Capítulo 3

«¿No llegues tarde?»

«¡¿No llegues tarde?!»

«¿Adónde?», se preguntó Miranda por decimosexta vez mientras se arreglaba la ropa. No habían quedado a ninguna hora. Ni siquiera le había pedido permiso para acompañarla a casa. Se lo había ordenado y después, cuando le dijo que lo avisara en cuanto estuviera lista, no se había molestado en esperar una respuesta.

¿Tantas ganas tenía de que se fuera?

Miranda no sabía si reír o llorar.

– ¿Ya te marchas? -Era Olivia, que había entrado desde el pasillo.

– Tengo que volver a casa -dijo Miranda, que escogió ese mismo instante para ponerse el vestido por la cabeza. No quería que Olivia le viera la cara-. El traje de montar está encima de la cama -añadió, con la voz ahogada por la muselina.

– ¿Por qué? Tu padre no extrañará tu presencia.

Muy amable por recordárselo, pensó Miranda con tristeza, a pesar de que ella misma se lo había dicho a Olivia en incontables ocasiones.

– Miranda -insistió Olivia.

Miranda le dio la espalda para que le abrochara los botones.

– No quisiera hacerme pesada.

– ¿Qué? No seas tonta. Mamá te pediría que te quedaras a vivir con nosotros, si fuera posible. De hecho, en Londres vivirás con nosotros.

– No estamos en Londres.

– ¿Y qué tiene que ver eso ahora?

Nada. Miranda apretó los dientes.

– ¿Te has peleado con Winston?

– Por supuesto que no. -Porque, ¿quién podía pelearse con Winston, aparte de Olivia?

– Entonces, ¿qué te pasa?

– Nada. -Miranda se obligó a calmarse y recogió los guantes-. Tu hermano quiere comentar un manuscrito iluminado con mi padre.

– ¿Winston? -preguntó Olivia, incrédula.

– Turner.

– ¿Turner?

Madre mía, ¿alguna vez se le acababan las preguntas?

– Sí -respondió Miranda-, y quiere marcharse pronto, así que tiene que acompañarme a casa ahora.

Aquel último trozo era totalmente inventado, aunque, dadas las circunstancias, a Miranda le pareció bastante inspirado. Además, quizás ahora que Turner regresaría a su casa de Northumberland, el mundo volvería a su posición habitual, girando sobre su eje y dando vueltas alrededor del Sol.

Olivia se apoyó en el marco de la puerta, de modo que Miranda no podía ignorarla.

– ¿Y por qué estás de tan mal humor? Turner siempre te ha gustado, ¿no?

Miranda casi se rió.

Y luego casi lloró.

¿Cómo se atrevía a darle órdenes como si fuera una mujerzuela recalcitrante?

¿Cómo se atrevía a tratarla tan mal aquí, en Haverbreaks, que había sido más un hogar para ella que para él durante los últimos años?

Se volvió. No podía permitir que Olivia le viera la cara.

¿Cómo se atrevía a besarla para pasar el rato?

– ¿Miranda? -preguntó Olivia, en voz baja-. ¿Te encuentras bien?

– Estoy perfectamente -respondió ella, que pasó por su lado como un vendaval camino de la puerta.

– No pareces…

– Estoy triste por Leticia -le espetó Miranda. Y lo estaba. Cualquiera que hubiera hecho tan infeliz a Turner merecía que lo lloraran.

Pero Olivia, que era Olivia, no cedía fácilmente y, mientras Miranda bajaba las escaleras corriendo, la siguió.

– ¡Leticia! -exclamó-. No lo dices en serio, ¿verdad?

Miranda llegó al rellano y se agarró a la barandilla para no salir disparada.

– Leticia era una vieja bruja -continuó Olivia-. Hizo terriblemente infeliz a Turner.

«Precisamente.»

– ¡Miranda! ¡Miranda! Ah, Turner. Buenos días.

– Olivia -respondió su hermano, con educación, asintiendo.

– Miranda dice que está triste por Leticia. ¿No es insoportable?

– ¡Olivia! -exclamó Miranda. Puede que Turner detestara a su esposa muerta, incluso hasta el punto de expresarlo en el funeral, pero algunas cosas sobrepasaban los límites de la decencia.

Turner la miró, con una ceja arqueada y expresión burlona.

– Bobadas. La odiaba y lo sabíamos todos.

– Inocente como siempre, hermanita -murmuró Turner.

