlo, le dijo:
– Es tu hermana.
Y ahí estaba, en Rudland House, en Londres, rodeado de quinientas personas que, si no eran lo mejor del país, al menos sí que eran lo más pomposo.
Sin embargo, Olivia iba a tener que encontrar un marido entre aquella gente, y Miranda también, y él no iba a permitir que ninguna de las dos terminara en un matrimonio tan desastroso como el suyo. Londres estaba lleno de equivalentes masculinos de Leticia, la mayoría de los cuales se llamaban lord Esto o sir Aquello. Y dudaba mucho que su madre tuviera conocimiento de las habladurías más salaces que corrían por sus círculos.
Sin embargo, eso no significaba que tuviera que hacer demasiadas apariciones. Estaba allí, en su baile de debut, y las acompañaría a algún sitio, sobre todo si había algo en el teatro que le apetecía ver, pero, aparte de eso, seguiría sus progresos desde detrás del telón. A finales de verano, habría terminado con toda aquella tontería y podría volver a…
Bueno, a lo que fuera que tuviera pensado planear. Estudiar las rotaciones de las cosechas, quizá. Practicar el tiro con arco. Visitar la taberna. Le gustaba su cerveza. Y allí nadie hacía preguntas sobre la recientemente fallecida lady Turner.
– ¡Querido, has venido! -De repente, su madre ocupó su visión, preciosa con su vestido morado.
– Ya te dije que llegaría a tiempo -respondió, y después se terminó la copa de champán que tenía en la mano-. ¿No te han avisado de mi llegada?
– No -respondió ella, algo distraída-. He ido como una loca con los detalles de última hora. Seguro que los criados no han querido molestarme.
– O no te han encontrado -comentó él, contemplando el gentío que llenaba su casa. Era una locura; un éxito absoluto. Tampoco veía a ninguna de las invitadas de honor, aunque, claro, había preferido quedarse en la sombra los veinte minutos que habían pasado desde su llegada.
– Les he dado permiso para bailar los valses -dijo lady Rudland-, así que haz el favor de cumplir con las dos.
– Una orden directa -murmuró él.
– Sobre todo con Miranda -añadió ella, que, por lo visto, no había oído el comentario de su hijo.
– ¿Qué quieres decir, sobre todo con Miranda?
Su madre se volvió hacia él con una mirada directa.
– Miranda en una chica fantástica, y la quiero mucho, pero los dos sabemos que no es el tipo de joven que la sociedad suele favorecer.
Turner le lanzó una mirada de incredulidad.
– Y los dos también sabemos que la sociedad no suele ser un buen juez sobre el carácter. No olvides que Leticia tenía mucho éxito en esta sociedad.
– Y, a juzgar por esta noche, Olivia también -respondió su madre, con decisión-. La sociedad es caprichosa y recompensa a los buenos con la misma frecuencia que a los malos. Pero jamás recompensa a los callados.
Fue entonces cuando Turner localizó a Miranda, que estaba al lado de Olivia cerca de la puerta.
Al lado de Olivia, pero en dos mundos distintos.
No es que la estuvieran ignorando, porque no era así. Le estaba sonriendo a un joven que parecía que la estaba invitando a bailar. Pero no tenía la muchedumbre de hombres que rodeaban a Olivia, que, como él mismo tenía que admitir, brillaba como una joya radiante colocada en un marco perfecto. Le resplandecían los ojos y, cuando reía, parecía que llenaba el ambiente de música.
Su hermana tenía algo cautivador. Hasta Turner tenía que admitirlo.
Sin embargo, Miranda era distinta. Ella observaba y sonreía, pero era como si tuviera un secreto, como si fuera anotando cosas en su cabeza sobre las personas que conocía.
– Sácala a bailar -le dijo su madre.
– ¿A Miranda? -preguntó él, sorprendido. Habría jurado que su madre le pediría que primero sacara a bailar a su hermana.
Lady Rudland asintió.
– Será un gran empujón para ella. No bailas desde… ya ni me acuerdo. Desde mucho antes de que Leticia muriera.
Turner tensó la mandíbula y, habría dicho algo, pero su madre gritó, aunque aquello no fue tan sorprendente como lo que vino después y que, estaba seguro, era la primera blasfemia que cruzaba los labios de su madre.
– ¿Madre? -le preguntó él.
– ¿Dónde está tu brazalete? -le susurró, con urgencia.
– Mi brazalete -repitió él, con ironía.
– Por Leticia -añadió ella, como si él no lo supiera.
– Creo que ya te dije que había elegido no guardarle luto.
– Pero esto es Londres -dijo, entre dientes-. Y es el debut de tu hermana.
Él se encogió de hombros.
– Llevo la chaqueta negra.
– Todas tus chaquetas son negras.
