Capítulo 9

Miranda se pasó la siguiente semana fingiendo que leía tragedias griegas. Le resultaba imposible concentrarse lo suficiente en un libro como para leérselo entero, pero mientras pudiera ir leyendo alguna que otra frase de vez en cuando, quizás incluso daría con alguna que encajara con su estado de ánimo.

Una comedia la habría hecho llorar. Y una historia de amor, no, por Dios, habría hecho que quisiera morirse allí mismo.

Olivia, que nunca había escondido su interés por los asuntos ajenos, había sido implacable en su insistencia para descubrir el motivo del mal humor de su amiga. De hecho, los únicos momentos en que no la estaba interrogando era cuando intentaba animarla. Estaba en mitad de una de esas sesiones de animación, deleitando a Miranda con las historias de cierta condesa que echó a su marido de casa hasta que el hombre accedió a comprarle cuatro caniches, cuando lady Rudland llamó a la puerta.

– Ah, perfecto -dijo, asomándose-. Estáis aquí las dos. Olivia, no te sientes así. No es propio de una señorita.

Olivia corrigió la postura antes de preguntar:

– ¿Qué sucede, mamá?

– Quería informaros de que nos han invitado a casa de lady Chester para una visita de campo la semana que viene.

– ¿Quién es lady Chester? -preguntó Miranda, que dejó el aburrido libro de Esquilo en el regazo.

– Una prima nuestra -respondió Olivia-. Tercera o cuarta, no lo recuerdo.

– Segunda -corrigió lady Rudland-. Y he aceptado la invitación en nombre de toda la familia. Teniendo en cuenta que es una familiar tan cercana, sería descortés no acudir.

– ¿Vendrá Turner? -preguntó Olivia.

Miranda quería dar las gracias mil veces a su amiga por hacer la pregunta que ella no se atrevía a hacer.

– Por su bien, espero que sí. Ha ignorado sus obligaciones con su familia durante demasiado tiempo -dijo lady Rudland con una firmeza poco propia de ella-. Si no viene, tendrá que responder ante mí.

– Cielos -dijo Olivia, con el rostro inexpresivo-. Una idea aterradora.

– No sé qué le pasa -añadió lady Rudland, mientras meneaba la cabeza-. Es como si nos estuviera evitando.

«No -se dijo Miranda con una triste sonrisa-, sólo a mí.»


Turner repiqueteó con el zapato en el suelo mientras esperaba a que su familia bajara. Por quinceava vez aquella mañana, deseó ser como los demás caballeros de la sociedad, que bien ignoraban a sus madres o bien las trataban como motas de polvo. Sin embargo, su madre había conseguido convencerlo para que asistiera a aquella maldita reunión de campo que duraría una semana y a la que, por supuesto, Miranda también asistiría.

Era idiota. Cada día lo tenía más claro.

Un idiota que, por lo visto, había ofendido al destino porque, en cuanto su madre entró en el salón, le dijo:

– Irás con Miranda.

Por lo visto, los dioses tenían un sentido del humor muy retorcido.

Se aclaró la garganta.

– ¿Crees que es sensato, mamá?

Ella lo miró con impaciencia.

– No la seducirás, ¿verdad?

Maldita sea.

– Por supuesto que no. Pero ella tiene que pensar en su reputación. ¿Qué pensará la gente cuando lleguemos en el mismo carruaje? Todos sabrán que hemos pasado varias horas a solas.

– Todo el mundo os ve como hermanos. Y nos encontraremos a un kilómetro de Chester Park para cambiar de coche de manera que tú llegues con tu padre. No habrá ningún problema. Además, tu padre y yo tenemos que hablar con Olivia en privado.

– ¿Qué ha hecho ahora?

– Por lo visto, llamó pata estúpida a Georgiana Elster.

– Georgiana Elster es una pata estúpida.

– ¡A la cara, Turner! Se lo dijo a la cara.

– Un fallo de criterio por su parte, pero nada que merezca una regañina de dos horas, creo.

– Eso no es todo.

Turner suspiró. Su madre había tomado una decisión. Dos horas a solas con Miranda. ¿Qué había hecho él para merecer esa tortura?

– Llamó armiño descuidado a sir Robert Kent.

