Capítulo 18

Al día siguiente, Turner plantó un delicado beso en la frente de su esposa.

– ¿Seguro que estarás bien sin mí?

Miranda tragó saliva y asintió, mientras contenía las lágrimas que había jurado que no derramaría. El cielo todavía estaba oscuro, pero Turner había decidido marcharse pronto a Londres. Ella estaba sentada en la cama, con las manos apoyadas en la barriga mientras lo miraba vestirse.

– Tu ayuda de cámara se enfurecerá -dijo ella, intentando tomarle el pelo-. Sabes que piensa que no sabes vestirte solo.

Vestido únicamente con los pantalones, Turner se acercó a ella y se sentó en el borde de la cama.

– ¿Estás segura de que no te importa que me vaya?

– Claro que me importa. Preferiría tenerte aquí. -Dibujó una sonrisa insegura-. Pero estaré bien. Y seguramente haré muchas más cosas sin ti aquí distrayéndome.

– ¿Ah, sí? ¿Tanto te distraigo?

– Mucho, aunque… -Sonrió, tímida-. Últimamente no puedo «distraerme» demasiado.

– Mmm. Triste, pero cierto. Por desgracia, yo estoy distraído todo el tiempo. -Le tomó la barbilla entre los dedos y le dio un beso tierno y apasionado-. Cada vez que te veo -murmuró.

– ¿Cada vez? -preguntó ella, recelosa.

Él asintió con solemnidad.

– Pero si parezco una vaca.

– Mmm-hmm. -No separó los labios de ella-. Pero una vaca muy atractiva.

– ¡Serás malo! -Ella se separó y le dio un puñetazo en el hombro.

Él sonrió como un niño travieso.

– Por lo visto, este viaje a Londres será beneficioso para mi salud. O, al menos, para mi cuerpo. Suerte que no me salen moretones con facilidad.

Ella hizo pucheros y le sacó la lengua.

Él chasqueó la lengua antes de levantarse y cruzar la habitación.

– Veo que la maternidad no conlleva madurez.

La almohada de Miranda voló por los aires.

Turner volvió a su lado en un instante y se tendió junto a ella, pegado a su cuerpo.

– Quizá debería quedarme, aunque sólo sea para controlarte.

– Quizá sí que deberías.

Turner le dio un beso, esta vez sin esconder la pasión y la emoción.

– ¿Te he dicho -murmuró mientras sus labios exploraban las llanuras de su rostro-, lo mucho que adoro estar casado contigo?

– Ho-Hoy no.

– Todavía es pronto. Seguro que me disculpas por el lapsus. -Le tomó el lóbulo de la oreja entre los dientes-. Estoy seguro de que ayer te lo dije.

Y el día anterior, se dijo Miranda con amargura. Y el otro también, pero nunca le había dicho que la quería. ¿Por qué siempre era «Me encanta estar contigo» y «Me gusta hacer cosas contigo» y nunca «Te quiero»? De hecho, ni siquiera se atrevía a decir «Te adoro». Obviamente, «Adoro estar casado contigo» era mucho más seguro.

Turner reconoció la melancolía en su mirada.

– ¿Pasa algo, minina?

– No, no -mintió ella-. Nada. Es que… Te echaré de menos, eso es todo.

– Yo también te echaré de menos. -Le dio un último beso y se levantó para ponerse la camisa.

Miranda lo observó mientras iba de un lado a otro de la habitación, recogiendo sus cosas. Debajo de la colcha, tenía los puños cerrados retorciendo la sábana. Turner no iba a decir nada a menos que ella lo dijera antes. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba perfectamente contento con el estado actual de las cosas. Ella tendría que forzar el asunto, pero tenía tanto miedo… tanto miedo de que no la abrazara y le dijera que tenía tantas ganas de que le volviera a decir que lo quería. Pero, sobre todo, temía que él tragara saliva, incómodo, y dijera algo que empezara por: «Ya sabes lo mucho que me gustas, Miranda…»

La idea era tan aterradora que se estremeció y suspiró temerosa.

