Capítulo 5

Una semana después, el sol brillaba con tanta intensidad que Miranda y Olivia, que echaban de menos sus días en el campo, decidieron pasarse la mañana explorando Londres. Ante la insistencia de Olivia, empezaron por el distrito comercial.

– Te aseguro que no necesito otro vestido -dijo Miranda, mientras paseaban por la calle, con las doncellas a una distancia prudencial detrás de ellas.

– Yo tampoco, pero siempre es divertido mirar y, además, quizás encontremos una baratija que podamos comprarnos con nuestros ahorros. Tu cumpleaños está a la vuelta de la esquina. Deberías hacerte un regalo.

– Quizá.

Pasearon por tiendas de vestidos, sombreros, joyas y dulces antes de que Miranda encontrara lo que no sabía que estaba buscando.

– Fíjate en eso, Olivia -exclamó-. ¿No es precioso?

– ¿El qué es precioso? -respondió ésta, acercándose al elegante escaparate de una librería.

– Eso. -Miranda señaló una copia de Le Morte d’Arthur de sir Thomas Malory con una encuadernación exquisita. Parecía maravilloso y Miranda deseaba atravesar el cristal y respirar el olor que emanaba.

Por primera vez en su vida, vio algo que, sencillamente, tenía que tener. Se olvidó de la economía. Se olvidó de la practicidad. Suspiró; un suspiro profundo, intenso y necesitado, y dijo:

– Creo que, por fin, entiendo lo que te pasa con los zapatos.

– ¿Zapatos? -repitió Olivia, mirándose los pies-. ¿Zapatos?

Miranda no se molestó en explicarse. Estaba demasiado ocupada ladeando la cabeza y fijándose en el pan de oro que decoraba las páginas.

– Además, ya lo hemos leído -continuó Olivia-. Creo que fue hace dos años, cuando tuvimos a la señorita Lacey de institutriz. ¿Te acuerdas? Se quedó horrorizada cuando supo que todavía no lo habíamos leído.

– No se trata de leerlo -dijo Miranda, pegándose un poco más al cristal-. ¿No te parece lo más precioso que has visto en la vida?

Olivia miró a su amiga con incredulidad.

– Eh… No.

Miranda meneó la cabeza y miró a Olivia.

– Supongo que es lo que convierte una cosa en arte. Lo que puede enamorar a una persona deja absolutamente indiferente a otra.

– Miranda, es un libro.

– Ese libro -decidió Miranda con firmeza-, es una obra de arte.

– Parece bastante viejo.

– Lo sé -suspiró alegremente Miranda.

– ¿Vas a comprarlo?

– Si tengo dinero suficiente.

– Yo diría que sí. Hace años que no te gastas ni un penique de tus ahorros. Siempre lo guardas en ese vaso de porcelana que Turner te envió por tu cumpleaños hace cinco años.

– Seis.

Olivia parpadeó.

– ¿Seis qué?

– Fue hace seis años.

– Cinco años, seis años… ¿Cuál es la diferencia? -exclamó Olivia, exasperada por la exactitud de Miranda-. La cuestión es que tienes un dinero ahorrado y, si realmente quieres ese libro, deberías comprártelo para celebrar tu vigésimo cumpleaños. Nunca te compras nada.

Miranda se volvió hacia la tentación del escaparate. El libro estaba colocado sobre un atril y abierto por una página al azar. Se veía una colorida ilustración representando a Arturo y Ginebra.

– Será muy caro -dijo, con cara de lástima.

Olivia le dio un empujón y dijo:

– Si no entras y preguntas, nunca lo sabrás.

– Tienes razón. ¡Voy a hacerlo! -Miranda le ofreció una sonrisa que estaba a medio camino entre la alegría y el nerviosismo y se dirigió hacia la puerta.

La librería estaba decorada en unos preciosos tonos masculinos, con sillones abullonados colocados de forma estratégica para quien quisiera sentarse y hojear un ejemplar.

– No veo al propietario -susurró Olivia al oído de Miranda.

– Está ahí. -Miranda señaló con la cabeza hacia un señor delgado y calvo de la edad de sus padres-. Mira, está ayudando a un señor a encontrar un libro. Esperaré a que termine. No quiero molestarle.