– Quizá guardo un luto perpetuo -dijo él, como si nada-, por la pérdida de la inocencia.
– Provocarás un escándalo -dijo ella, entre dientes.
– No -respondió él-. Leticia provocaba escándalos. Yo sólo me niego a guardar luto por mi escandalosa esposa.
– ¿Quieres arruinar a tu hermana?
– Mis acciones no le pesarán tanto como lo habrían hecho las de mi querida difunta.
– Eso ahora da igual, Turner. La realidad es que tu mujer ha muerto y…
– Ya lo sé. Vi el cuerpo -respondió él, interrumpiendo las explicaciones de su madre.
Lady Rudland retrocedió.
– No es necesario ser vulgar.
A Turner le empezaba a doler la cabeza.
– En tal caso, me disculpo.
– Me gustaría que lo reconsideraras.
– Yo preferiría no provocarte ningún disgusto -respondió él, con un suspiro-, pero no cambiaré de idea. Puedo quedarme aquí en Londres sin brazalete, o puedo volver a Northumberland… sin brazalete -añadió, tras una pausa-. Tú decides.
Su madre apretó la mandíbula y no dijo nada, de modo que él se encogió de hombros y dijo:
– Iré a buscar a Miranda.
Y se marchó.
Miranda llevaba en la ciudad dos semanas y, a pesar de que no estaba segura de poder definirse como un éxito, tampoco creía que pudiera considerarse un fracaso. Estaba justo donde esperaba estar: en algún punto intermedio, con una tarjeta de baile medio llena y un diario rebosante de observaciones de los acompañantes estúpidos, insensatos y heridos. (El acompañante herido sería lord Chisselworth, que tropezó mientras bailaban en la fiesta de los Mottram y se torció el tobillo. Los estúpidos e insensatos eran demasiados para acordarse de todos.)
En resumen, consideraba que no lo estaba haciendo mal para alguien con el conjunto de talentos y atributos que Dios le había dado. En su diario, escribió:
Se supone que tengo que mejorar mis habilidades sociales, pero, como Olivia dijo, las conversaciones absurdas nunca han sido mi fuerte. Sin embargo, he perfeccionado mi amable y vacía sonrisa, y parece que funciona.
¡He tenido tres peticiones para acompañarme durante la cena!
Por supuesto, ayudaba que todo el mundo supiera su condición de mejor amiga de Olivia. Su amiga había arrasado, como todos sabían que haría, y ella se beneficiaba por asociación. Estaban los caballeros que llegaban tarde para asegurarse un baile con Olivia y luego estaban aquellos a los que les daba pavor hablar con ella, en cuyo caso la amiga les parecía una opción más accesible.
Sin embargo, y a pesar de la excesiva atención, Miranda estaba sola cuando oyó una voz terriblemente familiar.
– No diré que te he encontrado sin compañía, señorita Cheever.
«Turner.»
No pudo evitar sonreír. Estaba extraordinariamente apuesto con su traje oscuro de gala, y la luz de las velas se reflejaba en su pelo dorado.
– Has venido -dijo, simplemente.
– ¿Pensabas que no lo haría?
Lady Rudland había dicho que sí, pero Miranda no estaba tan segura. Había dejado muy claro, en varias ocasiones, que no quería participar en las fiestas de la sociedad ese año. O, seguramente, ningún año. Todavía era complicado decirlo.
– Tengo entendido que tu madre tuvo que chantajearte para que vinieras -dijo ella, mientras se colocaban el uno al lado del otro y contemplaban el gentío.
Él fingió ofenderse.
– ¿Chantaje? Es una palabra muy fea. Y, además, incorrecta en este caso.
– ¿Sí?
Él se inclinó ligeramente hacia ella.
– Fue culpa.
– ¿Culpa? -Miranda apretó los labios y lo miró con picardía-. ¿Qué hiciste?
– Di mejor qué no hice. O, casi mejor, lo que no iba a hacer. -Se encogió de hombros-. Me ha dicho que Olivia y tú seréis un éxito seguro si os ofrezco mi apoyo.
– Supongo que Olivia sería un éxito incluso si no tuviera ni un penique y hubiera nacido en el sitio incorrecto.
– Yo tampoco estoy preocupado por ti -dijo Turner, y le sonrió de una forma benevolente que a ella le molestó. Y, de repente, frunció el ceño-. Y, dime, ¿con qué pretendía chantajearme mi madre?
Miranda sonrió. Le encantaba cuando estaba desconcertado. Siempre parecía controlarlo todo, mientras que el corazón de Miranda siempre se aceleraba cuando lo veía. Por suerte, con los años había aprendido a estar cómoda en su compañía. Si no hiciera tanto tiempo que lo conocía, dudaba que pudiera mantener una conversación delante de él. Además, seguramente Turner sospecharía algo si, cada vez que se vieran, ella se quedara callada.