– ¿Seguro que estás bien? -le preguntó Turner, preocupado.

Sería tan fácil mentirle. Unas palabras y se quedaría a su lado, abrazándola por la noche y besándola con tanta ternura que casi podía engañarse y creer que la quería. Pero si había algo que querían establecer entre ellos era la verdad, así que asintió.

– Estoy bien, Turner. Me he estremecido porque me he despertado muy temprano. Creo que todavía tengo el cuerpo dormido.

– Es que deberías estar durmiendo. No quiero que hagas ningún esfuerzo mientras no esté. Darás a luz en menos de dos meses.

Ella sonrió con ironía.

– Dudo que pueda olvidarlo, te lo aseguro.

– Perfecto. Al fin y al cabo, ahí dentro está mi hijo. -Turner se puso el abrigo y se inclinó para darle un beso de despedida.

– También es mi hijo.

– Mmm, ya lo sé. -Se irguió, listo para marcharse-. Por eso ya quiero tanto a nuestra hija.

– ¡Turner!

Él se volvió. La voz de Miranda había sonado extraña, casi temerosa.

– ¿Qué pasa, Miranda?

– Sólo quería decirte… Bueno, que quería que supieras…

– ¿Qué, Miranda?

– Sólo quería que supieras que te quiero. -Las palabras le salieron de la boca casi a trompicones, como si tuviera miedo de que, si iba más despacio, se echaría atrás.

Turner se quedó inmóvil y tuvo la sensación de que su cuerpo no era suyo. Lo había estado esperando, ¿no? ¿Y no era algo bueno? ¿No quería su amor?

La miró a los ojos y podía oír lo que Miranda estaba pensando… «No me rompas el corazón, Turner. Por favor, no me rompas el corazón.»

Turner abrió la boca. Durante los últimos meses, se había dicho que quería que Miranda volviera a decírselo, pero ahora que lo había hecho, notaba como un nudo alrededor de la garganta. No podía respirar. No podía pensar. Y estaba claro que no podía ver con claridad, porque lo único que veía eran esos enormes ojos marrones que lo estaban mirando desesperados.

– Miranda, yo… -Se atragantó con sus propias palabras. ¿Por qué no podía decirlo? ¿Acaso no lo sentía? ¿Por qué era tan difícil?

– Turner, no -dijo ella, con la voz temblorosa-. No digas nada. Olvídalo.

Turner tenía un nudo en la garganta, pero consiguió decir:

– Sabes lo mucho que te aprecio.

– Pásatelo bien en Londres.

La voz de Miranda fue devastadoramente inexpresiva, y Turner sabía que no podía dejarla así.

– Miranda, por favor.

– ¡No me hables! -gritó ella-. ¡No quiero oír tus excusas, ni tus tópicos! ¡No quiero oír nada!

«Excepto “Te quiero”»

Aquellas palabras implícitas quedaron en el aire, flotando entre ellos. Turner notaba que Miranda se alejaba cada vez más de él y se sentía impotente a la hora de detener el abismo que se estaba abriendo entre ellos. Sabía lo que tenía que hacer, y no debería ser tan difícil. Sólo eran dos palabras, por el amor de Dios. Y quería decirlas. Y, aunque sabía que estaba al borde del precipicio, no se atrevía a dar ese paso adelante.

No era racional. No tenía sentido. No sabía si tenía miedo de quererla o de que ella lo quisiera. De hecho, no sabía ni si estaba asustado. Quizá sólo estaba muerto por dentro; quizá su corazón había quedado demasiado destrozado después de su primer matrimonio y no podía comportarse de forma lógica y normal.

– Cariño -empezó a decir, mientras intentaba pensar en algo que la pudiera volver a hacer feliz. O, si era imposible, al menos disipar un poco la devastación de su mirada.

– No me llames así -dijo, en voz tan baja que Turner casi no la oyó-. Llámame por mi nombre.

