Nigel Bevelstoke, más conocido como Turner por aquellos que querían llevarse bien con él, sabía muchas cosas.
Sabía leer griego y latín y sabía cómo seducir a una mujer en francés e italiano.
Sabía cómo disparar a un objetivo en movimiento desde un caballo al trote y sabía exactamente cuánto podía beber antes de perder la dignidad.
Sabía pelearse a puñetazos y practicar esgrima con un maestro, y sabía hacer ambas cosas mientras recitaba a Shakespeare o a Donne.
En resumen, sabía todo lo que un caballero debía saber y, por supuesto, destacaba en cada área.
La gente lo miraba.
La gente lo admiraba.
Pero nada, ni un segundo de su vida prominente y privilegiada, lo había preparado para ese momento. Y nunca había sentido el peso de las miradas ajenas como ahora, cuando dio un paso adelante y lanzó un puñado de tierra encima del ataúd de su mujer.
La gente no dejaba de decirle: «Lo siento» o «Lo sentimos».
Y, mientras tanto, Turner no podía evitar preguntarse si Dios se estaría burlando de él, porque lo único que podía pensar era: «Yo no».
Ah, Leticia. Tenía tanto que agradecerle.
A ver, ¿por dónde empezar? Estaba la pérdida de su reputación, claro. Sólo el diablo sabía las personas que estaban al corriente de que su mujer le había sido infiel.
En repetidas ocasiones.
También estaba la pérdida de su inocencia. Ahora le costaba recordarlo, pero un día había concedido el beneficio de la duda a la humanidad. Había creído que la gente era buena y que, si trataba a los demás con honor y respeto, le devolverían el mismo trato.
Y, por último, estaba la pérdida de su alma.
Porque, mientras retrocedía y entrelazaba las manos a la espalda con rigidez y escuchaba cómo el sacerdote unía el cuerpo de Leticia a la tierra, no podía ignorar el hecho de que había deseado esto. Deseaba deshacerse de ella.
Y no iba a… No la había llorado.
– Una lástima -susurró alguien a sus espaldas.
Turner apretó la mandíbula. No era una lástima. Era una farsa. Y ahora tendría que pasarse los próximos doce meses de luto por una mujer que había acudido a él embarazada de otro hombre. Lo había embrujado, lo había provocado hasta que sólo podía pensar en poseerla. Le había dicho que lo quería y había sonreído con inocencia y satisfacción cuando él le había declarado su devoción y le había prometido su alma.
Había sido su sueño.
Y después se había convertido en su pesadilla.
Había perdido el bebé, el que había acelerado su matrimonio. El padre era un conde italiano o, al menos, es lo que ella dijo. Estaba casado, o era poco adecuado, o quizás ambas cosas. Turner estaba dispuesto a perdonarla porque todos cometemos errores. Además, ¿no había intentado él también seducirla antes de la noche de bodas?
Sin embargo, Leticia no quería su amor. Turner no sabía qué demonios quería; quizá poder o la intensa sensación de satisfacción al saber que otro hombre había caído bajo su embrujo.
Entonces se preguntó si su mujer pensó eso cuando él aceptó. O quizá sólo sintió alivio. Cuando se casaron, estaba de tres meses. No podía perder el tiempo.
Y ahora aquí estaba. O ahí estaba. Turner no sabía con certeza qué adverbio de lugar era más adecuado para un cuerpo sin vida en el suelo.
Daba igual. Sólo lamentaba que Leticia pasaría la eternidad en sus tierras, descansando entre los Bevelstoke que habían muerto a lo largo de la historia. En la lápida aparecería su apellido y, dentro de cien años, alguien se fijaría en las inscripciones del granito y pensaría que era una gran dama y que había sido una lástima que Dios se la hubiera llevado tan joven.
Turner miró al sacerdote. Era un hombre joven, nuevo en la parroquia y, por supuesto, todavía convencido de que podía convertir el mundo en un lugar mejor.
– Cenizas a las cenizas -dijo el sacerdote, y miró al hombre que debía ser el afligido viudo.
«Ah, sí -se dijo Turner, mordaz-, está hablando de mí.»
– Polvo al polvo.
Tras él, alguien sollozó.
Y el sacerdote, con los ojos azules y resplandecientes con un brillo de compasión absolutamente inadecuado, continuó:
– Con la certeza de la Resurrección…
Por el amor de Dios.
– A la vida eterna.
El sacerdote le miró y frunció el ceño. Y Turner se preguntó qué había visto, exactamente, en su cara. Seguro que nada bueno.
