Capítulo 11

Turner estaba tan ocupado pensando en lo mucho que le gustaría tocar a Miranda, por cualquier parte y por todas partes, que se olvidó por completo de que la chica debía de estar congelándose en la otra habitación. Cuando descubrió que él ya estaba seco y había entrado en calor, recordó que ella no.

Se maldijo cientos de veces por ser un idiota, se levantó y caminó hasta la puerta que ella había cerrado. La abrió y luego soltó otra retahíla de improperios cuando la vio acurrucada en el suelo, temblando casi con violencia.

– Serás tonta -dijo-. ¿Acaso quieres morirte de frío?

Ella levantó la mirada y abrió los ojos como platos cuando lo vio. De repente, Turner recordó que iba prácticamente desnudo.

– ¡Maldición! -murmuró para sí mismo, pero meneó la cabeza con exasperación y la levantó del suelo.

Miranda despertó del aturdimiento y empezó a resistirse.

– ¿Qué haces?

– Meterte un poco de sensatez en la cabeza.

– Estoy perfectamente -dijo, aunque los temblores demostraban que mentía.

– Ni en sueños. Yo me estoy helando sólo de hablar contigo. Ven junto al fuego.

Ella miró con anhelo las llamas naranjas que crujían en la otra habitación.

– Sólo si tú te quedas aquí.

– De acuerdo -dijo él. Lo que fuera para que entrara en calor. Con un movimiento poco caballeroso, la empujó en la dirección correcta.

Miranda se detuvo cerca del fuego y acercó las manos a las llamas. De la garganta, le salió un gemido de satisfacción que viajó hasta la otra habitación y se clavó en el corazón de Turner.

Él avanzó unos pasos, fascinado por la pálida y casi transparente piel de la nuca de Miranda.

Ella volvió a gemir y se volvió para calentarse la espalda. Cuando vio a Turner tan cerca, dio un respingo.

– Has dicho que te irías -lo acusó.

– Te he mentido. -Se encogió de hombros-. No confío demasiado en que te seques como Dios manda.

– No soy una niña pequeña.

Él deslizó la mirada hasta sus pechos. Llevaba un vestido blanco y, al estar pegado a la piel, se le adivinaban los oscuros pezones.

– Está claro que no.

Ella se cubrió el pecho con los brazos.

– Si no quieres que te mire, date la vuelta.

Ella lo hizo, pero no antes de quedarse boquiabierta ante su audacia.

Turner se quedó un buen rato mirándole la espalda. Era casi tan encantadora como la parte delantera. La piel del cuello era preciosa, y se le habían soltado varios mechones y, con la humedad, se le habían rizado. Olía a rosas frescas y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no alargar la mano y acariciarle el brazo.

No, el brazo no, la cadera. O quizá la pierna. O quizá…

Suspiró de forma entrecortada.

– ¿Sucede algo? -Miranda no se volvió, pero parecía nerviosa.

– No. ¿Estás mejor?

– Sí. -Pero, incluso mientras lo decía, se estremeció.

Antes de que Turner pudiera darse la oportunidad de convencerse de lo contrario, alargó la mano y le soltó el cordón de la falda.

Ella emitió un grito ahogado.

– Jamás entrarás en calor con esta cosa colgando a tu alrededor como un carámbano. -Empezó a bajarle la tela.

– No creo que… Sé que… Esto es…

– ¿Sí?

– Es una mala idea.

– Seguramente. -La falda cayó al suelo y formó una bola de tela empapada y dejó a Miranda únicamente cubierta por la fina camisola, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.

– Dios mío. -Intentó taparse, pero estaba claro que no sabía por dónde empezar. Cruzó los brazos sobre el pecho, y luego descendió una mano para taparse la entrepierna. Pero entonces debió de darse cuenta que no estaba de frente a él y bajó las manos para taparse las nalgas.

Turner casi esperaba que se hiciera pequeña.