– No lo sé. -Fingió considerar varias opciones-. Historias de cuando eras pequeño y cosas así.
– No digas bobadas. Era un ángel.
Ella arqueó las cejas con incredulidad.
– Debes pensar que soy muy crédula.
– No, sólo demasiado educada para contradecirme.
Miranda puso los ojos en blanco y se volvió hacia la multitud. Olivia estaba al otro lado de la sala, rodeada por la habitual colección de caballeros.
– Livvy está en su ambiente, ¿no crees? -dijo ella.
Turner asintió.
– ¿Dónde están todos tus admiradores, señorita Cheever? Me cuesta creer que no tengas ninguno.
Ella se sonrojó ante el cumplido.
– Uno o dos, supongo. Suelo confundirme con el mobiliario cuando Olivia está cerca.
Él la miró con incredulidad.
– Déjame ver tu carné de baile.
Ella se lo entregó a regañadientes. Turner le echó un vistazo y se lo devolvió.
– Tenía razón -dijo-. Está casi lleno.
– Casi todos llegaron a mí básicamente porque estaba al lado de Olivia.
– No seas tonta. Y no es motivo para enfadarse.
– No estoy enfadada -respondió ella, sorprendida de que Turner lo pensara-. ¿Por qué? ¿Parezco enfadada?
Él se separó y la observó.
– No. No lo pareces. Qué extraño.
– ¿Extraño?
– Nunca había conocido a ninguna dama que no quisiera una jauría de caballeros solteros a su alrededor en un baile.
La condescendencia de su voz la irritó y no pudo ocultar la insolencia en la suya cuando dijo:
– Bueno, pues ahora sí.
Pero él se rió.
– Querida niña, ¿cómo pretendes encontrar marido con esa actitud? Y no me mires como si estuviera siendo condescendiente…
Lo que provocó que ella apretara todavía más los dientes.
– Tú misma me dijiste que querías encontrar un marido esta temporada.
Tenía razón, el muy… Por lo tanto, no le quedó más opción que decir:
– No me llames «querida niña», por favor.
Él sonrió.
– Señorita Cheever, ¿detecto un atisbo de temperamento en ti?
– Siempre he tenido temperamento -respondió ella.
– Eso parece. -Seguía sonriendo, cosa que todavía irritaba más a Miranda.
– Creía que tenías que estar triste y meditabundo -gruñó ella.
Él se encogió de hombros con naturalidad.
– Parece que sacas lo mejor de mí.
Miranda lo miró fijamente. ¿Acaso había olvidado la noche del funeral de Leticia?
– ¿Lo mejor? -preguntó ella, arrastrando las palabras-. ¿De veras?
Al menos, Turner tuvo la elegancia de avergonzarse.
– O, a veces, lo peor. Pero, esta noche, sólo lo mejor. -Ante el gesto de incredulidad de la chica, añadió-: Estoy aquí para cumplir mi deber contigo.
«Deber.» Era una palabra sólida y aburrida.
– Déjame tu carné de baile, por favor.
Ella se lo entregó. Era un cartón decorado con dibujos y un pequeño lápiz atado con una cinta a un extremo. Turner lo observó y luego entrecerró los ojos.
– ¿Por qué tienes los valses vacíos, Miranda? Mi madre me ha dejado muy claro que os había dado permiso a las dos para bailarlos.
– No es por eso. -Apretó los dientes durante un segundo, intentando controlar la vergüenza que sabía que la delataría en cualquier momento-. Es que, bueno, si quieres saberlo…
– Suéltalo, señorita Cheever.
– ¿Por qué siempre me llamas señorita Cheever cuando te burlas de mí?
– No es verdad. También te llamo señorita Cheever cuando te riño.
Qué bien, aquello sí que era un avance.
– ¿Miranda?
– No es nada -farfulló ella.
Pero él no estaba dispuesto a rendirse.
– Miranda, está claro que es algo, así que…
– De acuerdo, si insistes, esperaba que me invitaras tú a bailar el vals.
Él retrocedió, aunque la sorpresa se le reflejaba en los ojos.
– O Winston -añadió enseguida porque los números ofrecían seguridad o, al menos, menos oportunidades de hacer el ridículo.
– Entonces, ¿somos intercambiables? -murmuró Turner.
– No, claro que no. Pero es que el vals no se me da demasiado bien y estaría más cómoda si mi primer vals en público fuera con alguien que conozca -improvisó enseguida.
– ¿Alguien que no se ofendiera si lo pisas?
– Algo así -susurró ella. ¿Cómo se había metido en aquel embrollo? Turner descubriría que estaba enamorada de él o creería que era una tonta a la que le daba miedo bailar en público.
