No habría sido una exageración decir que Miranda llevaba años soñando con ese momento. Y, en sus sueños, siempre sabía qué decir. Sin embargo, parecía que en la realidad era mucho menos elocuente y sólo podía mirarlo, sin respirar. Pensó que, literalmente, no podía llenar los pulmones.
Era gracioso, porque siempre había pensado que era una metáfora. Sin aliento. Sin aliento.
– Me imaginaba que no -dijo él, pero ella apenas podía oírlo por encima del revuelo en su cabeza. Debería huir, pero estaba paralizada, y no debería hacer esto, pero quería o, al menos, creía que quería. Lo había querido desde que tenía diez años, aunque no sabía demasiado bien qué quería y…
Y sus labios la rozaron.
– Delicioso -murmuró él, depositándole delicados y seductores besos en la mejilla hasta que alcanzó la mandíbula.
Era el paraíso. Era distinto a todo lo que Miranda había conocido. Notó que algo en su interior se aceleraba, una extraña tensión que se encogía y se estiraba, y no estaba segura de lo que se suponía que tenía que hacer, de modo que se quedó de pie, aceptando sus besos mientras se deslizaba por su cara, por su mejilla y regresaba a la boca.
– Abre la boca -le ordenó él, y ella obedeció, porque era Turner y ella quería eso. ¿Acaso no lo había querido siempre?
Él introdujo la lengua en su boca y ella notó cómo la pegaba más contra él. Los dedos de Turner exigían, y luego también su boca, y entonces se dio cuenta de que aquello estaba mal. No era el momento con el que había estado soñando durante años. Él no la quería. No sabía por qué la estaba besando, pero no la quería. Y, sobre todo, no la amaba. Aquel beso no era amable.
– Devuélveme el beso, maldita sea -gruñó Turner, mientras pegaba su boca a ella con una insistencia renovada. Era brusco, y se mostraba furioso y, por primera vez aquella noche, Miranda empezó a tener miedo.
«No», intentó decir, pero su voz se perdió en su boca.
La mano de Turner localizó sus nalgas y las apretó, pegándola al lugar más íntimo de su cuerpo. Y Miranda no entendía cómo podía querer aquello y no quererlo, cómo podía seducirla y asustarla, cómo podía odiarlo y quererlo al mismo tiempo, a partes iguales.
– No -repitió, colocando sus manos entre ellos y empujando contra su pecho-. ¡No!
Y él retrocedió, de golpe, sin ni siquiera el más mínimo rastro de deseo.
– Miranda Cheever -murmuró, aunque más bien arrastró las palabras-. ¿Quién lo habría dicho?
Ella le dio una bofetada.
Él entrecerró los ojos pero no dijo nada.
– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó, con la voz firme mientras el resto de su cuerpo se sacudía.
– ¿Besarte? -Se encogió de hombros-. ¿Por qué no?
– No -le respondió ella, horrorizada por la nota de dolor que reconoció en su voz. Quería estar furiosa. Estaba furiosa, pero quería demostrarlo. Quería que él lo supiera-. No vas a tomar la salida fácil. Has perdido ese privilegio.
Turner chasqueó la lengua, maldito sea, y dijo:
– Resultas bastante entretenida como dominatrix.
– ¡Basta! -exclamó ella. Él seguía hablando de cosas que ella no entendía y lo odiaba por eso-. ¿Por qué me has besado? No me quieres.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos. «Estúpida, estúpida.» ¿Por qué había dicho eso?
Pero él sólo sonrió.
– Olvidaba que sólo tienes diecinueve años y que, por lo tanto, todavía no has descubierto que el amor nunca es un prerrequisito para un beso.
– Ni siquiera creo que te guste.
– Bobadas. Claro que me gustas. -Parpadeó mientras intentaba recordar exactamente lo bien que la conocía-. Bueno, al menos no me disgustas.
– No soy Leticia -susurró ella.
En una décima de segundo, la agarró con fuerza por la parte superior del brazo y apretó hasta el punto de hacerle daño.