– ¿Quieres hacerme el favor de marcharte? -susurró, mortificada.

Turner quería hacerlo. Jesús, sabía que debería obedecer su súplica. Pero sus piernas se negaban a moverse y no podía apartar la mirada de sus exquisitas y redondeadas nalgas, cubiertas por sus delicadas manos.

Unas manos que todavía temblaban de frío.

Maldijo otra vez y recordó el motivo original por el que le había quitado la falda.

– Acércate más al fuego -le ordenó.

– ¡Si me acerco un poco más me quemaré! -exclamó ella-. Márchate.

Él retrocedió. Le gustaba más cuando estaba furiosa.

– ¡Fuera!

Turner fue hasta la puerta y la cerró. Miranda se quedó inmóvil unos segundos hasta que, al final, dejó resbalar la manta hasta el suelo y se arrodilló frente al fuego.

A Turner se le aceleró le corazón y latía con tanta fuerza que le sorprendía que no la hubiera alertado de su presencia.

Ella suspiró y se desperezó.

La erección de Turner se endureció todavía más, algo que creía imposible.

Miranda se levantó el pelo, dejando el cuello libre, y giró la cabeza lánguidamente.

Turner gruñó.

Miranda volvió la cabeza.

– ¡Serás bellaco! -exclamó, sin taparse.

– ¿Bellaco? -Arqueó la ceja ante el anticuado improperio.

– Bellaco, descarado, diablo, como quieras llamarlo.

– Me declaro culpable de todos los cargos.

– Si fueras un caballero, te habrías marchado.

– Pero me quieres -dijo, aunque no estaba seguro de por qué se lo estaba recordando.

– Eres horrible por sacar eso ahora -susurró ella.

– ¿Por qué?

Miranda lo miró fijamente, atónita de que lo hubiera preguntado.

– ¿Por qué te quiero? No lo sé. Está claro que no te lo mereces.

– No -asintió él.

– Además, da igual. Creo que ya no te quiero -añadió enseguida. Cualquier cosa para proteger su orgullo herido-. Tenías razón. Sólo era un encaprichamiento infantil.

– No lo era. Y no te desenamoras de alguien tan deprisa.

Miranda abrió los ojos. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Quería su amor?

– Turner, ¿qué quieres?

– A ti -dijo, en un susurro, porque casi no tenía fuerzas para decirlo.

– No es verdad -respondió ella, más por nervios que por cualquier otra cosa-. Tú mismo lo dijiste.

Él dio un paso adelante. Iría al infierno por esto, pero primero tocaría el cielo.

– Te deseo -dijo. Y la deseaba. La deseaba con más fuerza, pasión e intensidad de la que podía imaginar. Iba más allá del deseo.

Iba más allá de la necesidad.

Era inexplicable y, por mucho que lo intentara, era irracional, pero ahí estaba y no podía negarlo.

Muy despacio, cubrió la distancia que los separaba. Miranda se quedó inmóvil junto al fuego, con los labios separados y la respiración superficial.

– ¿Qué vas a hacer? -susurró.

– A estas alturas ya debería ser obvio. -Y, con un movimiento fluido, se agachó y la levantó en brazos.

Miranda no se movió, no se resistió. El calor de su cuerpo era embriagador. La invadía, le derretía los huesos y la hacía sentirse deliciosamente lasciva.

– Oh, Turner -suspiró.

– Oh, sí. -Sus labios siguieron la línea de la mandíbula mientras, con delicadeza y reverencia, la dejaba en la cama.

En aquel último instante antes de que Turner le cubriera el cuerpo con el suyo, Miranda sólo pudo mirarlo y pensar que lo había querido siempre, que todos sus sueños y todos los días que había soñado despierta la habían guiado hasta ese momento. Él todavía no había pronunciado las palabras que harían saltar de alegría a su corazón, pero ahora aquello no parecía tener importancia. Los ojos azules le brillaban con tanta intensidad que ella se dijo que debía de quererla, aunque fuera un poco. Y eso parecía bastar.

