CAPITULO VEINTITRES

A mediados de octubre el Hampstead estaba en puerto para un rea-condicionamiento general antes de llevar a Trahern y su numerosa comitiva a Virginia. Mientras ellos visitaban a los Beauchamp, el bergantín y la goleta recorrerían las colonias costeras en expedición comercial. Mientras tanto, el aserradero crecía como un hongo bien alimentado. Cada nuevo día se acercaba a su terminación y un herrero de la aldea construyó una hoja de hierro provisoria, hasta que llegara una mejor desde Nueva York. En realidad, a insistencia de Ruark habían sido encargadas varias hojas para propósitos diferentes, y fue un gran día cuando el Marguerite llegó con todas ellas.


La tristeza de la muerte de Milly fue olvidada cuando Gaitlier y Dora vinieron a la mansión y anunciaron tímidamente que tenían intenciones de casarse. Después de compartir un brindis por el acontecimiento, Shanna insistió en que ellos hicieran un recorrido de la isla con Ruark y con ella, en el carruaje. Cuando llegaron a un pequeño edificio, se apearon y entonces ella mostró al novio la escuela que había hecho construir a su padre. Gaitlier quedó extasiado con las cajas de libros, pizarras y otros implementos de enseñanza que Shanna había enviado durante sus años de educación en Inglaterra. Entre profusas y entusiastas afirmaciones de que aceptaría ser el maestro de la isla, Gaitlier y Dora empezaron a desempacarlos objetos mas grandes y quedaron solos en ese refugio de felicidad.


En medio de toda esta actividad, Gaylord Billingham pareció adaptarse al estilo de vida de Los Camellos. No parecía afectado por el rechazo de Shanna y menos inclinado a aliviar a su anfitrión de su presencia, aunque Trahern empezaba a cansarse. Los modales del caballero eran pulidos; su arrogancia disminuyó apenas; su benevolencia resultaba casi simiesca.


Sólo dos grandes discusiones perturbaron la vida normal de la isla. Una ocurrió cuando Gaitlier abrió su escuela para el primer día de clases. Como gobernador en ejercicio, Trahern había decretado que todos los niños de siete a doce años tenían que asistir y que solamente él autorizaría las excepciones. Esto fue motivo de varias objeciones pues algunos de los niños más grandes participaban intensamente de la economía familiar. Sólo cuando Trahern se presentó en persona a los hogares y amablemente señaló la probabilidad de incrementos en los ingresos como resultado de la educación, todos los niños empezaron a asistir a la escuela. Aun entonces, hubo un momento de tristeza cuando se comprobó que la mayoría de los niños mayores no tenían el menor conocimiento de los rudimentos de la escritura, la lectura y la aritmética. Los muchachos más grandes se hicieron a la idea de que la escuela era un lugar de diversión y

Gaitlier debió armarse de una varita de nogal para hacerse respetar y obedecer. Así fue que, después de la primera semana, las cosas empezaron a marchar mejor.


La vida en Los Camellos apenas se había aquietado cuando llegó el día de la boda del maestro de la escuela. Como, las bodas eran raras, la ocasión fue motivo de grandes celebraciones. Habría baile y banquetes en las calles, con la posibilidad de una generosa distribución de bebidas alcohólicas. Trahern declaró feriado el día siguiente. Las gentes de la aldea habían construido una pequeña cabaña frente a la escuela, que amueblaron con donaciones de todos. Pitney construyó una cama con baldaquín, como nunca se había visto en la isla. Shanna y Hergus se encargaron de vestir y arreglar a Dora con un traje de satén de suave color, maíz, y la escocesa lavó y rizó el cabello de la muchacha y creó un elegante peinado. La muchacha floreció bajo los cuidados de las mujeres, y cuando los novios pronunciaron los votos, Ruark observó asombrado, porque en ese momento Dora estaba realmente hermosa.


En medio de la fiesta, Ruark apareció al lado de Shanna y le puso en la mano una copa de champaña. Shanna bebió y sus reservas disminuyeron un poco.


Momentos después, otra copa hizo que el control de Shanna se deslizara un poco más hacia abajo. Su risa feliz se mezcló con la de Ruark y su cabeza empezó a girar por efecto de la bebida.