– No vuelvas a mencionar su nombre, ¿me has oído?
Miranda observó sorprendida la rabia que se reflejaba en sus ojos.
– Lo siento -dijo, enseguida-. Por favor, suéltame.
Pero él no lo hizo. Aflojó la mano, pero sólo un poco, y era como si pudiera ver a través de ella. Como si estuviera viendo un fantasma. El fantasma de Leticia.
– Turner, por favor -susurró Miranda-. Me estás haciendo daño.
Algo cambió en su expresión y retrocedió.
– Lo siento -dijo. Miró a un lado… ¿A la ventana? ¿Al reloj?-. Te pido disculpas -dijo, con educación-. Por agredirte. Por todo.
Miranda tragó saliva. Debería marcharse. Debería darle otra bofetada y después marcharse, pero estaba descolocada, y no pudo evitar decir:
– Siento mucho que te hiciera tan infeliz.
Él la miró.
– Las habladurías viajan hasta la escuela, ¿verdad?
– ¡No! -exclamó ella enseguida-. Es que… me di cuenta.
– ¿Ah, sí?
Miranda se mordió el labio mientras pensaba qué iba a decir. Las habladurías habían llegado a la escuela. Pero, antes que eso, ella lo había visto con sus propios ojos. El día de su boda se le veía muy enamorado. El amor se reflejaba en sus ojos y, cuando miraba a Leticia, Miranda sentía que su mundo se desmoronaba. Era como si estuvieran en su propio mundo, sólo los dos, y ella los estuviera mirando desde fuera.
Y, cuando volvió a verlo, estaba distinto.
– Miranda -dijo él.
Ella levantó la mirada y, con tranquilidad, dijo:
– Cualquiera que te conociera antes de tu matrimonio se habría dado cuenta de que eras infeliz.
– ¿Por qué? -La miró, y ella vio algo tan urgente en sus ojos que sólo pudo decirle la verdad.
– Solías reír -dijo, en voz baja-. Solías reír y tus ojos brillaban.
– ¿Y ahora?
– Ahora eres un hombre frío y rudo.
Turner cerró los ojos y, por un momento, Miranda creyó que sentía dolor. Pero, al final, la miró fijamente y levantó la comisura de los labios en una risa burlona.
– Pues sí. -Se cruzó de brazos y se reclinó con insolencia sobre una librería-. Y dime, por favor, señorita Cheever, ¿desde cuándo eres tan perspicaz?
Miranda tragó saliva para contener la decepción que le estaba subiendo por la garganta. Los demonios de Turner habían vuelto a ganar. Por un momento, cuando había cerrado los ojos, casi pareció que la escuchaba. Y no las palabras, sino su significado.
– Siempre lo he sido -respondió-. Solías decirlo cuando era pequeña.
– Esos enormes ojos marrones -dijo él, con un insensible chasquido de lengua-. Siguiéndome a todas partes. ¿Crees que no sé que te gustaba?
Los ojos de Miranda se llenaron de lágrimas. ¿Cómo podía ser tan cruel para decir eso?
– Eras muy amable conmigo cuando era pequeña -dijo, casi susurrando.
– Sí que lo era. Pero eso fue hace mucho tiempo.
– Nadie lo sabe mejor que yo.
Él no dijo nada, y ella tampoco. Y entonces, al final…
– Vete.
Su voz sonó ronca, desgarrada y llena de dolor.
Ella se fue.
Y, esa noche, no escribió nada en el diario.
Al día siguiente, Miranda se levantó con un objetivo claro: quería irse a casa. Le daba igual si no desayunaba y le daba igual si el cielo se abría y tenía que caminar bajo la intensa lluvia. No quería estar aquí, con él, en el mismo edificio, en la misma propiedad.
Todo era demasiado triste. Se había ido. El Turner que había conocido, el Turner que había adorado, había desaparecido. Lo había presentido, claro. Lo había presentido en sus visitas a casa. La primera vez, fueron los ojos. La siguiente, la boca y las líneas blancas de rabia que se le marcaban en la comisura de los labios.
