Rosedale era, según los estándares aristocráticos, una casa de dimensiones modestas. Aquella construcción cálida y elegante pertenecía a los Bevelstoke desde hacía varias generaciones, y era costumbre que el hijo mayor la utilizara como casa de campo mientras no accedía al condado y a la mucho más espaciosa Haverbreaks. A Turner le encantaba Rosedale, le encantaban las sencillas paredes de piedra y los tejados almenados. Y, sobre todo, le encantaba el paisaje salvaje, únicamente domesticado por los cientos de rosas que se habían plantado sin seguir ningún patrón alrededor de la casa.
Llegaron bastante tarde, porque se habían detenido cerca de la frontera a comer algo. Miranda se había dormido hacía unas horas; ya le había advertido que el movimiento del carruaje la hacía quedarse adormilada, pero a Turner no le importaba. Le gustaba el silencio de la noche, roto únicamente por los cascos de los caballos y el viento. Le gustaba la luz de la luna que entraba por las ventanas. Y le gustaba mirar a su nueva esposa, que tenía un dormir poco elegante, porque lo hacía con la boca abierta y, para ser sincero, roncaba un poco. Pero le gustaba. No sabía por qué, pero le gustaba.
Y le gustaba saberlo.
Salió del carruaje, se acercó un dedo a los labios cuando uno de los escoltas se acercó a ayudarlo, y luego alargó los brazos hacia el interior de la cabina y sacó a Miranda. Ella nunca había estado en Rosedale, a pesar de que no estaba lejos de los Lagos. Esperaba que le gustara tanto como a él. Creía que así sería. Empezaba a darse cuenta de que la conocía bien. No estaba seguro de cuándo había pasado, pero ahora podía mirar algo y pensar: «A Miranda le gustaría».
Turner había hecho una pausa aquí en su camino hacia Escocia y había dado instrucciones al personal para que tuvieran la casa lista. Y lo estaba, a pesar de que no les había dicho cuándo llegaría, con lo que nadie los estaba esperando en la puerta para conocer a la nueva vizcondesa. Turner lo prefería así; no le habría hecho ninguna gracia tener que despertar a Miranda.
Cuando entró en su habitación, vio que el fuego estaba encendido y lo agradeció. Puede que fuera agosto, pero las noches de Northumberland eran particularmente frías. Mientras dejaba a Miranda en la cama, un par de lacayos entraron su escaso equipaje. Turner le susurró al mayordomo que su esposa conocería al personal de la casa por la mañana, o quizá por la tarde, y cerró la puerta.
Miranda, que había pasado de los ronquidos a los inquietos murmullos, cambió de posición y abrazó una almohada. Turner volvió a su lado y le susurró algo al oído.
Ella pareció reconocer su voz en sueños, porque suspiró satisfecha y se volvió hacia él.
– No te duermas todavía -le murmuró él-. Antes tengo que quitarte la ropa. -Miranda estaba de lado, así que empezó a desabotonarle el vestido por la espalda-. ¿Puedes sentarte un momento, para que pueda quitarte el vestido?
Como una niña somnolienta, dejó que la sentara.
– ¿Dónde estamos? -bostezó ella, sin despertarse.
– En Rosedale. Tu nuevo hogar. -Turner le subió la falda y se la quitó por la cabeza.
– Es bonito -volvió a caer en el colchón.
Él sonrió con indulgencia y volvió a incorporarla.
– Unos segundos más. -Con un movimiento hábil, le sacó el vestido por la cabeza y la dejó con la camisola.
– Bien -murmuró Miranda, mientras intentaba meterse debajo de la colcha.
– No tan deprisa. -La sujetó por el tobillo-. En esta casa no dormimos con la ropa puesta. -La camisola fue a parar al suelo, junto al vestido. Miranda, que no se dio cuenta de que estaba desnuda, consiguió meterse debajo de la colcha, suspiró satisfecha y se durmió enseguida.
Turner se rió y meneó la cabeza mientras miraba a su mujer. ¿Se había fijado alguna vez en que tenía las pestañas tan largas? Quizá sólo era un efecto de la luz de las velas. Él también estaba cansado, así que se desvistió con movimientos rápidos y eficaces y se metió en la cama. Miranda estaba de lado, acurrucada como una niña pequeña, de modo que le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia la mitad de la cama, donde podían estar en contacto. Tenía una piel increíblemente suave y le acarició el estómago. Debió de hacerle cosquillas, porque Miranda soltó un pequeño grito y se dio la vuelta.