Vio la cara morena de Ruark ante ella. Su corazón latía locamente. El espacio y el tiempo dejaron de tener importancia. Gaylord no tuvo oportunidad de intervenir y Shanna no hizo caso del pomposo caballero que llamaba furiosamente la atención de su padre hacia ellos, ni de la mirada de desaprobación de Hergus. Aquí, en medio de la multitud, estaba sola con Ruark. Nunca se había sentido tan dichosa. Rió y bailó, y el champaña la ayudó a calmar la sed.


El hacendado estaba divirtiéndose tanto como su hija, porque su sangre galesa tenía una gran afición por las fiestas y celebraciones.

No le sorprendió sentirse satisfecho al ver a su hija bailando con su siervo favorito. El muchacho era adepto al baile como ella y la gracia esbelta y fuerte de su cuerpo complementaba la feminidad elegante de ella.


Con expresión preocupada, Gaylord miraba a la pareja de bailarines.


– ¿Qué piensa hacer acerca de esto, señor? -preguntó el inglés al hacendado-. En Inglaterra sería escandaloso que un siervo bailara con una dama. Este individuo tendría que ser puesto en su debido lugar.


Pitney miró al caballero por encima de su hombro e intercambió una mirada con Trahern. Orlan Trahern se balanceó sobre sus talones y tomó un bocado de una bandeja.


– Habrá notado, señor, que mi hija se hace respetar a su manera. – Bebió su vino y miró al caballero con una sonrisa divertida en los labios-. Últimamente he aprendido a confiar en mi hija y en la forma en que ella juzga muchas cosas. Sin embargo, si se siente usted inclinado a educar a la muchacha, puede intentarlo. Gaylord estiró su chaqueta de satén dorado.


– Si la señora Beauchamp acepta mi propuesta y se convierte en mi esposa -dijo- de ninguna manera le ofreceré menos protección que ahora de ese individuo. Es mi deber, como caballero del reino.


Mientras Gaylord se alejaba, Trahern se volvió hacia Pitney y rió por lo bajo.


– Me temo -dijo- que el pobre hombre no aprendió nada en los arbustos. Espero que el daño no sea costoso.


Ruark dejó de reír cuando una mano grande se apoyó rudamente en su hombro y lo obligó a volverse, para encontrarse frente a frente con sir Gaylord. La novia y el novio ahogaron una exclamación de sorpresa mientras Shanna miraba al hombre con una expresión de incredulidad y sorpresa.


Los ojos azul grisáceos de Gaylord miraron fríamente a Ruark.


– Parece que debo recordarle constantemente cuál es su lugar. El mismo está con el resto de los sirvientes y esclavos. Insisto en que deje tranquila a la señora Beauchamp. ¿Me entiende?


Ruark dirigió lentamente su mirada hacia los dedos largos que arrugaban la seda de su chaqueta. Estaba por replicar cuando Shanna apartó la mano de sir Gaylord como si fuera un objeto desagradable. Enfrentó al caballero, con las mejillas encendidas y los ojos despidiendo fuego verde. El hombre retrocedió un paso, recordando el sonoro bofetón de la ocasión anterior.


– Señor, usted se entromete -acusó ella-. ¿Tiene algún motivo?


Los aldeanos se detuvieron a observar. De entre los que estaban más cerca se elevó un murmullo que sir Gaylord interpretó como de airada desaprobación. El caballero estaba fuera de su elemento, porque Ruark se había ganado su lugar en el pequeño mundo de Los Camellos y Gaylord Billingham era un forastero, antipático para la mayoría.


Gaylord habló en un tono más calmado.


– Señora -dijo- sólo trato de asegurar que este hombre le brinde el debido respeto. Usted puede sentirse obligada con él por haberla salvado de los piratas. Pero mi deber de caballero es cuidar la reputación de una dama.


A Shanna le pareció ridículo y ultrajante que este petimetre fingiera preocupación por su honor en presencia de otros mientras que, en privado, trataba de ganársela con sus vehementes caricias. Rió regocijada y divertida.


– Le aseguro, señor -dijo- que no soy una dama decente.