– Siempre has dicho que detestas la hipocresía -respondió ella.

– Cierto. -Miró a Miranda-. ¿Nos vamos?

– ¿La llevas a casa? -preguntó Olivia, a pesar de que Miranda acababa de decírselo.

– Tengo que hablar con su padre.

– ¿Y no puede llevarla Winston?

– ¡Olivia! -Miranda no sabía qué le daba más vergüenza, que Olivia intentara emparejarla con Winston o que lo hiciera delante de Turner.

– Winston no tiene que hablar con su padre -respondió tranquilamente Turner.

– Bueno, pero ¿no puede acompañarnos?

– En mi carruaje, no.

Olivia abrió los ojos con anhelo.

– ¿Vas a ir en el carruaje? -Era nuevo, alto, rápido y ágil, y Olivia hacía días que quería coger las riendas.

Turner sonrió y, por un momento, pareció aquel hombre que Miranda había conocido y amado hacía tanto tiempo.

– Quizás incluso la deje conducirlo -dijo, con el único objetivo de torturar a su hermana.

Y funcionó. Olivia hizo un sonido extraño con la garganta, como si se estuviera ahogando en su propia envidia.

– ¡Hasta luego, hermanita! -dijo Turner, con una sonrisa. Agarró a Miranda del brazo y se la llevó hacia la puerta-. Después te veo… o quizá me veas tú. Cuando pase por delante de la puerta.

Miranda reprimió una sonrisa mientras bajaban las escaleras hacia el vehículo.

– Eres terrible -dijo.

Él se encogió de hombros.

– Se lo merece.

– No -dijo Miranda, porque creía que tenía la obligación de defender a su mejor amiga, incluso a pesar de haber disfrutado mucho con la escena.

– ¿No?

– De acuerdo, sí, pero sigues siendo terrible.

– Absolutamente -admitió y, mientras Miranda permitía que la ayudara a subir al carruaje, se preguntó cómo había pasado todo, cómo era que estaba sentada a su lado, sonriendo y pensando que quizá no lo odiaba, que quizá Turner podía redimirse.

Condujeron en silencio unos minutos. El carruaje era muy elegante y Miranda no pudo evitar sentirse rodeada de lujo mientras aceleraban y avanzaban por el camino.

– Esta tarde has hecho una conquista -dijo Turner, al final.

Miranda se tensó.

– Winston parece prendado de ti.

Ella no dijo nada. No podía decir nada, nada que la dejara con la dignidad intacta. Podía negarlo y parecer coqueta, o admitirlo y sonar jactanciosa. O provocadora. O, por Dios, parecer como si quisiera darle celos a Turner.

– Supongo que debería darte mi bendición.

Miranda se volvió hacia él, sorprendida, pero Turner no apartó la mirada de la carretera mientras añadía:

– Sería una unión ventajosa para ti y, sin duda, mi hermano no podría haber escogido mejor. Quizá no tengas el dinero que un hermano pequeño tanto necesita, pero lo compensas con sensatez. Y sensibilidad.

– Oh. Yo… Yo… -Miranda parpadeó. No tenía ni la menor idea de qué decir. Era un cumplido, y ni siquiera uno de esos que no se sabe cómo tomarlos, pero aún así, sonaba un poco falso. No quería que Turner enumerara todas sus cualidades estelares si el único motivo para hacerlo era emparejarla con su hermano.

Y no quería ser sensata. Por una vez, quería ser guapa, o exótica, o cautivadora.

Dios mío. Sensata. Era una descripción muy triste.

Miranda se dio cuenta de que Turner estaba esperando que terminara su inconexa respuesta, así que dijo:

– Gracias.

– No deseo que mi hermano cometa los mismos errores que yo.

Ella lo miró. Tenía el rostro tenso y la mirada fija en el camino, como si mirarla a ella pudiera provocar una hecatombe.

– ¿Errores? -repitió ella.

– Error -corrigió él, con la voz firme-. En singular.

– Leticia. -Ya estaba. Ya lo había dicho.

El carruaje aminoró la velocidad y se detuvo. Y, por fin, Turner la miró.

– Exacto.

– ¿Qué te hizo? -preguntó ella, con delicadeza. Era algo muy personal, y muy inapropiado, pero no pudo evitarlo, no cuando él la estaba mirando con tanta intensidad.

Pero se había equivocado al preguntarlo. Y lo supo porque Turner tensó la mandíbula y se volvió mientras decía:

– Nada que deban escuchar los oídos de una señorita.