Turner quería gritar. Quería chillar. Quería sacudirla por los hombros y hacerle entender que él no lo entendía. Sin embargo, como no sabía hacer nada de eso, se limitó a asentir y dijo:

– Te veré dentro de unas semanas.

Ella asintió. Una vez. Y luego apartó la mirada.

– Eso espero.

– Adiós -dijo él, en voz baja.

Salió de la habitación y cerró la puerta.


– Puedes hacer muchas cosas con el verde -dijo Olivia, mientras acariciaba las cortinas deshilachadas del salón del ala oeste-. Es un color que siempre te ha quedado bien.

– No pienso ponerme las cortinas -respondió Miranda.

– Lo sé, pero una siempre quiere tener el mejor aspecto posible en el salón de una, ¿no crees?

– Sí, imagino que es lo que una quiere -respondió Miranda, burlándose del tono elegante de Olivia.

– Para. Si no querías mi consejo, no deberías haberme invitado. -Olivia dibujó una sonrisa burlona-. Pero me alegro de que lo hicieras. Te he echado muchísimo de menos, Miranda. Haverbreaks es muy aburrido en invierno. Fiona Bennet no deja de enviarme invitaciones.

– Algo terrible -asintió Miranda.

– Estoy tentada de aceptar alguna de ellas, aunque sólo sea por aburrimiento.

– No lo hagas.

– ¿Todavía estás enfadada con ella por el incidente con la cinta del pelo en la fiesta de mi décimo primer cumpleaños?

Miranda levantó la mano y acercó los dedos pulgar e índice, de modo que casi se tocaban.

– Sólo un poquito.

– Dios mío, olvídate ya de eso. Al fin y al cabo, te has quedado con Turner. Y delante de nuestras narices. -Olivia todavía estaba un poco resentida por el hecho de que su hermano y su mejor amiga hubieran establecido una relación sin que ella lo supiera-. Aunque debo añadir que es muy desconsiderado por su parte marcharse a Londres y dejarte aquí sola.

Miranda dibujó una sonrisa forzada mientras retorcía la tela de la falda.

– No es tan terrible -murmuró.

– Pero sales de cuentas dentro de muy poco -protestó Olivia-. No debería haberte dejado sola.

– No lo ha hecho -añadió Miranda, con firmeza, para intentar cambiar de tema-. Estás aquí, ¿no?

– Sí, claro, y me quedaría hasta el parto, si pudiera, pero mamá dice que no es adecuado para una señorita soltera.

– No se me ocurre nada más adecuado -respondió Miranda-. Te encontrarás en esta misma situación dentro de unos años.

– Antes necesito un marido -le recordó Olivia.

– No creo que tengas muchos problemas. ¿Cuántas proposiciones has recibido este año? ¿Seis?

– Ocho.

– Entonces, no te quejes.

– No me quejo, es que… Da igual. Mamá dice que puedo quedarme en Rosedale, pero no contigo.

– Las cortinas -le recordó Miranda.

– Sí, claro -respondió Olivia, que volvió a ponerse en faena-. Si tapizamos los muebles de verde, las cortinas pueden ser de un color que contraste. Quizás un secundario del color que usemos para tapizar.

Miranda asintió y sonrió cuando tocaba, pero su mente estaba muy lejos. En Londres, para ser exactos. Su marido se colaba en sus pensamientos cada segundo del día. Estaba discutiendo algo con el ama de llaves y, de repente, veía su sonrisa frente a ella. No podía terminar el libro que estaba leyendo porque el sonido de su risa flotaba hasta sus oídos. Y, por la noche, cuando casi estaba dormida, la delicada caricia de sus besos le rozaba los labios hasta que ella ansiaba su cálido cuerpo junto a ella.

– ¿Miranda? ¡Miranda!

Miranda oyó que Olivia repetía su nombre con impaciencia.

– ¿Qué? Uy, lo siento, Livvy. Tenía la cabeza en otro sitio.

– Ya lo sé. Estos días, está poco por Rosedale.

Miranda fingió un suspiro.