– Miró a Ruark a los ojos, rió por lo bajo y agregó-: Quizá soy una dama indecente.


Tomó la copa de su marido y junto con la de ella la tendió a Gaylord.

– ¿Quiere encontrar un lugar, para dejar esto, señor? -pidió dulcemente, tomó a Ruark de la mano e hizo señas para que los músicos siguieran tocando-. Quisiera bailar con mi esclavo.


Ruark sonrió lentamente al rostro enrojecido del caballero.


– En otra ocasión, quizá -dijo-


Gaylord giró sobre sus talones y se alejó sin decir una sola palabra.


Las danzas se animaron e hicieron más ruidosas cuando los bailarines hicieron sus propias interpretaciones de los diferentes pasos entre la clamorosa aprobación de los demás, hasta que, exhaustas y sin aliento, las parejas se sentaron para comer y beber. Shanna encontró una copa de champaña en su mano y la bebió alegremente. Su risa iluminó las carcajadas profundas de Ruark. Después encontró sitio en una de las mesas y se sentó con él en un largo banco. Ruark quedó muy contento con la proximidad. Como las linternas daban solamente una luz muy débil, hasta se permitió acariciar a Shanna pues le resultaba difícil abstenerse de tocarla.


Madame Duprey, esa beldad de cabellos oscuros, y su esposo el capitán, estaban sentados más lejos, entregados a afectuosas demostraciones después de la larga ausencia del francés. Hasta Shanna se sintió más indulgente con el mujeriego marino que en ese momento besaba a su esposa en la nuca.


– Qué dulce -le dijo Shanna a Ruark-. Creo que él la ama de verdad.


– Ah, ni la mitad de lo que yo te amo -repuso Ruark junto al oído de ella-. Estoy a punto de hacer estallar mis calzones por el deseo que siento por ti, y tú me hablas de la devoción de otro hombre para con su esposa. ¿Tendré que morirme de hambre mientras contemplo tus pechos rosados, y fingir indiferencia ante esos frutos suculentos? Ansío saborear la manzana de tu amor y te devoraría entera.


– Calla -rió Shanna, apoyándose en él-. Estas bebido. Alguien podría oírte.


En la seguridad de que el bullicio cubriría sus palabras, Ruark continuó:


– Sí, estoy ebrio, pero sólo de este néctar que es más embriagante que el vino. Tengo fuego en mi sangre, un fuego que sólo tú puedes apagar. Ah, Shanna, Shanna, apiádate de mí.


Un brindis por los recién casados los interrumpió y Shanna se volvió cuando todos se ponían de pie y elevaban sus copas. Fue el preludio para que se formara el cortejo que acompañaría a los novios a su cabaña en alegre procesión. Shanna participó alegremente, aunque a veces se estremeció ante el rudo humor de los marineros que con sus bromas arrancaban recatadas risitas de las doncellas virginales presentes.


Fue casi un alivio cuando el grupo empezó a dispersarse y Ruark la devolvió junto a su padre. Trajeron el carruaje y Shanna subió. Demoraron unos momentos hasta que encontraron a Hergus, y cuando el grupo estuvo completo, con la escocesa y sir Gaylord, Shanna se envolvió en su chal y sonrió satisfecha, como un gato que acaba de engullirse varios canarios. Shanna permaneció sentada entre Hergus y Ruark, y Gaylord no tuvo más remedio que elegir entre sentarse en el lugar del lacayo o hacer una larga y solitaria caminata. Al ver el dilema del caballero, Pitney lo invitó con un gesto a que se sentara a su lado, en el estrecho espacio que quedaba libre. Gaylord suspiró. No estaba dispuesto a compartir el asiento con un sirviente y debió resignarse a aceptar la invitación de Pitney.


Una vez en la mansión, Shanna precedió a Hergus escalera arriba y sólo cuando la puerta de sus habitaciones, estuvo cerrada a sus espaldas, abrió su chal y dejó ver una botella de champaña sin descorchar. Hergus ahogó una exclamación y pensó que su ama había perdido la razón.


– ¿Qué piensa hacer con eso? Creo que ya ha bebido bastante. He visto cómo flirteaba con ese siervo bajo las narices de su padre.


