CAPITULO DOS

El día se arrastraba interminablemente, cosa acerca de lo cual Ruark Beauchamp hubiese hecho algo de hallarse en circunstancias normales. Dentro de los confines de su estrecha celda nada podía hacer fuera de aguardar el final. Los restos de su comida de la mañana secábanse sobre una bandeja, pero él conocía una saciedad raramente experimentada detrás de las puertas de hierro de Newgate. Eso mismo habría aliviado la situación de cualquier pobre infeliz que hubiese tenido la mala fortuna de ser encerrado en la prisión, ya fuera que estuviera condenado por una deuda impaga o un delito peor que lo llevaría finalmente al nudo corredizo de un verdugo en Tyburn. Era un melancólico viaje de tres horas desde Newgate hasta el cadalso de Tyburn, y en ese tiempo se podía pensar en toda una vida, aunque habitualmente el camino estaba flanqueado por curiosos y burlones sedientos de muerte.

A Ruark no le habían permitido tener una navaja; por eso una barba espesa le cubría la mayor parte de la cara, pero con las ropas limpias que le había traído Hicks tenía una apariencia más prolija. Una camisa de lino, calzones, medias y un par de zapatos de cuero resultaban reconfortantes después de tres meses miserables con los mismos andrajos sucios. En ese tiempo su cubo de agua, con el agregado de un poco de ron para impedir que se descompusiera, había sido usado tanto para calmar su sed como para asearse lo mejor posible. Pero desde la visita de Shanna, le proporcionaban abundante agua fresca y una botella de vino acompañaba a las viandas de la tarde. Era imposible imaginar nada que fuera capaz de mejorar el carácter de Hicks o de hacer que se moviera su grotesca mole con la excepción de la promesa de dinero, poco o mucho. La llegada de ropas y comida y los buenos modales del carcelero eran una clara indicación de que no todo se había perdido.


Empero, en la celda oscura y solitaria, Ruark caminaba inquieto de un lado a otro. La sombra del lazo corredizo oscurecía los días que pasaban y la duda y el temor atormentaban su mente. No tenía forma de saber si Shanna Trahern cumpliría su palabra y enviaría por él. El solo ver nuevamente el mundo exterior sería un trago fuerte, pero sus pensamientos estaban ocupados por una visión de esa hermosa muchacha en sus brazos. Quizá ella cambiara de idea y decidiera ceder a la voluntad de su padre antes que pasar una noche con él. ¿O él lo habría imaginado todo? ¿Era un sueño que él había conjurado de las profundidades de la desesperación? ¿Shanna Trahern, una deliciosa figura de mujer y la etérea meta de todos los mozos solteros de aquí y de afuera, había entrado realmente en su celda y concertado semejante pacto con él? La única visión que lo eludía totalmente era la de esta orgullosa mujer entregándose a un hombre tildado de asesino.


Ruark se detuvo ante la puerta de su celda y apoyó la frente en el hierro frío. La imagen atormentadora de esas facciones suaves, perfectas, bucles de color miel y oro cayendo sobre hermosos hombros, y pechos maduros y llenos que casi asomaban completamente fuera de un vestido de terciopelo rojo estaba grabada en su memoria con todos los detalles y le producía una impaciencia torturante que sólo podría ser aliviada cuando ella fuera realmente suya… si es que ese momento llegaba alguna vez. El comprendía que donde la brutalidad' de Hicks había fracasado, la ilusión de Shanna estaba cerca de triunfar y quebrantarlo. No obstante, él atesoraba esa visión y se solazaba con ella, porque cuando desaparecía era reemplazada por la macabra imagen del árbol de una horca y su fruto.


El caminaba. Se sentaba. Se lavaba. Esperaba.


Finalmente, lleno de frustración, se tendió sobre su jergón, cansado de la agonía de la incertidumbre. Se pasó la mano por la barba y se sobresaltó al pensar en su miserable aspecto. Lo mejor que Shanna pudo pensar de él es que era un bárbaro.


Se puso un brazo sobre los ojos como si quisiera impedir que lo acosaran esas ilusiones torturantes y dormitó agitadamente. Aun así no tuvo paz y despertó empapado en sudor frío y con un dolor en la boca del estómago.


Todavía estaba luchando por contener sus emociones cuando resonaron pisadas en medio del pesado silencio. Ruark despertó completamente cuando el sonido se detuvo, frente a la puerta de su celda. Una llave giró en la cerradura y Ruark pasó sus piernas sobre el borde de la cama cuando la puerta se abrió violentamente. Dos corpulentos guardias, con pistolas en las manos, entraron y le hicieron señas de que saliera. Contento por la interrupción a su aburrimiento, Ruark se apresuró a obedecer.

Salió de su celda y se encontró cara a cara con el señor Pitney.


– El ha venido por ti, bribón -dijo Hicks y clavó entre las costillas de Ruark su largo bastón-. No me gusta que tipos como tú se mezclen con la gente decente, pero la dama está decidida a casarse. Irás con el hombre y con mis propios muchachos que aquí ves, John Craddoc y el señor Hadley. -Se rió burlonamente cuando Ruark levantó las cejas desconcertado-. Sólo para cuidar, por supuesto, que no se te ocurran algunas fantasías y se te dé por retozar.