– Todo saldrá bien -suspiró él.
Tenían afecto y atracción, y eso ya era más de lo que compartían la mayor parte de las parejas. Se inclinó para darle un delicado beso en los labios, recorriendo las comisuras con la lengua.
– Debes de ser la Bella Durmiente -murmuró-. Despertada con un beso.
– ¿Dónde estamos? -preguntó ella, somnolienta.
– En Rosedale. Ya me lo has preguntado.
– ¿Ah, sí? No me acuerdo.
Incapaz de controlarse, Turner se inclinó hacia delante y le dio otro beso.
– Miranda, eres tan dulce.
Ella suspiró, satisfecha ante su beso, aunque era obvio que le costaba mantener los ojos abiertos.
– ¿Turner?
– Dime, minina.
– Lo siento.
– ¿El qué?
– Lo siento. Pero es que no puedo… es que estoy muy cansada -bostezó-. No puedo cumplir con mi deber.
Él sonrió con picardía y la abrazó.
– Shhh -suspiró, mientras inclinaba la cabeza y le daba un beso en la sien-. No lo veas como un deber. Es demasiado espléndido para eso. Y no soy tan insensible como para forzar a una mujer agotada. Tenemos todo el tiempo del mundo. No te preocupes.
Pero Miranda ya estaba dormida.
Acercó la boca a su pelo.
– Tenemos toda la vida.
Miranda se despertó primero por la mañana y bostezó ampliamente mientras abría los ojos. La luz del día entraba por el borde de las cortinas, pero decidió que su cama era cálida y agradable por otro motivo ajeno al sol. En algún momento de la noche, Turner le había rodeado la cintura con el brazo y ahora estaba acurrucada contra él. Señor, ese hombre irradiaba calor.
Se separó un poco para verlo mejor mientras dormía. Su rostro siempre tenía un aire juvenil, pero, dormido, el efecto era exagerado. Parecía un ángel, sin rastro del cinismo que a veces se apoderaba de sus ojos.
– Tenemos que agradecérselo a Leticia -murmuró Miranda mientras le acariciaba la mejilla.
Turner se movió y balbuceó algo en sueños.
– Todavía no, amor mío -susurró ella, que se atrevía a utilizar palabras cariñosas cuando sabía que él no la oía-. Me gusta verte dormir.
Turner siguió durmiendo y ella lo escuchó respirar.
Estaba en el cielo.
Al final, Turner se estiró y se desperezó antes de abrir los ojos. Y allí lo tenía, mirándola con los ojos dormidos y sonriendo.
– Buenos días -dijo, adormilado.
– Buenos días.
Bostezó.
– ¿Llevas mucho tiempo despierta?
– Un poco.
– ¿Tienes hambre? Puedo pedir que nos suban el desayuno.
Ella meneó la cabeza.
Turner bostezó otra vez y le sonrió.
– Estás sonrosada por la mañana.
– ¿Sonrosada? -No pudo evitar sentirse intrigada.
– Sí. Tu piel… resplandece.
– No es verdad.
– Sí que lo es. Confía en mí.
– Mi madre siempre me dijo que desconfiara de los hombres que dicen «Confía en mí».
– Ya, bueno, pero tu madre nunca me conoció demasiado bien -dijo, en tono desenfadado. Le acarició los labios con el dedo índice-. Éstos también están sonrosados.
– ¿Sí? -suspiró ella.
– Sí. Muy sonrosados. Aunque creo que no tanto como otras partes de tu cuerpo.
Miranda se sonrojó.
– Como éstos, por ejemplo -murmuró mientras le acariciaba los pezones con la palma de la mano. Subió la mano hasta la cara y le rozó la mejilla-. Anoche estabas muy cansada.
– Sí.
– Demasiado para atender algunos asuntos importantes.
Miranda tragó saliva, nerviosa, e intentó no gemir mientras él deslizaba la mano hasta su espalda.
– Creo que ya va siendo hora de que consumemos este matrimonio -murmuró él, con la boca pegada a la oreja de la chica. Y entonces la pegó a él y Miranda descubrió el poco tiempo que quería perder para ocuparse de eso.