– Oh, basta -dijo Shanna con una carcajada, y buscó unas copas en su saloncito-. Es que ya no estoy de luto y me parece apropiado celebrarlo.


– ¿Qué quiere decir con eso de que ya no está de luto? -preguntó Hergus-. Nunca supe que Milly le importara mucho. -La criada se encogió de hombros y comentó, para sí misma-: Sobre todo porque esa muchachita la envidiaba a usted. Si ese Abe Hawkins no se hubiera dedicado a la bebida, ella y su madre hubiesen podido tener mucho más. Pero él, en toda su vida no hizo un trabajo honrado.


– No es por Milly -dijo Shanna, enseñando dos copas para jerez que había encontrado-. La viuda ya no existe. Ya no estoy de duelo.


Hergus gruñó desdeñosamente.


– No ha estado casada el tiempo suficiente para considerarse una viuda. Lo menos que hubiera podido hacer el bueno del señor Beauchamp habría sido dejada encinta. En ese caso ahora usted no estaría flirteando con el señor Ruark.


Súbitamente, Shanna pensó que ya había bebido demasiado. Dejó las copas y ocultó la botella debajo de uno de los cojines de su sofá. Hergus la miró preocupada.


– Será mejor que se prepare para la cama -dijo la mujer-. Oí al señor Ruark subiendo la escalera. Venga, le cepillaré el cabello y después la dejaré sola.


– Momentos después, cuando se hubo marchado la criada, Shanna miró su imagen en el espejo. Las palabras que Ruark le había dicho esa noche resonaban en su cerebro.


La brisa agitó las cortinas y en el silencio que reinaba en la casa oyó que Ruark se movía en su habitación. Casi como una sonámbula, fue hasta la ventana y salió, sin escuchar que la puerta de su saloncito se abría y cerraba y unos pasos se acercaban.


Su papá ha dicho que subirá en un momento… -Hergus parpadeó sorprendida al ver el dormitorio vacío-. ¡Oh, Dios mío! Otra vez ha ido a reunirse con él. ¡Y ahora vendrá el señor Trahern!


Desnudo hasta la cintura, Ruark se apoyó en el grueso poste de su cama y observó con ojos llameantes a Shanna que se le acercaba con movimientos ondulantes y graciosos, apenas cubierta por su bata de batista. Sus pechos maduros presionaban contra la, delgada tela. Sus pies descalzos parecían deslizarse sobre la alfombra.


– Mi capitán pirata Ruark… -dijo Shanna, y puso sus manos sobre el vientre duro y plano de él y las deslizó hacia arriba. El la estrechó entre sus brazos.


– Shanna, Shanna -dijo Ruark, y se inclinó y la besó en la boca.


Una leve exclamación hizo que él levantara los ojos. En la ventana por donde Shanna entrara momentos antes, estaba Hergus, con una mano tapándose la boca y los ojos dilatados por el temor, el horror o la sorpresa. Para Ruark fue como si le arrojaran un balde de agua helada.


– Tenemos compañía -murmuró él y se apartó un paso. Cuando ella se volvió, él le volvió la espalda a la criada pues sus ceñidos calzones nada ocultaban de su erecta masculinidad.


– ¡Hergus! -exclamó Shanna, furiosa-. ¿Ahora me espías? ¿Qué significa esto?


La criada no supo qué decir. Una cosa era estar a solas con Shanna y otra muy diferente verla en brazos de su amante. Hergus era una persona recatada y el afecto maternal que sentía por Shanna hacía que su vergüenza le resultara más penosa.


– Señor Ruark -gimió Hergus, en tono de gran preocupación-. ¡No hay tiempo que perder! El señor Trahern ha dicho que subiría a ver a su hija. Y si el señor llegara a encontrada aquí… ¡Oh, señor Ruark, sería terrible!


Ruark la miró y empezó a llenar su pipa.


– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí escuchando?

– No he venido a espiar -dijo la mujer, enrojeciendo-. Sólo vine a avisarles que el señor Trahern viene, señor Ruark.


– Lo sé, Hergus.