Se oyeron varios amén y allí terminó el oficio. Todos miraron al sacerdote, y luego lo miraron a él, y entonces observaron cómo el sacerdote le tomaba la mano y le decía:
– La echaremos de menos.
– Yo no -respondió el joven.
No puedo creerme que dijera eso.
Miranda miró las palabras que acababa de escribir. Iba por la página cuarenta y dos de su decimotercer diario, pero era la primera vez, la primera vez desde aquel fatídico día hacía nueve años, que no tenía ni idea de qué escribir. Incluso en los días más aburridos, y eran frecuentes, conseguía completar una entrada decente.
En mayo de su decimocuarto año escribió:
Me he despertado.
Me he vestido.
He desayunado: tostadas, huevos y beicon.
He leído Sentido y sensibilidad, cuya autora es una dama desconocida.
He escondido Sentido y sensibilidad de mi padre.
He comido: pollo, pan, queso.
He conjugado los verbos en francés.
He escrito una carta a la abuela.
He cenado: ternera, sopa y pudín.
He leído un poco más de Sentido y sensibilidad. La autora sigue siendo desconocida.
Me he acostado.
He dormido.
He soñado con él.
Aunque no debía confundirse con la entrada del doce de noviembre de ese mismo año:
Me he despertado.
He desayunado: tostadas, huevos y jamón.
He intentado leer una tragedia griega.
Sin éxito
Me he pasado casi todo el tiempo mirando por la ventana.
He comido: pescado, pan, guisantes.
He conjugado los verbos en latín.
He escrito una carta a la abuela.
He cenado: asado, patatas y pudín.
He bajado la tragedia a la mesa (el libro, no ninguna desgracia).
Papá no se ha dado cuenta.
Me he acostado.
He dormido.
He soñado con él.
Y ahora, ahora que había sucedido algo importante y trascendental (cosa que nunca sucedía), lo único que podía escribir era:
No puedo creerme que dijera eso.
– Bueno, Miranda -murmuró mientras observaba cómo la tinta se secaba en la punta de la pluma-, no alcanzarás la fama como escritora de diarios.
– ¿Qué has dicho?
Miranda cerró el diario. No se había dado cuenta de que Olivia había entrado en la habitación.
– Nada -respondió, enseguida.
Olivia cruzó la alfombra y se dejó caer en su cama.
– Qué día más terrible.
Miranda asintió y se volvió en la silla para estar de frente a su amiga.
– Me alegro de que estuvieras aquí -dijo Olivia, con un suspiro-. Gracias por quedarte a pasar la noche.
– Por supuesto -respondió Miranda. No lo había dudado, y menos cuando le había dicho que la necesitaba.
– ¿Qué estás escribiendo?
Miranda miró el diario y justo entonces se dio cuenta de que estaba aferrada a las tapas.
– Nada -respondió.
Olivia estaba mirando al techo, pero en ese momento giró la cabeza hacia Miranda.
– Eso es imposible.
– Por desgracia, lo es.
– ¿Por qué dices por desgracia?
Miranda parpadeó. Olivia siempre hacía las preguntas más obvias y las que tenían una respuesta menos obvia.
– Bueno -respondió Miranda, aunque como una táctica para ganar tiempo, porque en realidad estaba intentando entender lo que le pasaba. Apartó las manos y miró el diario, como si la respuesta fuera a aparecer inscrita por arte de magia en la portada-. Esto es todo lo que tengo. Es lo que soy.
Olivia la miró con recelo.
– Es un libro.
– Es mi vida.
– ¿Y por qué siempre dicen que la dramática soy yo? -se preguntó Olivia.
– No digo que sea mi vida -respondió Miranda con cierta impaciencia-, sólo que aquí está mi vida. Toda. Lo he escrito todo desde que tenía diez años.
– ¿Todo?
Miranda recordó los días en que había escrito lo que había comido y poco más.
– Todo.
– Yo no podría escribir un diario.
– No.
Olivia se colocó de lado, levantó la cabeza y la apoyó en la mano.
– No tenías que darme la razón tan deprisa.
Miranda sonrió.
Olivia volvió a dejarse caer en la cama.
– Supongo que vas a escribir que me es imposible concentrarme en algo.
– Ya lo he hecho.
Un silencio y, luego:
– ¿De verdad?
– Creo que escribí que te aburres con facilidad.
– Bueno -respondió su amiga, tras un segundo de reflexión-, eso es cierto.
Miranda se volvió hacia el escritorio. La vela dibujaba sombras extrañas en la hoja de papel secante y, de repente, se notó cansada. Cansada pero, por desgracia, no dormida.
