Capítulo 20

El doctor consiguió frenar la hemorragia, pero, mientras se lavaba las manos, agitaba la cabeza.

– Ha perdido mucha sangre -dijo, muy serio-. Estará muy débil.

– Pero ¿sobrevivirá? -preguntó Turner, ansioso.

El doctor Winters se encogió de hombros.

– Sólo queda esperar.

Como no le gustó la respuesta, Turner empujó al doctor y se sentó junto a la cama de su mujer. Le tomó la flácida mano y la agarró con fuerza.

– Sobrevivirá -dijo, decidido-. Tiene que sobrevivir.

Lady Rudland se aclaró la garganta.

– Doctor Winters, ¿tiene alguna idea de qué ha provocado la hemorragia?

– Ha podido ser un desgarro en el útero. Seguramente, en el momento en que la placenta se ha soltado.

– ¿Y es algo habitual?

El doctor asintió.

– Me temo que tengo que irme. Hay otra mujer en esta zona que está a punto de parir y, si quiero atenderla en condiciones, tengo que descansar un poco.

– Pero Miranda… -Dejó la frase en el aire cuando miró a su nuera con miedo y desesperación.

– Ya no puedo hacer nada más por ella. Sólo podemos esperar y rezar para que su cuerpo cierre el desgarro y que no vuelva a sangrar.

– ¿Y si vuelve a sangrar? -preguntó Turner, directamente.

– Si sangra, intenten detenerlo con paños limpios, como he hecho yo. Y me mandan llamar.

– Y si lo mandamos llamar, ¿hay alguna remota posibilidad de que llegue a tiempo? -preguntó Turner, resentido, cuando el dolor y el miedo pudieron más que la educación.

El doctor prefirió no responder. Se despidió con un gesto de cabeza.

– Lady Rudland. Lord Turner.

Cuando la puerta se cerró, lady Rudland cruzó la habitación para colocarse junto a su hijo.

– Turner -dijo, con suavidad-. Deberías descansar un poco. Has estado despierto toda la noche.

– Tú también.

– Sí, pero yo… -No terminó la frase. Si su marido se estuviera muriendo, querría estar con él. Le dio un beso en la cabeza-. Te dejaré a solas con ella.

Turner se volvió y la miró con un brillo peligroso en los ojos.

– ¡Maldita sea, madre! No estoy aquí para despedirme. No tienes que hablar como si se estuviera muriendo.

– Por supuesto que no. -Pero sus ojos, llenos de pena y dolor, decían otra cosa. Salió de la habitación en silencio.

Turner miró la cara pálida de Miranda y notó cómo un músculo de la garganta temblaba con espasmos.

– Debería haberte dicho que te quería -dijo, con la voz ronca-. Debería habértelo dicho. Es lo único que querías oír, ¿verdad? Pero he sido demasiado estúpido para darme cuenta. Creo que siempre te he querido, cariño. Siempre. Desde aquel día en el carruaje cuando por fin me dijiste que me querías. Me…

Se interrumpió, porque le pareció ver algún movimiento en su cara, pero sólo era su sombra que iba hacia adelante y hacia atrás.

– Me quedé muy sorprendido -dijo, cuando recuperó la voz-. Sorprendido de que alguien me quisiera y no quisiera controlarme. Sorprendido de que me quisieras y no quisieras cambiarme. Y yo… Yo creía que ya no podía querer. ¡Pero me equivoqué! -Cerró los puños y tuvo que contenerse para no agarrarla por los hombros y sacudirla-. Me equivoqué y no fue culpa tuya, maldita sea. No fue culpa tuya, minina. Fue culpa mía. O quizá de Leticia, pero en ningún caso tuya.

Le tomó la mano y se la acercó a los labios.

– Nunca fue culpa tuya, minina -dijo, con cariño-. Así que vuelve conmigo. Por favor. Te prometo que me estás asustando. No quieres asustarme, ¿verdad? Te juro que no es agradable.