– A la cara, imagino.

Lady Rudland asintió.

– ¿Qué es un armiño?

– No tengo ni la menor idea, pero imagino que no es un cumplido.

– Un armiño es un zorro, creo -dijo Miranda cuando entró en el salón con su vestido de viaje de color azul palo. Sonrió a los dos, tan compuesta que daba rabia.

– Buenos días, Miranda -respondió lady Rudland, con energía-. Irás con Turner.

– ¿Yo? -Estuvo a punto de ahogarse con las palabras y tuvo que fingir un ataque de tos. Turner sintió una oleada de satisfacción juvenil.

– Sí. Lord Rudland y yo tenemos que hablar con Olivia. Ha dicho algunas cosas poco adecuadas en público.

Desde las escaleras, llegó un gruñido. Las tres cabezas se volvieron para mirar a Olivia mientras bajaba.

– ¿Es realmente necesario, mamá? No quería ofender a nadie. Nunca habría llamado bruja miserable a lady Finchcoombe si hubiera creído que el comentario llegaría a sus oídos.

Lady Rudland palideció.

– ¿Llamaste a lady Finchcoombe miserable qué?

– ¿No lo sabías? -preguntó Olivia con un hilo de voz.

– Turner, Miranda, será mejor que os vayáis. Nos veremos dentro de unas horas.

Caminaron en silencio hasta el carruaje que los estaba esperando y Turner ofreció la mano a Miranda para ayudarla a subir. Sus dedos enguantados fueron como una descarga eléctrica en su mano, pero ella no debió de sentir lo mismo, porque pareció especialmente inmutable cuando dijo:

– Espero que mi presencia no te moleste demasiado, milord.

La respuesta de Turner fue una mezcla de gruñido y suspiro.

– Esto no ha sido idea mía, ya lo sabes.

Él se sentó delante de ella.

– Lo sé.

– No tenía ni idea de que íbamos a… -Levantó la mirada-. ¿Lo sabes?

– Sí. Mamá estaba decidida a hablar con Olivia a solas.

– Ah. En ese caso, gracias por creerme.

Turner soltó un suspiro contenido y miró por la ventanilla un momento mientras el carruaje se ponía en marcha.

– Miranda, no creo que seas una mentirosa compulsiva.

– No, claro que no -respondió ella inmediatamente-. Pero parecías bastante furioso cuando me has ayudado a subir al carruaje.

– Estaba furioso con el destino, no contigo.

– Vaya, vamos mejorando -dijo ella, con frialdad-. Bueno, si me disculpas, me he traído lectura. -Se volvió para darle la espalda lo máximo posible y empezó a leer.

Turner esperó unos treinta segundos antes de preguntar:

– ¿Qué lees?

Miranda se quedó inmóvil, y luego se movió muy despacio, como si estuviera realizando el trabajo más pesado. Levantó el libro.

– Esquilo. Qué deprimente.

– Va acorde con mi humor.

– Querida, ¿es una indirecta?

– No seas condescendiente, Turner. Dadas las circunstancias, dudo que sea apropiado.

Él arqueó las cejas.

– ¿Y, exactamente, qué se supone que significa eso?

– Significa que, después de todo lo que ha… eh… ocurrido entre nosotros, tu actitud de superioridad ya no está justificada.

– Jesús, que frase tan larga.

Miranda respondió con la mirada. Esta vez, cuando volvió a la lectura, el libro le tapaba toda la cara.

Turner chasqueó la lengua y se reclinó, sorprendido de lo mucho que se estaba divirtiendo. Las calladas siempre eran las más interesantes. Puede que Miranda jamás escogiera ser el centro de atención, pero sabía defenderse en una conversación con astucia y estilo. Tomarle el pelo era muy divertido. Y no se sentía nada culpable. A pesar de su actitud contrariada, no tenía ninguna duda de que estaba disfrutando de la batalla verbal tanto o más que él.

Puede que, después de todo, aquel viaje no fuera un infierno. Sólo tenía que asegurarse de que seguían con aquel tono divertido y de no fijarse demasiado en su boca.

Le gustaba mucho su boca.