Agotada, quizás. Inquieta.
– Estoy exhausta -dijo Olivia, mientras se levantaba. La doncella le había dejado el camisón encima de la colcha y, respetuosamente, Miranda le dio la espalda mientras se lo ponía.
– ¿Cuánto tiempo crees que se quedará Turner aquí en el campo? -preguntó Miranda, intentando no morderse la lengua. Odiaba estar tan desesperada por verlo, pero había sido así durante años. Incluso cuando se había casado y ella lo había mirado desde los bancos de la iglesia, y mirarlo significaba ver cómo miraba a su mujer con todo el amor y la devoción que ardían en su propio corazón…
Aún así, lo había mirado. Lo seguía queriendo. Lo querría siempre. Era el hombre que le había hecho creer en sí misma. Turner no tenía ni idea de lo que le había hecho, de lo que había hecho por ella, y seguramente nunca lo sabría. Sin embargo, ella seguía deseándolo. Y seguramente siempre lo desearía.
Olivia se metió en la cama.
– ¿Estarás despierta mucho rato? -preguntó, con la voz grave ante los primeros signos de sueño.
– No mucho -le aseguró Miranda.
Olivia no podía dormirse con una vela encendida tan cerca. Miranda no lo entendía, puesto que el fuego de la chimenea parecía que no la molestaba, pero había visto con sus propios ojos cómo Olivia daba vueltas y vueltas en la cama, y cuando se dio cuenta de que su mente seguía funcionando y que ese «No mucho» había sido una pequeña mentira, se inclinó hacia delante y apagó la vela.
– Me iré a otro sitio -dijo, con el diario bajo el brazo.
– Gracias -murmuró Olivia y para cuando Miranda se puso una bata y llegó a la puerta, ya estaba dormida.
Miranda se colocó el diario bajo la barbilla y lo apretó contra el pecho mientras se ataba el cinturón de la bata. Solía quedarse a dormir con frecuencia en Haverbreaks, pero, aún así, no sería correcto pasearse por los pasillos de una casa ajena en camisón.
La noche era oscura, y lo único que iluminaba sus pasos era la luz de la luna, pero Miranda habría podido ir de la habitación de Olivia a la biblioteca con los ojos cerrados. Olivia siempre se dormía antes que ella (Olivia decía que era porque tenía demasiadas cosas en la cabeza), así que solía irse a escribir sus pensamientos en el diario a otra habitación. Suponía que podía haber pedido dormir en una habitación ella sola, pero la madre de Olivia no creía en las extravagancias innecesarias y no veía ningún motivo para calentar dos habitaciones cuando bastaba con una.
A Miranda no le importaba. De hecho, agradecía la compañía. Su casa estaba muy tranquila esos días. Su querida madre había fallecido hacía casi un año y ella se había quedado sola con su padre. En su dolor, éste se había encerrado con sus adorados manuscritos y abandonado a su hija a su suerte. Entonces, ella había acudido a los Bevelstoke en busca de cariño y amistad, y ellos la habían recibido con los brazos abiertos. Olivia incluso vistió de negro durante tres semanas en honor a lady Cheever.
– Si uno de mis primos muriera, me obligarían a hacer lo mismo -le había dicho en el funeral-. Y quería más a tu madre que a mis primos.
– ¡Olivia! -Miranda se emocionó pero, no obstante, pensó que tenía que extrañarle.
Olivia puso los ojos en blanco.
– ¿Conoces a mis primos?
Y se rió. Se rió en el funeral de su madre. Más tarde se dio cuenta de que era el mejor regalo que su amiga había podido hacerle.
– Te quiero, Livvy -le dijo.
Olivia la tomó de la mano.
– Ya lo sé -respondió, con delicadeza-. Y yo a ti. -Y luego irguió la espalda y asumió su gesto habitual-. Sería incorregible sin ti, ¿lo sabes? Mi madre suele decir que eres el único motivo por el que no he cometido alguna ofensa irremediable.
Y seguramente era por eso, reflexionó Miranda, que lady Rudland se había ofrecido a pagarle una temporada en Londres. En cuanto recibió la invitación, su padre suspiró aliviado y le entregó el dinero que necesitaba. El señor Rupert Cheever no era un hombre excepcionalmente rico, pero tenía lo suficiente para pagarle una temporada en Londres a su única hija. Lo que no tenía era la paciencia necesaria o, para ser sinceros, el interés para acompañarla él mismo.