Sin embargo, gracias a Dios, él ya estaba diciendo:
– Será un honor bailar un vals contigo. -Cogió el carné de baile y escribió su nombre-. Ya está. Ahora ya estás comprometida conmigo para el primer vals.
– Gracias. Lo esperaré impaciente.
– De nada. Yo también. ¿Puedo apuntarme en otro? No se me ocurre nadie más con quien me apetezca mantener una conversación obligada durante los cuatro o cinco minutos que dura el vals.
– No sabía que era una carga tan pesada -dijo Miranda, con una mueca.
– No lo eres -le aseguró él-. Pero todas las demás, sí. Ya está, me he reservado el último vals, también. Con el resto, tendrás que arreglártelas sola. No estaría bien visto bailar contigo más de dos veces.
«Por Dios, no», se dijo Miranda con amargura. Quizás alguien pensara que no bailaba con ella por obligación. Sin embargo, Miranda sabía lo que esperaban de ella, así que sonrió y dijo:
– No, por supuesto que no.
– Perfecto -respondió Turner, con aquel tono definitivo que los hombres utilizaban cuando querían dar por zanjada una conversación, independientemente de si el otro interlocutor también quería-. Veo que el joven Hardy se acerca para reclamar el siguiente baile. Voy a beber algo. Nos veremos en el primer vals.
Y entonces la dejó sola en una esquina, saludando al señor Hardy mientras se iba. Miranda realizó la reverencia de rigor a su compañero de baile, aceptó la mano enguantada que le ofrecía y lo siguió hasta la pista de baile para una cuadrilla. No la sorprendió que, después de hablar del vestido y del tiempo, el señor Hardy le preguntara por Olivia.
Ella respondió sus preguntas con la máxima educación e intentando no darle demasiadas esperanzas. A juzgar por el grupo de hombres que rodeaba a su amiga, las opciones del señor Hardy eran escasas.
Por suerte, el baile terminó muy deprisa y Miranda regresó al lado de Olivia.
– Miranda, querida -exclamó-. ¿Dónde estabas? Les he estado hablando de ti a todos.
– No es verdad -respondió ella, arqueando las cejas con incredulidad.
– Claro que sí. ¿No es cierto? -Le dio un codazo a un chico que enseguida asintió-. ¿Te mentiría yo?
Miranda reprimió una sonrisa.
– Si así consiguieras tus propósitos.
– Cállate. Eres terrible. ¿Dónde estabas?
– Necesitaba un poco de aire fresco, así que me he escondido en un rincón y me he tomado un vaso de limonada. Turner me ha hecho compañía.
– Entonces, ¿al final ha llegado? Tendré que guardarle un baile.
Miranda la miró con incredulidad.
– Me parece que no te queda ninguno libre.
– No puede ser. -Olivia miró su carné de baile-. Dios mío, voy a tener que tachar a alguien.
– Olivia, no puedes hacer eso.
– ¿Por qué no? Escucha, Miranda, tengo que decirte que… -De repente, se interrumpió al recordar la presencia de sus muchos admiradores. Se volvió hacia ellos con una sonrisa radiante.
A Miranda no la hubiera sorprendido si hubieran ido cayendo al suelo, uno a uno, como moscas proverbiales.
– ¿A alguno le importa ir a buscarme un vaso de limonada? -preguntó con dulzura-. Me muero de sed.
Todos asintieron y, a continuación, se alejaron y Miranda no pudo evitar observarlos maravillada mientras el grupo se alejaba.
– Son como ovejas -susurró.
– Sí, bueno -asintió Olivia-, excepto por los que parecen cabras.
Miranda tuvo dos segundos para intentar descifrar aquel comentario antes de que Olivia añadiera:
– Deshacerme de todos a la vez ha sido un movimiento brillante, ¿no crees? Te digo que me estoy volviendo una experta.
Miranda asintió, pero ni se molestó en hablar. No tenía sentido formular una respuesta coherente, porque cuando Olivia estaba explicando una historia…
– Lo que quería decirte -continuó Olivia, confirmando la hipótesis de Miranda sin saberlo-, es que la mayoría son unos aburridos.
Miranda no pudo resistirse a darle un codazo a su amiga.
– Pues nadie lo diría viéndote en acción.
– No he dicho que no me lo esté pasando bien. -Olivia le lanzó una mirada sarcástica-. Es que, bueno, no voy a cortarme la nariz para herir a mi madre.
– Herir a tu madre -repitió Miranda, intentando recordar el origen del proverbio original-. Seguro que ahora hay alguien revolviéndose en su tumba.
Olivia ladeó la cabeza.
– Shakespeare, ¿no crees?
– No. -Maldición, ahora no podría quitárselo de la cabeza en toda la noche-. No era Shakespeare.
– ¿Maquiavelo?