Las dos chicas esperaron pacientemente mientras el librero atendía al señor. De vez en cuando, les lanzaba una mirada con el ceño fruncido, algo que sorprendió a Miranda, porque tanto ella como Olivia iban muy bien vestidas y estaba claro que podían permitirse comprar cualquier objeto de la tienda. Por fin, el hombre terminó y se dirigió hacia ellas.

– Señor, me preguntaba si… -dijo Miranda.

– Es una librería de caballeros -les dijo, con un tono hostil.

– Oh. -Miranda retrocedió, básicamente por la actitud del hombre. Sin embargo, quería el libro de Malory, de modo que se tragó su orgullo, sonrió con dulzura y continuó-: Le pido disculpas. No me había dado cuenta. Pero esperaba que…

– He dicho que es una tienda de caballeros -entrecerró los ojos pequeños y brillantes-. Márchense, por favor.

¿Por favor? Miranda lo miró, con los labios separados ante la sorpresa. ¿Por favor? ¿Con ese tono?

– Vámonos, Miranda -dijo Olivia, tirándole de la manga-. Deberíamos irnos.

Miranda apretó los dientes y no se movió.

– Me gustaría comprar un libro.

– Seguro que sí -dijo el librero, con desprecio-. Y la librería de señoras está sólo a doscientos metros.

– La librería de señoras no tiene lo que quiero.

Él sonrió.

– Entonces, estoy seguro de que no debería leerlo.

– No creo que sea asunto suyo juzgar eso, señor -respondió Miranda, con frialdad.

– Miranda -suspiró Olivia, con los ojos como platos.

– Un momento -le respondió Miranda, sin apartar la mirada del repulsivo y diminuto hombre-. Señor, le aseguro que dispongo de fondos suficientes. Y si me dejara inspeccionar Le Morte d’Arthur, quizá decidiera separarme de mis monedas.

Él se cruzó de brazos.

– No vendo libros a mujeres.

Y aquello fue la gota que colmó el vaso.

– ¿Cómo dice?

– Fuera -les espetó-, o tendré que echarlas a la fuerza.

– Eso sería un error, señor -respondió Miranda, con dureza-. ¿Sabe quién somos? -No solía hacer gala de su posición social, aunque tampoco lo evitaba si la ocasión lo merecía.

El librero no se mostró impresionado.

– Estoy seguro de que no me importa.

– Miranda -suplicó Olivia, que parecía muy incómoda.

– Soy la señorita Miranda Cheever, hija de sir Rupert Cheever, y ella -añadió, con una floritura hacia su amiga-, es lady Olivia Bevelstoke, la hija del conde de Rudland. Le sugiero que reconsidere su política.

Él le devolvió la mirada altiva.

– Me da igual, como si es la maldita princesa Carlota. Fuera de mi tienda.

Miranda entrecerró los ojos antes de disponerse a marcharse. Ya estaba mal que las hubiera insultado, pero impugnar el recuerdo de la princesa… era lo nunca visto.

– Esto no terminará aquí, señor.

– ¡Fuera!

Tomó a Olivia del brazo y salieron de la tienda, aunque se aseguraron de dar un buen portazo, sólo para contrariar más al propietario.

– ¿Puedes creértelo? -dijo, cuando estuvieron fuera-. Ha sido espantoso. Ha sido criminal. Ha sido…

– Es una librería para hombres -la interrumpió Olivia, que la estaba mirando como si, de repente, hubiera escupido una calavera por la boca.

– ¿Y?

Olivia se tensó ante el tono casi beligerante de su amiga.

– Hay librerías para hombres y librerías para señoras. Las cosas son así.

Miranda apretó los puños.

– Pues son un asco, si quieres saber mi opinión.

– ¡Miranda! -exclamó Olivia-. ¿Qué acabas de decir?

Miranda tuvo la decencia de sonrojarse ante su vocabulario inadecuado.

– ¿Ves lo enfadada que estoy por su culpa? ¿Alguna vez me habías oído maldecir en voz alta?