No obtuvo respuesta. Deseó que tosiera, o que se moviera, o cualquier cosa. Pero estaba allí tendida tan quieta, tan inmóvil que, en un momento dado, el terror se apoderó de Turner y le giró la mano para buscarle el pulso en la muñeca. Suspiró aliviado. Estaba allí. Débil, pero estaba.

Bostezó. Estaba agotado y se le cerraban los párpados, pero no podía dormirse. Necesitaba estar con ella. Necesitaba verla, oírla respirar, simplemente ver cómo la luz de las velas bailaba en su cara.

– Está demasiado oscuro -murmuró, mientras se levantaba-. Esto parece una maldita morgue. -Revolvió la habitación y abrió armarios y cajones hasta que encontró unas cuantas velas más. Enseguida las encendió y las colocó en los candelabros, pero seguía estando demasiado oscuro. Se fue hacia la puerta, la abrió y gritó-: ¡Brearley! ¡Madre! ¡Olivia!

Inmediatamente, aparecieron ocho personas, todas temiéndose lo peor.

– Necesito más velas -dijo Turner, mientras su voz delataba su miedo y agotamiento. Varias doncellas desaparecieron corriendo a buscar velas.

– Pero si ya está muy iluminado -dijo Olivia, que asomó la cabeza a la habitación. Cuando vio a Miranda, su mejor amiga desde la infancia, tendida inmóvil se le encogió el corazón-. ¿Se pondrá bien?

– Se pondrá perfecta -le espetó Turner-. Siempre que iluminemos más la habitación.

Olivia se aclaró la garganta.

– Me gustaría entrar y decirle algo.

– ¡No se va a morir! -explotó Turner-. ¿Me entiendes? No se va a morir. No tienes por qué hablar de esa forma. No tienes que despedirte de ella.

– Pero, si lo hiciera -insistió Olivia, derramando varias lágrimas-, me sentiría…

Turner perdió el control y pegó a su hermana contra la pared.

– No se va a morir -dijo, en voz baja y letal-. Y te agradecería que dejaras de comportarte como si fuera a hacerlo.

Olivia asintió muy deprisa.

De repente, Turner la soltó y se miró las manos como si fueran objetos ajenos.

– Dios mío -dijo, agotado-. ¿Qué me está pasando?

– Tranquilo, Turner -dijo Olivia, con delicadeza, mientras le acariciaba el hombro-. Tienes todo el derecho del mundo a estar alterado.

– No es verdad. No cuando Miranda necesita que sea fuerte por ella. -Volvió a la habitación y se sentó junto a su mujer-. Yo no importo ahora. -Balbuceó, tragando saliva de forma compulsiva-. Ahora sólo importa Miranda.

Una doncella con los ojos llorosos entró en la habitación con varias velas.

– Enciéndelas todas -ordenó Turner-. Quiero que en la habitación parezca de día. ¿Me entiendes? Que parezca de día. -Se volvió hacia Miranda y le acarició la ceja-. Siempre le gustaron los días claros. -Se dio cuenta, horrorizado, de lo que había dicho y miró a su hermana con el terror reflejado en la cara-. Quiero decir… que le gustan los días claros.

Olivia, incapaz de seguir viendo a su hermano en aquel estado tan afectado, asintió y se marchó.

Unas horas después, lady Rudland entró en la habitación con un pequeño bulto en los brazos envuelto en una toalla rosa.

– Te he traído a tu hija -dijo, con cariño.

Turner levantó la mirada, sorprendido al darse cuenta de que se había olvidado por completo de la existencia de aquella personita. La miró con incredulidad.

– Es muy pequeña.

Su madre sonrió.

– Los bebés suelen salir así.

– Lo sé, pero… mírala. -Le acercó el dedo índice a su mano. Unos diminutos dedos se aferraron al dedo con una sorprendente firmeza. Turner miró a su madre, con el asombro reflejado en la cara ante aquella nueva vida-. ¿Puedo cogerla?

– Claro -lady Rudland dejó el bulto en sus brazos-. Es tuya.