Miranda repasó mentalmente la lista de escritores famosos.
– No creo.
– Turner.
– ¿Quién?
– Mi hermano.
Miranda giró la cabeza.
– ¿Turner?
Olivia estiró el cuello y colocó la cabeza junto a la de su amiga, mientras miraba a su hermano.
– Parece bastante decidido.
Miranda miró su carné de baile.
– Debe ser la hora de nuestro vals.
Olivia ladeó la cabeza, en un gesto pensativo.
– Es apuesto, ¿verdad?
Miranda parpadeó e intentó no suspirar. Turner estaba muy guapo. Casi demasiado. Y ahora que había enviudado, seguro que todas las chicas casaderas, y sus madres, lo perseguirían como locas.
– ¿Crees que volverá a casarse? -murmuró Olivia.
– No… No lo sé, -Miranda tragó saliva-. Imagino que tendrá que hacerlo, ¿no?
– Bueno, siempre está Winston para traer un heredero. Y si tú… ¡Au!
El codo de Miranda. En sus costillas.
Turner llegó a su lado y realizó una pequeña reverencia.
– Un placer verte, hermano -dijo Olivia con una amplia sonrisa-. Ya casi había dado por seguro que no vendrías.
– Bobadas. Mamá me cortaría en pedacitos. -Frunció las cejas (casi de forma imperceptible, pero, claro, Miranda solía fijarse en todos los detalles), y preguntó-: ¿Por qué te ha golpeado Miranda en las costillas?
– ¡No la he golpeado! -protestó Miranda. Y luego, cuando él la miró con más intensidad, admitió-: Ha sido más un roce.
– Golpe, roce… Parece una conversación mucho más interesante que cualquier otra del maldito salón.
– ¡Turner! -protestó Olivia.
Turner la ignoró con un movimiento de cabeza y se volvió hacia Miranda.
– ¿Crees que protesta por mi lenguaje o porque haya catalogado a los asistentes a vuestro baile de idiotas?
– Creo que es por el lenguaje -respondió Miranda, con dulzura-. Ella misma ha dicho que casi todos eran idiotas.
– No he dicho eso -intervino Olivia-. He dicho que eran aburridos.
– Ovejas -confirmó Miranda.
– Cabras -añadió Olivia, encogiéndose de hombros.
Turner empezaba a estar asustado.
– Por Dios, ¿acaso habláis un lenguaje propio?
– No, está muy claro -dijo Olivia-, pero dime una cosa. ¿Sabes quién dijo, originariamente, la frase: «No te cortes la nariz para herir a tu madre»?
– No estoy seguro de entender la relación entre las dos cosas -murmuró Turner.
– No es Shakespeare -dijo Miranda.
Olivia meneó la cabeza.
– ¿Quién más podría ser?
– Bueno -dijo Miranda-, cualquier de los miles de excelentes escritores en lengua inglesa.
– ¿Era por eso que… eh… le has rozado las costillas? -preguntó Turner.
– Sí -respondió Miranda, que aprovechó la oportunidad al vuelo.
Por desgracia, Olivia fue medio segundo más rápida y dijo:
– No.
Turner las miró a las dos con una expresión divertida.
– Era por Winston -dijo Olivia, con impaciencia.
– Ah, Winston. -Turner miró hacia el salón-. Ha venido, ¿no? -Le quitó el carné de baile de las manos a Miranda-. ¿Cómo es que no te ha pedido un baile? ¿O tres? ¿No estáis planeando vuestra unión?
Miranda apretó los dientes y decidió no responder. Y fue una opción perfectamente razonable, porque sabía que Olivia no dejaría pasar la oportunidad.
– Por supuesto, no hay nada oficial -dijo su amiga-, pero todo el mundo está de acuerdo en que sería una unión magnífica.
– ¿Todo el mundo? -preguntó Turner, con la mirada fija en Miranda.
– ¿Quién iba a oponerse? -respondió Olivia con gesto impaciente.
La orquesta levantó los instrumentos y las primeras notas del vals llenaron el ambiente.
– Creo que es mi baile -dijo Turner, y Miranda se dio cuenta de que no había dejado de mirarla.
Se estremeció.
– ¿Vamos? -murmuró él, y le ofreció el brazo.
Ella asintió, porque necesitaba un momento para recuperar la voz. Se dio cuenta de que Turner le provocaba cosas. Cosas extrañas y estremecedoras que la dejaban sin aliento. Sólo tenía que mirarla, y no con su mirada habitual, sino mirarla fijamente, que sus ojos se posaran en ella con aquella profundidad azul, y ella se sentía desnuda y con el alma descubierta. Y lo peor de todo era que él no tenía ni idea. Allí estaba ella, con todas sus emociones expuestas. Y Turner seguramente no veía más allá de sus aburridos ojos marrones.