El corpulento carcelero rió mientras aseguraban gruesos hierros a las muñecas de Ruark. Los extremos de las cadenas' fueron entregados al señor Pitney, quien los aferró con su puño grande como un jamón. Con un gesto para que lo siguieran, Hicks condujo a la procesión a través de la cárcel y sólo se detuvo cuando llegaron a un carro que esperaba y que fue acercado a la puerta exterior. El vehículo se, parecía mucho aun gran cajón de madera de roble can refuerzos de hierro y tenía una sola ventanita en la puerta lateral. Un tercer guardia estaba ya en el asiento del cochero con, las riendas entre sus gruesos dedos. Se había envuelto apretadamente en su capa a fin de protegerse de la helada llovizna que caía en esos momentos y saludó a los otros nada más que bajando su tricornio sobre los ojos.

– Ahora hagan lo que diga el señor Pitney -dijo Hicks a sus hombres-. Y tráiganme de vuelta a este bribón vivo o muerto. -Sus ojillos negros se clavaron en el prisionero-. Si éste hace un solo movimiento para escapar, vuélenle la cabeza.


– Su, amabilidad es superada solamente por su gracia, señor carcelero -le dijo Ruark en tono de chanza. En seguida se irguió-. ¿Podemos atender nuestros asuntos o hay algo más que usted desee discutir con estos caballeros? Hicks lo empujó hacia el carro.


– Sube, maldito bribón. Espero que el buen señor Pitney impida que hagas a la dama lo que le hiciste a esa muchacha en la posada y a la criatura que llevaba en su vientre. Los ojos de Ruark se endurecieron cuando el carcelero sonrió burlonamente, pero el joven permaneció mudo aun bajo la mirada ceñuda e inquisitiva de Pitney. Sin ofrecer ninguna explicación, Ruark pasó a su lado y subió con sus cadenas al carro. En el interior oscuro y desnudo de la caja prisión se tendió en un rincón, tratando de acomodarse lo mejor posible. Cerraron y aseguraron la puerta e Hicks golpeó con su bastón los costados de la caja.

– Tengan mucho cuidado con este pájaro -advirtió dirigiéndose a todos-. Y no me importará si lo traen herido o moribundo con tal de que no lo dejen escapar.


Con una violenta sacudida, el pesado carro se puso en marcha. Era casi mediodía. Ruark no podía saber cuánto duraría el viaje o hacia dónde se dirigían. Trozos de cielo plomizo y de tejados mojados por la fría llovizna pasaban fugazmente por la estrecha abertura del ventanuco. Atravesaron las afueras de Londres y los caballos fueron azuzados para que aceleraran el paso. A través de los barrotes de hierro, Ruark alcanzó a ver en la distancia casas de granja con techos de paja y campos con los restos de las cosechas de otoño, separados por bajos cercos de piedra. El serpenteante camino de lodo pasaba frente. A chozas y a mansiones campestres pero apenas se veía a persona alguna porque la lluvia impedía que la gente trabajase en los campos y no los alentaba a que salieran a la calle: El carro seguía avanzando sin que nadie presenciara su paso, salvo algún cerdo que escapaba corriendo y chillando del camino y caballos que se alimentaban tranquilos de la hierba mojada.


Cierto tiempo más tarde el carro salió súbitamente del camino. Y entró en un pequeño claro después de pasar dificultosamente entre los árboles que Crecían muy juntos a los costados. El brusco giro casi arrojó a Ruark de su rincón pero él consiguió afirmarse contra los sacudones. Su cuerpo tenso se relajó sólo cuando el carro se detuvo junto a un verde charco de agua estancada.


– Ahora estamos bien escondidos, compañeros -dijo la voz resonante del cochero-. Saquen al hombre.

Pitney se apeó por el otro lado mientras los dos corpulentos guardias saltaban al suelo y sacaban a Ruark tirando de sus cadenas, sin darle oportunidad de oponerse o resistirse. Durante un fugaz momento, Ruark fue aplastado entre ellos y gruñó de dolor cuando los codos de los dos hombres se clavaron en sus costillas. Después, con un brusco empujón lo hicieron resbalar y caer en el lodo pegajoso que rodeaba al estanque. Riendo a carcajadas, llenos de perverso regocijo, se palmearon uno a otro en la espalda..


– Levántese, su señoría -gritó el más grande y le dio un puntapié-. Su dama lo está aguardando.

Con los ojos color ámbar lleno de furia en su cara embarrada, Ruark se puso de pie, tomó sus cadenas y las hizo girar como un lazo, en abierta amenaza. El guardia más pequeño, John Craddock, retrocedió sorprendido y llevó la mano a la pistola que tenía en el cinturón.

– Vean, compañeros -rugió Ruark en tono de decidida advertencia- yo ya tengo una cuerda alrededor de mi cuello y no me ahorcarán dos veces si me llevo conmigo a unos cuantos de ustedes. Puede usar esa pistola, pero yo no tendré que explicar al señor Hicks por qué no ha cobrado su recompensa. Pueden divertirse con cualquier otro, porque si vuelven a ponerme una mano encima les romperé las cabezas con estos eslabones y que el diablo me lleve después.