– Es verdad. -Miró aquella cara sonrosada y le acarició la nariz-. ¿Cómo estás? Bienvenida al mundo, minina.

– ¿Minina? -repitió lady Rudland con tono jocoso-. Un apodo curioso.

Turner meneó la cabeza.

– No, no es curioso. Es absolutamente perfecto. -Levantó la cabeza hacia su madre-. ¿Cuánto tiempo será así de pequeña?

– No lo sé. Pero varias semanas, seguro. -Se acercó a la ventana y abrió un poco las cortinas-. Está amaneciendo. Olivia me ha dicho que querías un poco de luz en la habitación.

Turner asintió, incapaz de apartar los ojos de su hija.

Ella terminó de abrir las cortinas y se volvió hacia él.

– Turner, tiene los ojos marrones.

– ¿Ah, sí? -Miró a su hija. Tenía los ojos cerrados-. Sabía que los tendría marrones.

– Bueno, seguro que no querría decepcionar a su papá en su primer día de vida, ¿no crees?

– O a su mamá. -Turner miró a Miranda, que todavía estaba muy pálida, y abrazó con más fuerza a la nueva vida.

Lady Rudland se fijó en los ojos azules de su hijo, igual que los suyos, y dijo:

– Me atrevería a decir que Miranda esperaba que los tuviera azules.

Turner tragó saliva, incómodo. Miranda hacía tiempo que lo quería mucho y muy bien, y él la había rechazado. Y ahora podía perderla y ella nunca sabría que él se había dado cuenta de lo estúpido que había sido. Nunca sabría que la quería.

– Apostaría que sí -dijo, con la voz ahogada-. Pero tendrá que esperarse al próximo.

Lady Rudland se mordió el labio inferior.

– Claro, cariño -dijo, para consolarlo-. ¿Has pensado en algún nombre?

Él la miró, sorprendido, puesto que ni siquiera se le había ocurrido pensar en un nombre.

– Yo… No. Me he olvidado -admitió.

– Olivia y yo hemos pensado algunos muy bonitos. ¿Qué te parece Julianna? O Claire. Sugerí Fiona, pero a Olivia no le gusta.

– Miranda nunca permitiría que su hija se llamara Fiona -dijo él, enseguida-. Siempre odió a Fiona Bennet.

– ¿Esa chica que vive cerca de Haverbreaks? No lo sabía.

– Es inútil, madre. No pienso ponerle un nombre sin consultarlo con Miranda.

Lady Rudland tragó saliva.

– Por supuesto, querido. Es que… Te dejaré solo. Te daré un tiempo para que estés con tu familia.

Turner miró a su mujer y luego a su hija.

– Ésta es tu mamá -susurró-. Está muy cansada. Le ha costado mucho sacarte. Aunque no entiendo por qué. No eres demasiado grande. -Para demostrar su argumento, le acarició uno de los pequeños dedos-. Me parece que todavía no te ha visto. Sé que le gustaría. Te cogería en brazos, te abrazaría y te besaría. ¿Y sabes por qué? -Se secó una lágrima-. Porque te quiere mucho. Creo que incluso te quiere más que a mí. Y me parece que debe de quererme un poco porque no siempre me he comportado como debería.

Miró a Miranda para comprobar que no se había despertado antes de añadir:

– Los hombres podemos ser muy estúpidos. Somos tontos, burros y casi nunca abrimos los ojos lo suficiente para darnos cuenta de lo que tenemos ante las narices. Pero te veo -dijo, sonriendo a su hija-, y veo a tu madre, y espero que su corazón sea lo suficientemente grande como para perdonarme una última vez. Aunque creo que es enorme. Tu mamá tiene un corazón enorme.

El bebé gorjeó, lo que provocó que Turner sonriera encantado.

– Ya veo que estás de acuerdo conmigo. Eres muy lista para tener sólo un día de vida. Aunque no sé de qué me sorprendo. Tu mamá también es muy lista.

El bebé hizo gorgoritos.