– Supongo que es el bebé. Estoy más sensiblera. -Dentro de dos meses, se dijo con dureza, no podría culpar al bebé de sus lapsos de razón, y entonces, ¿qué haría? Sonrió débilmente a Olivia-. ¿Qué querías decirme?

– Sólo quería decir que, si no te gusta el verde, podríamos redecorar el salón con tonos rosa palo. Podría ser el salón rosa. Y sería muy adecuado para Rosedale.

– ¿No crees que sería demasiado femenino? -preguntó Miranda-. Turner también utiliza bastante este salón.

– Vaya. Eso sí que es un problema.

Miranda no se dio cuenta de que tenía los puños apretados hasta que se clavó las uñas en las palmas de las manos. Era curioso cómo la mera mención del nombre de su marido la enfurecía.

– Aunque, por otro lado -añadió, entrecerrando los ojos de forma peligrosa-, los tonos rosa palo siempre me han gustado mucho. Hagámoslo.

– ¿Estás segura? -Ahora la que tenía dudas era Olivia-. Turner…

– A la porra Turner -la interrumpió Miranda, con la suficiente vehemencia para que su amiga arqueara las cejas-. Si hubiera querido participar en la decoración, no debería haberse ido a Londres.

– No deberías ponerte gruñona -dijo Olivia, en tono conciliador-. Seguro que te echa mucho de menos.

– Bobadas. Seguramente ni siquiera se acuerda de mí.


Lo perseguía.

Después de cuatro interminables días en el carruaje, Turner pensaba que podría apartar a Miranda de sus pensamientos cuando llegara a Londres y todas sus distracciones.

Pero se equivocaba.

Tenía su última conversación grabada en la mente, y se la repetía una y otra vez, pero siempre que intentaba cambiar sus frases, fingir que había dicho otra cosa o que había pensado decir otra cosa, todo desaparecía. El recuerdo se difuminaba y sólo quedaban los ojos de Miranda, enormes, marrones y llenos de dolor.

La culpa era una emoción desconocida para él. Quemaba, y picaba, y lo agarraba por la garganta. La ira era mucho, mucho más sencilla. La ira era limpia. Precisa. Y nunca iba dirigida a él.

Siempre iba dirigida a Leticia. Y hacia sus numerosos amantes. Pero nunca hacia él.

Esto, en cambio… Esto era otra cosa. Y no podía seguir viviendo así. Podrían volver a ser felices, ¿verdad? Estaba seguro de que había sido feliz. Y ella también. Puede que Miranda se quejara de sus fallos, pero sabía que había sido feliz.

Y se prometió que volvería a serlo. Cuando aceptara que la quería de la única forma que sabía, podrían regresar a la cómoda existencia que habían creado desde su matrimonio. Tendría al bebé y serían una familia. Le haría el amor con las manos y con los labios; con todo menos con palabras.

Ya se la había ganado una vez. Podía volver a hacerlo.


Dos semanas después, Miranda estaba sentada en su nuevo salón rosa intentando leer un libro, pero se pasaba más tiempo mirando por la ventana. Turner había enviado una nota avisando de que llegaría en los próximos días, y ella no podía evitar que el corazón se le acelerara cada vez que oía algo parecido a un carruaje acercándose por el camino.

El sol se había escondido por el horizonte antes de que ella se diera cuenta de que todavía no había pasado ni una sola página. Un lacayo preocupado le había llevado la cena que había olvidado pedir y apenas se terminó el cuenco de sopa antes de quedarse dormida en el sofá.

Unas horas después, el carruaje que llevaba horas esperando se detuvo frente a la casa y Turner, agotado del viaje aunque con ganas de ver a su mujer, bajó. Rebuscó en una de las bolsas del equipaje, sacó un paquete muy bien envuelto y dejó el resto del equipaje para que lo entraran los lacayos. Levantó la mirada y vio que en su habitación no había luz. Ojalá no estuviera dormida; no quería despertarla, pero necesitaba hablar con ella esa misma noche y arreglar las cosas.