Ellos eran hombres simples y miraron a su prisionero con un nuevo respeto. El tenía una forma desagradable de estropearles la diversión. Empero, Craddock siguió con la pistola preparada mientras Ruark pisaba terreno sólido y una vez más asumía el papel de cautivo. El señor Pitney, apoyado contra la parte trasera del carro, había presenciado todo el episodio. Rió para sí cuando reconoció que aquí había un hombre que podía estar a la altura de Shanna Trahern en cuanto a su carácter. Podría resultar muy interesante ver a su ama frente a frente con este individuo. Por lo menos, más interesante que lo que acababa de presenciar. A él lo enfurecía ver castigar a un hombre encadenado.


Pitney empezó a buscar la llave en el bolsillo de su chaleco y fue hacia Ruark, pero al pasar detrás de Craddock pareció tropezar. Cuando un sólido hombro lo golpeó en medio de la espalda, Craddoc soltó una exclamación y cayó hacia adelante, tratando de conservar el equilibrio mientras sus pies resbalaban en el lodo. Gruñendo, cayó contra su compañero, Hadley, y ambos terminaron zambul1éndose de cabeza en el estanque. Escupiendo y tosiendo, salieron del agua mientras Pitney los contemplaba calmosamente.

– ¡Demonios! Los tres se ven iguales. Ahora cuál es el de… Uhmmmmm, supongo que el que tiene cadenas es mi hombre. -Su regocijo provocó miradas furibundas de los dos guardias. Señaló hacia el agua:-. Vaya, compañero, ha dejado caer la pistola del señor Hicks.


Cuando John Craddock cayó de rodillas y empezó a buscar a tientas en el lodo, Pitney se acercó a Ruark. Hadley empezó a caminar hacia la orilla hasta que su compañero lo tomó de las piernas.


– ¡Mira dónde caminas! -gritó John Craddock-. ¡Esa cosa estaba cargada y amartillada y si se dispara podría volarte un pie!

Pitney sonrió y cuando Ruark lo miró, hizo señas con el pulgar por encima de su hombro.

– Allí, en el camino, hay una posada dónde podrá lavarse y vestirse para la boda. Estos muchachos demorarán un tiempo en secarse. -Su voz se volvió más áspera y advirtió.' severamente-: No diga nada acerca de por qué está aquí y de dónde ha venido. Y no diga nada acerca de mi ama a nadie que no sea yo. ¿Ha entendido?


Ruark se quitó un poco de lodo de su mentón cubierto por la barba y miró al hombre con ojos entrecerrados.


– Ajá -dijo.


– Después le quitaré esos hierros y nos pondremos en camino; Se hace tarde y mi señora está esperando.


Entraron a la posada por una escalera trasera y nadie supo de su llegada. Se dirigieron a una pequeña habitación que estaba inmediatamente debajo de las vigas del tejado. Después de tender sus ropas frente al fuego para que se secaran, los dos guardias se apostaron de mala gana junto a la puerta, del lado de afuera, y dejaron a Ruark al cuidad de Pitney. Pitney señaló una tina de madera en un ángulo de la habitación.

– La criada traerá agua para un baño. Hay un espejo para que usted pueda mirarse. -Abrió un pequeño -cofre de cuero y exhibió el contenido ante Ruark-. La señora envía ropas adecuadas para la ocasión. Le ruega que se vista y arregle con cuidado a fin de no avergonzarla.


Ruark miró de soslayo al musculoso individuo y rió sin humor. -Su señora espera mucho de alguien que ha sido mendigo -dijo.


Pitney no dio muestras de haber oído. Sacó su reloj del bolsillo de su chaleco. -Tenemos no más de dos horas para demoramos aquí -dijo.


Guardó el reloj, ladeó ligeramente la cabeza y miró a Ruark con una extraña sonrisa.


– En caso de que esté pensándolo, hay dos caminos para salir -de aquí. Por esa puerta, donde esos dos buenos hombres están esperando la oportunidad de echársele encima, y esta ventana. -Llamó a Ruark con un ademán y abrió los postigos.

Era una caída directa desde tres pisos hasta una pila de piedras de bordes filosos-. Sólo tengo que disparar mi pistola y el otro guardia traerá el carro a toda velocidad.


Ruark se alzó de hombros y el hombre cerró la ventana para no dejar entrar la helada llovizna y se acercó al hogar encendido.

– Pero cualquiera que sea el camino que elija, primero tendrá que pasar sobre mí. -Pitney abrió su pesado abrigo y su chaqueta para mostrar un par de enormes pistolas metidas en su cinturón.


Después de una breve -reflexión, y con completa sinceridad, Ruark le aseguró que esas ideas estaban muy lejos de su mente. La criada era una muchacha pequeña pero regordeta, no del todo fea, no del todo bonita. Si hubiera dicho cuántos años tenía habría mentido en cuatro, y su poca edad se revelaba en su obvia renuencia a acercarse al sucio cliente. Pero habiendo completado todos los preparativos, sólo pudo demorar un minuto más.