Bastaba para hacer realidad ese momento.

Bastaba para que estuviera bien.

Bastaba para que fuera perfecto.

Miranda se hundió en el colchón debajo de su peso. Alargó la mano y le acarició el grueso pelo.

– Es una lástima.

Turner levantó la cabeza y la miró, divertido.

– ¿Una lástima?

– En un hombre -respondió ella, con una sonrisa tímida-. Es como las pestañas largas. Las mujeres matarían por ellas.

– Lo harían, ¿verdad? -Le sonrió-. ¿Y qué te parecen las mías?

– Muy, muy largas.

– ¿Y tú matarías por unas pestañas largas?

– Mataría por las tuyas.

– ¿En serio? ¿No te parecen que son demasiado claras para tu pelo?

Ella le dio un zurriagazo en broma.

– Las quiero acariciándome la piel, no pegadas a mis párpados, tonto.

– ¿Me has llamado tonto?

Ella le sonrió.

– Sí.

– ¿Te parece esto una tontería? -empezó a subirle la mano por la pierna.

Ella meneó la cabeza. En pocos segundos, se había quedado sin aire.

– ¿Y esto? -Colocó una mano encima de un pecho.

Ella gimió de forma incoherente.

– ¿Y esto?

– No -consiguió decir.

– ¿Qué te parece?

– Bien.

– ¿Y ya está?

– Maravilloso.

– ¿Y?

Miranda respiró hondo mientras intentaba no concentrarse en su dedo, que estaba dibujando círculos sobre el erecto pezón a través de la seda de la camisola. Y dijo la única palabra que parecía describirlo:

– Centelleante.

Él sonrió, sorprendido.

– ¿Centelleante?

Ella sólo pudo asentir. El calor de Turner la cubría por completo, y era tan sólido, fuerte y masculino. Miranda tenía la sensación de resbalar por un precipicio. Caía y caía, pero no quería que la salvaran. Sólo quería llevarse a Turner consigo.

Le estaba mordisqueando la oreja y, segundos después, tenía la boca en el hueco del cuello, tirando de la delicada seda con los dientes.

– ¿Cómo estás? -le preguntó, con voz ronca.

– Caliente. -Esa palabra parecía describir cada centímetro de su cuerpo.

– Mmm, perfecto. Así es como me gustas. -Deslizó la mano por debajo de la seda y la colocó encima del pecho desnudo.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Turner! -Arqueó la espalda debajo de él, proporcionándole sin querer más piel.

– ¿Dios o yo? -preguntó él, en broma.

Miranda respiraba de forma entrecortada.

– No… lo… sé.

Turner deslizó la otra mano por debajo de la camisola y ascendió hasta que llegó a la curvilínea cadera.

– Dadas las circunstancias -murmuró en su cuello-, creo que yo.

Ella sonrió.

– Por favor, nada de religión.

No necesitaba que le recordaran que sus acciones iban en contra de todos los principios que le habían enseñado en la iglesia, en la escuela, en casa y en cualquier otro sitio.

– Con una condición.

Ella abrió los ojos, expectante.

– Tienes que quitarte esta cosa.

– No puedo. -Se atragantó con las palabras.

– Es preciosa y muy suave, y te compraré un centenar, pero si no te la quitas ahora mismo, acabará hecha jirones. -Y, como si quisiera demostrar su urgencia, pegó las caderas contra ella para recordarle la intensidad de su erección.

– Es que no puedo. No sé por qué -dijo, tragando saliva-. Pero tú sí.

Él arqueó la comisura de los labios.

– No es la respuesta que estaba esperando, pero la apruebo. -Se arrodilló frente a ella y subió la camisola hasta que se la quitó por la cabeza.