Ella le lanzó una amplia sonrisa cargada de reprobación humorística.
– Ya nos encargamos de eso hace tiempo. Fue un poco prematuro, si te acuerdas.
– Eso no cuenta -respondió él, alegremente, ignorando su comentario-. No estábamos casados.
– Si no contara, no estaríamos casados.
Turner recibió su comentario con una pícara sonrisa.
– Bueno, supongo que tienes razón. Pero, al final, todo ha salido bien. No creo que puedas enfadarte conmigo por ser tan tremendamente viril.
Puede que Miranda fuera bastante inocente, pero sabía lo suficiente como para poner los ojos en blanco. Sin embargo, no pudo hacer ningún comentario, porque la mano de Turner se deslizó hasta su pecho y le estaba haciendo algo en el pezón que ella juraría que estaba notando en la entrepierna.
Notó que resbalaba, que se despegaba de la almohada y caía sobre la espalda, y que resbalaba también por dentro mientras sus caricias parecían derretir otro centímetro de su piel. Le besó los pechos, el estómago y las piernas. Parecía que no había un rincón de su cuerpo que no le interesara. Ella no sabía qué hacer. Estaba tendida sobre la espalda debajo de las manos y la boca exploradoras de Turner, retorciéndose y gimiendo a medida que las sensaciones se iban apoderando de ella.
– ¿Te gusta esto? -murmuró él mientras inspeccionaba la parte posterior de las rodillas con los labios.
– Me gusta todo -dijo ella, con la respiración entrecortada.
Turner ascendió hasta su boca y le dio un beso.
– No puedo expresarte lo mucho que me complace oírte decir eso.
– Esto no puede ser decente.
Él sonrió.
– No menos que lo que te hice en el carruaje.
Ella se sonrojó al recordarlo, y luego se mordió el labio para evitar pedirle que se lo hiciera otra vez.
Sin embargo, Turner le leyó el pensamiento o, al menos, la cara, y ronroneó de placer mientras descendía, dejando un rastro de besos, hasta su entrepierna. Primero le acarició la parte interna de un muslo, y luego el otro.
– Oh, sí -suspiró ella, olvidándose de cualquier vergüenza. Le daba igual si aquello la convertía en una fresca descarada. Sólo ansiaba el placer.
– Muy dulce -murmuró él, mientras colocaba las manos encima del triángulo de pelo y la abría un poco más. Su cálido aliento le acarició la piel y ella tensó las piernas, a pesar de que sabía que era lo que quería-. No, no, no -dijo él, divertido, mientras le separaba las piernas con suavidad. Y luego descendió la cabeza y le besó aquel sensible botón.
Miranda, incapaz de decir algo coherente, gritó de la emoción que le provocaban sus besos. ¿Era placer o dolor? No estaba segura. Tenía los puños apretados, pero relajó los dedos y descendió las manos hasta aferrarlas al pelo de Turner. Cuando empezó a mover las caderas, él hizo un intento por levantarse, pero ella lo sujetó ahí abajo. Al final, él consiguió liberarse y colocó los labios a la altura de la boca de Miranda.
– Pensaba que no me ibas a dejar subir para respirar -murmuró.
Aunque a Miranda pudiera parecerle imposible en su posición, se sonrojó.
Él le mordisqueó la oreja.
– ¿Te ha gustado?
Ella asintió, porque era incapaz de articular palabra.
– Todavía hay muchas cosas que tienes que aprender.
– ¿Puedo…? -¿Cómo pedírselo?
Él le sonrió con indulgencia.
– ¿Puedo tocarte?
A modo de respuesta, él le tomó la mano y se la llevó hasta debajo de la sábana. Cuando llegaron a su verga, ella apartó la mano. Estaba mucho más caliente de lo que se esperaba, y mucho, mucho más dura. Turner volvió a tomarle la mano con paciencia y la acercó a su miembro y, esta vez, Miranda lo acarició varias veces, maravillada por lo suave que era la piel.
– Es tan distinta -dijo, asombrada-. Tan extraña.
Él se rió, en parte porque era la única manera de contener el deseo que se estaba apoderando de él.
– A mí nunca me ha parecido extraña.
– Quiero verla.
– Dios, Miranda -dijo él, entre dientes.