– Me halagas, minina. Pero, de momento, dejaré que creas que yo también soy listo. -Miró a Miranda y susurró-: Sólo nosotros dos sabremos lo estúpido que he sido.

El bebé hizo otro ruido típico de los bebés, aunque Turner empezaba a creer que su hija era el bebé más inteligente de las islas británicas.

– ¿Quieres conocer a tu madre, minina? Venga, que os presentaré. -Sus movimientos eran extraños, porque nunca antes había sujetado a un bebé, pero, al final, consiguió colocar a la niña en el hueco del brazo de Miranda-. Ya está. Ahí se está calentito, ¿verdad? Me gustaría estar en tu lugar. Tu mamá tiene una piel muy suave. -Alargó la mano y le acarició la mejilla a su hija-. Aunque no tanto como la tuya. Pequeña, eres increíblemente perfecta.

El bebé empezó a moverse y, unos segundos después, se puso a llorar.

– Madre mía -balbuceó Turner, absolutamente desubicado. La cogió y se la apoyó en el hombro, con cuidado de sujetarle la cabeza, como había visto que hacía su madre-. Ya está. Ya está. Shhh. Tranquila. Eso es.

Aquellas palabras no funcionaron, porque la niña seguía chillando.

Alguien llamó a la puerta y lady Rudland se asomó.

– ¿Quieres que la coja yo, Turner?

Él meneó la cabeza, porque no quería separarse de su hija.

– Creo que tiene hambre, Turner. La nodriza está en la habitación de al lado.

– Ah, claro. -Parecía ligeramente avergonzado mientras le daba la niña a su madre-. Toma.

Volvía a estar solo con Miranda. No había movido ni un músculo durante la vigilia, excepto por el delicado subir y bajar del pecho.

– Ya es de día, Miranda -dijo, tomándola de la mano e intentando que recuperara la conciencia-. Es hora de levantarse. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mí. Estoy agotado, pero sabes que no puedo acostarme hasta que despiertes.

Pero ella no se movió. No se revolvió, ni roncó y él estaba aterrado.

– Miranda -dijo, y reconoció el pánico en su voz-, ya basta. ¿Me oyes? Ya basta. Tienes que…

Se derrumbó, porque no podía soportarlo más. Le apretó la mano y apartó la mirada. Las lágrimas le nublaron la visión. ¿Cómo iba a vivir sin ella? ¿Cómo iba a criar a su hija solo? ¿Cómo iba a saber cómo llamarla? Y, lo peor, ¿cómo iba a poder vivir en paz consigo mismo si Miranda se moría sin haberle escuchado decir que la quería?

Con una determinación renovada, se secó las lágrimas y se volvió hacia ella.

– Te quiero, Miranda -dijo, en voz alta, con la esperanza de penetrar en sus sueños, aunque no despertara nunca. Imprimió cierta urgencia a su voz-. Te quiero. A ti. No lo que haces por mí o cómo me haces sentir. Sólo a ti.

Los labios de Miranda emitieron un sonido tan leve que, al principio, Turner creía que se lo había imaginado.

– ¿Has dicho algo? -Le observó la cara minuciosamente, buscando alguna señal de movimiento. Ella volvió a mover los labios y el corazón de Turner dio un vuelco-. ¿Qué has dicho, Miranda? Por favor, repítelo otra vez. La primera vez no te he oído. -Pegó la oreja a su boca.

Ella habló con voz débil, aunque las palabras se oyeron altas y claras.

– Me alegro.

Turner se echó a reír. No pudo evitarlo. Muy propio de su mujer tener una respuesta ingeniosa cuando se suponía que estaba en el lecho de muerte.

– Te pondrás bien, ¿verdad?

Ella movió la barbilla unas milésimas, pero fue un gesto afirmativo sin ninguna duda.

Loco de felicidad y alivio, Turner corrió hacia la puerta y gritó las buenas noticias para que todos lo supieran. Como era de esperar, su madre, Olivia y casi todo el servicio de la casa aparecieron corriendo por el pasillo.

– Está bien -dijo, ignorando el hecho de que tuviera la cara llena de lágrimas-. Está bien.