Lo había presentido, pero, hasta ahora, no se había permitido saberlo.
– Estás despierta.
Era Olivia, vestida y con un aspecto encantador, a pesar de llevar el vestido de luto.
– Por desgracia -farfulló Miranda.
– ¿Qué has dicho?
Miranda abrió la boca, pero entonces recordó que Olivia no esperaría una respuesta, así que, ¿para qué gastar energías?
– Venga, date prisa -dijo Olivia-. Vístete y haré que mi doncella te dé los retoques finales. Hace magia con el pelo.
Miranda se preguntó cuándo Olivia se daría cuenta de que no había movido ni un músculo.
– Levántate, Miranda.
Miranda saltó de un brinco de la cama.
– Por todos los cielos, Olivia. ¿Es que nadie te ha dicho que es de mala educación gritar en el oído de otro ser humano?
Olivia pegó la cara a la suya, quizás incluso demasiado cerca.
– Para ser sincera, no pareces demasiado humana esta mañana.
Miranda se dio la vuelta.
– No me siento humana.
– Te sentirás mejor después de desayunar.
– No tengo hambre.
– Pero no puedes perderte el desayuno.
Miranda apretó los dientes. Aquella alegría debería ser ilegal antes de mediodía.
– Miranda.
Miranda se tapó la cabeza con una almohada.
– Si vuelves a repetir mi nombre, voy a tener que matarte.
– Pero tenemos trabajo que hacer.
Miranda hizo una pausa. ¿De qué diantres estaba hablando?
– ¿Trabajo? -repitió.
– Sí, trabajo. -Olivia apartó la almohada y la tiró al suelo-. He tenido una idea extraordinaria. Se me ha ocurrido en sueños.
– Es broma.
– De acuerdo, es broma, pero se me ha ocurrido esta mañana cuando estaba en la cama.
Olivia sonrió, una especie de sonrisa felina, y eso significaba que había tenido un momento de brillantez o que iba a destruir el mundo tal y como lo conocían. Y entonces esperó, aunque seguramente fuera la única vez en su vida que había esperado, y Miranda la recompensó con un:
– Está bien. ¿De qué se trata?
– De ti.
– De mí.
– Y de Winston.
Por un segundo, Miranda se quedó sin habla. Y luego dijo:
– Estás loca.
Olivia se encogió de hombros e irguió la espalda.
– O soy muy, muy inteligente. Piénsalo, Miranda. Es perfecto.
Miranda no podía pensar en nada que implicara a un caballero, y mucho menos a uno con el apellido Bevelstoke, aunque no fuera Turner.
– Lo conoces bien y ya tienes una edad -dijo Olivia, enumerando sus argumentos con los dedos.
Miranda meneó la cabeza y salió por el otro lado de la cama.
Sin embargo, Olivia se movió con agilidad y enseguida se colocó a su lado.
– No te apetece vivir la temporada en Londres -continuó-. Lo has dicho en numerosas ocasiones. Y odias establecer una conversación con personas que no conoces.
Miranda intentó evitarla entrando en el vestidor.
– Pero, al conocer a Winston, como ya te he dicho, eso elimina la necesidad de establecer conversación con extraños y, además -Olivia asomó su cara sonriente-, eso significa que seremos hermanas.
Miranda se quedó inmóvil y apretó entre los dedos el vestido que había elegido.
– Sería precioso, Olivia -dijo, porque, ¿qué otra cosa podía decir?
– Ah, ¡me encanta que estés de acuerdo! -exclamó Olivia, y la abrazó-. Será maravilloso. Espléndido. Más que espléndido. Será perfecto.
Miranda no se movió mientras se preguntaba cómo se había metido en aquel embrollo.
Olivia se separó, todavía sonriente.
– Winston no tendrá ni idea de cómo ha pasado.