Miranda notó cómo el aire frío le acariciaba la piel, pero, aunque pareciera extraño, ya no sentía la necesidad de cubrirse. Parecía perfectamente natural que ese hombre pudiera ver y tocar cada centímetro de su cuerpo. Él deslizó la mirada posesiva por su resplandeciente piel y ella se emocionó ante la fiereza de su expresión. Quería ser suya en todos los aspectos en que una mujer podía entregarse a un hombre. Quería perderse en su calor y su fuerza.

Y quería que él se rindiera a ella con la misma plenitud.

Alargó el brazo y apoyó la mano en su pecho, jugueteando con el pezón marrón. Él hizo una mueca.

– ¿Te he hecho daño? -susurró ella, ansiosa.

Él meneó la cabeza.

– Otra vez -dijo, con voz áspera.

Imitando sus caricias anteriores, le agarró la cresta del pezón con el pulgar y el índice. Se endureció bajo sus dedos, con lo que ella sonrió complacida. Como una niña con un juguete nuevo, alargó la mano para jugar con el otro. Turner, cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo el control muy deprisa bajo los juguetones dedos de Miranda, le agarró la mano y se la inmovilizó. Se la quedó mirando durante un buen rato, con los ojos azul oscuro. Tenía una mirada tan intensa que Miranda tuvo que reprimir la necesidad de mirar a otro lado. Pero se obligó a seguir mirándolo a los ojos. Quería que supiera que no tenía miedo, que no tenía vergüenza y, por encima de todo, que cuando le había dicho que lo quería era verdad.

– Tócame -susurró.

Pero él parecía inmóvil, con la mano todavía sujetando la suya contra su pecho. Estaba extraño, angustiado, casi… asustado.

– No quiero hacerte daño -dijo, con la voz ronca.

Y ella no sabía cómo habían llegado a la situación en que ella tendría que tranquilizarlo a él, pero murmuró:

– No me harás daño.

– Es que…

– Por favor -suplicó. Lo necesitaba. Lo necesitaba ahora.

Aquella apasionada súplica acabó con las dudas de Turner y, con un gemido, la levantó para pegarla a él y darle un beso antes de volver a dejarla en el colchón. Esta vez, descendió con ella, cubriéndola con su cuerpo. La tocó por todas partes, y gemía su nombre, y cada sonido y cada caricia parecían encender más la llama en el interior de Miranda.

Necesitaba sentirlo. Cada centímetro de su cuerpo.

Tiró del kilt que se había fabricado con la manta porque quería eliminar la última barrera que los separaba. Notó cómo, con la fricción, la tela iba desapareciendo hasta que ya no había nada… excepto Turner.

Ella contuvo la respiración cuando vio su erección.

– Dios mío.

Y él se rió.

– No, sólo yo. -Hundió la cabeza en el hueco de su cuello-. Ya te lo he dicho.

– Pero eres tan…

– ¿Grande? -Le sonrió-. Es culpa tuya, cariño.

– No. -Se retorció debajo de él-. Yo no he podido hacer esto.

Él se pegó a ella con más firmeza.

– Shhh…

– Pero quiero…

– Lo harás. -La silenció con un apasionado beso, aunque no estaba seguro de lo que acababa de prometerle. Cuando Miranda volvió a gemir, apartó la boca y empezó a descender, dejando un camino de besos hasta el ombligo. Dibujó un círculo húmedo alrededor con la lengua y luego la metió dentro. La tenía agarrada por los muslos y le separó las piernas, preparándola para su invasión.

Quería besarla. Quería devorarla, pero le pareció que ella todavía no estaba preparada para algo tan íntimo, así que, en lugar de bajar la cabeza, subió una mano…

Y la penetró con un dedo.

– ¡Turner! -exclamó ella, y él no pudo evitar sonreír de satisfacción. Le acarició los delicados pliegues rosados con el dedo pulgar mientras disfrutaba de cómo ella se retorcía debajo de él. Tuvo que sujetarle las caderas con fuerza con la otra mano para evitar que cayera de la cama.