– Turner. -La palabra llegó como un gruñido desde la cama.

– ¿Qué pasa, mi amor? -corrió a su lado.

– Caroline -dijo, agotando todas sus fuerzas para dibujar una sonrisa-. Ponle Caroline.

Él le levantó la mano y se la besó mientras hacía una reverencia.

– Caroline. Me has dado una hija perfecta.

– Siempre consigues lo que quieres -susurró ella.

La miró con amor cuando, de repente, se dio cuenta del milagro que la había devuelto a la vida.

– Sí -dijo, con la voz ronca-. Parece que sí.


Unos días después, Miranda se encontraba mucho mejor. A petición suya, la habían trasladado a la habitación que Turner y ella habían compartido los primeros meses de matrimonio. Aquel entorno la tranquilizaba y quería demostrarle a su marido que quería un matrimonio de verdad. Estaban destinados a estar juntos. Era así de sencillo.

Todavía no la dejaban levantarse de la cama, pero había recuperado las fuerzas y tenía las mejillas de un tono rosado muy saludable. Aunque puede que sólo fuera el amor. Nunca en su vida había sentido tanto. Turner parecía no poder decir dos frases seguidas sin confesarle que la quería y Caroline despertaba tanto amor en los dos que era indescriptible.

Olivia y lady Rudland también la mimaban mucho, pero Turner intentaba que su interferencia fuera mínima, porque quería a su mujer sólo para él. Un día, cuando ella se despertó de la siesta, estaba sentado a su lado, en la cama.

– Buenas tardes -murmuró.

– ¿Tardes? ¿En serio? -bostezó.

– Al menos son más de las doce.

– Madre mía, nunca había estado tan perezosa.

– Te lo mereces -le aseguró él, con los ojos azules brillantes de amor-. Cada minuto.

– ¿Cómo está la niña?

Turner sonrió. Miranda siempre le hacía esa pregunta en el primer minuto de cualquier conversación que tenían.

– Muy bien. Aunque debo admitir que tiene un buen par de pulmones.

– Es muy dulce, ¿verdad?

Él asintió.

– Igual que su madre.

– Oh, yo no soy dulce.

Él le dio un beso en la punta de la nariz.

– Debajo de ese carácter tuyo, eres muy dulce. Créeme. Te he saboreado.

Ella se sonrojó.

– Eres incorregible.

– No, soy feliz -la corrigió-. Verdaderamente feliz.

– ¿Turner?

Él la miró fijamente, porque había identificado la duda en su voz.

– ¿Qué, mi amor?

– ¿Qué pasó?

– No sé si entiendo lo que me estás preguntando.

Ella abrió la boca y luego la cerró. Estaba claro que intentaba encontrar las palabras correctas.

– ¿Por qué… de repente supiste…?

– ¿Que te quería?

Ella asintió.

– No lo sé. Creo que siempre ha estado dentro de mí. Pero estaba demasiado ciego para darme cuenta.

Miranda tragó saliva, muy nerviosa.

– ¿Fue cuando estuve a punto de morir? -No sabía por qué, pero la idea de que no pudiera darse cuenta de que la quería hasta que estuvo a punto de perderla no le hacía demasiada gracia.

Él meneó la cabeza.

– Fue cuando me diste a Caroline. La escuché llorar y el sonido fue tan… tan… No puedo describirlo, pero la quise al instante. Oh, Miranda, la paternidad es algo increíble. Cuando la tengo en mis brazos… Ojalá supieras lo que es.

– Bueno, imagino que como la maternidad -dijo ella, chistosa.

Él le acarició los labios con el dedo.

– Esa boquita. Déjame terminar la historia. Tengo amigos que han sido padres y todos me han hablado de lo maravilloso que es recibir una vida nueva que es carne de tu carne. Pero… -Se aclaró la garganta-. Me di cuenta de que no la quería porque fuera un pedazo de mí, sino que la quería porque era un pedazo de ti.

A Miranda se le humedecieron los ojos.