Era la amiguita de su hermana pequeña y, probablemente, siempre sería sólo eso.
– Entonces, ¿me dejáis aquí sola? -dijo Olivia, sin petulancia, pero con un pequeño suspiro.
– No temas -la tranquilizó Miranda-, no estarás sola mucho tiempo. Me parece ver que tu rebaño ya vuelve con la limonada.
Olivia hizo una mueca.
– ¿Te has dado cuenta, Turner, de que Miranda tiene un sentido del humor muy ácido?
Miranda ladeó la cabeza y reprimió una sonrisa.
– ¿Por qué sospecho que tu tono no ha sido precisamente halagador?
Olivia la ignoró con un pequeño gesto de la mano.
– Aléjate. Disfruta tu baile con Turner.
Turner tomó a Miranda por el codo y la guió hasta la pista de baile.
– Sí que tienes un sentido del humor muy extraño, ¿lo sabías? -murmuró él.
– ¿De veras?
– Sí, pero es lo que más me gusta de ti, así que, por favor, no cambies.
Miranda se sintió absurdamente complacida.
– Intentaré no hacerlo, milord.
Él frunció el ceño mientras la agarraba de la cintura para bailar.
– ¿Ahora me llamas milord? ¿Desde cuándo eres tan educada?
– Es todo este tiempo en Londres. Tu madre me ha estado atosigando con la etiqueta -sonrió, con dulzura-, Nigel.
Él hizo una mueca.
– Creo que prefiero milord.
– Yo prefiero Turner.
Él aferró la mano a su cintura con más fuerza.
– Perfecto. Pues así sea.
Miranda suspiró cuando se quedaron en silencio. Para ser un vals, era una pieza bastante sedativa. No había giros acelerados ni nada que la dejara mareada y asfixiada. Y le dio la oportunidad de saborear el momento, de disfrutar de la sensación de tener su mano en la suya. Respiró su aroma, sintió el calor de su cuerpo, y simplemente disfrutó.
Todo era tan perfecto… tan adecuado. Era casi imposible imaginar que él no sintiera lo mismo.
Pero no lo sentía. Miranda no se engañó y supo que no podía hacer realidad sus deseos. Cuando lo miró, vio que él estaba mirando a otra persona, con la mirada nublada, como si estuviera concentrado en algo. No era la mirada de un hombre enamorado. Y tampoco lo fue lo que siguió, cuando por fin la miró y dijo:
– El vals no se te da tan mal, Miranda. De hecho, eres bastante buena. No entiendo por qué estabas tan nerviosa.
Su expresión era amable. Fraternal.
Le rompió el corazón.
– Es que no he practicado mucho, últimamente -improvisó ella, puesto que Turner parecía esperar una respuesta.
– ¿Ni siquiera con Winston?
– ¿Winston? -repitió ella.
Él puso una expresión divertida.
– Mi hermano pequeño, ¿recuerdas?
– Sí, claro -dijo ella-. No. Bueno, es que hace años que no bailo con Winston.
– ¿En serio?
Ella lo miró. Había algo extraño en su voz. Parecía, aunque quizá no, una nota de felicidad. Desgraciadamente, no eran celos; seguro que a él le daba igual si bailaba o no bailaba con su hermano pequeño. Pero había tenido la extraña sensación de que Turner se había felicitado, como si hubiera adivinado su respuesta y se alegrara de su astucia.
Jesús, le estaba dando demasiadas vueltas. Demasiadas; Olivia siempre la acusaba de hacerlo y, por una vez, tenía que reconocer que su amiga tenía razón.
– No veo a Winston con frecuencia -dijo Miranda, con la esperanza de que continuar con la conversación evitara que se obsesionara con preguntas sin respuesta, como el verdadero significado de «¿De verdad?».
– Ah -dijo Turner, sujetándola con un poco más de fuerza mientras giraban a la derecha.
– Normalmente, está en la universidad. Ahora mismo, ni siquiera ha acabado el trimestre.
– Imagino que lo verás mucho más durante el verano.
– Imagino que sí. -Se aclaró la garganta-. Y, ¿cuánto tiempo vas a quedarte?
– ¿En Londres?
Ella asintió.
Él hizo una pausa y giraron a la izquierda antes de que respondiera:
– No lo sé. Supongo que no mucho.
– Claro.
– Además, se supone que estoy de luto. Mamá se ha quedado horrorizada cuando ha visto que no llevaba el brazalete.
– Yo no -declaró ella.
Él le sonrió, y esta vez no fue una sonrisa fraternal. Tampoco estaba llena de pasión y deseo, pero al menos era algo nuevo. Fue una sonrisa pícara, cómplice y la hizo sentirse parte de un equipo.