– Ábrete para mí -jadeó, volviendo a su boca.

Oyó cómo gritaba de placer y casi pareció que sus piernas se derretían mientras se separaban hasta que la punta de la erección estaba pegada a ella, acariciando su suavidad. Turner acercó los labios a su oído y susurró:

– Ahora voy a hacerte el amor.

Ella asintió sin aliento.

– Voy a hacerte mía.

– Sí, por favor.

Él la penetró muy despacio y con paciencia ante su tensa inocencia. Iba a controlarse aunque aquello lo matara. Quería, más que nada, penetrarla con fuerza, pero tendría que esperar a otro día. No en la primera vez de Miranda.

– ¿Turner? -susurró ella, y él se dio cuenta de que se había quedado inmóvil varios segundos. Apretó los dientes y retrocedió hasta que sólo quedó dentro la punta.

Miranda se aferró a sus hombros.

– No, Turner. ¡No te vayas!

– Shhh. No te preocupes. Sigo aquí. -Volvió a penetrarla.

– No me dejes -susurró ella.

– No te dejaré. -Llegó al himen y gruñó ante la resistencia-. Esto te va a doler, Miranda.

– Me da igual -suspiró ella.

– Quizá después no te dé igual. -La penetró un poco más, intentando hacerlo lo más suave posible.

Ella arqueó la espalda y gimió su nombre. Lo abrazó y los dedos le apretaban la espalda de forma espasmódica.

– Por favor, Turner -imploró-. Oh, por favor. Por favor, por favor.

Incapaz de controlarse más, Turner la penetró del todo y se estremeció ante la exquisita sensación de verse envuelto por su calidez. Sin embargo, Miranda se tensó y Turner oyó un pequeño grito.

– Lo siento -dijo, enseguida, mientras intentaba mantenerse quieto e ignorar las dolorosas exigencias de su cuerpo-. Lo siento. Lo siento mucho. ¿Te duele?

Ella cerró los ojos y meneó la cabeza.

Él le besó las pequeñas lágrimas que se le habían acumulado en los ojos.

– No mientas.

– Sólo un poco -admitió ella, en un susurro-. Ha sido más la sorpresa que otra cosa.

– Te lo compensaré -dijo él, apasionado-. Te lo prometo. -Apoyó el peso del cuerpo en los codos para liberarla de él y volvió a moverse otra vez, con embistes seguros y lentos, obteniendo una buena dosis de placer con cada uno debido a la deliciosa fricción.

Y, mientras tanto, tenía la mandíbula apretada, concentrado, cada músculo de su cuerpo tenso en un esfuerzo por mantener la calma. «Dentro y fuera, dentro y fuera», se repetía, una y otra vez. Si se saltaba ese ritmo, aunque sólo fuera un segundo, perdería el control. Y tenía que conseguir que fuera agradable para ella. No estaba preocupado por él, porque sabía que tocaría el cielo antes de que terminara la noche.

Pero Miranda… Turner sólo sabía que sentía una enorme responsabilidad por garantizar que ella también alcanzara el orgasmo. Nunca había estado con una virgen, de modo que no sabía si sería posible, pero por Dios que iba a intentarlo. Tenía miedo de que incluso hablar lo desenfrenara, pero consiguió decir:

– ¿Cómo estás?

Miranda abrió los ojos y parpadeó.

– Bien -parecía sorprendida-. Ya no me duele.

– ¿Ni un poco?

Ella meneó la cabeza.

– Estoy de maravilla. Y… hambrienta. -Le acarició la espalda.

Turner se estremeció ante la delicada caricia de sus dedos y notó cómo perdía el control.

– ¿Y tú cómo estás? -le susurró ella-. ¿También tienes hambre?

Él gruñó algo que ella no entendió y empezó a moverse más deprisa. Miranda sintió que algo se aceleraba en su abdomen, y luego un tensión insoportable. Notó un hormigueo en los dedos de las manos y de los pies y, justo cuando estaba segura de que su cuerpo estallaría en mil pedazos, algo en su interior se quebró y levantó las caderas del colchón con tanta fuerza que lo levantó a él también.