– ¿El propósito de esto es unir a dos personas o darle una lección a tu hermano?
– Bueno, ambas cosas, claro -admitió abiertamente Olivia. Soltó a Miranda y se dejó caer en una silla cercana-. ¿Importa?
Miranda abrió la boca, pero Olivia fue más rápida.
– Por supuesto que no -dijo-. Lo único que importa es que se trata de un objetivo compartido, Miranda. En serio, no sé por qué no se nos había ocurrido antes.
Mientras estaba de espaldas a Olivia, Miranda hizo una mueca. Claro que no se le había ocurrido. Había estado demasiado ocupada soñando con Turner.
– Y vi cómo te miraba Winston anoche.
– Olivia, sólo había cinco personas en la sala. Era imposible que no me mirara.
– Pero la diferencia está en el cómo -insistió Olivia-. Era como si no te hubiera visto nunca.
Miranda empezó a arreglarse la ropa.
– Estoy segura de que te equivocas.
– No me equivoco. Ven, date la vuelta. Te abrocharé los botones. Nunca me equivoco con cosas como ésta.
Miranda esperó pacientemente mientras Olivia le abotonaba el vestido. Y entonces se le ocurrió…
– ¿Cuándo has tenido la ocasión de no equivocarte? Vivimos aislados en el campo. No hemos visto a nadie enamorándose.
– Claro que sí. Billy Evans y…
– Tuvieron que casarse, Olivia. Ya lo sabes.
Olivia le abrochó el último botón, la agarró por los hombros y le dio la vuelta, para tenerla frente a frente. Tenía una expresión pícara, incluso para ella.
– Sí, pero ¿por qué tuvieron que casarse? Porque estaban enamorados.
– No recuerdo que predijeras esa unión.
– Bobadas. Claro que lo hice. Estabas en Escocia. Y no podía explicártelo por carta; me parecía muy sórdido ponerlo por escrito.
Miranda no entendía por qué, puesto que un embarazo no planeado era un embarazo no planeado. Escribirlo no iba a cambiar nada. No obstante, Olivia tenía razón. Ella se iba seis semanas a Escocia cada año a visitar a sus abuelos maternos, y Billy Evans se casó mientras estaba fuera. Era propio de Olivia esgrimir el único argumento que ella no podía rebatir.
– ¿Bajamos a desayunar? -preguntó Miranda, algo cansada. No iba a poder evitarlo y, además, Turner había bebido mucho la noche anterior. Si existía la justicia divina, estaría en la cama con dolor de cabeza toda la mañana.
– No hasta que María te peine -dijo Olivia-. No debemos dejar nada al azar. Tu trabajo es estar guapa. Venga, no me mires así. Eres mucho más guapa de lo que crees.
– Olivia.
– No, no, lo he dicho mal. No eres guapa. Yo soy guapa. Guapa y aburrida. Tú tienes algo más.
– Una cara alargada.
– No. Al menos, no tanto como cuando eras pequeña. -Olivia ladeó la cabeza y no dijo nada.
Nada.
– ¿Qué? -preguntó Miranda, con recelo.
– Creo que has crecido.
Era lo que Turner le había dicho hacía tantos años. «Algún día crecerás y tu belleza igualará la inteligencia que ya posees.» Miranda odiaba recordarlo. Y odiaba que la hiciera querer llorar.
Olivia, cuando la vio tan emocionada, también se emocionó.
– Oh, Miranda -dijo, mientras la abrazaba con fuerza-. Yo también te quiero. Seremos las mejores hermanas del mundo. Estoy impaciente.
Cuando Miranda bajó a desayunar (media hora tarde; juró que nunca había tardado tanto en arreglarse y juró que nunca volvería a hacerlo), el estómago le rugía.
– Buenos días, familia -dijo Olivia, con alegría, mientras cogía un plato de la mesa auxiliar-. ¿Dónde está Turner?
Miranda lanzó una plegaria de agradecimiento al cielo por su ausencia.
