Los meses fueron pasando y los recién casados establecieron una rutina agradable y afectiva. Turner, que había vivido una experiencia infernal con Leticia, estaba constantemente sorprendido de lo bonito que podía ser el matrimonio si se compartía con la persona adecuada. Miranda era un encanto con él. Le gustaba mirarla mientras leía un libro, se peinaba, daba instrucciones al ama de llaves; le gustaba mirarla mientras hacía cualquier cosa. Y descubrió que siempre buscaba una excusa para tocarla. Se inventaba una mota de polvo inexistente en el vestido y la sacudía. O le murmuraba que se le había soltado un mechón de pelo mientras se lo colocaba bien.
Y, por lo visto, a ella nunca le importaba. A veces, si estaba ocupada con algo, le apartaba la mano, pero casi siempre se limitaba a sonreír y, en ocasiones, movía la cabeza sólo un poco, lo suficiente para rozarle la mano con la mejilla.
Sin embargo, otras veces, cuando ella no se daba cuenta de que la estaba observando, la veía mirarlo con añoranza. Ella siempre apartaba la mirada tan deprisa que, a menudo, él ni siquiera podía estar seguro de si había pasado. Pero sabía que sí porque, por la noche, cuando cerraba los ojos, veía los suyos con aquella nota de tristeza que le partía el corazón.
Sabía lo que quería. Debería haber sido muy fácil. Dos sencillas palabras. De hecho, ¿no debería decirlas y zanjar el asunto? Aunque no fueran verdad, ¿no valdría la pena, sólo para verla feliz?
Algunas veces había intentado decirlas, había intentado que su boca las pronunciara, pero siempre lo invadía aquella sensación de ahogo, como si se quedara sin aire en los pulmones.
Y lo más irónico era que creía que la quería. Sabía que se sentiría vacío si le pasara algo. Sin embargo, también creyó querer a Leticia y ya sabía cómo había acabado. Le gustaba todo de Miranda, desde la forma respingona de su nariz hasta la agudeza irónica que siempre le demostraba. Pero ¿era eso lo mismo que querer a alguien?
Además, si la quisiera, ¿cómo lo sabría? Esta vez quería estar seguro. Quería algún tipo de prueba científica. Ya había querido basándose en la fe una vez, creyendo que aquella mezcla de deseo y obsesión tenía que ser amor. Porque, ¿qué otra cosa podía ser?
Pero ahora era mayor. Y más sabio, que era algo positivo, y más cínico, que no era tan positivo.
La mayor parte del tiempo conseguía apartar estas preocupaciones de su mente. Era un hombre y, sinceramente, es lo que hacían los hombres. Las mujeres podían hablar y rumiar (y, seguramente, volver a hablar) todo lo que quisieran. Él prefería analizar algo una vez, quizá dos, y solucionarlo.
Y por eso era especialmente mortificante que, por lo visto, fuera incapaz de solucionar este problema en concreto. Su vida era encantadora. Feliz. Apacible. No debería gastar pensamientos y energías analizando el estado de su corazón. Debería ser capaz de disfrutar de sus bendiciones y no tener que pensar en ellas.
Y estaba haciendo exactamente eso, concentrándose en por qué no quería pensar en todo eso, cuando alguien llamó a la puerta de su despacho.
– ¡Adelante!
Miranda asomó la cabeza.
– ¿Te molesto?
– No, por supuesto que no. Pasa.
Miranda acabó de abrir la puerta y entró. Turner tuvo que reprimir una sonrisa cuando la vio. Últimamente, parecía que la barriga entraba en las habitaciones cinco segundos antes que el resto del cuerpo. Ella vio la sonrisa y se miró con tristeza.
– Estoy enorme, ¿verdad?
– Sí.
Ella suspiró.
– Podrías haber mentido para no herirme los sentimientos y haber dicho que no estoy tan gorda. Las mujeres en mi estado están muy sensibles, ¿sabes? -Se acercó a una silla que había frente a la mesa y colocó la mano en el reposabrazos para sentarse.
Turner saltó de la silla de inmediato para ayudarla a sentarse.
– Creo que me gustas así.
Ella se rió.
– A ti te gusta ver una prueba tangible de tu virilidad.
Turner sonrió.