– No diré una palabra de esto -añadió Hergus rápidamente-. No diré nada, señor. Creo que usted…


La mujer se detuvo y miró asombrada hacia la cama. Ruark se volvió y vio a su esposa acurrucada como una criatura sobre su cama, aparentemente dormida.


– Prepárele la cama.


Mientras la criada se marchaba, corriendo, Ruark se acercó y levantó suavemente a Shanna en sus brazos.


Ruark la llevó – rápidamente a su habitación y oyó pasos en el pasillo. No había alcanzado a dejar a Shanna en la cama cuando se abrió la puerta del saloncito.


– Se durmió como una vela que se apaga -dijo Hergus-. Estaba guardando la ropa.


– Muy bien -gruñó Trahern.


Siguió una larga pausa, hasta que el hacendado dijo:


– Hergus, ¿no ha notado últimamente un cambio en Shanna?


– Ah, n… no, señor. -La criada tartamudeó ligeramente-. Es que ella ha crecido mucho.


– Sí, eso es seguro -respondió Trahern en tono pensativo. Me gustaría que su madre estuviera aquí. Mi Georgiana siempre fue mejor que yo para tratar a la criatura. Sin embargo, en estos últimos meses he aprendido mucho. Quizás, entre nosotros dos podamos hacer que las cosas salgan lo mejor posible. Buenas noches.


Se cerró la puerta y Ruark se apoyó en la pared, aliviado. Hergus fue hasta la ventana, lo vio y se le acercó.


– Usted es un tonto, señor Ruark -dijo la mujer-. Y se está convirtiendo en un traidor. El señor Trahern confía en mí para que cuide de la muchacha y le advierto que yo no podré decir otra mentira.


– Dios mediante -repuso Ruark, en tono apesadumbrado-, no tendré que volver a pedírselo. Ciertamente, hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir, pero a veces parece que el tiempo para vivir es superado ampliamente por el otro. Tenga paciencia, Hergus. Sólo puedo jurarle que todo lo que hago y tengo intención de hacer es por el bien de Shanna o Sabe, Hergus -su voz se convirtió en un ronco susurro- amo a la muchacha por sobre todas las cosas.


Hergus bajó la vista y luchó para controlarse y no dar una respuesta violenta. Cuando levantó la mirada, vio que estaba sola.


Con la proximidad de la partida hacia las colonias, los preparativos se aceleraban, y el aserradero quedó listo para su primer cargamento de troncos. Ruark se encargó de las inspecciones finales, pocos días antes de que se iniciara el viaje. La gran rueda de agua fue revisada; estaba perfectamente equilibrada y giraba con la suave presión de una mano. La nueva sierra fue instalada y esperaba la primera partida de rollizos que llegaría por carros desde la planicie sur.


Ruark quedó satisfecho con la inspección. Era una obra para enorgullecerse. Despidió a los capataces y obreros que lo acompañaban y caminó siguiendo el canal hasta el estanque, observando las compuertas. Todo estaba preparado.


El áspero rebuzno de una mula arriba de la presa llamó la atención a Ruark. El carretero del primer carro había dejado su cargamento de troncos en el camino arriba del aserradero y venía a pie para asegurarse de dónde debía descargados.

Las mulas de su carro dormitaban en la sombra y espantaban perezosamente las moscas con sus colas, excepto Old Blue, el animal que iba en último término y que roznaba descontenta, las largas orejas caídas a los lados de la cabeza. Trahern había mejorado la oferta del señor Donad y ahora Old Blue le pertenecía. Ruark rió por lo bajo y se preguntó si el hacendado estaría arrepintiéndose de haber comprado un animal tan caprichoso.


Ruark se detuvo al borde del estanque y miró su superficie lisa como un espejo. Todos los ruidos parecían haberse apagado y había en el aire una tensa sensación de expectativa, que momentos más tarde desaparecería con el ruido de febril actividad. Las compuertas estaban listas para ser abiertas, los troncos preparados para ser lanzados. Sólo faltaba la señal de Ruark.


Un fuerte ruido interrumpió la quietud y rápidamente aumentó su volumen. Ruark miró hacia el carro y vio horrorizado que los adrales se doblaban lentamente bajo el peso de los troncos. Con un crujido final, los adrales cedieron y la carga se precipitó cuesta abajo. Los troncos aumentaban su velocidad a medida que se acercaban y hacían temblar el suelo. No había otra vía de escape fuera del estanque.