– Turner…

Él se volvió hacia ella, con los ojos enloquecidos.

– ¿Sabes cómo murió?

Miranda meneó la cabeza, incluso mientras respondía:

– El cuello. Se cayó.

– De un caballo -dijo, seco-. Se cayó de un caballo…

– Lo sé.

– Cuando iba a encontrarse con su amante.

Eso Miranda no lo sabía.

– Y también estaba embarazada.

Dios Santo.

– Oh, Turner. Lo si…

Él la interrumpió.

– No lo digas. Yo no lo siento.

Ella se tapó la boca abierta con la mano.

– No era mío.

Miranda tragó saliva. ¿Qué podía decir? No podía decir nada.

– Y el primero tampoco era mío -añadió. Hinchó los orificios nasales, entrecerró los ojos y apretó los labios, casi como si estuviera desafiándola. Desafiándola, en silencio, a que le hiciera más preguntas.

– T… -Intentó pronunciar su nombre, porque creía que debía hablar, pero la verdad es que dio las gracias cuando él la interrumpió.

– Estaba embarazada cuando nos casamos. Por eso nos casamos, si quieres saberlo. -Se rió, mordaz-. Si quieres saberlo -repitió-. Es curioso, teniendo en cuenta que yo no lo sabía.

El dolor de su voz apenó a Miranda, pero no tanto como el odio hacia sí mismo. Se había preguntado cómo había podido convertirse en ese hombre, y ahora lo sabía… y sabía que nunca podría odiarlo.

– Lo siento -dijo ella, porque era verdad y porque añadir algo más habría sido excesivo.

– No ha sido culpa… -Se interrumpió y se aclaró la garganta. Y luego, después de varios segundos, añadió-: Gracias.

Turner volvió a agarrar las riendas, pero, antes de que pudiera poner en marcha a los caballos, Miranda le preguntó:

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Él sonrió. Bueno, no fue una sonrisa, pero movió ligeramente la comisura de los labios.

– ¿Qué voy a hacer?

– ¿Volverás a Northumberland? ¿Irás a Londres? -«¿Te volverás a casar?»

– ¿Qué voy a hacer? -repitió, en voz alta-. Supongo que lo que me plazca.

Miranda se aclaró la garganta.

– Sé que tu madre espera que hagas una aparición por Londres durante la temporada de Olivia.

– Olivia no necesita mi ayuda.

– No -tragó saliva. Con gran esfuerzo. Lo que le resbalaba por la garganta era su orgullo-. Pero yo sí.

Él se volvió y la miró con las cejas arqueadas.

– ¿Tú? Pensaba que tenías a mi hermano pequeño envuelto como un regalo con un gran lazo en la cabeza.

– No -respondió ella enseguida-. Bueno, no lo sé. Es bastante joven, ¿no crees?

– Es mayor que tú.

– Tres meses -respondió ella-. Todavía va a la universidad. Seguro que no quiere casarse pronto.

Él ladeó la cabeza y la miró fijamente.

– ¿Y tú sí? -murmuró.

Miranda contuvo las ganas que tenía de saltar del carruaje. Seguro que había conversaciones que una señorita no debía mantener.

Y seguro que ésta sería una de ellas.

– Me gustaría casarme algún día, sí -dijo, un poco alterada, mientras se maldecía por haberse sonrojado ligeramente.

Él la miró. Y la miró. Y la siguió mirando.

O quizá sólo la contemplaba. Miranda ya no lo sabía, pero sintió un gran alivio cuando, por fin, Turner rompió el silencio, que no sabía ni lo que había durado, y dijo:

– De acuerdo. Me lo pensaré. Como mínimo, te debo eso.

Dios mío, a Miranda la cabeza le daba vueltas.

– ¿Qué me debes?

– Para empezar, una disculpa. Lo que pasó anoche… Fue imperdonable. Por eso insistí en acompañarte a casa. -Se aclaró la garganta y, durante un momento, apartó la mirada-. Te debo una disculpa y he pensado que preferirías que lo hiciera en privado.

Ella miró al frente.

– Una disculpa pública implicaría que tendríamos que explicar a mi familia por qué me estaba disculpando, exactamente -continuó Turner-. Y me ha parecido que no querrías que lo supieran.

– Quieres decir que tú no quieres que lo sepan.

Él suspiró y se echó el pelo hacia atrás.

– No, no quiero. No es que esté orgulloso de mi comportamiento y preferiría que mi familia no lo supiera. Pero también estaba pensando en ti.