– ¿Te ha dado alguna patada nuestra pequeña?
– No, y no estoy tan segura de que sea niña.
– Por supuesto que es niña. Es perfectamente obvio.
– Supongo que abrirás una consulta de partería.
Él arqueó las cejas.
– Esa boquita, mujer.
Miranda puso los ojos en blanco y le entregó un papel.
– He recibido una carta de tu madre. He pensado que querrías leerla.
Turner cogió la carta y empezó a pasear por el despacho mientras la leía. Había retrasado lo máximo posible el momento de informar a su familia sobre su matrimonio, pero, después de dos meses, Miranda lo había convencido de que no podía seguir evitándolo. Como era de esperar, fue una sorpresa para todos (excepto para Olivia, que tenía una vaga idea de lo que estaba pasando) y acudieron enseguida a Rosedale para inspeccionar la situación. La madre de Turner murmuró: «Nunca habría soñado…» varios cientos de veces y a Winston se le bajaron un poco los humos, pero, en resumen, la transición de Cheever a Bevelstoke había sido tranquila. Al fin y al cabo, ya era prácticamente de la familia antes de casarse con Turner.
– Winston se ha metido en algunos líos en Oxford -murmuró Turner, leyendo muy deprisa las palabras de su madre.
– Ya, bueno, supongo que era de esperar.
Él la miró con una expresión curiosa.
– ¿Qué significa eso?
– No creas que no he oído hablar de tus hazañas en la universidad.
Él sonrió.
– Ahora soy mucho más maduro.
– Eso espero.
Turner se acercó a ella y le dio un beso en la nariz y luego en la barriga.
– Ojalá hubiera podido ir a Oxford -dijo ella, con anhelo-. Me habría encantado escuchar todas esas clases.
– Todas no. Confía en mí, algunas eran deprimentes.
– Creo que igualmente me habría gustado ir.
Él se encogió de hombros.
– Quizá. Te aseguro que eres mucho más inteligente que muchos de los hombres que conocí allí.
– Después de pasar casi una temporada en Londres, debo decir que no es demasiado difícil ser más inteligente que la mayor parte de los hombres de la alta sociedad.
– Mejorando lo presente, espero.
Ella realizó una reverencia.
– Por supuesto.
Turner meneó la cabeza mientras regresaba detrás de la mesa. Es lo que más le gustaba de estar casado con ella, esas peculiares conversaciones que llenaban sus días. Se sentó y cogió el documento que había estado estudiando antes de que ella llegara.
– Parece que tendré que ir a Londres.
– ¿Ahora? ¿Queda alguien en la ciudad?
– Muy poca gente -admitió él. El parlamento estaba cerrado y casi toda la alta sociedad se había marchado a las casas de campo-. Pero hay un amigo mío que necesita mi apoyo para un negocio.
– ¿Quieres que te acompañe?
– Nada me gustaría más, pero no te haré viajar en tu estado.
– Me siento perfectamente.
– Y te creo, pero no me parece sensato correr riesgos innecesarios. Y debo añadir que cada día estás más… -se aclaró la garganta-, difícil de manejar.
Miranda hizo una mueca.
– Me pregunto qué otra cosa habrías podido decir que me hiciera sentir menos atractiva.
Él apretó los labios, se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.
– No estaré fuera mucho tiempo. Creo que, como máximo, quince días.
– ¿Quince días? -repitió ella, con tristeza.
– Tardaré, al menos, cuatro días en ir y cuatro en volver. Con lo que ha llovido últimamente, los caminos estarán fatal.
– Te echaré de menos.
Él hizo una pausa antes de responder.
– Yo también te echaré de menos.
Al principio, Miranda no dijo nada y luego suspiró; un pequeño y soñador suspiro que encogió el corazón de Turner. Sin embargo, después su ánimo cambió y parecía algo más contenta.
– Imagino que hay muchas cosas con las que mantenerme ocupada -dijo, suspirando-. Me gustaría redecorar el salón del ala oeste. La tapicería está muy descolorida. Quizás invite a Olivia a que me haga una visita. Estas cosas se le dan muy bien.
Turner le dedicó una cálida sonrisa. Se alegraba de que ella empezara a querer tanto esa casa como él.
– Confío en tu criterio. No necesitas a Olivia.