– No, quiero verla. -Apartó las sábanas hasta que lo tuvo frente a sus ojos-. Dios mío -suspiró. ¿Eso había entrado en su interior? Apenas podía creérselo. Con curiosidad, la envolvió con las manos y apretó ligeramente.
Turner dio un brinco saltando casi de la cama.
Ella lo soltó inmediatamente.
– ¿Te he hecho daño?
– No -dijo él, con voz áspera-. Hazlo otra vez.
Miranda dibujó una sonrisa femenina de satisfacción mientras repetía la caricia.
– ¿Puedo besarte?
– Será mejor que no -dijo él, con voz ronca.
– Ah, pensaba que como tú me habías besado a mí…
Turner soltó un gruñido primitivo, la tendió encima del colchón y se situó entre sus muslos.
– Después. Puedes hacerlo después. -Incapaz de controlar su pasión por más tiempo, le dio un apasionado beso para hacerla suya. Le separó el muslo con la rodilla para obligarla a dejarle más espacio.
Instintivamente, Miranda levantó las caderas para facilitarle el acceso. Él se introdujo en su interior sin ningún esfuerzo, y ella se asombró de que su cuerpo se abriera para acogerlo de forma tan perfecta. Él empezó a moverse despacio, hacia delante y hacia atrás, a un ritmo lento pero firme.
– Oh, Miranda -gimió-. Oh, Dios mío.
– Lo sé, lo sé. -ella movía la cabeza de un lado a otro. El peso de Turner la clavaba en el colchón, pero, aún así, no podía quedarse quieta.
– Eres mía -gruñó, acelerando el ritmo-. Mía.
La respuesta de Miranda fue un gemido.
Él se quedó quieto, con una mirada extraña y penetrante mientras decía:
– Dilo.
– Soy tuya -susurró ella.
– Cada centímetro de tu cuerpo. Cada delicioso centímetro de tu cuerpo. Desde aquí -le tomó un pecho en la mano-, hasta aquí -le acarició la mejilla-, y hasta aquí -se retiró casi por completo, hasta que sólo la punta de la verga estaba en su interior, y entonces la penetró hasta el fondo.
– Oh, Dios, sí, Turner. Lo que tú quieras.
– Te quiero a ti.
– Soy tuya. Lo juro.
– Nadie más, Miranda. Prométemelo. -Volvió a retirarse.
Ella se sentía vacía sin él y estuvo a punto de gritar.
– Te lo prometo -jadeó-. Por favor… vuelve conmigo.
Él volvió a penetrarla, provocando un suspiro de alivio y un jadeo de placer.
– No habrá otros hombres. ¿Me oyes?
Miranda sabía que aquellas palabras urgentes nacían de la traición de Leticia, pero estaba demasiado implicada en la pasión del momento para echarle en cara que la comparara con su primera esposa.
– ¡Ninguno, lo juro! Nunca he querido a nadie más.
– Y nunca lo harás -dijo él, con firmeza, como si con decirlo pudiera hacerlo realidad.
– ¡Nunca! Por favor, Turner, por favor… Te necesito. Necesito…
– Ya sé lo que necesitas. -Le tomó un pezón en la boca mientras aceleraba el ritmo de las embestidas. Ella notó cómo la presión se apoderaba de su cuerpo. Notó los espasmos de placer en el estómago, en los brazos y en las piernas. Y, de repente, supo que si aguantaba un segundo más moriría, así que todo su cuerpo se convulsionó y se aferró a su verga como un guante de seda. Gritó su nombre, se agarró a sus brazos y levantó los hombros por la fuerza del clímax.
La sensualidad de su orgasmo pudo con Turner y gritó con aspereza mientras la penetraba por última vez y alcanzaba el cielo. El placer fue intenso y no podía creerse la velocidad con que se derramó en su interior. Se dejó caer encima de ella, exhausto. Nunca había disfrutado tanto; nunca. Ni siquiera la última vez con Miranda. Era como si cada movimiento y cada caricia se intensificaran ahora que sabía que era suya y sólo suya. Le sorprendió aquel sentido de la posesión, lo dejó pasmado la forma en que le había hecho jurar fidelidad, y le disgustaba el hecho de haber manipulado la pasión de Miranda para satisfacer sus necesidades infantiles.
¿Estaba enfadada? ¿Lo odiaba por eso? Levantó la cabeza y la miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y los labios dibujaban una medio sonrisa. Parecía una mujer satisfecha y él decidió que, si no se había ofendido por sus acciones o preguntas, no iba a planteárselo.