– ¡Oh, Turner! -gritó-. ¡Ayúdame!

Él siguió embistiéndola sin descanso.

– Te ayudaré -gruñó-. Te lo juro. -Y entonces gritó, y parecía que estaba sufriendo y, al final, respiró y cayó sobre ella.

Se quedaron entrelazados varios minutos, agotados por el esfuerzo. A Miranda le encantaba tener el peso de su cuerpo encima; adoraba aquella sensación de lánguida satisfacción. Le acarició el pelo mientras deseaba que el mundo que los rodeaba desapareciera. ¿Cuánto tiempo podían estar allí, escondidos en la pequeña cabaña de caza, antes de que alguien los extrañara?

– ¿Cómo estás? -le preguntó, con suavidad.

Él dibujó una sonrisa juvenil.

– ¿Cómo crees que estoy?

– Bien, espero.

Él rodó a un lado, apoyó la cabeza en la mano y le agarró la barbilla con dos dedos.

– Bien, lo sé -dijo, enfatizando la última palabra.

Miranda sonrió. No podía esperar nada más.

– ¿Y tú? -le preguntó él, frunciendo el ceño en un gesto de preocupación-. ¿Estás dolorida?

– Creo que no. -Cambió el peso de pierna como si quisiera poner a prueba su cuerpo-. Quizá lo esté después.

– Seguro.

Miranda frunció el ceño. ¿Tanta experiencia tenía desvirgando jóvenes? Había dicho que Leticia estaba embarazada cuando se casaron. Pero luego apartó aquella idea de su cabeza. No quería pensar en Leticia. Ahora no. La esposa difunta de Turner no tenía sitio en la cama con ellos.

Y empezó a soñar con bebés. Pequeños rubios, con los ojos azules y con una sonrisa encantadora. Un Turner en miniatura, eso es lo que quería. Suponía que también podía ser como ella y tener que conformarse con los tonos más comunes suyos, pero, en su cabeza, todo era de Turner, hasta los hoyuelos de las mejillas.

Cuando, por fin, abrió los ojos, vio que la estaba mirando y que le acariciaba la comisura de los labios, que se había curvado.

– ¿En qué estabas pensando? -murmuró él, con la voz satisfecha.

Miranda evitó su mirada porque se avergonzaba de lo que había estado imaginando.

– Nada importante -murmuró-. ¿Sigue lloviendo?

– No lo sé -respondió él, y se levantó para asomarse a la ventana.

Miranda se cubrió con la sábana mientras se decía que ojalá no hubiera preguntado por el tiempo. Si había dejado de llover, tendrían que regresar a la casa principal. Seguro que alguien los había echado de menos. Podían decir que habían buscado refugio de la lluvia, pero esa excusa no serviría si no regresaban en cuanto dejara de llover.

Turner volvió a cerrar las cortinas y se volvió hacia ella, y Miranda se quedó sin respiración ante la belleza puramente masculina. Había visto dibujos de estatuas en los numerosos libros de su padre, y en casa incluso había una réplica del David de Miguel Ángel. Sin embargo, nada podía compararse con el hombre de carne y huesos que tenía delante y bajó la mirada al suelo, porque tenía miedo de que aquella visión volviera a excitarla.

– Todavía llueve -dijo él, con serenidad-. Pero muy poco. Deberíamos limpiar… esto y así podremos marcharnos en cuanto pare.

Miranda asintió.

– ¿Puedes darme la ropa?

Él arqueó una ceja.

– ¿Ahora te has vuelto vergonzosa?

Ella asintió. Quizás era una tontería, después de su actitud libertina, pero no era tan sofisticada como para levantarse desnuda de la cama con otra persona en la misma habitación. Señaló con la cabeza la falda, que estaba en el suelo.