– Ya, pero me gustará disfrutar de su compañía mientras tú no estás.
– En tal caso, invítala. -Miró la hora-. ¿Tienes hambre? Ya son las doce pasadas.
Ella se frotó el estómago.
– No demasiado, pero comería algo.
– Más que algo -dijo él, con firmeza-. Ahora comes por dos, ya lo sabes.
Miranda bajó la mirada hasta la enorme barriga.
– Créeme, lo sé.
Turner se levantó y fue hacia la puerta.
– Iré a la cocina a buscar algo.
– Podrías tocar la campana.
– No, no. Así será mucho más rápido.
– Pero si no… -Era demasiado tarde. Ya había salido por la puerta y no la oía. Sonrió mientras se sentaba y colocaba las piernas debajo del cuerpo. Nadie podía dudar de la preocupación de Turner por el bienestar de su mujer y su hijo. Era evidente en cómo le abullonaba las almohadas antes de que se acostara, en cómo se aseguraba de que comiera sano y, sobre todo, en cómo insistía para pegar la oreja a la barriga cada noche para oír los movimientos del bebé.
– ¡Creo que ha dado una patada! -exclamó un día, muy emocionado.
– Seguramente ha sido un eructo -bromeó ella.
Turner se lo tomó en serio y levantó la cabeza, con gesto de preocupación.
– ¿Puede eructar ahí dentro? ¿Es normal?
Ella se rió de forma suave e indulgente.
– No lo sé.
– Quizá debería preguntárselo al doctor.
Ella lo tomó de la mano y tiró hasta que lo tuvo tendido a su lado.
– Estoy segura de que todo está bien.
– Pero…
– Si haces llamar al doctor, creerá que estás loco.
– Pero…
– Vamos a dormir. Eso es, abrázame. Más fuerte. -Suspiró y se pegó a él-. Así. Ahora ya puedo dormir.
En el estudio, Miranda se rió mientras recordaba la conversación. Turner hacía cosas así cientos de veces al día, demostrando lo mucho que la quería. ¿Verdad? ¿Cómo podía mirarla con tanta ternura y no quererla? ¿Por qué estaba tan poco segura de sus sentimientos hacia ella?
En silencio, ella misma se respondió: porque nunca los expresaba en voz alta. Sí, la halagaba y solía hacer comentarios sobre lo contento que estaba de haberse casado con ella.
Era la tortura más cruel, y no tenía ni idea de estar infligiéndola. Él creía que era amable y atento, y lo era.
Sin embargo, cada vez que la miraba y le sonreía de aquella forma cálida y cómplice, ella pensaba… Por un segundo, pensaba que se inclinaría hacia delante y le susurraría… «Te quiero»… pero cada vez, cuando eso no pasaba, y él sólo le daba un beso en la mejilla, o le acariciaba el pelo, o le preguntaba si le había gustado el maldito pudín, notaba que algo en su interior se rompía. Notaba una tensión y otra arruga que se formaba, pero iba sumando pliegues a su corazón y cada día le costaba más fingir que su vida era como a ella le gustaría.
Intentó ser paciente. Lo último que quería de él era falsedad. Un «Te quiero» era devastador cuando detrás no había ningún sentimiento.
Pero no quería pensar en eso. Ahora no, no cuando Turner era tan dulce y atento y ella debería estar total y absolutamente feliz.
Y lo estaba. De veras. Casi. Sólo era una pequeña parte de ella que seguía insistiendo, y empezaba a ser molesto, porque no quería dedicar todos sus pensamientos y energías a darle vueltas a algo sobre lo que no tenía ningún control.
Sólo quería vivir el momento y disfrutar de sus numerosas bendiciones sin tener que pensar en todo eso.
Turner regresó justo a tiempo y le dio un suave beso en la cabeza.
– La señora Hingham dice que enviará una bandeja de comida dentro de unos minutos.
– Ya te he dicho que no te molestaras en bajar -lo riñó Miranda-. Sabía que no tendría nada preparado.
– Si no hubiera bajado yo mismo -dijo él, en tono práctico-, tendría que haberme esperado a que subiera una doncella y nos preguntara qué queríamos. Y luego tendría que haber esperado a que bajara a la cocina, y luego tendríamos que haber esperado igualmente mientras la señora Hingham preparaba la comida y luego…
Miranda levantó la mano.