– Lo afeitaré en un minuto, señor. Pero mi navaja está un poco embotada buscaré un asentador.


Sus ojos claros vacilaron sobre las ropas sucias y desgarradas de Ruark y subieron hasta su barba sucia de lodo. En su cara se hizo demasiado evidente una expresión de disgusto y su nariz pecosa se arrugó cuando sintió el olor a suciedad que salía de él. Rápidamente se marchó en busca del asentador de navajas.


– Puede ser que la moza dude de que soy humano -comentó Ruark secamente..


Pitney soltó un gruñido, se tendió en la cama, apoyó la espalda en la tabla de la cabecera y bebió de un jarro de ale.


– No tiene por qué, preocuparse -dijo-. No tendrá tiempo para ponerla a prueba.


Ruark lo miró fijamente.


– Esa no fue mi intención -dijo. Observó al servidor un momento y añadió-: Es el día de mí boda ¿lo ha olvidado?


Pitney arrugó el entrecejo, se puso de pie y fue hasta la ventana, desde donde podía mirar el cielo gris.


– Yo tampoco me inquietaría mucho por eso -rugió por encima del hombro. Estiró sus largos brazos, flexionó los dedos en un lento movimiento de pinzas, se volvió y sonrió a Ruark-. Estoy aquí por orden de mi señora, me guste o no. Mi primera tarea es, siempre, cuidar de su bienestar, pero eso lo juzgo yo mismo. Yo no lo tomaría a bien si usted me diera motivos para dudar de que la causa de ella esté bien servida. Ruark midió cuidadosamente su respuesta.


– Yo sé muy poco de la fechoría de que me acusan. En realidad, no recuerdo más que haber acompañado a la moza hasta su habitación en la posada. Puedo decir con seguridad que la criatura que llevaba en su vientre no era mía. Yo no había estado, ni quince días en el país y la mayor parte de ese tiempo lo había pasado en Escocia. En realidad, era mí primer día en Londres. Por lo tanto, si me acosté con ella fue en la misma noche de su muerte. Pero ni siquiera tengo recuerdos de eso. A la mañana siguiente, cuando el posadero vino a despertar a la criada para que se pusiera a trabajar, me encontró dormido en su habitación. De modo que usted ve, amigo, que yo no puedo negar que me acosté con ella y que la asesiné, porque ella estaba muerta, golpeada y ensangrentada, y allí me encontraba yo, durmiendo pacíficamente en la cama de ella. Sin embargo, puedo negar, y niego, que la criatura era mía.


Bajo la atenta vigilancia de Pitney, Ruark se quitó sus inútiles chaleco y camisa y se puso una toalla sobre los hombros. Se sentó en una silla para esperar el regreso de la criada y pensar en las palabras de su silencioso compañero. Era muy posible que la dama, Shanna, no hubiera contado al hombre nada de su acuerdo. Si ella pensaba traicionado o si ello se debía a simple precaución, Ruark no podía adivinado. Pero Cualquiera de las dos cosas, como Pitney lo había expresado con claridad, presagiaba mal.


La criada regresó y Ruark se sometió a sus torpes manos mientras ella le cubría la barba con toallas calientes para quitar el barro seco. Si esta pobre muchacha lo encontraba tan repulsivo, pensó él, entonces la elegante dama, Shanna, debía considerado una bestia. Ella debía de estar en una situación sumamente apremiante, por cierto, para haberse sometido a este pacto.


– Sin embargo, fue para Ruark un placentero interludio que había disfrutado muy raramente en los últimos meses, aunque la muchacha no se mostró nada gentil en su prisa por terminar con él. Empero, su única herida fue un pequeño corte hecho con la última pasada de la navaja cuando la muchacha, al contemplar su obra, vio por fin la cara sobre la que había trabajado.


– ¡Vaya, señor! -exclamó ella y sonrió, mientras presionaba la toalla mojada sobre el pequeño corte.


La criada enrojeció ante la mirada divertida de él y se puso bastante agitada. Pitney se volvió cuando ella volcó el recipiente del agua y derramó gran parte de su contenido sobre el regazo de Ruark.


Ignorando la incomodidad del hombre, Pitney comentó despreocupadamente:


– Usted parece trastornar a la muchacha. Se ha puesto tan nerviosa como un gorrión asustado. La criada se volvió rápidamente hacia Pitney.


– Disculpe, señor, pero no fue culpa de él. Fue culpa mía. La joven tomó la toalla de los hombros de Ruark y empezó a secarle el regazo hasta que él la tomó de las muñecas y la apartó con firmeza.


– No tiene importancia:-dijo él secamente-. Yo haré eso. La- muchacha apenas podía apartar los ojos de ese pecho desnudo, ancho y musculoso, mientras recogía la navaja y la correa de asentar


– Córtale el cabello con esas tijeras, muchacha -ordenó Pitney y se alzó de hombros ante la mirada furiosa que le dirigió Ruark.


La joven sonrió complacida y balbuceó otra cortesía.