Pero no iba a pensar en eso. Recuperaría la conversación donde la habían dejado e intentaría pasárselo igual de bien que antes de verse envueltos en aquel lío. Añoraba su vieja amistad con Miranda y supuso que, puesto que estarían atrapados en aquel carruaje durante las siguientes dos horas, podía ver qué podía hacer para arreglar las cosas.

– ¿Qué lees? -le preguntó.

Ella lo miró con irritación.

– Esquilo. ¿No me lo has preguntado ya?

– Quería decir qué obra de Esquilo -improvisó él.

Para mayor diversión, Miranda tuvo que mirar el lomo del libro antes de responder:

Euménides.

Él hizo una mueca.

– ¿No te gusta?

– ¿Todas esas mujeres furiosas? Creo que no. Prefiero una buena historia de aventuras.

– A mí me gustan las mujeres furiosas.

– ¿Te identificas con ellas? Uy, no querida, no rechines los dientes, Miranda. No te gustaría ir al dentista, te lo prometo.

No pudo evitar reírse ante la expresión de la chica.

– No seas tan sensible, Miranda.

Sin apartar la mirada de él, Miranda farfulló:

– Lo siento, milord. -Y, de alguna forma, consiguió realizar una sumisa reverencia en medio del carruaje.

La risa de Turner explotó en una fuerte carcajada.

– Oh, Miranda -dijo, secándose las lágrimas de los ojos-. Eres un encanto.

Cuando, por fin, se recuperó, ella lo estaba mirando como si fuera un lunático. Durante unos segundos, se planteó enseñarle las garras y rugir como un animal, sólo para confirmar sus sospechas. Pero, al final, se reclinó en el asiento y sonrió.

Ella meneó la cabeza.

– No te entiendo.

Él no respondió, porque no quería que la conversación derivara hacia asuntos más serios. Ella volvió a levantar el libro y, esta vez, Turner se propuso contar cuántos minutos pasaban antes de que pasara una página. Cuando pasaron cinco minutos y ella seguía sin mover las hojas, dibujó una sonrisa.

– ¿Una lectura complicada?

Lentamente, Miranda bajó el libro y le lanzó una mirada letal.

– ¿Perdón?

– ¿Muchas palabras difíciles?

Ella lo miró fijamente.

– No has pasado ni una página desde que empezaste.

Ella gruñó y, con determinación, pasó la página.

– ¿Es inglés o griego?

– ¿Cómo dices?

– Si es en griego, podría explicar tu velocidad.

Ella separó los labios.

– Tu lenta velocidad, claro -añadió él, encogiéndose de hombros.

– Sé leer en griego -le espetó ella.

– Sí, y es algo admirable.

Ella se miró las manos. Estaba agarrando el libro con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Gracias -gruñó.

Pero él no había terminado.

– Poco habitual en una mujer, ¿no crees?

Esta vez, Miranda decidió ignorarlo.

– Olivia no sabe leer griego -dijo él, como si nada.

– Olivia no tiene un padre que no hace otra cosa que leer en griego -respondió ella, sin levantar la mirada.

Intentó concentrarse en las primeras palabras de la nueva página, pero no tenían demasiado sentido, puesto que no había terminado la página anterior. De hecho, ni siquiera había empezado.

Repiqueteó con un dedo enguantado contra el libro como si fingiera que leía. Imaginaba que era imposible volver a la página anterior sin que Turner se diera cuenta. Aunque tampoco importaba, porque dudaba que pudiera concentrarse en la lectura mientras él la mirara de aquella forma, con los párpados caídos. Se dijo que era mortal. La encendía y sacudía, todo al mismo tiempo y, mientras, estaba completamente irritada con él.

Estaba bastante segura de que no tenía ninguna intención de seducirla pero, sin embargo, lo estaba haciendo bastante bien.

– Un talento peculiar, ése.

Miranda se mordió los labios y lo miró.

– ¿Sí?

– Leer sin mover los ojos.

Miranda contó hasta tres antes de responder.

– Algunos no tenemos que vocalizar las palabras cuando leemos, Turner.

– Tocado, Miranda. Sabía que todavía te quedaba esa chispa.

Ella clavó las uñas en el asiento tapizado. «Uno, dos, tres. Sigue contando. Cuatro, cinco, seis.» A este ritmo, tendría que contar hasta cincuenta si quería controlar su temperamento.