– ¡Basta! Ya lo he entendido.
– Así llegará antes. -Se inclinó hacia delante con una sonrisa pícara-. No soy una persona paciente.
Yo tampoco, se dijo Miranda, con tristeza.
Pero su marido, ajeno a sus pensamientos alterados, sólo sonrió y miró por la ventana. Los árboles estaban cubiertos por una fina capa de nieve.
Enseguida llegaron un lacayo y una doncella con la comida y la dejaron encima de la mesa de Turner.
– ¿No te preocupa que se manchen los papeles? -preguntó Miranda.
– No les pasará nada -respondió él, mientras los apilaba en un rincón.
– Pero ¿no se desordenarán?
Él se encogió de hombros.
– Tengo hambre. Eso es más importante. Tú eres más importante.
La doncella suspiró ante tan románticas palabras. Miranda dibujó una sonrisa forzada. Seguro que el servicio creía que Turner le declaraba su amor cuando estaban a solas.
– Perfecto -dijo él, resoluto-. Minina, aquí tienes un estofado de ternera y verduras. Quiero que te lo comas todo.
Miranda miró con recelo la sopera que le había colocado delante. Necesitaría un ejército de embarazadas para terminárselo.
– Estás de broma -dijo ella.
– Para nada. -Turner llenó la cuchara y se la colocó delante de la boca.
– De veras, Turner, no puedo…
Le metió la cuchara en la boca.
Ella tosió un momento por la sorpresa, pero luego masticó y tragó.
– Puedo comer sola.
– Pero así es más divertido.
– Para ti, quiz…
Otra cucharada.
Miranda tragó.
– Esto es ridículo.
– En absoluto.
– ¿Es un método para enseñarme a no hablar tanto?
– No, aunque he perdido una gran oportunidad con esta última frase.
– Turner, eres incorr…
Otra cucharada.
– ¿Incorregible?
– Sí -balbuceó ella.
– Oh, querida -dijo él-. Tienes un poco de salsa en la barbilla.
– Tú tienes la cuchara.
– No te muevas. -Se inclinó hacia delante y le lamió la salsa-. Mmm, deliciosa.
– Pruébalo -dijo ella, inexpresiva-. Hay de sobra.
– Pero no querría privarte de tantos nutrientes.
Ella se rió.
– Toma otra cucharada… Oh, querida, parece que no he acertado, otra vez. -Sacó la lengua y la relamió.
– ¡Lo has hecho a propósito! -lo acusó ella.
– ¿Y tirar a propósito comida que podría alimentar a mi esposa embarazada? -Se cubrió el pecho con la mano, en gesto ofendido-. Debes creer que soy un canalla.
– Un canalla quizá no, pero sí un pequeño descarado y…
– ¡Victoria!
Ella lo señaló con el dedo.
– Mmph grmphng gtrmph.
– No hables con la boca llena. Es de muy mala educación.
Miranda se tragó la comida.
– He dicho que me vengaré… -Dejó la frase en el aire cuando la cuchara chocó contra su nariz.
– Mira lo que has hecho -dijo él, meneando la cabeza de forma exagerada-. Te estabas moviendo tanto que no he acertado en la boca. No te muevas.
Ella apretó los labios, pero no pudo evitar dibujar una sonrisa.
– Buena chica -murmuró él, mientras se inclinaba hacia delante. Le tomó la punta de la nariz entre los labios y succionó hasta que desapareció toda la salsa.
– ¡Turner!
– La única mujer del mundo con cosquillas en la nariz. -Se rió-. Y tuve la sensatez de casarme con ella.
– Para, para.
– ¿De mancharte de salsa o de besarte?
Ella contuvo la respiración.
– De mancharme la cara. No necesitas una excusa para besarme.
Él se inclinó hacia delante.
– ¿No?
– No.
– No te imaginas el alivio que siento. -Le acarició la nariz con la suya.
– ¿Turner?
– Dime.
– Si no me besas pronto, creo que enloqueceré.
Él coqueteó con ella y le dio varios besos delicados.
– ¿Esto servirá?
Ella meneó la cabeza.
Él la besó con un poco más de intensidad.