– En seguida, señor, lo haré con gusto, señor. Por su extraña conducta, Pitney dirigió a la muchacha una mirada divertida. Agitó la cabeza, murmuró algo para sí mismo y se puso de espaldas al fuego mientras bebía lentamente su ale. La criada se dedicó al cabello de Ruark con renovado celo, como si quisiera cortar cada hebra del mismo largo, y de ningún modo era una

Melena rala. De tanto en tanto se detenía para que él pudiera mirarse en un espejo que ella sostenía entre sus pechos, sin tocarlo con las manos, con sorprendente resultado.


La muchacha se puso petulante ante la falta de interés de él y aceptó con evidente mala gana las seguridades de él de que no necesitaba que lo ayudaran a bañarse. Finalmente recogió sus tijeras y demás instrumentos en su delantal y se retiró.


Ruark no perdió tiempo, se quitó sus malolientes calzones y se metió en la tina con un largo suspiro de deleite. Se frotó concienzudamente y varias veces con un fuerte jabón para quitarse la suciedad y los parásitos de la prisión y también se enjabonó la cabellera. Estaba ansioso por ponerse en camino y se secó rápidamente con la toalla antes de ponerse las medias y los calzones oscuros. Pero se detuvo lo suficiente para notar que los últimos le ceñían apretadamente los muslos. Quizá Shanna Trahern lo había observado más de lo que él creía, murmuró con una melancólica sonrisa. El, ciertamente, la había observado muy bien..


Rechazó los polvos perfumados que habían dejado a su disposición y peinó sus cabellos negros en una coleta en la nuca y los cepilló frente al espejo. De pie delante de su imagen, se puso la camisa color crema con volantes de encaje en los puños, aseguró la chorrera de encaje y se puso el chaleco de seda que armonizaba con sus ceñidos calzones. Se puso después la chaqueta de terciopelo lujosamente ornamentada con hebras de oro que dibujaban elaborados adornos en los anchos puños y en la parte delantera. El cuero de los zapatos castaños estaba suavemente pulido y adornado con hebillas de filigrana de oro. Un tricornio de terciopelo bordado en, oro completaba el atuendo.


Ruark pensó, mientras se miraba con ojo crítico al espejo, que Shanna no había mirado en gastos para hacer que él vistiera como un hombre con título de nobleza. Por encima del hombro de su imagen reflejada, Ruark vio que Pitney lo observaba atentamente. Pitney apreció el cambiado aspecto de su prisionero y logró sonreír débilmente.

– Creo que mi señora se sentirá agradablemente sorprendida. – Terminó su ale de un solo trago y miró su reloj-. Será mejor que nos pongamos en marcha.


Era una pequeña iglesia rural cubierta de hiedra, pero con los fríos del inminente invierno las hojas estaban oscuras y quebradizas contra las grises paredes de piedra. La llovizna había cesado y brillantes rayos de sol atravesaban las nubes y encendían con mil colores los cristales de las ventanas de la rectoría.


Shanna estaba bañada en la luz que entraba por un camón. Su rostro, cuando ella miraba hacia los campos ondulados, tenía la sonrisa de alguien que está seguro de las metas que se ha fijado en la vida. Había llegado temprano a la iglesia, en un coche alquilado, porque su carruaje tenía que llevar, a Pitney a la posada que quedaba a más de una hora de viaje y esperar allí mientras él viajaba a Londres en otro coche, alquilado y regresaba con Ruark Beauchamp. Pero el reverendo y la señora Jacobs se mostraban amables y hospitalarios y Shanna se las arreglaba para soportar la espera.


La rolliza esposa del buen clérigo estaba sentada junto a ella, sorbiendo su té sin dejar de observar a Shanna. No era frecuente que personas de fortuna se detuvieran en su pequeña y tranquila aldea y mucho menos que entraran en la humilde rectoría, y con atuendos tan lujosos como la señora Jacobs no había visto en toda su vida. Una capa de muaré de seda color malva, forrada lujosamente con suaves pieles de zorro gris, estaba sobre el brazo de un sillón, olvidada como si la hubieran descartado. La mujer ni siquiera podía imaginar el precio del vestido de seda del mismo color con sus volantes de encaje rosa grisáceo que caían en cascada por la parte delantera de la falda entre fruncidos volantes paralelos de seda. Vueltas de encaje adornaban las mangas donde terminaban, a mitad del brazo. Encaje plegado se abría como un abanico desde un punto en la cintura muy ceñida y hacia arriba, hasta donde quedaba expuesta la piel tersa y alabastrina. Una fina cinta de color malva estaba atada alrededor de la esbelta columna del cuello de la joven, y el intrincado peinado, sin empolvar, se veía glorioso con el magnífico color natural del cabello. El efecto de hebras doradas entre el tono aleonado hubiera desafiado los mejores esfuerzos del más artista de los peinadores.


La señora Jacobs admiraba reverentemente esta belleza porque la envidia no tenía cabida en su alma. En lo hondo de su corazón era una romántica y obtenía gran placer en lo que para ella era el serio arte de concertar casamientos. El novio, como ella lo veía con los ojos de la mente, tendría que ser guapo y encantador, porque nadie que no lo fuera hubiera podido tener una novia como ésta.