Turner vio que movía la cabeza a un ritmo extraño y le picó la curiosidad.

– ¿Qué estás haciendo?

«Dieciocho, diecinueve.»

– ¿Qué?

– ¿Qué estás haciendo?

«Veinte.»

– Empiezas a estar muy pesado, Turner.

– Soy persistente -sonrió-. Imaginé que tú, más que cualquier otra persona, apreciarías esta característica. Y dime, ¿qué haces? Movías la cabeza de una forma muy curiosa.

– Si quieres saberlo -dijo ella, muy seca-, estaba contando mentalmente para controlarme.

Él la miró unos segundos y luego dijo:

– Me estremezco al pensar lo que habrías podido decir si no te hubieras parado a contar.

– Se me está agotando la paciencia.

– ¡No! -exclamó él, en tono burlón.

Ella volvió a levantar el libro en un intento de ignorarlo.

– Deja de torturar a ese pobre libro, Miranda. Los dos sabemos que no lo estás leyendo.

– ¿Quieres dejarme tranquila? -estalló ella, al final.

– ¿Por qué número ibas?

– ¿Qué?

– El número. Has dicho que estabas contando para no herir mi delicada sensibilidad.

– No lo sé. Por el veinte o por el treinta. He dejado de contar hace cuatro insultos.

– ¿Has llegado hasta treinta? Me has mentido, Miranda. No creo, ni mucho menos, que te haya agotado la paciencia.

– Sí que me la has agotado -gruñó ella.

– Yo creo que no.

– ¡Aaaaaa! -Le lanzó el libro. Le dio de lleno en el lateral de la cabeza.

– ¡Au!

– No seas niño.

– No seas tirana.

– ¡Deja de provocarme!

– No te estaba provocando.

– Por favor, Turner.

– De acuerdo -respondió él con petulancia mientras se frotaba la cabeza-. Te estaba provocando. Pero no lo habría hecho si no me hubieras ignorado.

– Disculpa, pero creía que querías que te ignorara.

– ¿De dónde demonios has sacado esa idea?

Miranda abrió la boca.

– ¿Estás loco? Me has evitado como a la peste durante, al menos, los últimos quince días. Incluso has evitado a tu madre para evitarme a mí.

– Eso no es verdad.

– Díselo a tu madre.

Turner hizo una mueca.

– Miranda, me gustaría que fuéramos amigos.

Ella meneó la cabeza. ¿Existían unas palabras más crueles en el mundo?

– Es imposible.

– ¿Por qué?

– Porque no puedes tenerlo todo -continuó Miranda, que tuvo que recurrir a toda la energía de su cuerpo para evitar que le temblara la voz-. No puedes besarme y después decirme que quieres que seamos amigos. No puedes humillarme como lo hiciste en casa de los Worthington y luego decirme que me aprecias.

– Tenemos que olvidar lo que pasó -dijo él, con suavidad-. Debemos dejarlo atrás, si no por el bien de nuestra amistad, por el bien de la familia.

– ¿Puedes hacerlo? -preguntó Miranda-. ¿De verdad puedes olvidarlo? Porque yo no.

– Claro que puedes -dijo él, quizá demasiado resoluto.

– Carezco de tu sofisticación, Turner -dijo ella y luego, con amargura, añadió-: O quizá carezco de tu superficialidad.

– No soy superficial, Miranda -respondió él-. Soy sensato. Dios sabe que uno de los dos tiene que serlo.

Ella deseó tener algo que decir. Deseó tener una respuesta mordaz que lo dejara rendido de rodillas, sin palabras y temblando como una patética podredumbre gelatinosa.

Sin embargo, sólo se tenía a sí misma y a las terribles lágrimas de rabia que le ardían detrás de los ojos. Y ni siquiera estaba segura de poder mirarlo, así que se volvió hacia la ventanilla y contó los edificios que iban pasando mientras deseaba ser otra persona.

Cualquiera.

Y eso era lo peor porque, en toda su vida, incluso con una amiga íntima más guapa, más rica y mejor situada que ella, Miranda nunca había deseado ser otra persona.