– Señorita Cheever -murmuró él, con picardía-, ¿detecto una nota de rebeldía en ti?
Ella levantó la barbilla.
– Nunca he entendido la necesidad de vestir de negro por alguien a quien uno no conoce demasiado bien, y no veo lógico tener que guardar luto por alguien que te resulta detestable.
Por un segundo, la expresión de Turner fue seria, y luego sonrió:
– ¿Por quién te obligaron a guardar luto?
Ella dibujó una sonrisa.
– Por un primo.
Él se le acercó un milímetro.
– ¿Nunca te ha dicho nadie que no está bien sonreír cuando hablas de la muerte de un familiar?
– Nunca lo conocí.
– Aún así…
Miranda resopló como una dama. Sabía que le estaba tomando el pelo, pero se lo estaba pasando demasiado bien para detenerlo.
– Vivió toda su vida en el Caribe -añadió. No era estrictamente la verdad, pero casi.
– Eres muy cruel -murmuró él.
Ella se encogió de hombros. Viniendo de Turner, aquello era casi un halago.
– Creo que todos se alegrarán de que formes parte de la familia -dijo-. Siempre que puedas tolerar a mi hermano pequeño durante largos periodos de tiempo.
Miranda intentó ofrecerle una sonrisa sincera. Casarse con Winston no era su atajo preferido para convertirse en miembro de la familia Bevelstoke. Y, a pesar de las prisas y las maquinaciones de Olivia, Miranda no veía muy factible esa unión.
Había muchas y excelentes razones para considerar casarse con Winston, pero había una razón de peso para no hacerlo, y la tenía justo delante.
Si iba a casarse con alguien a quien no quería, no sería el hermano del hombre al que quería.
O creía que quería. Seguía intentando convencerse de que no, de que sólo había sido un flechazo infantil, y de que se le pasaría… que ya se le había pasado y que no se había dado cuenta.
Estaba acostumbrada a pensar que estaba enamorada de él. Eso era todo.
Pero entonces, Turner hacía algo detestable, como sonreír, y todos sus esfuerzos quedaban neutralizados y tenía que volver a empezar.
Un día lo conseguiría. Un día, se despertaría y se daría cuenta de que se había pasado dos días sin pensar en Turner y luego, por arte de magia, serían tres y cuatro…
– ¿Miranda?
Levantó la cabeza. Turner la estaba mirando con una expresión divertida, y habría podido ser condescendiente de no ser por las arrugas en los extremos de los ojos… y, por un segundo, pareció despreocupado, y joven, y puede que incluso contento.
Y ella seguía enamorada de él. Al menos, durante el resto de la velada, nada podría convencerla de lo contrario. Por la mañana, ya empezaría otra vez, pero, esa noche, ni siquiera iba a intentarlo.
La música terminó y Turner le soltó la mano y retrocedió para realizar una elegante reverencia. Miranda se la devolvió y aceptó su brazo mientras la acompañaba por el perímetro del salón.
– ¿Dónde crees que estará Olivia? -murmuró él, estirando el cuello-. Supongo que tendré que borrar a uno de los caballeros de su carné y bailar con ella.
– Madre mía, parece una tarea muy pesada -respondió Miranda-. No somos tan horribles.
Él se volvió y la miró con sorpresa.
– Yo no he dicho nada de ti. No me molesta lo más mínimo bailar contigo.
Como cumplido, era poco entusiasta, pero Miranda lo guardó igualmente cerca de su corazón.
Y eso, se dijo casi con desesperación, tenía que ser la prueba de que había caído lo más bajo posible. Estaba descubriendo que el amor no correspondido era mucho peor cuando veías al objeto de tu deseo. Se había pasado casi diez años fantaseando con Turner, esperando pacientemente cualquier noticia que los Bevelstoke pudieran comentar a la hora del té y luego intentando ocultar su alegría (y no hablemos ya del pánico a que la descubrieran) cuando él iba a visitarlos una o dos veces al año.
Creía que nada podía ser más patético, pero, en realidad, estaba equivocada. Esto era mucho peor. Antes, sólo era un cero a la izquierda. Ahora era un viejo zapato muy cómodo.
Estaba perdida.
Lo miró de reojo. Él no la estaba mirando. No es que la estuviera ignorando y tampoco evitaba mirarla. Simplemente, no la miraba.
No lo perturbaba en absoluto.
– Ahí está Olivia -dijo ella, con un suspiro. Como siempre, su amiga estaba rodeada de un grupo exagerado de caballeros.
Turner miró a su hermana con los ojos entrecerrados.
– No parece que ninguno se esté sobrepasando, ¿verdad? Ha sido un día muy largo y no querría tener que interpretar al hermano mayor feroz esta noche.
Miranda se puso de puntillas para ver mejor la escena.
– Creo que estás a salvo.