– No, y no sé si quiero saber todo lo que estás maldiciendo en tu mente.

– Es estúpido. -Miranda seguía furiosa-. Absolutamente estúpido. Él tiene algo que yo quiero y yo tengo el dinero para comprarlo. Debería haber sido algo muy sencillo.

Olivia bajó la mirada al suelo.

– ¿Por qué no vamos a la librería de señoras?

– En circunstancias normales, nada me apetecería más. Te aseguro que preferiría no ser clienta de la tienda de ese hombre abominable. Pero dudo que allí tengan la misma copia de La Morte d’Arthur, Livvy. Estoy segura de que es un ejemplar único. Y lo peor… -Miranda alzó la voz a medida que iba apreciando la injusticia de aquella situación-. Y lo peor…

– ¿Puede ser peor?

Miranda la miró con irritación pero, aún así, dijo:

– Sí. Lo peor es que, aunque existieran dos copias, algo que estoy segura de que no es así, seguramente la librería de señoras no vendería esa segunda copia, ¡porque nadie creería que una dama quisiera comprar un libro como ése!

– ¿Ah, no?

– No. Seguramente la tienda está llena de novelas de Byron y de la señora Radcliffe.

– A mí me gustan las novelas de Byron y de la señora Radcliffe -dijo Olivia, que parecía un poco ofendida.

– Y a mí también -le aseguró Miranda-, pero también disfruto con otro tipo de literatura. Y no creo que sea adecuado que ese hombre -señaló la tienda con rabia-, decida lo que puedo o no puedo leer.

Olivia se la quedó mirando un momento y luego, con calma, le preguntó:

– ¿Has acabado?

Miranda se alisó la falda y se sorbió la nariz.

– Sí.

Olivia estaba de espaldas a la tienda y lanzó una mirada de arrepentimiento por encima del hombro mientras tomaba a su amiga por el brazo.

– Le diremos a Padre que venga a comprártelo. O a Turner.

– No es eso. Me cuesta creer que no estés tan enfadada como yo.

Olivia suspiró.

– ¿Desde cuándo te has vuelto tan guerrera, Miranda? Creía que, de las dos, la descontrolada se suponía que era yo.

A Miranda empezó a dolerle la mandíbula de tanto apretar los dientes.

– Supongo -dijo, casi gruñendo-, que nunca había tenido ningún motivo para enfadarme tanto.

Olivia echó la cabeza ligeramente hacia atrás.

– Recuérdame que haga todo lo posible por no hacerte enfadar, en el futuro.

– Voy a conseguir ese libro.

– De acuerdo, se lo…

– Y ese hombre va a saber que es mío. -Miranda lanzó una última mirada beligerante hacia la tienda y se dirigió hacia su casa.


– Por supuesto que te compraré el libro, Miranda -dijo Turner, muy simpático. Estaba disfrutando de una tarde bastante relajada, leyendo el periódico y reflexionando sobre la vida como hombre soltero, cuando su hermana había entrado en la sala y había anunciado que Miranda estaba desesperada y necesitaba un favor.

En realidad, había sido muy entretenido, sobre todo la mirada letal que Miranda le había lanzado a Olivia ante la palabra «desesperada».

– No quiero que me lo compres -gruñó Miranda-. Quiero que me acompañes a comprarlo.

Turner se reclinó en la cómoda butaca.

– ¿Hay alguna diferencia?

– Un mundo de diferencia.

– Un mundo -confirmó Olivia, aunque estaba riendo y Turner sospechaba que ella tampoco veía la diferencia.

Miranda le lanzó otra mirada asesina y Olivia retrocedió y exclamó:

– ¿Qué? ¡Te estoy apoyando!

– ¿No te parece injusto -continuó, con ferocidad, regresando a su diatriba y mirando a Turner-, que no pueda comprar en una tienda sólo porque soy mujer?

Él sonrió con despreocupación.

– Miranda, hay algunos lugares a los que las mujeres no pueden ir.

– No estoy pidiendo que me dejen entrar en uno de vuestros maravillosos clubes. Yo sólo quiero comprar un libro. No tiene nada de malo. Es una antigüedad, por el amor de Dios.