– ¿Y esto?
– Me temo que no.
– ¿Qué necesitas? -le susurró, con la boca pegada a sus labios.
– ¿Qué necesitas tú? -respondió ella. Colocó las manos en sus hombros y, de repente, se los empezó a masajear.
E, instantáneamente, hizo desaparecer la pasión.
– Oh, Dios, Miranda -gimió, relajando el cuerpo-, es maravilloso. No, no pares. Por favor, no pares.
– Es increíble -dijo ella, con una sonrisa-. Eres como un muñeco en mis manos.
– Lo que tú quieras -siguió gimiendo él-. Pero no pares.
– ¿Por qué estás tan tenso?
Él abrió los ojos y le lanzó una mirada cargada de ironía.
– Lo sabes perfectamente.
Ella se sonrojó. En la última visita, el doctor les había dicho que debían interrumpir las relaciones íntimas. Turner se pasó una semana gruñendo.
– Me niego a creer -dijo ella, mientras levantaba las manos y sonreía cuando él se quejó-, que yo soy la única causa de tus horribles dolores de espalda.
– El estrés por no poder hacer el amor contigo, el agotamiento físico por tener que cargar con tu enorme cuerpo por las escaleras…
– ¡No me has subido en brazos ni una sola vez!
– Sí, bueno, pero lo pensé y eso bastó para provocarme dolor de espalda. Justo… -retorció el brazo y se señaló un punto en la espalda- aquí.
Miranda apretó los labios, pero, aún así, empezó a frotarle donde le había dicho.
– Milord, eres un niño grande.
– Mmm-hmm -asintió él, con la cabeza prácticamente colgando hacia un lado-. ¿Te importa si me estiro en el suelo? Te resultará más fácil.
Miranda se preguntó cómo había conseguido manipularla para que le hiciera un masaje en la espalda encima de la alfombra. Aunque a ella también le gustaba. Le encantaba tocarlo, le encantaba memorizar las formas de su cuerpo. Sonriendo, le sacó la camisa de la cintura de los pantalones y deslizó las manos debajo para acariciarle la piel. Era cálida y sedosa, y ella no pudo evitar rozarlo, sólo para sentir aquella suavidad dorada que era tan propia de él.
– Ojalá me masajearas la espalda -se oyó decir en voz alta. Hacía semanas que no se tendía sobre el estómago.
Turner volvió la cabeza para que Miranda le viera la cara y sonrió. Y luego, con un pequeño gruñido, se sentó.
– Siéntate -le dijo, con suavidad, mientras la giraba para poder masajearle la espalda.
Era una sensación celestial.
– Oh, Turner -suspiró-. Me encanta.
Él hizo un ruido extraño, y ella se volvió lo mejor que pudo para verle la cara.
– Lo siento -dijo, con una mueca, cuando vio el deseo y la contención en sus ojos-. Si te sirve de consuelo, yo también te echo de menos.
Él la abrazó, con toda la fuerza posible sin hacerle daño en la barriga.
– No es culpa tuya, minina.
– No, ya lo sé, pero igualmente lo siento. Te echo mucho de menos. -Bajó la voz-. A veces, estás tan dentro de mí que es como si me estuvieras acariciando el corazón. Es lo que más echo de menos.
– No digas esas cosas -dijo él, con un tono áspero.
– Lo siento.
– Y, por el amor de Dios, deja de disculparte.
Miranda casi se echó a reír.
– Lo… No, lo retiro. No lo siento. Pero sí que siento que… que estés en este estado. No me parece justo.
– Es más que justo. De este modo, tendré una esposa sana y un bebé precioso. Y sólo tengo que aguantarme unos meses.
– Pero no deberías tener que hacerlo -murmuró ella, sugerente, deslizando la mano hasta los botones de los pantalones-. No deberías tener que hacerlo.
– Miranda, para. No podré soportarlo.
– No deberías tener que hacerlo -repitió ella, mientras le levantaba la camisa, dejaba el pecho al descubierto y le besaba el estómago.
– ¿Qué…? Oh, Dios, Miranda -gimió Turner.
Ella deslizó los labios más abajo.
– ¡Oh, Dios! ¡Miranda!
7 de mayo de 1820
Soy una descarada.
Pero mi marido no se queja.