Su debut se retrasó un año. Miranda no podía ir mientras guardaba luto por su madre y lady Rudland había decidido que Olivia también esperara. Dijo que los veinte eran tan buena edad como los diecinueve. Y era cierto; nadie estaba preocupado por si Olivia no encontraba un buen marido. Con su gran belleza, su alegre personalidad y, como ella misma admitía, su considerable dote, seguro que sería todo un éxito.
Sin embargo, la muerte de Leticia, aparte de ser un acontecimiento trágico, había sido muy inoportuno; ahora tenían que respetar otro periodo de luto. Aunque Olivia podía reducirlo a seis semanas, puesto que no era una hermana de sangre.
Sólo llegarían un poco tarde a la temporada. No podían evitarlo.
Por dentro, Miranda se alegraba. La idea de un baile en Londres la aterraba. No es que fuera tímida precisamente, porque no creía que lo fuera. Pero no le gustaban las aglomeraciones, y la idea de que hubiera tanta gente mirándola y juzgándola era horrible.
«No puedo evitarlo», pensó mientras bajaba las escaleras. Y, en cualquier caso, sería mucho peor estar encerrada en Ambleside sin la compañía de Olivia.
Miranda se detuvo a los pies de la escalera mientras decidía adónde ir. La mejor mesa estaba en el salón del oeste, pero la librería solía ser más cálida, y hacía un poco de frío. Además…
Hmmm, ¿qué era eso?
Inclinó el cuerpo hacia un lado y se asomó al pasillo. Alguien había encendido un fuego en el despacho de lord Rudland. Miranda nunca habría dicho que todavía quedara alguien despierto, porque los Bevelstoke se acostaban temprano.
Avanzó en silencio por la alfombra alargada hasta que llegó a la puerta abierta.
– ¡Oh!
Turner levantó la cabeza desde el sillón de su padre.
– Señorita Miranda -dijo, arrastrando las palabras y sin mover ni un músculo de su cuerpo lacio-. Quelle sorpresa.
Turner no estaba seguro de por qué no le sorprendía ver a la señorita Miranda Cheever en la puerta del despacho de su padre. Cuando había oído pasos en el pasillo, se había dicho que tenía que ser ella. Bien es cierto que los miembros de su familia solían dormir como troncos y que era inconcebible que alguno de ellos estuviera despierto y se paseara por casa para bajar a comer algo o a buscar algo de lectura.
Sin embargo, hubo algo más, aparte del proceso de eliminación, lo que lo llevó a la conclusión de que Miranda era la opción obvia. Era una observadora, siempre estaba ahí, observando la escena con aquellos enormes ojos marrones. No recordaba la primera vez que la conoció; seguramente, antes de que empezara a caminar. Era una figura fija, inamovible, incluso en momentos como ésos, que deberían estar reservados sólo a la familia.
– Me voy -dijo ella.
– No -respondió él, porque… ¿por qué?
¿Porque le apetecía ser malo?
¿Porque había bebido demasiado?
¿Porque no quería estar solo?
– Quédate -dijo él, invitándola a entrar con un movimiento con el brazo. Seguro que podía sentarse en otro sitio-. Tómate algo.
Ella abrió los ojos.
– No creía que pudieran ser más grandes -murmuró él.
– No puedo beber -dijo ella.
– ¿No puedes?
– No debería -se corrigió ella, y a Turner le pareció ver que fruncía el ceño. Perfecto, la había irritado. Le gustaba comprobar que todavía podía provocar a una mujer, incluso a una tan inexperta como ésta.
– Estás aquí -respondió él, encogiéndose de hombros-. Puedes tomarte una copita de brandy.
Por un segundo, se quedó inmóvil y Turner habría jurado que podía oír cómo su cerebro daba vueltas. Al final, Miranda dejó el libro en una mesa cerca de la puerta y dio un paso adelante.
– Sólo una -dijo.
Él sonrió.
– ¿Porque sabes cuál es tu límite?
Ella lo miró a los ojos.
– Porque no lo sé.
– Cuánta sensatez en alguien tan joven -murmuró él.
– Tengo diecinueve años -respondió ella, sin altivez, sino como una realidad.
Él arqueó una ceja.
– Como he dicho…
– Cuando tenías diecinueve años…
Él sonrió, mordaz, cuando se dio cuenta de que no había terminado la frase.
– Cuando tenía diecinueve años -repitió por ella mientras le ofrecía una buena cantidad de brandy-, era un estúpido. -Miró el vaso que se había servido, igual que el de Miranda. Se lo bebió de un trago.
Lo dejó en la mesa con un golpe y se reclinó en la silla, apoyando la cabeza en las manos, porque había doblado los brazos a la altura de las orejas
– Como todos a los diecinueve años, debería añadir -terminó.