– Miranda, si la tienda es de ese hombre, puede decidir a quién quiere vender y a quién no.

Ella se cruzó de brazos.

– Bueno, pues quizá no debería poder hacerlo. Quizá debería existir una ley que dijera que los libreros no pueden prohibir la entrada a las mujeres en sus negocios.

Él arqueó una ceja, irónico, y le preguntó:

– No habrás estado leyendo el tratado de Mary Wollstonecraft, ¿verdad?

– ¿Quién? -preguntó Miranda, distraída.

– Perfecto.

– Por favor, Turner, no cambies de tema. ¿Estás de acuerdo o no en que debería poder comprar ese libro?

Él suspiró, porque empezaba a estar agotado de su inesperada tozudez. ¡Y por un libro!

– Miranda, ¿por qué deberían dejarte entrar en una librería de caballeros? Si ni siquiera puedes votar.

La explosión de rabia fue colosal.

– Y ésa es otra cosa…

Turner enseguida se dio cuenta de que había cometido un error táctico.

– Olvida que he mencionado el sufragio. Por favor. Te acompañaré a comprar el libro.

– ¿De veras? -Se le iluminaron los ojos con una delicada luz marrón-. Gracias.

– ¿Quieres que vayamos el viernes? Creo que, por la tarde, no tengo nada que hacer.

– Yo también quiero ir -intervino Olivia.

– Rotundamente no -dijo Turner, con firmeza-. Sólo puedo controlar a una de las dos. Por el bien de mis nervios.

– ¿Tus nervios?

Él la miró, desafiándola.

– Ponlos a prueba.

– ¡Turner! -exclamó Olivia. Se volvió hacia Miranda-. ¡Miranda!

Sin embargo, Miranda seguía concentrada en Turner.

– ¿Podemos ir ahora? -le preguntó, y daba la impresión de que no había oído ni una palabra de su pelea verbal-. No quiero que ese librero se olvide de mí.

– A juzgar por el relato de Olivia de vuestra aventura -comentó Turner con ironía-, dudo que pueda.

– Pero ¿podemos ir hoy? Por favor. Por favor.

– ¿Te das cuenta de que estás suplicando?

– Me da igual -respondió enseguida.

Turner analizó la escena.

– Se me ocurre que podría aprovecharme de esta situación.

Miranda lo miró con ignorancia.

– ¿Con qué propósito?

– No lo sé. Uno nunca sabe cuándo tendrá que pedir un favor.

– Dado que no tengo nada que puedas querer, te aconsejo que te olvides de tus viles planes y me lleves a la librería.

– De acuerdo. Vamos.

Creía que iba a dar saltos de alegría. Por Dios.

– No está lejos -dijo ella-. Podemos ir a pie.

– ¿Seguro que no puedo ir con vosotros? -preguntó Olivia mientras los seguía por el pasillo.

– Quédate -le ordenó Turner, con simpatía, mientras veía cómo Miranda abría la puerta con decisión-. Alguien tendrá que avisar al sereno cuando no volvamos de una pieza.


Diez minutos después, Miranda estaba de pie frente a la tienda de donde la habían echado por la mañana.

– Caramba, Miranda -murmuró Turner a su lado-. Das un poco de miedo.

– Me alegro -respondió, concisa, y se dirigió hacia la puerta.

Turner la agarró del brazo.

– Permíteme que entre antes que tú -le sugirió, con un brillo divertido en los ojos-. Puede que, si te ve, el hombre se ponga furioso.

Miranda le hizo una mueca, pero lo dejó pasar. Era imposible que el librero se saliera con la suya esta vez. Había vuelto armada con un caballero de la nobleza y una buena dosis de ira. El libro sólo podía ser suyo.

Cuando Turner entró en la tienda, sonó una campana. Miranda entró tras él, literalmente pisándole los talones.

– ¿Puedo ayudarle, señor? -preguntó el librero, con una educación fingida.

– Sí, estoy interesado en… -Dejó la frase en el aire mientras miraba a su alrededor.

– Ese libro -dijo Miranda, con firmeza, señalando el ejemplar del escaparate.