– Estás sonrosada, minina -murmuró mientras le acariciaba la mejilla.
– ¿Todavía? -preguntó ella, perezosa, sin ni siquiera abrir los ojos.
– Más aún.
Turner sonrió y se apoyó en los codos para liberarla de parte de su peso. Le acarició la curva de la mejilla con los dedos, empezando por la comisura de los labios y ascendiendo hasta el ojo. Le frotó las pestañas.
– Ábrete.
Ella abrió los ojos.
– Buenos días.
– Y tan buenos. -Sonrió como un niño.
Ella se retorció bajo su intensa mirada.
– ¿No estás incómodo?
– Me gusta estar aquí arriba.
– Pero los brazos…
– Son lo suficientemente fuertes como para aguantar mi peso un poco más. Además, me gusta mirarte.
Ella apartó la mirada con timidez.
– No, no, no. No hay escapatoria. Mírame. -La agarró por la barbilla y la obligó a mirarlo-. Eres preciosa, ¿lo sabes?
– No es verdad -dijo ella, con una voz que implicaba que sabía que estaba mintiendo.
– ¿Quieres dejar de discutir conmigo sobre esto? Soy mayor que tú y he visto a muchas mujeres.
– ¿Visto? -preguntó ella, con recelo.
– Eso, querida esposa, es otro tema del que no vamos a hablar. Sólo quería destacar que, seguramente, soy más entendido que tú y que deberías confiar en mi opinión. Si digo que eres preciosa, eres preciosa.
– De veras, Turner, eres muy dulce…
Descendió hasta que sus narices estuvieron en contacto.
– Estás empezando a irritarme, mujer.
– Santo cielo, no querría hacerlo por nada del mundo.
– Eso creía.
Ella dibujó una pícara sonrisa.
– Eres muy guapo.
– Gracias -respondió él, magnánimamente-. ¿Has visto con qué elegancia he aceptado tu cumplido?
– De hecho, has arruinado el efecto al destacar tus buenos modales.
Él meneó la cabeza.
– Menuda boquita que tienes. Voy a tener que hacer algo al respeto.
– ¿Besarla? -propuso ella, esperanzada.
– Mmm, ningún problema. -Sacó la lengua y le recorrió el perfil de los labios-. Muy bonitos. Y muy sabrosos.
– No soy una tartaleta de fruta, ¿sabes? -respondió ella.
– Ya empezamos otra vez -dijo él, en un suspiro.
– Imagino que tendrás que seguir besándome.
Turner suspiró como si besarla fuera una tarea muy pesada.
– De acuerdo. -Esta vez le abrió la boca y le acarició los dientes con la lengua. Cuando volvió a levantar la cabeza y la miró, resplandecía. Parecía la única palabra para describir el brillo que emanaba de su piel-. Dios mío, Miranda -dijo, con voz ronca-, realmente eres preciosa.
Se dejó caer, rodó a un lado y la tomó entre sus brazos.
– Nunca he visto a nadie tener el aspecto que tú tienes ahora mismo -murmuró, pegándola todavía más a él-. Vamos a quedarnos así un ratito.
Se durmió pensando que era una forma excelente de estrenar un matrimonio.
6 de noviembre de 1819
Hoy hace diez semanas que me casé, y tres desde que me tenía que haber venido el periodo. No debería sorprenderme haber vuelto a concebir tan deprisa. Turner es un marido muy atento.
No me quejo.
12 de enero de 1820
Esta noche, cuando he entrado en el baño, habría jurado que me he visto la barriga un poco hinchada. Ahora ya me lo creo. Ya me creo que está aquí para quedarse.
30 de abril de 1820
Estoy enorme, y todavía me quedan casi tres meses. Por lo visto, a Turner le encantan mis redondeces. Está convencido de que será una niña. Susurra «Te quiero» a la barriga.
Pero sólo a la barriga. No a mí. Para ser justos, yo tampoco he pronunciado las palabras, pero estoy segura de que él sabe que le quiero. Al fin y al cabo, se lo dije antes de casarnos y, un día, él me dijo que uno no se desenamora con tanta facilidad.
Sé que me aprecia. ¿Por qué no puede quererme? O, si me quiere, ¿por qué no puede decirlo?