– Perfecto. -Y entonces ella se dio cuenta de que tenía la cabeza ladeada y estaba observando a su hermana con unos ojos extrañamente objetivos-. Hmmm.
– ¿Hmmm?
Se volvió hacia Miranda, que seguía a su lado, y lo estaba mirando con aquella mirada marrón perpetuamente curiosa.
– ¿Turner? -inquirió ella.
A lo que él respondió con otro:
– Hmmm.
– Estás un poco extraño.
No «¿Estás bien?» o «¿Te encuentras mal?» Sólo «Estás un poco raro».
Aquello lo hizo sonreír. Lo hizo pensar en lo mucho que le gustaba esa chica y lo mucho que se equivocó con ella el día del funeral de Leticia. Y quiso hacer algo bonito por ella. Miró a su hermana por última vez y, mientras daba media vuelta, dijo:
– Si fuera un chico joven, cosa que ya no soy…
– Turner, ni siquiera tienes treinta años.
Ella adoptó una expresión de impaciencia, propia de una institutriz, que lo divertía sobremanera, y él levantó un hombro, despreocupado, mientras respondía:
– Sí, bueno, me siento mayor. En realidad, estos días me siento un anciano. -Y entonces se dio cuenta de que ella lo estaba mirando con expectación, así que se aclaró la garganta y añadió-: Sólo intentaba decir que si estuviera interesado en alguna debutante, dudo que Olivia me llamara la atención.
Miranda arqueó las cejas.
– Bueno, es que es tu hermana. Aparte de las ilegalidades…
«Por el amor de…»
– Intentaba halagarte -la interrumpió.
– Ah. -Miranda se aclaró la garganta. Se sonrojó un poco, aunque costaba decirlo con aquella luz tan tenue-. Bueno, en ese caso, continúa:
– Olivia es muy guapa -continuó él-. Incluso yo, su hermano mayor, lo veo. Pero no hay nada detrás de su mirada.
Y eso provocó que ella diera un respingo.
– Turner, es un comentario terrible. Sabes, tan bien como yo, que Olivia es muy inteligente. Mucho más que la mayoría de los caballeros que la rodean.
Él la miró con indulgencia. Era una amiga muy leal. Estaba seguro de que no dudaría en recibir una bala por Olivia si fuera necesario. Era bueno que estuviera allí. Aparte de los efectos calmantes que tenía sobre su hermana, y sospechaba que toda la familia estaba en deuda con ella por eso, estaba seguro de que Miranda era lo único que valdría la pena de aquellos días en Londres. Dios sabía que no quería ir. Lo último que necesitaba era mujeres tomando posiciones e intentando llenar el triste vacío de Leticia. Sin embargo, con Miranda cerca, al menos se aseguraba una conversación decente.
– Claro que Olivia es inteligente -dijo, a la defensiva-. Permíteme que reformule mi comentario. Personalmente, no me parecería intrigante.
Ella apretó los labios y la institutriz volvió.
– Bueno, supongo que es tu prerrogativa.
Él sonrió y se inclinó ligeramente hacia delante.
– Creo que preferiría acercarme a ti.
– No seas estúpido -farfulló ella.
– No lo soy -le aseguró-. Pero, claro, soy mucho mayor que los tontos que rodean a mi hermana. Quizá mis gustos se han relajado. Aunque es discutible porque ya no soy un joven y no busco nada en este baile de debutantes.
– No buscas esposa. -Fue una afirmación, no una pregunta.
– Dios, no -le espetó él-. ¿Qué diantres haría yo con una esposa?
2 de junio de 1819
Durante el desayuno, lady Rudland ha anunciado que el baile de anoche fue un éxito aplastante. No pude evitar reírme ante su elección de palabras; dudo que alguien rechazara su invitación y prometo que el salón estaba a rebosar. Me sentí aplastada contra un montón de perfectos extraños. En el fondo, debo de ser una chica de campo, porque no sé si quiero volver a estar tan cerca de tantos hombres.
Y así lo dije durante el desayuno, y Turner escupió el café. Lady Rudland le lanzó una mirada asesina, aunque no creo que fuera porque adora la mantelería.
Turner sólo se quedará en la ciudad una o dos semanas. Está en Rudland House con nosotros, algo encantador y terrible al mismo tiempo.
Lady Rudland nos informó de que la malhumorada viuda de un noble (sus palabras, no las mías, y se negó a revelar su identidad), dijo que mi actitud con Turner era demasiado familiar y que la gente podía formarse una idea equivocada.
Dijo que le había dicho a la señora en cuestión que Turner y yo somos prácticamente hermanos y que es natural que confiara en él en mi baile de debutante, y que no hay ideas equivocadas que considerar.
Me pregunto si en Londres existen las ideas correctas.