– Disculpas aceptadas -dijo ella, con suavidad.

Turner soltó un suspiro largo y cansado.

– No sé por qué lo hice -continuó-. Ni siquiera era deseo. No sé qué era. Pero no fue culpa tuya.

Ella lo miró a los ojos. Una mirada fácil de descifrar.

– Ah, maldición… -Soltó un suspiro irritado y apartó la mirada. «Genial, Turner. Besas a una chica y luego le dices que no lo hiciste por deseo»-. Lo siento, Miranda. Eso ha estado mal. He sido un estúpido. Estos días, parece que pienso con los pies.

– Quizá deberías escribir un libro -respondió ella, con amargura-. Ciento y una maneras de insultar a una señorita. Seguro que ya has acumulado unas cincuenta.

Turner respiró hondo. No estaba acostumbrado a disculparse.

– No es que no seas atractiva.

La expresión de Miranda se convirtió en incredulidad. Turner se dio cuenta de que no era por sus palabras, sino porque las estuviera diciendo, porque ella se viera obligada a estar ahí sentada escuchando cómo los avergonzaba a los dos. Turner sabía que debería callarse, pero el dolor que vio en sus ojos había despertado un pequeño rincón de su corazón que hacía años había cerrado y, de repente, tenía la extraña necesidad de hacer las cosas bien.

Miranda tenía diecinueve años. Su experiencia con los hombres se limitaba a Winston y a él. Y ambos habían sido, hasta ahora, como figuras fraternales. La pobre debía estar muy confundida. Winston había decidido, de un día para otro, que era Venus, la reina Isabel y la Virgen María; las tres en una persona, y Turner se había abalanzado sobre ella. No había sido un día cualquiera en la vida de una joven de campo.

Y, sin embargo, ahí estaba. Con la espalda recta. La barbilla alta. Y no lo odiaba. Debería, pero no lo odiaba.

– No -dijo, tomándola de la mano-. Tienes que escucharme. Eres atractiva. Bastante. -Posó sus ojos en su rostro y la miró de verdad por primera vez en años. No tenía una belleza clásica, pero había algo en sus enormes ojos marrones que era muy atractivo. Tenía una piel sin imperfecciones y de un pálido muy elegante, lo que le confería un contraste luminiscente con el pelo oscuro que era, descubrió de repente, bastante grueso y con cierta tendencia a rizarse. Parecía muy suave. Lo había tocado la noche anterior. ¿Por qué no recordaba qué tacto tenía? Seguro que se habría dado cuenta de eso.

– Turner -dijo Miranda.

La estaba mirando. ¿Por qué la estaba mirando?

Turner deslizó la mirada hasta los labios mientras ella pronunciaba su nombre. Una boca pequeña y sensual. Unos labios carnosos y muy adecuados para los besos.

– ¿Turner?

– Bastante -dijo él, en voz baja, como si acabara de descubrir algo increíble.

– ¿Bastante qué?

– Bastante atractiva. -Meneó la cabeza ligeramente, despertando del hechizo que ella le había provocado-. Eres bastante atractiva.

Ella suspiró.

– Turner, por favor, no mientas para no herirme los sentimientos. Es una falta de respeto hacia mi inteligencia, y eso es más insultante que cualquier cosa que puedas decir sobre mi aspecto.

Turner echó la espalda hacia atrás y sonrió.

– No estoy mintiendo. -Parecía sorprendido.

Miranda se mordió el labio inferior con nerviosismo.

– Ah. -Parecía igual de sorprendida que él-. En ese caso, gracias. Creo.

– Normalmente, no soy tan patoso con los cumplidos como para que las destinatarias no sepan identificarlos.

– Seguro que no -respondió ella, cortante.

– ¿Por qué tengo la sensación, de repente, de que me estás acusando de algo?

Ella abrió los ojos. ¿Tan frío había sido tu tono?

– No sé de qué estás hablando -respondió, enseguida.

Por un momento, pareció que Turner iba a seguir interrogándola, pero al final debió de decidirse a no hacerlo, porque tomó las riendas del carruaje y le ofreció una amplia sonrisa mientras decía:

– ¿Vamos?

Cabalgaron durante varios minutos, mientras Miranda miraba de reojo a Turner cuando podía. Su expresión era neutra, incluso plácida, y aquello la irritaba un poco, y más teniendo en cuenta que su cabeza era un hervidero de pensamientos. Le había dicho que no la deseaba, pero entonces, ¿por qué la había besado? ¿Cuál había sido el objetivo? Y, entonces, se le escapó:

– ¿Por qué me besaste?