Ruark se estiró y saltó. Su cuerpo cortó el aire en un arco y cayó casi de plano en la superficie del agua. Cuando se zambulló, trató de llegar al fondo con toda la fuerza que pudo reunir. El extremo de un tronco le pasó tan cerca que él pudo ver las burbujas que se formaban en la rugosa corteza. Las rocas del fondo le rozaron la barriga, y él chocó contra el talud del otro lado. Otro tronco casi tocó el fondo antes de saltar proyectado hacia arriba como un pez arponeado.


Los pulmones de Ruark parecían a punto de estallar. Se elevó dando patadas en el fondo y salió jadeante a la superficie. Desde la orilla llegaron voces y gritos airados. Ruark se secó los ojos y vio al carretero y al capataz junto a una multitud, que miraban ansiosamente la superficie en busca de él. Se aferró a un tronco cercano, agitó un brazo y oyó un grito como respuesta. Descansó un momento y después empezó a nadar lentamente hacia ellos.


– No tenía intención de inspeccionar tan profundamente el estanque-dijo Ruark, jadeante, cuando salió del agua.


– El maldito tonto dejó sus rollizos sin las cadenas cuando vino hacia aquí -dijo furioso el capataz.


– ¡Claro que no! -declaró el carretero-. ¿Me toma por un estúpido? Los revisé bien y quedaron bien asegurados con las cadenas.


– No se ha hecho ningún daño -dijo Ruark. Pero el sonido que había precedido a la caída de los troncos le hizo pensar-. Sin embargo, voy a revisar ese carro.


Subieron la pendiente. Las cadenas eran mantenidas en su lugar por una clavija pasada por un eslabón y un soporte en el costado del carro, de modo que la clavija podía ser quitada a martillazos para descargar el carro. Los adrales, a cada lado sostenían también los troncos pero estos estaban ahora en el suelo con las clavijas y el martillo que cada carretero llevaba consigo. Alguien había quitado deliberadamente las clavijas después de aflojar los adrales. En una parte de tierra blanda se veía la huella de una bota, y Ruark no pudo dejar de pensar que Old Blue, después de todo, había rebuznado para avisar que sucedía algo. Como los hombres que lo rodeaban llevaban sandalias o zapatos de trabajo, sin duda otro hombre había estado allí. Ruark siguió las huellas por un trecho a lo largo del camino y hasta una curva protegida por densos arbustos y árboles. Allí encontró otra marca del tacón de una bota, junto con pisadas de cascos de caballo. Se puso ceñudo y comprendió que alguien había querido matarlo.


Ruark levantó la vista cuando el pequeño carruaje de Ralston apareció doblando la curva. El hombre flaco se detuvo junto a los trabajadores que se habían reunido alrededor de Ruark. Se apeó, con una expresión desdeñosa y triunfante en la cara.


– ¡Ja! Otra vez holgazaneando. Aún será posible convencer al señor Trahern de que son necesarias medidas más severas para hacer que los siervos hagan un trabajo útil.


Las botas del hombre estaban meticulosamente limpias; en caso contrario, Ruark lo hubiera acusado allí mismo.


– Hubo un leve inconveniente -explicó Ruark secamente, y observando a Ralston con atención-. Y parece que no fue accidental sino provocado deliberadamente.


– Probablemente por descuido de alguno de sus preciosos siervos -dijo Ralston-. ¿Debo, pensar que tiene algo que ver con el estado en que se encuentra usted?


– Sí, puede pensar eso -dijo el capataz-. El señor Ruark estaba abajo cuando cayeron los troncos. Se salvó arrojándose al estanque.


– Muy conmovedor-dijo Ralston y miró a Ruark con una mueca de desprecio-. Usted siempre está en medio de alguna conmoción ¿verdad? -Acarició el extremo de su fusta y se puso pensativo-. Usted hace que todo se vuelva en su propio beneficio. Quizá usted, más que los otros, necesite de un poco de disciplina.