– Sí, exacto -le dijo Turner al librero con una amable sonrisa.

– ¡Usted! -balbuceó el librero, con la cara sonrojada de la ira-. ¡Fuera! ¡Fuera de mi tienda! -Agarró a Miranda por el brazo e intentó llevársela hasta la puerta.

– ¡Basta! ¡He dicho que basta! -Miranda, que no era de las que permitía que un hombre al que consideraba un idiota abusara de ella, agarró el bolso y lo golpeó con él en la cabeza.

Turner gruñó.

– ¡Simmons! -gritó el librero, llamando a su ayudante-. Busca a un policía. Esta joven está desquiciada.

– ¡No estoy desquiciada, cabra gigantesca!

Turner consideró sus opciones. Aquello no iba a terminar bien.

– Soy una clienta -continuó Miranda airadamente-. ¡Y quiero comprar Le Morte d’Arthur!

– ¡Moriría antes de que cayera en sus manos, puta maleducada!

«¿Puta?» Aquello fue demasiado para Miranda, una joven cuyas sensibilidades eran más modestas de lo que cualquiera habría creído viendo su comportamiento en esos momentos.

– Es vil, un hombre vil -dijo, entre dientes. Levantó el bolso para volver a golpearlo.

«¿Puta?» Turner suspiró. Era un insulto que no podía ignorar. Sin embargo, no podía permitir que Miranda atacara al hombre. Le quitó el bolso de la mano. Ella le lanzó cuchillos con la mirada por entrometerse, pero él entrecerró los ojos y la advirtió con la mirada.

Se aclaró la garganta y se volvió hacia el librero.

– Señor, insisto en que se disculpe con la señorita.

El hombre se cruzó de brazos, desafiante.

Turner miró a Miranda. Ella tenía los brazos cruzados con la misma actitud. Volvió a mirar al hombre y, algo más autoritario, dijo:

– Se disculpará con la señorita.

– Es una amenaza -dijo el hombre, con malicia.

– Pero ¿qué se ha…? -Miranda se habría abalanzado sobre él si Turner no la hubiera agarrado por la parte trasera del vestido. El hombre cerró el puño y adquirió un aspecto depredador que no encajaba con su imagen de librero.

– Estate quieta -le ordenó Turner a Miranda, porque empezaba a notar los primeros síntomas de ira en el pecho.

El librero le lanzó una mirada triunfante a la chica.

– Uy, eso ha sido un error -dijo Turner.

Jesús, ¿acaso ese hombre no tenía sentido común? Miranda se abalanzó sobre él, lo que significaba que Turner tuvo que agarrarla por el vestido con más fuerza, lo que provocó una sonrisa más amplia en el rostro del librero, y eso significaba que todo aquello iba a desencadenar un huracán arrasador si él no lo solucionaba ahora mismo.

Miró al librero con su mirada más fría y aristocrática.

– Discúlpese con la señorita o haré que lo lamente.

Sin embargo, estaba claro que el librero era idiota, porque no aceptó el ofrecimiento que él, en su opinión, tan generosamente le había hecho. En lugar de eso, levantó la barbilla con beligerancia y dijo:

– No tengo nada de qué disculparme. La mujer ha entrado en mi tienda…

– Ah, diablos -farfulló Turner. Ahora ya era inevitable.

– Ha molestado a mis clientes, me ha insultado…

Turner cerró el puño y golpeó al librero en la nariz.

– Dios mío -suspiró Miranda-. Creo que le has roto la nariz.

Turner le lanzó una mirada mordaz antes de centrarse en el librero, que estaba en el suelo.

– No creo. No sangra tanto.

– Una lástima -murmuró ella.

Turner la agarró del brazo y la pegó a él. Esa niñata vengativa iba a conseguir que la mataran.

– Ni una palabra más hasta que salgamos de la tienda.

Ella abrió los ojos, pero mantuvo la boca cerrada y dejó que Turner la acompañara hasta la puerta. Sin embargo, cuando pasaron junto al escaparate, vio el ejemplar de Le Morte d’Arthur y exclamó:

– ¡Mi libro!

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Turner se detuvo en seco.