Shanna se inclinó para mirar por la ventana y su movimiento hizo que la señora Jacobs se le acercara.


– ¿Qué sucede, querida? -preguntó la amable mujer con mucho interés-. ¿Ya vienen?


Los ojos azules de la señora Jacobs miraron hacia el camino distante y, como ella había adivinado, un carruaje estaba subiendo la colina y pronto llegaría a la iglesia.


Shanna, con una multitud de explicaciones en la punta de la lengua, lo pensó mejor y no habló. Si daba excusas por su futuro esposo los defectos de él serían más evidentes. Era mejor dejar que la mujer creyera que, el amor la había cegado.


Shanna se alisó el cabello y se preparó mentalmente para encontrarse con el miserable novio.

– Esta usted radiante, querida.-La señora Jacobs pronunció la, “r ” arrastrándola, con un fuerte acento escocés. No se preocupe por su aspecto. Vaya a recibir a su prometido. Yo le traeré su capa.


Shanna obedeció graciosamente, agradecida de poder encontrarse con Ruark antes de que lo vieran el clérigo y su esposa, con la esperanza de poder mejorar la apariencia de él a último momento. Cuando corrió por el sendero cubierto que iba de la rectoría a la iglesia, un millar de razones para preocuparse se agolparon en su mente y ella se insultó a sí misma, usando varios de los juramentos favoritos de su padre, y enseguida rechinó los dientes al pensar en el cuidado que debía poner un caballero para vestirse.


– Ese rústico colonial -dijo entre dientes-. ¡Por lo menos veré que no se haya puesto los calzones al revés!

Los caballos rucios levantaron sus finas y nobles cabezas y se detuvieron nerviosos frente a la iglesia. Pitney metió cuidadosamente su pistola debajo de su chaqueta mientras el señor Craddock saltaba a tierra y, como cualquier buen cochero, abría la portezuela para que ellos bajaran. Aceptando el gesto de advertencia de Pitney, Ruark se apeó del carruaje y miró pensativamente hacia los páramos.

Sintió un gran deseo de echar a correr por los campos sólo para tener la sensación de libertad que ello hubiera podido producirle, pero sabía que no llegaría más allá de ese bajo muro de piedra. Pitney era fuerte pero su tamaño le restaba velocidad, y el señor Craddock y Hadley no parecían muy rápidos ni de piernas ni de mente. Ruark estaba convencido de que ellos no hubieran podido alcanzarlo, pero la pistola de Pitney y sus balas de plomo eran muy capaces de detenerlo. Estaba, además, la cuestión de un pacto que él se sentía ansioso por ver cumplido. Esto lo contuvo más efectivamente que la amenaza de muerte. Últimamente, esa sombría señora había sido muy a menudo su compañera.


Caminó lentamente hacia la escalinata de la iglesia pero se encontró en el centro de un grupo cerrado. En el primer escalón, Ruark se detuvo y miró a los tres hombres, todos los cuales se mantenían muy cerca de él.


– Caballeros. -Una débil sonrisa jugó en un ángulo de su boca-. Si yo intentara escapar ustedes, sin duda, usarían las armas que ocultan tan ostentosamente. No les pido que sean remisos en sus obligaciones sino que se queden un poco más atrás, como si fueran realmente sirvientes contratados.


Ante una señal de Pitney, los dos hombres regresaron al carruaje y se apoyaron en él, aunque siguieron con la atención puesta en Ruark porque habían comprendido muy bien el hecho de que sólo obtendrían su recompensa si hacían bien su trabajo.


– ¿Y ahora qué, Pitney? -preguntó Ruark-. ¿Entramos o aguardamos aquí a mi lady?

El sirviente frunció los labios, pensó en la pregunta y se sentó en un escalón, Con su voz áspera, dijo rotundamente:

– Ella ha oído al carruaje. Saldrá cuando esté dispuesta.


Ruark subió varios escalones hasta el portal cubierto y allí se dispuso a aguardar. Estaba pensando seriamente en iniciar una conversación con su estoico escolta cuando la pesada puerta de madera se abrió y salió su presunta novia. Ruark ahogó una exclamación", porque a plena luz del día Shanna Trahern era la beldad más extraordinaria que él había visto jamás. Parecía casi frágil en el fino vestido color malva. No había señales de la muchacha audaz que había visitado la cárcel para buscar un marido.


Shanna pasó junto a él casi sin mirarlo y ni siquiera por cortesía se detuvo cuando el hombre se quitó el sombrero y descubrió su oscura cabellera. En cambio, levantó sus amplias faldas para bajar corriendo los escalones.


Ruark se apoyó en el muro de piedra y sonrió admirado mientras sus ojos acariciaban la bien formada espalda de ella. Súbitamente, Shanna se detuvo y casi tropezó con los escalones. Pitney se volvió y la miró fijamente. Entonces, sorprendida, giró para mirar a Ruark con sus ojos color verde mar dilatados por la incredulidad. El tenía su gruesa capa echada sobre los hombros, y al ver las ropas que había comprado ella comprendió la verdad. Un color oscuro, pardo. Lo había elegido cuidadosamente. Ese color podría cubrir una cantidad de defectos y quizá diera al colonial cierta dignidad, había pensado ella; pero ahora resultaba maravillosamente apropiado y mucho más agradable de lo que se había atrevido a esperar.