En su vida, Turner había hecho cosas de las que no estaba orgulloso. Había bebido demasiado y vomitado encima de alfombras de precio incalculable. Se había jugado lo que no tenía. Una vez, incluso había montado a su caballo con demasiado brío y poco cuidado y había dejado al animal cojo durante una semana.

Sin embargo, nunca se había sentido tan mal como ahora, observando el perfil de Miranda, que estaba mirando por la ventanilla.

En dirección totalmente opuesta a él.

No dijo nada en un buen rato. Salieron de Londres y atravesaron las afueras, donde los edificios eran cada vez más escasos y estaban más alejados entre sí, hasta que sólo hubo campos a su alrededor.

Miranda no lo miró ni una vez. Turner lo sabía. La estaba mirando.

Y, al final, puesto que no podía soportar una hora más de silencio sepulcral, y como tampoco se atrevía a examinar qué significaba ese silencio, dijo:

– No pretendo ofenderte, Miranda, pero sé cuándo algo es una mala idea. Y coquetear contigo es una idea extremadamente mala.

Ella no se volvió, pero Turner oyó que le preguntaba:

– ¿Por qué?

La miró con incredulidad.

– ¿En qué estás pensando, Miranda? ¿Acaso te importa un rábano tu reputación? Si alguien descubre lo nuestro, tu nombre quedará mancillado.

– O tendrás que casarte conmigo -dijo ella, en voz baja y tono burlón.

– Cosa que no tengo intención de hacer. Ya lo sabes. -Maldijo entre dientes. Jesús, aquello había sonado muy mal-. No quiero casarme con nadie -explicó-. Y eso también lo sabes.

– Lo que sé -respondió ella, mirándolo sin esconder la rabia-, es que… -Y entonces se calló, cerró la boca y se cruzó de brazos.

– ¿Qué? -preguntó él.

Miranda se volvió hacia la ventanilla.

– No lo entenderías -y añadió-: Y tampoco me escucharías.

El tono desdeñoso de su piel fue como uñas que se clavaban en la piel de Turner.

– Por favor, la petulancia no te pega.

Ella se volvió.

– ¿Y qué debería hacer? Dime, ¿cómo se supone que tengo que sentirme?

Él sonrió.

– Agradecida.

– ¿Agradecida?

Él se reclinó en el respaldo y su cuerpo entero era un ejemplo de insolencia.

– Podría haberte seducido, y lo sabes. Con facilidad. Pero no lo hice.

Ella contuvo el aliento y retrocedió y, cuando habló, lo hizo con una voz susurrada y letal.

– Eres odioso, Turner.

– Sólo te digo la verdad. ¿Y sabes por qué no hice más? ¿Por qué no te arranqué el camisón, te tendí en el sofá y te tomé allí mismo?

Ella abrió los ojos y su respiración fue más audible, y Turner sabía que estaba siendo grosero, maleducado y, sí, odioso, pero no podía parar, no podía detener la franqueza porque, maldición, Miranda tenía que entenderlo. Tenía que entender cómo era él realmente y de lo que era y no era capaz de hacer.

Y esto… esto… ella. ¿Había conseguido hacer algo noble por ella y ni siquiera le estaba agradecida?

– Te lo diré -dijo, entre dientes-. Me detuve por respeto hacia ti. Y te diré otra cosa. -Se detuvo, maldijo, y ella lo miró con desafío y provocación, como diciéndole: «Ni siquiera sabes lo que ibas a decir».

Sin embargo, ése era el problema. Que lo sabía y había estado a punto de decirle lo mucho que la había deseado. Que, si no hubieran estado en casa de sus padres, no estaba seguro de que hubiera podido detenerse.

No estaba seguro de si lo habría hecho.

Pero ella no tenía que saberlo. No debía saberlo. Turner no necesitaba que ella fuera consciente del poder que tenía sobre él.

– ¿Te lo puedes creer? -murmuró, más para sí mismo que para ella-. No quería arruinarte el futuro.

– Deja que me ocupe yo de mi futuro -respondió ella, furiosa-. Sé lo que hago.

Él se rió con desdén.

– Tienes veinte años. Crees que lo sabes todo.

Ella lo miró fijamente.