– Oh, Turner.

– No, déjame terminar. No sé qué he hecho o dicho para merecerte, Miranda, pero ahora que te tengo, no voy a soltarte. Te quiero mucho. -Tragó saliva, porque tenía un nudo en la garganta-. Mucho.

– Oh, Turner. Yo también te quiero. Lo sabes, ¿verdad?

Él asintió.

– Y te lo agradezco. Es el mejor regalo que he recibido en la vida.

– Vamos a ser muy felices, ¿verdad? -Lo miró con una temblorosa sonrisa.

– Más de lo que se puede expresar con palabras, mi amor.

– ¿Y tendremos más hijos?

La expresión de Turner cambió.

– Siempre que no vuelvas a darme un susto como éste. Además, la mejor manera de evitar tener más hijos es la abstinencia y dudo que pueda conseguirlo.

Ella se sonrojó, pero dijo:

– Me alegro.

Turner se inclinó hacia delante y le dio un beso lo más apasionado que se atrevió.

– Debería dejarte descansar -dijo, separándose de ella a regañadientes.

– No, no. No te vayas, por favor. No estoy cansada.

– ¿Seguro?

Qué bendición tener a alguien que se preocupaba tanto por ella.

– Sí, seguro. Pero quiero que me traigas una cosa. ¿Te importa?

– Por supuesto que no. ¿El qué?

Ella señaló con el dedo índice.

– En la salita, en mi mesa, hay una caja con una tapa de seda. Dentro, hay una llave.

Turner arqueó las cejas intrigado, pero siguió sus indicaciones.

– ¿La caja verde? -gritó, desde la salita.

– Sí.

– Aquí está -dijo, mientras entraba en la habitación llave en mano.

– Ahora, si vuelves a la mesa, encontrarás una caja de madera muy grande en el último cajón.

Turner volvió a la salita.

– Ya está. Jesús, cómo pesa. ¿Qué guardas aquí? ¿Piedras?

– Libros.

– ¿Libros? ¿Qué clase de libros son tan especiales que tienen que estar encerrados bajo llave?

– Mis diarios.

Turner regresó a la habitación con la caja de madera en las manos.

– ¿Escribes un diario? No lo sabía.

– Fue una sugerencia tuya.

Él se volvió.

– No es verdad.

– Sí. Me lo dijiste el primer día que nos conocimos. Te hablé de Fiona Bennet y de lo mala que era y me dijiste que escribiera un diario.

– ¿En serio?

– Ajá. Y recuerdo exactamente lo que dijiste. Te pregunté por qué debería hacerlo y me respondiste: «Porque algún día crecerás y tu belleza igualará la inteligencia que ya posees. Y entonces podrás leer el diario y ver lo estúpidas que son las niñas como Fiona Bennet. Y te reirás cuando recuerdes que tu madre decía que las piernas te nacían de los hombros. Y quizá me reserves una pequeña sonrisa cuando recuerdes la agradable conversación que hemos tenido hoy».

Él la miró boquiabierto mientras empezaba a recordar pedazos de aquella conversación.

– Y tú dijiste que me reservarías una gran sonrisa.

Ella asintió.

– Memoricé lo que dijiste palabra por palabra. Fue lo más bonito que me habían dicho en la vida.

– Dios mío, Miranda -suspiró él, asombrado-. Realmente me quieres, ¿verdad?

Ella asintió.

– Desde ese día. Trae, dame la caja.

Turner dejó la caja en la cama y le dio la llave. Ella la abrió y sacó varios libros. Algunos tenían las tapas de piel y otros estaban forrados con papel de flores muy femenino, pero cogió el más sencillo, una libreta parecida a las que Turner usaba cuando era estudiante.

– Éste fue el primero -dijo, mientras lo abría por la primera página con mucha delicadeza-. Te he querido desde entonces. ¿Lo ves?

«2 de marzo de 1810

Hoy me he enamorado.»


A Turner le resbaló una lágrima por la mejilla.

– Yo también, mi amor. Yo también.

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