Por un segundo, parecía que Turner se iba a ahogar, aunque Miranda no se imaginaba por qué. Los caballos redujeron el ritmo al notar la falta de atención del conductor, y Turner se volvió hacia ella con evidente sorpresa.

Miranda reconoció su angustia y decidió que no encontraría una forma amable de responder a su pregunta.

– Olvida que te lo he preguntado -dijo, enseguida-. No importa.

Sin embargo, no se arrepentía de haberlo preguntado. ¿Qué podía perder? No iba a burlarse de ella ni a explicar historias. Sólo tenía que superar la vergüenza de este momento, y nunca podría compararse con la vergüenza de la noche anterior, así que…

– Fui yo -dijo él, de repente-. Sólo yo. Y tú tuviste la mala suerte de estar a mi lado.

Miranda vio la tristeza en sus ojos azules y colocó una mano encima de su manga.

– No pasa nada por estar enfadado con ella.

Él no fingió que no sabía de qué le estaba hablando.

– Está muerta, Miranda.

– Pero eso no significa que no fuera una persona excepcionalmente horrible cuando estaba viva.

Él la miró con extrañeza y luego se echó a reír.

– Miranda, a veces dices las cosas más inesperadas.

Ella sonrió.

– Eso sí que me lo tomaré como un cumplido.

– Recuérdame que nunca te proponga como profesora de catequesis.

– Me temo que nunca he sido una experta en la virtud cristiana.

– ¿De veras? -Turner parecía divertido.

– Todavía se la tengo jurada a la pobre Fiona Bennet.

– ¿Quién es?

– Esa niña horrible que me dijo que era fea en la fiesta del decimoprimer aniversario de Olivia y Winston.

– Dios mío, ¿cuántos años han pasado ya? Recuérdame que nunca me enfade contigo.

Ella arqueó una ceja.

– Será mejor que no lo hagas.

– Querida, está claro que no naciste con una naturaleza caritativa.

Ella se encogió de hombros, maravillada ante la facilidad con la que Turner había conseguido que se sintiera cómoda y feliz en tan poco tiempo.

– No se lo digas a tu madre. Cree que soy una santa.

– En comparación con Olivia, seguro que lo eres.

Miranda agitó un dedo delante de su cara.

– No digas nada malo de Olivia, por favor. La quiero mucho.

– Si me disculpas el símil poco atractivo, eres fiel como un perro.

– Adoro los perros.

Y entonces llegaron a casa de Miranda.

«Adoro los perros.» Esa sería su última frase. Maravilloso. Durante el resto de su vida, Turner la asociaría a los perros.

La ayudó a bajar del carruaje y después miró al cielo, que se estaba tapando.

– Espero que no te importe si no te acompaño hasta la puerta -murmuró.

– Por supuesto que no -respondió Miranda. Era una chica práctica. Era una estupidez que Turner se mojara cuando ella podía entrar en su casa perfectamente sola.

– Buena suerte -le dijo él mientras subía al carruaje.

– ¿Con qué?

– Con Londres, con la vida. -Se encogió de hombros-. Con lo que sea que desees.

Ella sonrió con arrepentimiento. Si él supiera.

19 de mayo de 1819

Hoy hemos llegado a Londres. Juro que nunca le he encontrado el encanto. Es grande, ruidosa, abarrotada y, por cierto, huele bastante mal.

Lady Rudland dice que llegamos tarde. La mayoría de la gente ya está en la ciudad y la temporada empezó hace más de un mes. Sin embargo, no podía ser de otra forma: Livvy habría quedado muy mal si hubiera acudido a fiestas y bailes mientras se suponía que estaba guardando luto por Leticia. Sin embargo, hicimos un poco de trampa y vinimos antes, aunque sólo para las últimas pruebas de los vestidos y para rematar los preparativos. Aunque no acudiremos a fiestas hasta que el luto haya terminado.

Gracias a Dios que sólo han sido seis semanas. El pobre Turner tiene que hacer un año entero.

Prácticamente lo he perdonado. Sé que no debería hacerlo, pero no puedo odiarlo. Seguro que tengo el récord del amor no correspondido más largo de la historia.

Soy patética.

Soy un perro.

Soy un perro patético.

Y desperdicio el papel de forma inexplicable.

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