La miró. No había probado la bebida. Ni siquiera se había sentado.
– Exceptuando seguramente a la compañía presente -se corrigió.
– Pensaba que el brandy se servía en copa -dijo ella.
Turner la observó mientras se sentaba. No se colocó a su lado, aunque tampoco delante de él. No apartó los ojos de él ni un segundo y él no pudo evitar preguntarse qué creía que iba a hacer. ¿Abalanzarse sobre ella?
– El brandy -anunció, como si estuviera hablando para un público de más de una persona-, se sirve mejor en lo que tengas más a mano. En este caso… -Cogió el vaso, lo levantó y vio cómo las llamas de la chimenea se reflejaban en el cristal. No se molestó en terminar la frase. No parecía necesario y, además, estaba ocupado sirviéndose otro vaso-. Salud -y se lo bebió de golpe.
La miró. Estaba sentada, observándolo. No sabía si desaprobaba su actitud, porque su expresión era demasiado inescrutable para eso. Pero deseó que dijera algo. Cualquier cosa, incluso más bobadas acerca de los vasos más adecuados para cada licor bastarían para apartar su mente del hecho de que eran las once y media y de que todavía quedaban treinta minutos antes de que aquel desgraciado día terminara.
– Y dime, señorita Miranda, ¿te ha gustado el servicio? -le preguntó, desafiándola con la mirada a que dijera algo más que los tópicos habituales.
Su rostro reflejó sorpresa; la primera emoción de la noche que Turner pudo distinguir perfectamente.
– ¿Te refieres al funeral?
– El único servicio del día -respondió él, con desenvoltura.
– Ha sido… eh… interesante.
– Vamos, señorita Cheever, tu vocabulario es mucho más amplio.
Ella se mordió el labio inferior. Turner recordó que Leticia solía hacerlo. Cuando todavía fingía ser inocente. Había dejado de hacerlo cuando él le colocó el anillo en el dedo.
Se sirvió otra copa.
– ¿No te parece que…?
– No -la interrumpió él. No había suficiente brandy en el mundo para una noche como ésa.
Y entonces ella alargó el brazo, cogió el vaso y bebió un sorbo.
– Me ha parecido que has estado espléndido.
Maldita sea. Turner tosió y escupió todo el brandy, como si el inocente y el que tomaba su primer sorbo fuera él.
– ¿Cómo dices?
Ella sonrió con tranquilidad.
– Quizá te ayudaría beber sorbos más pequeños.
Él la miró.
– Es poco habitual que alguien hable con honestidad de los muertos -dijo ella-. No estoy segura de que fuera el lugar más adecuado, pero… bueno… no era una persona muy agradable, ¿verdad?
Parecía tan serena y tan inocente, pero sus ojos… eran muy severos.
– ¿Por qué será, señorita Cheever -murmuró él-, que creo que hablas con un poco de sentimiento de venganza?
Ella se encogió de hombros y bebió otro sorbo de brandy. Pequeño, observó Turner.
– En absoluto -respondió ella, aunque él estaba bastante seguro de que no la creía-, pero soy una buena observadora.
Él chasqueó la lengua.
– Cierto.
Ella se tensó.
– ¿Perdón?
La había alterado. Turner no sabía por qué le gustaba tanto todo aquello, pero no podía evitar sentirse complacido. Y hacía mucho tiempo que no se sentía complacido con nada. Se inclinó hacia delante, sólo para comprobar si podía avergonzarla.
– Te he estado observando.
La chica palideció. Turner se dio cuenta incluso bajo la luz de las llamas.
– ¿Y sabes qué he visto? -murmuró.
Ella abrió la boca y meneó la cabeza.
– Que me has estado observando.
Miranda se levantó, con un movimiento tan rápido que estuvo a punto de tirar la silla al suelo.
– Debería irme -dijo-. Esto es inadecuado, es tarde y…
– Oh, venga, señorita Cheever -dijo él mientras se levantaba-. No te asustes. Observas a todo el mundo. ¿Creías que no me había dado cuenta?
Alargó la mano y la tomó del brazo. Ella se quedó inmóvil, pero no se volvió.
Él apretó un poco los dedos. Sólo un poco. Lo suficiente para evitar que se fuera, porque no quería que se fuera. No quería estar solo. Todavía quedaban veinte minutos y quería que Miranda se enfadara, igual que él estaba enfadado y lo había estado durante años.
– Dime, señorita Cheever -susurró, acariciándole la parte inferior de la barbilla con dos dedos-. ¿Te han besado alguna vez?