El era muy guapo, indudablemente, con magníficas cejas oscuras que se curvaban nítidamente dibujadas; una nariz fina y recta; una boca firme pero casi sensual. La línea de su mandíbula indicaba fuerza y se flexionaba con los movimientos de los músculos. Entonces los ojos de Shanna encontraron los de él, y si quedaba alguna duda, inmediatamente desapareció cuando miró esos profundos ojos ambarinos enmarcados por pestañas espesas y oscuras.


– ¿Ruark? -preguntó.


– El mismo, amor mío. -Ahora, con toda la atención de ella, él se llevó nuevamente el tricornio al pecho y se inclinó con exagerada cortesía-. Ruark Beauchamp a sus órdenes.


– Oh, entregue esa cosa a Pitney -estalló ella al percibir el tono burlón de él.


– Como tú lo desees, amor mío- dijo él, rió con ligereza y arrojó el sombrero a Pitney quien casi lo aplasto al apretarlo contra su pecho. Entregó el sombrero al señor Craddock con tanta firmeza que el guardia ahogó un quejido.

– Llévelo al carruaje -ordenó Pitney secamente-. Y manténgase a una distancia respetuosa.

Shanna puso los brazos en jarra y golpeó irritada el suelo con el pie. No hubiera podido explicar los motivos de su irritación, pero Ruark Beauchamp era mucho más de lo que ella había esperado. Había, algo insufrible en un hombre condenado que se mostraba tan completamente seguro de sí mismo. Probablemente era del tipo que iría al cadalso como un héroe jactancioso, pensó torvamente.


– Bueno, puesto que está aquí no veo motivos para demorarnos más -dijo en tono cortante, y calculó mentalmente la edad que tendría él. No más de diez años mayor que ella, como máximo, aunque en su primer encuentro ella había pensado que él le llevaba por lo menos veinte-. Empecemos de una buena vez.


– Soy su servidor más obediente. -Ruark sonrió y después rió cuando ella lo fulminó con una mirada. Se llevó ansiosamente una mano a su chorrera de encajes y se inclinó ligeramente-. Señora mía, estoy tan ansioso como usted porque nos casemos.

Claro que lo está, pensó ella en silencio. Sin duda, mañana se jactaría de la mujer que se, había acostado con él. ¡El canalla desvergonzado!


Antes de que pudiera desechar sus pensamientos se abrió nuevamente la puerta y la señora Jacobs apareció con su alto y flaco marido. Los ojos azules de la mujer se posaron tiernamente en Ruark y parpadearon con evidente complacencia.


– Oh, querida, trae a tu joven frente al fuego -le dijo ansiosamente a Shanna-. Realizaremos la ceremonia cuando él se haya calentado y beberemos un poco de jerez para combatir el frío.


Shanna musitó que ella ya se había calentado lo suficiente. Pero por atención a la anciana pareja se acercó a Ruark, le apoyó una mano en el pecho y sonrió dulcemente a ese rostro entre divertido y burlón. Le hubiera gustado muchísimo borrar esa sonrisa de una bofetada en ese rostro hermoso.


– Ruark amado mío, estos son el reverendo y la señora Jacobs. Ya los había mencionado ¿verdad? Han sido muy amables.


La charla insustancial sonó extraña en sus propios labios. Shanna sentía en sus dedos el lento palpitar del corazón de Ruark, mientras que su propio pulso, por una extraña razón, se aceleraba.

Ruark, hombre de aprovechar todas las oportunidades que se le presentaban, deslizó sus manos alrededor de la cintura de ella, la estrechó suavemente y sonrió a esos ojos profundos que lo miraban sin calidez. En los de él había un fuego que la tocó como un hierro al rojo.


– Espero que el buen Pitney no se haya olvidado de publicar las amonestaciones -dijo él-. Me temo que moriría si no nos casamos inmediatamente.


Si Ruark creyó que había obtenido una victoria sobre Shanna cuando ella pareció derretirse y apoyó sus pechos contra él, fue rudamente traído a la realidad. Shanna no rechazaba ningún desafío y como una gata arrinconada se puso a la altura de éste. Debajo de los amplios pliegues de su falda, apoyó su pie sobre el empeine de él.


– Cesa de preocuparte, querido mío -dijo, y apoyó en su pie todo el peso de su cuerpo-:-. Las amonestaciones han sido publicadas. -Fingió una expresión de aflicción-. Pero pareces algo dolorido. ¿No te sientes bien? ¿O es esa vieja herida que nuevamente te está atormentando?


Shanna retrocedió un poco, pero no lo suficiente para que él sintiera alivio, y sus finos dedos empezaron a desprender los botones del chaleco de Ruark.


– Cuánto te he rogado, Ruark, que te cuides más. Siempre eres tan descuidado.