Subió la escalinata principal mientras intentaba limpiarse el barro de las botas. El mayordomo, que lo había estado esperando casi tanto como Miranda, abrió la puerta antes de que llamara.

– Buenas noches, Brearley -dijo Turner, con amabilidad.

– Permítame que sea el primero en darle la bienvenida a casa, milord.

– Gracias. ¿Mi mujer todavía está despierta?

– Creo que está en el salón rosa, milord. Leyendo, imagino.

Turner se quitó el abrigo.

– Le encanta leer.

– Tenemos suerte de tener una señora tan cultivada -añadió Brearley.

Turner parpadeó.

– Brearley, aquí no tenemos un salón rosa.

– Ahora sí, milord. En el antiguo salón del ala oeste.

– ¿Ah, sí? Así que lo ha redecorado. Me alegro por ella. Quiero que se sienta como en casa.

– Todos lo deseamos, milord.

Turner sonrió. Miranda se había labrado una gran lealtad entre el servicio de la casa. Las doncellas la adoraban.

– Voy a darle una sorpresa. -Cruzó el vestíbulo y giró a la derecha hasta lo que solía ser el salón del ala oeste. La puerta estaba ligeramente abierta, y Turner vio que había una vela encendida. Será burra. Debería saber que necesitaba más de una vela para leer.

Abrió la puerta un poco más y se asomó. Miranda estaba tendida en el sofá durmiendo, con la boca ligeramente abierta. Tenía un libro encima de la barriga y, en la mesa que había junto al sofá, había una bandeja con la cena a medias. Estaba tan preciosa e inocente que se le rompía el corazón. La había echado mucho de menos; había pensado en ella y en la amarga despedida casi cada minuto del día. Sin embargo, creía que no se había dado cuenta de lo profunda y elemental que había sido la añoranza hasta ese momento, al volver a verla con los ojos cerrados y el pecho subiendo y bajando tranquilamente mientras dormía.

Se había dicho que no la despertaría, pero eso, se autoconvenció, fue cuando creía que se la encontraría en la habitación. Tendría que despertarse para subir las escaleras, así que podía ser él quien lo hiciera.

Se acercó al sofá, apartó la bandeja de la cena, se sentó en la mesa y dejó el paquete en su regazo.

– Despierta, cariñ… -Dejó la frase inacabada cuando, con algo de retraso, recordó que ella le había ordenado que no utilizara palabras cariñosas. Le acarició el hombro-. Despierta, Miranda.

Ella parpadeó.

– ¿Turner? -Estaba muy dormida.

– Hola, minina. -Daba igual que no quisiera que la llamara así. Si él quería utilizar una palabra cariñosa, lo haría y punto.

– Casi… -Bostezó-. Casi creía que ya no vendrías.

– Te dije que llegaría hoy.

– Pero los caminos…

– No estaban tan mal. -Le sonrió. La mente dormida de Miranda todavía no se había acordado de que estaba enfadada con él y él no veía ningún motivo para recordárselo. Le acarició la mejilla-. Te he echado de menos.

Ella volvió a bostezar.

– ¿Sí?

– Mucho. -Hizo una pausa-. ¿Tú me has echado de menos?

– Eh… Sí. -Se dio cuenta de que mentir no le serviría de nada. Turner ya sabía que lo quería-. ¿Te lo has pasado bien en Londres? -preguntó, muy educada.

– Hubiera preferido que estuvieras allí conmigo -respondió él, y también sonó muy comedido, como si hubiera pensado sus frases antes para no ofender.

Y luego, con la misma educación:

– ¿Te lo has pasado bien mientras he estado fuera?

– Olivia vino unos días.

– ¿Ah, sí?

Miranda asintió. Y luego añadió:

– Sin embargo, aparte de eso, he tenido mucho tiempo para pensar.

Se produjo un largo silencio y luego:

– Entiendo.

Lo observó mientras dejaba el paquete en la mesa, se levantaba y se acercaba hasta donde estaba la vela.