– ¿Por favor?

Él la recogió y se la acercó. Todavía estaba húmeda en algunos sitios, puesto que no se habían molestado en tenderla plana, pero, como había estado cerca del fuego, no era terrible. Se vistió muy deprisa y arregló la cama, estirando mucho las sábanas y las colchas, como había visto hacer a las doncellas en casa. Era mucho más difícil de lo que creía, puesto que la cama estaba pegada a la pared.

En cuanto la cabaña y ellos estuvieron presentables, la lluvia se había transformado en una llovizna inofensiva.

– No creo que la ropa se moje más de lo que ya está -dijo Miranda mientras sacaba la mano por la ventana para comprobar la fuerza de la lluvia.

Él asintió y regresaron a la casa principal. Él no dijo nada y Miranda tampoco se atrevió a romper el silencio. ¿Y ahora qué pasaría? ¿Tendría que casarse con ella? Debería, por supuesto, y si era el caballero que ella siempre había creído, lo haría, pero nadie sabía que su reputación había quedado comprometida. Y Turner la conocía demasiado bien para preocuparse de que se lo dijera a alguien sólo para obligarlo a casarse con ella.

Quince minutos después, estaban frente a la escalinata que llevaba hasta la puerta principal de Chester House. Turner se detuvo y miró a Miranda con los ojos serios y directos.

– ¿Estarás bien? -le preguntó, con amabilidad.

Ella parpadeó varias veces. ¿Por qué le preguntaba eso ahora?

– Cuando estemos dentro, no podremos hablar -le explicó él.

Ella asintió mientras intentaba ignorar la sensación de ansiedad en el estómago. Había algo que no estaba bien.

Turner se aclaró la garganta y estiró el cuello como si la corbata le apretara demasiado. Volvió a aclararse la garganta y, luego, una tercera vez.

– Me avisarás si se presenta una situación por la que tengamos que actuar con celeridad.

Miranda volvió a asentir mientras intentaba discernir si había sido una afirmación o una pregunta. Decidió que un poco de ambas cosas. Y no estaba segura de por qué importaba.

Turner respiró hondo.

– Necesitaré un poco de tiempo para pensar.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella antes de pensárselo dos veces. ¿No debería ser todo muy sencillo, ahora? ¿Qué quedaba por debatir?

– Básicamente, sobre mí -dijo, con la voz un poco ronca, y quizás un poco indiferente-. Pero nos veremos dentro de poco, y lo arreglaré todo. No tienes que preocuparte.

Y entonces, como Miranda ya estaba harta de esperar y estaba harta de ser tan asquerosamente práctica, le espetó:

– ¿Te casarás conmigo?

Porque, por Dios, era como si ese hombre no supiera hablar claro.

Se quedó sorprendido por la franqueza de la chica, pero, aun así, contestó enseguida y con brusquedad:

– Por supuesto.

Y mientras Miranda esperaba que llegara la alegría que debería sentir, él añadió:

– Pero no veo ningún motivo para apresurar las cosas a menos que aparezca una razón apremiante.

Ella asintió y tragó saliva. Un hijo. Quería casarse con ella sólo si estaba embarazada. Lo haría, sí, pero se tomaría su tiempo.

– Si nos casamos enseguida -añadió él-, será obvio que teníamos que hacerlo.

– Que tú tenías que hacerlo -farfulló ella.

Él inclinó la cabeza.

– ¿Cómo?

– Nada. -Porque sería humillante repetirlo. Y porque era humillante que lo hubiera dicho una vez.

– Deberíamos entrar -dijo Turner.

Ella asintió. Se estaba convirtiendo en una experta en asentir.

Todo un caballero, Turner inclinó la cabeza y la tomó del brazo. Luego, la acompañó hasta el salón y se comportó como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo.

3 de julio de 1819

Y, después de que pasara, no me dirigió la palabra ni una sola vez.

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