– No quiero oír ni una palabra más sobre tu maldito libro, ¿entendido?

Ella abrió la boca.

– ¿No entiendes lo que ha pasado? He golpeado a un hombre.

– Pero, estarás de acuerdo conmigo en que se lo merecía.

– Ni la mitad que tú te mereces que te estrangulen.

Ella retrocedió, muy ofendida.

– Contrariamente a lo que puedas pensar de mí -continuó él-, no voy por el mundo preguntándome cuándo me veré obligado a recurrir a la violencia.

– Pero…

– Pero nada, Miranda. Has insultado a ese hombre…

– ¡Me ha insultado él!

– Me estaba encargando de la situación -dijo él, entre dientes-. Me habías pedido que viniera por eso, para encargarme de todo, ¿no es cierto?

Miranda hizo una mueca y, a regañadientes, asintió levemente.

– ¿Qué diablos te pasa? ¿Y si ese hombre hubiera tenido menos autodominio? ¿Y si…?

– ¿Te parece que demostró autodominio? -preguntó, asombrada.

– ¡Como mínimo, tanto como tú! -La agarró por los hombros y casi empezó a temblar-. Por Dios santo, Miranda, ¿te das cuenta de que hay muchos hombres que ni pestañearían antes de pegar a una mujer? O algo peor -añadió, de manera significativa.

Esperó a que le respondiera, pero ella lo estaba mirando, con los ojos muy abiertos y sin pestañear. Y Turner tenía la incómoda sensación de que veía algo que él no veía.

Algo en él.

Y, entonces, Miranda dijo:

– Lo siento, Turner.

– ¿Por qué? -preguntó él, furioso-. ¿Por montar una escena en medio de una tranquila librería? ¿Por no cerrar la boca cuando es lo que deberías haber hecho? ¿Por…?

– Por alterarte -dijo ella, muy despacio-. Lo siento. No ha estado bien por mi parte.

Aquellas palabras aplacaron su ira y suspiró.

– No vuelvas a hacer algo así, ¿de acuerdo?

– Lo prometo.

– Perfecto. -Turner se dio cuenta de que todavía la tenía agarrada por los hombros y aflojó las manos. Y entonces notó que sus hombros eran muy bonitos. Sorprendido, la soltó.

Ella ladeó la cabeza mientras su cara adquiría una expresión de preocupación.

– Al menos, creo que lo prometo. Intentaré no volver a hacer nada que te altere de esta forma.

Turner tuvo la visión de Miranda intentando no alterarlo, y aquello lo alteró.

– ¿Qué te ha pasado? Confiamos en ti por lo sensata que eres. El Señor sabe que has evitado que Olivia se metiera en problemas en más de una ocasión.

Ella apretó los labios y dijo:

– No confundas sensata con sumisa, Turner. No es lo mismo. Y te aseguro que no soy sumisa.

Turner vio que no lo decía con tono desafiante. Simplemente, afirmaba algo que su familia había ignorado durante años.

– No temas -dijo él, agotado-, si alguna vez me había hecho a la idea de que eras sumisa, esta tarde me has dejado claro que me equivocaba.

Pero ella no había terminado.

– Si veo algo que está mal -dijo ella, con sinceridad-, me cuesta sentarme y no decir nada.

Iba a matarlo. Seguro.

– Intenta mantenerte alejada de los problemas obvios. ¿Lo harás por mí?

– Pero es que no me pareció que esto pudiera ser un problema obvio. Además…

Él levantó la mano.

– Basta. Ni una palabra más sobre esto. Envejeceré diez años hablando de este asunto. -La tomó del brazo y se la llevó en dirección a su casa.

Dios Santo, ¿qué le pasaba? Todavía tenía el pulso acelerado, y la chica ni siquiera había corrido peligro. Para nada. Dudaba que el librero supiera pegar. Además, ¿por qué diablos estaba tan preocupado por Miranda? Claro que la apreciaba. Era como su hermana pequeña. Pero entonces intentó imaginarse a Olivia en su lugar y sólo se le ocurría reírse.

Le pasaba algo muy malo si Miranda podía enfurecerlo de aquella forma.

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