– Está muy oscuro -dijo él, pero había algo forzado en el tono, y Miranda deseó poder verle la cara mientras cogía la vela para encender varias más.

– Me he dormido cuando todavía no había anochecido -le explicó ella, porque… bueno, porque parecía haber un acuerdo tácito entre los dos para mantener la cordialidad, el civismo y todo lo que implicara esquivar la realidad.

– ¿Ah, sí? -respondió él-. En esta época anochece muy temprano. Debías de estar cansada.

– Agota llevar a una persona en la barriga.

Él sonrió. Por fin.

– Ya no será por mucho más tiempo.

– No, pero quiero que este último mes sea lo más tranquilo posible.

Las palabras quedaron flotando en el aire. Las había dicho a propósito y él supo interpretarlas.

– ¿Qué significa eso? -le preguntó, cada palabra en un tono tan suave y preciso que Miranda no pudo ignorar su seriedad.

– Significa… -Tragó saliva nerviosa, deseando estar de pie con los brazos en jarra, o cruzados o cualquier otra cosa en lugar de aquella postura tan vulnerable: tendida en el sofá-. Significa que no puedo seguir como estábamos antes.

– Pensaba que éramos felices -dijo él, con cautela.

– Lo éramos. Lo era. Bueno… pero no lo era.

– Lo eras o no lo eras, minina. Una cosa o la otra.

– Las dos -respondió ella, al tiempo que odiaba el tono definitivo de su voz-. ¿No lo entiendes? -Y, entonces, lo miró-. No, ya veo que no.

– No sé qué quieres que haga -dijo él, pero los dos sabían que mentía.

– Necesito saber en qué situación estoy contigo, Turner.

– ¿En qué situación estás conmigo? -repitió él, incrédulo-. ¿En qué situación estás conmigo? Maldita sea, eres mi mujer. ¿Qué más necesitas saber?

– ¡Necesito saber que me quieres! -exclamó ella, levantándose como pudo. Él no dijo nada. Se quedó allí de pie, con un músculo temblándole en la mejilla, así que ella añadió-: O que no me quieres.

– ¿Qué diablos significa eso?

– Significa que quiero saber qué sientes, Turner. Quiero saber qué sientes por mí. Si no… Si no… -Cerró los ojos y apretó los puños, intentando averiguar lo que quería decir-. No importa si te da igual -dijo, al final-, pero tengo que saberlo.

– ¿De qué diantres estás hablando? -Se pasó la mano por el pelo-. Te digo que te adoro cada minuto del día.

– No me dices que me adoras. Me dices que adoras estar casado conmigo.

– ¿Y cuál es la diferencia? -gritó él.

– Quizá sólo adoras estar casado.

– ¿Después de Leticia? -le espetó él.

– Lo siento -rectificó ella, porque lo sentía. Pero sólo eso. No el resto-. Hay una diferencia -añadió, en voz baja-. Una gran diferencia. Quiero saber si me quieres, no sólo cómo que te hago sentir.

Turner apoyó las manos en el alféizar de la ventana y apretó con fuerza mientras miraba por la ventana. Ella sólo le veía la espalda, pero lo oyó perfectamente cuando dijo:

– No sé de qué estás hablando.

– No quieres saberlo -dijo ella-. Tienes miedo de pensarlo. Estás…

Turner se dio la vuelta y la silenció con una mirada severa como jamás había visto. Ni siquiera aquella primera noche cuando la besó por primera vez, cuando estaba sentado solo en el despacho, emborrachándose después de enterrar a Leticia.

Avanzó hacia ella, con movimientos lentos y furiosos.

– No soy un marido dominante, pero mi benevolencia no incluye que me llames cobarde. Elige tus palabras con más cuidado, esposa.

– Y tú elige tus actitudes con más cuidado -respondió ella, resentida por su tono sarcástico-. No soy una estúpida… -el cuerpo entero le temblaba mientras buscaba las palabras-, muñeca a la que puedas tratar como si no tuviera cerebro.