– Imagino que en la cama, todavía -respondió lady Rudland-. El pobre. Ha sido una semana horrible.
Nadie dijo nada. A ninguno le gustaba Leticia.
Olivia entendió el silencio.
– Muy bien -dijo-. Bueno, sólo espero que no pase mucha hambre. Anoche tampoco cenó con nosotros.
– Olivia, su mujer acaba de morir -intervino Winston-. Y nada menos que de un accidente en que se rompió el cuello. Te ruego que seas un poco más indulgente con él.
– Me preocupo por él porque lo quiero -respondió Olivia, con el mal genio que reservaba únicamente para su hermano gemelo-. No está comiendo nada.
– He hecho que le suban una bandeja a la habitación -dijo su madre, zanjando la discusión-. Buenos días, Miranda.
Miranda se sobresaltó. Había estado ocupada observando a Olivia y a Winston.
– Buenos días, lady Rudland -respondió, enseguida-. Espero que haya dormido bien.
– Todo lo bien que se puede esperar. -La condesa suspiró y bebió un sorbo de té-. Son tiempos difíciles. Aunque debo darte las gracias otra vez por haberte quedado a pasar la noche. Sé que ha sido un consuelo para Olivia.
– Por supuesto -murmuró Miranda-. Ha sido un placer ser de ayuda. -Siguió a Olivia hasta la mesa auxiliar y se sirvió el desayuno. Cuando volvió a la mesa, descubrió que ésta le había dejado un asiento libre al lado de Winston.
Se sentó y miró a los Bevelstoke. Todos le estaban sonriendo. Lord y lady Rudland con benevolencia, Olivia con un toque de perspicacia y Winston…
– Buenos días, Miranda -dijo, con calidez. Y sus ojos… la miraban con…
¿Interés?
Madre de Dios, ¿era posible que Olivia tuviera razón? Había algo distinto en cómo la miraba.
– Muy bien, gracias -respondió ella, absolutamente incómoda. Winston prácticamente era su hermano, ¿no? Era imposible que pensara en ella así… Y ella tampoco podía. Aunque, si él podía, ¿ella también? Y…
– ¿Te quedarás en Haverbreaks esta mañana? -le preguntó-. Había pensado que podríamos ir a dar un paseo a caballo. ¿Quizá después de desayunar?
Dios mío. Olivia tenía razón.
Miranda notó cómo separaba los labios, sorprendida.
– Yo… eh… no lo había decidido.
Olivia le dio una patada por debajo de la mesa.
– ¡Au!
– ¿La caballa está mala? -preguntó lady Rudland.
Miranda meneó la caballa.
– Lo siento -dijo, mientras se aclaraba la garganta-. No, creo que ha sido una espina.
– Por eso nunca como pescado en el desayuno -comentó Olivia.
– ¿Qué dices, Miranda? -insistió Winston. Sonrió; una sonrisa perezosa y juvenil que seguro que había roto cientos de corazones-. ¿Vamos a dar un paseo?
Miranda alejó las piernas de Olivia y dijo:
– Me temo que no me he traído la ropa adecuada. -Era verdad, y una lástima, porque empezaba a creer que una salida con Winston era justamente lo que necesitaba para quitarse a Turner de la cabeza.
– Puedes coger la mía -dijo Olivia, sonriendo por encima de la tostada-. Te irá un poco grande.
– Entonces, arreglado -dijo Winston-. Será magnífico ponernos al día. Hace años que no lo hacemos.
Miranda sonrió. Era muy fácil estar con Winston, incluso ahora, cuando ella estaba aturdida por sus intenciones.
– Varios años, creo. Siempre estoy en Escocia cuando vienes a casa durante las vacaciones de la escuela.
– Pero hoy no -respondió él, satisfecho. Levantó la taza de té, le sonrió y a Miranda la sorprendió lo mucho que se parecía a Turner de joven. Winston tenía veinte años, uno más de los que tenía Turner cuando ella se había enamorado de él.