Ruark lo miró fríamente. No tenía intención de dejar que el hombre usara la maldita fusta con él. Milly, podía haberse encogido y asustado bajo el cruel castigo, pero si Ralston había sido el atacante de la desdichada muchacha, ahora tenía adelante a un hombre y no a una joven indefensa.


El ruido de cascos que se acercaban al galope por el camino atrajo la atención de todos. Attila doblaba la curva, con Shanna sobre su lomo. Al ver al grupo reunido, Shanna detuvo su cabalgadura.


– ¡Señor Ruark! -preguntó ella mientras se inclinaba para acariciar el cuello de Attila-. ¿Ahora acostumbra a nadar vestido?


– Fue un accidente, señora, y él se vio en medio de ello -dijo uno de los hombres.


– ¡Un accidente! -exclamó Shanna. Desenganchó la rodilla del arzón de su silla. Ruark la tomó de la cintura para ayudarla a apearse-. ¿Qué sucedió? ¿Está usted herido?


Las preguntas salieron precipitadamente. El estaba por tranquilizarla cuando Ralston lo hizo rudamente a un lado, empujándolo con un hombro.


– Mantenga la distancia, tonto -dijo el agente, blandiendo su fusta peligrosamente cerca de la cara de Ruark-. Le recordaré, por única vez, señor Ruark, que a un siervo no le está permitido tocar a una dama de posición elevada.


Ralston aguardó alguna reacción de Ruark pero sólo encontró una mirada dura y penetrante como respuesta. Se volvió a Shanna


– Señora, no es prudente confiar demasiado en estos pícaros. Son la hez de la civilización y apenas dignos de su preocupación.


Shanna quedó rígida de cólera y sus ojos despidieron chispas verdes.


– ¡Señor Ralston! -Su voz hubiera podido cortar en dos el tronco de un roble-. ¡Varias veces se ha entrometido en mi camino y hasta se permite regañarme por mis actitudes!


Ralston enrojeció ante esta reprimenda pública, pero Shanna no le dio respiro.


– ¡Nunca, jamás vuelva a entrometerse conmigo! -continuó-. ¡Hay mucho que tendré que arreglar con usted algún día! Pero por el momento, manténgase lejos de mi vista.


Ralston no tuvo más remedio que obedecer. Lívido de furia, fue hasta su carruaje pero antes de subir gritó:

– ¡Ustedes! ¡Vuelvan al trabajo! Ya han holgazaneado bastante. Al que se muestre perezoso lo haré azotar aquí mismo.


Ralston subió a su carruaje y se alejó al trote. Ruark lo vio marcharse y después indicó al conductor del carro que se adelantara a fin de que otros pudieran pasar.


– ¿Estás herido? -preguntó Shanna en voz baja.

Ruark le sonrió.


– No, amor mío.


– ¿Pero qué sucedió?


Ruark se encogió de hombros y le contó lo sucedido y la evidencia de que había sido intencional. También mencionó el accidente en la destilería.


– Parece, amor mío, que alguien no está contento con mi presencia.


Shanna le puso en el brazo una mano temblorosa.


– Ruark… tú no pensarás que yo…No pudo continuar, pero Ruark vio sus ojos llenos de lágrimas y la miró sorprendido. Sonrió y negó con la cabeza.


– No, amor mío. Eso no se me ocurrió. Confío en ti como en mi madre. No temas.


Por un momento Shanna fue incapaz de hablar, pero después dijo:


– ¿Pero qué motivos podría tener alguien para hacerte daño?


Ruark rió.


– Varios de los piratas podrían tener más de un motivo, pero les faltaría coraje para aventurarse hasta aquí.


– Trató de tranquilizada-. De ahora en adelante tendré más cuidado.


Uno de los obreros se les acercó trayendo en su mano un manojo de paja retorcida y empapada.


– Su sombrero, señor Ruark. -Le entregó el puñado de paja mojada-. No hubiera sido lo mismo para usted si no hubiese reaccionado tan rápidamente..


El hombre no esperó que le dieran las gracias y se alejó. Ruark contempló el objeto que tenía en sus manos, después lo levantó hacia Shanna y sus ojos brillaron con picardía.


– Ahora podría ser un hombre libre -dijo- si no fuera por el costo de los sombreros nuevos.

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