– Oh, por el amor de Dios, Miranda. ¿Cuándo te he tratado así? ¿Cuándo? Dímelo porque siento mucha curiosidad.

Miranda titubeó porque no podía responder a su desafío. Al final, dijo:

– No me gusta que me hablen en tono altanero, Turner.

– Entonces, no me provoques. -Su tono se acercó peligrosamente al altanero.

– ¿Que no te provoque? -respondió ella con incredulidad, avanzando hacia él-. ¡No me provoques tú!

– No he hecho nada, Miranda. Primero somos increíblemente felices y, al cabo de un segundo, te abalanzas sobre mí hecha una furia, me acusas de Dios sabe qué terrible crimen y…

Se calló cuando notó que los dedos de Miranda se aferraban a sus antebrazos.

– ¿Creías que éramos increíblemente felices? -susurró.

Por un momento, cuando la miró, era casi como si estuviera sorprendido.

– Por supuesto -dijo-. Te lo decía todo el tiempo. -Pero entonces se sacudió, puso los ojos en blanco y la apartó-. Ah, pero me olvidaba. Todo lo que he hecho y dicho… nada importa. No quieres saber que soy feliz contigo. Sólo quieres saber qué siento.

Y entonces, porque no podía callárselo, Miranda susurró:

– ¿Y qué sientes?

Fue como si lo pinchara con un alfiler. Hasta ahora era todo movimiento y energía, con las palabras saliendo burlonas de su boca y ahora… Ahora se quedó inmóvil, sin hacer ruido, mirándola como si acabara de liberar a Medusa en su salón.

– Miranda, yo…, yo…

– ¿Tú qué, Turner? ¿Tú qué?

– Yo… Jesús, Miranda, esto no es justo.

– No puedes decirlo. -Se le llenaron los ojos de horror.

Hasta ese momento, había mantenido la esperanza de que un día lo soltaría, de que quizá le estaba dando demasiadas vueltas a todo y que, llegado el momento adecuado, cuando estuvieran en un punto de pasión álgida, las palabras saldrían de su boca y se daría cuenta de que la quería.

– Dios mío -suspiró Miranda. La pequeña parte de su corazón que siempre había creído que acabaría queriéndola explotó y murió en el espacio de un segundo, resquebrajando también su alma-. Dios mío -repitió-. No puedes decirlo.

Turner vio el vacío en sus ojos y supo que la había perdido.

– No quiero hacerte daño -dijo, sin convicción.

– Es demasiado tarde -contestó ella, en un tono ahogado mientras se dirigía lentamente hacia la puerta.

– ¡Espera!

Se paró y se dio la vuelta.

Turner se agachó y recogió el paquete que había traído.

– Toma -dijo, casi inexpresivo-. Te he comprado esto.

Miranda aceptó el paquete y le miró la espalda mientras él salía del salón. Con las manos temblorosas, lo desenvolvió. Le Morte d’Arthur. El mismo ejemplar que tanto le había gustado en la librería de caballeros.

– Oh, Turner -susurró-. ¿Por qué tienes que hacer algo tan dulce? ¿Por qué no puedes dejar que te odie?

Muchas horas después, mientras secaba el libro con un pañuelo, se dijo que ojalá las lágrimas saladas no estropearan la tapa de piel de forma permanente.

7 de junio de 1820

Lady Rudland y Olivia han llegado hoy para esperar el nacimiento de «el heredero», como lo llaman en la familia Bevelstoke. El doctor no cree que dé a luz hasta dentro de un mes, pero lady Rudland dice que no quería correr riesgos.

Estoy segura de que se han fijado en que Turner y yo ya no compartimos habitación. No es habitual que los matrimonios lo hagan, pero la última vez que estuvieron aquí dormíamos en la misma habitación y seguro que se preguntan qué ha provocado la separación. Ya hace dos semanas que saqué mis cosas y me fui a otra habitación.

Mi cama está vacía y fría. Lo odio.

Ni siquiera me hace ilusión el nacimiento del bebé.

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