– Yo creía que lo sabía todo cuando tenía veinte años -respondió él, encogiéndose de hombros.

La tristeza tiñó los ojos de Miranda.

– Yo también -dijo, en voz baja.

Turner intentó ignorar el desagradable nudo de culpabilidad que se le estaba formando en el estómago. Ni siquiera estaba seguro de por qué se sentía culpable y, en realidad, todo aquello era ridículo. No debería estar hecho para sentirse culpable por no haberle robado la inocencia, y lo único que se le ocurrió fue:

– Algún día me lo agradecerás.

Ella lo miró con incredulidad.

– Pareces tu madre.

– Pareces malhumorada.

– ¿Y me culpas? Me estás tratando como a una niña cuando sabes perfectamente que soy una mujer.

Al nudo de culpabilidad empezaron a crecerle tentáculos.

– Puedo tomar mis propias decisiones -añadió, desafiante.

– Obviamente, no. -Él se inclinó hacia delante con un peligroso brillo en los ojos-. O no habrías dejado que te bajara el vestido y te besara los pechos la semana pasada.

Ella se sonrojó, avergonzada, y la voz le tembló con tono acusatorio cuando dijo:

– No intentes convencerme de que fue culpa mía.

Él cerró los ojos y se echó el pelo hacia atrás, consciente de que había dicho algo muy, muy estúpido.

– Claro que no es culpa tuya, Miranda. Por favor, olvida lo que he dicho.

– Igual que quieres que olvide que me besaste. -Habló con una voz sin una gota de emoción.

– Sí. -La miró y vio una especie de vacío en sus ojos, algo que nunca había visto en su cara-. Por Dios, Miranda, no te pongas así.

– No hagas esto, haz aquello -estalló ella-. Olvida esto, no olvides lo otro. Decídete, Turner. No sé qué quieres. Aunque creo que tú tampoco lo sabes.

– Soy nueve años mayor que tú Miranda -dijo él, en un tono de voz horrible-. No me hables con esos aires de superioridad.

– Lo siento, Alteza.

– No hagas esto, Miranda.

Y la cara de la chica, que hasta ahora era tensa y serena, de repente explotó de emoción.

– ¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! ¿Se te ha ocurrido pensar que quería que me besaras? ¿Que quería que me desearas? Y me deseas, y lo sabes. No soy tan inocente para dejarme convencer de lo contrario.

Turner sólo podía mirarla fijamente y susurrar:

– No sabes lo que dices.

– ¡Sí que lo sé!

Sus ojos reflejaron la rabia y apretó los puños, y él tuvo la horrible premonición de que había llegado, de que era el momento. Todo dependía de ese momento y sabía, sin tener la menor idea de lo que ella iba a decirle y de lo que él le respondería, de que aquello no terminaría bien.

– Sé perfectamente lo que digo -dijo ella-. Te deseo.

Turner tensó el cuerpo y el corazón se le aceleró. Sin embargo, no podía permitirle que continuara.

– Miranda, sólo crees que me deseas -añadió, enseguida-. Nunca has besado a nadie más y…

– No me trates con condescendencia. -Lo miró fijamente, con los ojos llenos de deseo-. Sé lo que quiero, y te quiero a ti.

Él respiró de forma entrecortada. Merecía que lo beatificaran por lo que estaba a punto de decir.

– No, no me quieres. Es un encaprichamiento.

– ¡Maldito seas! -estalló-. ¿Estás ciego? ¿Estás sordo, mudo y ciego? No es un encaprichamiento, ¡idiota! ¡Te quiero!

«Dios mío.»

– ¡Siempre te he querido! Desde que te conocí hace nueve años. Te he querido desde entonces, cada minuto del día.

– Dios mío.

– Y no intentes decirme que es un enamoramiento infantil, porque no lo es. Quizás, en un momento determinado lo fue, pero ya no.

Él no dijo nada. Se quedó allí sentado como un imbécil y la miró.

– Yo… Conozco mi corazón y te quiero, Turner. Y si tuvieras un poco de decencia, dirías algo, porque yo ya lo he dicho todo, y no soporto este silencio y… ¡Oh, por el amor de Dios! ¿No puedes, al menos, parpadear?

Turner no podía ni siquiera hacer eso.

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