Cuando lo conoció, se corrigió. No se había enamorado de él. Sólo lo había creído. Ahora sabía distinguir las dos cosas.
11 de abril de 1819
Un paseo a caballo espléndido con Winston. Se parece mucho a su hermano, si su hermano fuera amable, considerado y todavía conservara el sentido del humor.
Turner no había dormido demasiado bien, aunque no le sorprendía; ya casi nunca dormía. Además, esa mañana todavía estaba enfadado e irritable… básicamente consigo mismo.
¿En qué demonios estaba pensando? Besar a Miranda Cheever. Esa chica era prácticamente como su hermana pequeña. Estaba furioso, y quizás un poco ebrio, pero no era excusa para su triste comportamiento. Leticia había matado muchas cosas en él, pero, por Dios, todavía era un caballero. Si no, ¿qué le quedaba?
Ni siquiera la había deseado. No. Conocía el deseo, conocía aquella necesidad inmediata de poseer y reclamar, y lo que había sentido por Miranda…
Bueno, no sabía qué era, pero no había sido eso.
Eran aquellos enormes ojos marrones. Lo veían todo. Lo ponían nervioso. Siempre lo habían hecho. Incluso de pequeña, ya parecía ser increíblemente sabia. Y él estaba en el despacho de su padre y se sintió expuesto y transparente. Sólo era una cría; acababa de terminar la escuela y, sin embargo, sabía reconocer sus sentimientos. Aquella intrusión lo había enfurecido y respondió de la única forma que le pareció adecuada en ese momento.
Sin embargo, nada podría haber sido menos adecuado.
Y ahora tendría que disculparse. Dios mío, la sola idea era intolerable. Sería mucho más fácil fingir que no había pasado e ignorarla el resto de su vida, pero estaba claro que no iba a ser posible; no si quería seguir manteniendo una relación con su hermana. Y, además, esperaba que todavía le quedara algún resto de decencia y caballerosidad.
Leticia había matado casi todas sus cualidades buenas e inocentes, pero seguro que le quedaba algo. Y cuando un caballero ofendía a una dama, su deber era disculparse.
Cuando bajó a desayunar, su familia ya no estaba, y le pareció perfecto. Comió deprisa y se bebió el café de un trago. Lo pidió solo como penitencia y ni siquiera hizo una mueca cuando le resbaló, ardiendo y amargo, por la garganta.
– ¿Querrá algo más?
Turner miró al lacayo, que estaba a su lado.
– No -respondió-. De momento, no.
El lacayo retrocedió, pero no abandonó el comedor, y en ese momento Turner decidió que era hora de dejar Haverbreaks. Había demasiada gente en aquella casa. Demonios, su madre seguramente había dado instrucciones al servicio para que lo vigilaran de cerca.
Con una mueca, echó la silla hacia atrás y salió al pasillo. Informaría a su ayuda de cámara de que se iban inmediatamente. Podían estar de camino en una hora. Sólo tenía que encontrar a Miranda, solucionar el malentendido y así poder regresar a su casa a no hacer nada y…
Risas.
Levantó la cabeza. Winston y Miranda acaban de entrar en la casa, sonrosados y prácticamente rebosando aire fresco y luz del sol.
Turner arqueó una ceja y se detuvo, esperando para comprobar cuánto tardaban en darse cuenta de su presencia.
– Y entonces… -estaba diciendo Miranda, claramente llegando al final de una historia-, fue cuando supe que, cuando se trataba de chocolate, no podía confiar en Olivia.
Winston sonrió y la miró con calidez.
– Has cambiado, Miranda.
Ella se sonrojó.
– No demasiado. Básicamente, he crecido.
– Eso es cierto.
Turner creyó que iba a vomitar.
– ¿Creías que podías irte a la universidad y que, cuando volvieras, estaría igual?
Winston sonrió.
– Sí, algo así. Pero debo admitir que el cambio me complace enormemente. -Le acarició el pelo, que llevaba recogido en un delicado moño-. Seguro que ya no te tiraré más del pelo.
Ella volvió a sonrojarse y, cierto, aquello no se podía tolerar.
– Buenos días -dijo Turner, en voz alta, sin molestarse en moverse del rincón desde donde los estaba observando.
– Creo que ya estamos en la tarde -respondió Winston.
– Para los principiantes, quizá -respondió Turner con una medio sonrisa burlona.
– ¿La mañana dura hasta las dos en Londres? -preguntó Miranda con frialdad.
– Sólo si la noche anterior no dio los frutos esperados.
– Turner -le reprochó Winston.
Turner se encogió de hombros.
– Tengo que hablar con la señorita Cheever -dijo, sin ni siquiera mirar a su hermano.
Miranda separó los labios, con sorpresa, y quizá con un poco de rabia también.
– Creo que eso depende de Miranda -dijo Winston.
Turner no apartó la mirada de la chica.
– Avísame cuando estés lista para volver a casa. Te acompañaré.
Winston abrió la boca, ofendido.
– Un momento -dijo, muy tenso-. Es una dama y, al menos, tendrías que ofrecerle la cortesía de pedirle permiso.
Turner se volvió hacia su hermano e hizo una pausa, hasta que el joven no supo dónde meterse. Miró a Miranda y dijo:
– Te acompañaré a casa.
– Es que…
Él la interrumpió con una mirada profunda y ella aceptó asintiendo con la cabeza.
– Por supuesto, milord -dijo, con las comisuras de los labios extrañamente tensas. Se volvió hacia Winston-. Quería comentar un manuscrito iluminado con mi padre. Lo había olvidado.
Muy lista, Miranda. Turner estuvo a punto de sonreír.
– ¿Turner? -dijo Winston, con incredulidad-. ¿Un manuscrito iluminado?
– Es mi nueva pasión -dijo éste, con un tono insulso.
Winston lo miró, y después a Miranda, y luego otra vez a su hermano, hasta que asintió.
– Muy bien -dijo-. Ha sido un placer, Miranda.
– Igualmente -respondió ella y, a juzgar por su tono, Turner sabía que no mentía.
Aun así no cedió su posición entre los dos jóvenes amantes, y Winston le lanzó una mirada irritada antes de mirar a Miranda y decir:
– ¿Volveré a verte antes de regresar a Oxford?
– Eso espero. No tengo planes para los próximos días y…
Turner bostezó.
Miranda se aclaró la garganta.
– Seguro que podemos arreglar algo. Quizás Olivia y tú podríais venir a tomar el té a casa.
– Estaría encantado.
Turner consiguió extender su aburrimiento hasta las uñas, que inspeccionó con una absoluta falta de interés.
– O si Olivia no puede venir -continuó Miranda, con una voz impresionantemente firme-, quizá podrías venir tú solo.
Winston abrió los ojos con interés.
– Sería un placer -farfulló mientras se inclinaba sobre su mano.
– ¿Estás lista? -le espetó Turner.
Miranda no movió ni un músculo mientras respondía:
– No.
– Pues date prisa, que no tengo todo el día.
Winston lo miró con incredulidad.
– ¿Qué te pasa?
Era una buena pregunta. Hacía quince minutos, su único objetivo era huir de casa de sus padres a toda prisa, y ahora prácticamente había insistido en acompañar a Miranda a casa.
De acuerdo, había insistido, pero tenía sus motivos.
– Estoy bastante bien -respondió Turner-. Mejor que en muchos años. Para ser exactos, desde 1816.
Winston cambió el peso a la otra pierna, incómodo, y Miranda apartó la mirada. Todos sabían que 1816 era el año de su boda.
– Junio -añadió, para ser perverso.
– ¿Cómo dices? -preguntó Winston, muy tenso.
– Desde junio. Junio de 1816 -y luego les sonrió; una sonrisa falsa y de satisfacción. Se volvió hacia Miranda-. Te esperaré en el vestíbulo. No llegues tarde.