En otras circunstancias, Pitney le hubiese advertido al colonial que ésta no era la clase de mujer con la que convenía entrometerse demasiado. Desde el escalón inferior, cuando la falda de ella subió levemente, él alcanzó a ver el pequeño pie apoyado descuidadamente sobre el otro más grande. Su risa resonó suavemente dentro de su pecho y él cruzó sus macizos brazos y aguardó.

Los ojos del reverendo Jacobs se habían dilatado detrás de sus espejuelos al ver que la dama parecía apunto de desvestir a su prometido, y él sólo pudo suponer que no sería la primera vez que lo hacía. La señora Jacobs, con las mejillas regordetas de color escarlata, súbitamente se puso muy inquieta y no supo qué hacer con las manos, fuera de retorcérsela nerviosamente.

Ruark paró el ataque a su modo, dobló la rodilla y al mismo tiempo levantó el dedo gordo del pie sobre el que ella estaba apoyada. Con la mayor 'parte de su peso apoyado en ese pie, Shanna se tambaleó precariamente y súbitamente perdió el equilibrio.


Con una exclamación ahogada cayó contra él y uno de sus brazos lo rodeó por el cuello para evitar caer al suelo mientras que con la otra mano la aferraba de una manga. Oyó que él reía por lo bajo junto a su oído mientras la ayudaba a recuperar el equilibrio.


– Shanna, amor mío, contrólate. Pronto estaremos en casa – la provocó Ruark.


La expresión divertida de él la enfureció y hubiera querido arañarle la cara pero se contuvo. Sintió la fuerte tos de Pitney; como si estuviera ahogándose, Y su rabia aumentó aún más.

– Será mejor que celebremos este matrimonio-sugirió el clérigo con convicción y los miró con desaprobación por encima del borde de sus espejuelos.


Ruark miró a la hermosa Shanna, quien le devolvió una mirada incendiaria. Ella podía ser la cosa más bella que él había visto jamás, pero también había en ella algo de bruja.


– Ajá -dijo Ruark-. Sería conveniente hacerlo, antes de que la criatura sea bautizada..


Shanna dejó caer la mandíbula y. sintió fuertes deseos de matarlo. En otro momento le hubiera- dado al atrevido una fuerte bofetada pero ahora sentía que no tenía más remedio que soportar sus bufonadas. Se volvió furiosa cuando oyó la risa baja de Pitney que quebró el pesado silencio Y dirigió a su servidor una mirada que hubiera podido congelar la sangre en las venas. Pero el hombre soportó la mirada con dignidad y luchó por controlar su hilaridad.


La ceremonia fue rápida y sin pretensiones. Era evidente que el reverendo Jacobs quería enderezar cualquier trasgresión que pudiera haber cometido esta joven pareja antes de la unión. Fueron hechas, y respondidas, las preguntas de rigor. La voz profunda y rica de Ruark sonó firme, sin vacilaciones, cuando prometió amar, honrar y cuidar hasta la muerte a su esposa. Mientras repetía 'sus propios votos, Shanna tuvo una sensación de condenación casi paralizante. Fue como un aviso, una premonición de que su estratagema fracasaría. Con renuencia, sus ojos cayeron en la delgada sortija de oro sobre la página abierta de la Biblia y ella sólo pudo pensar, mientras el ministro pronunciaba las palabras que los convertían en marido y mujer, en los años de devoción que su madre había dedicado a su padre. En contraste, este casamiento era una farsa y era un sacrilegio prometer amor para siempre ante un altar de Dios. Era una mentira y podría resultar condenada por decirla.


Pese a todos sus intentos, las manos de Shanna temblaban cuando Ruark le deslizó el anillo en el dedo y fueron dichas las palabras finales.


– Por la autoridad que me ha sido conferida y en el nombre de Dios Todopoderoso, os declaro marido y mujer.


Ya estaba hecho. La altanera Shanna estaba casada. Vagamente, oyó que el reverendo Jacobs daba su consentimiento para un beso nupcial y fue vuelta abruptamente a la realidad cuando Ruark la tomó en sus brazos. Eso bastó para borrar el pequeño remordimiento de conciencia. Deliberadamente, Shanna apartó de sí las manos de él, se puso en puntas de pie y muy recatadamente plantó un beso fraternal en la mejilla de su esposo.


Ruark retrocedió y miró, levemente ceñudo, el rostro exquisito que tenía adelante. Esa sonrisa atormentadoramente dulce no era lo que él esperaba a manera de apasionada respuesta… El deseaba algo más substancioso que ligeros picotazo s de gratitud. Ya había llegado a la conclusión -de que su esposa tenía mucho que aprender en materia de amor. Sólo deseaba disponer de las horas suficientes para poder conseguir el deshielo.


– Vamos, hijos míos-dijo el reverendo Jacobs, con su jovialidad totalmente recuperada.

Hay documentos donde poner sus nombres y me temo que tendremos encima muy pronto otra tormenta.


¿Oyen la lluvia?


Shanna miró a las ventanas y experimentó una nueva ansiedad. Afuera se acumulaban nubes oscuras y casi parecía sería de noche. Su miedo a las tormentas la angustiaba desde que era una niñita y aun ahora, ya mujer, no podía superar sus temores. Oyó el retumbar lejano de un trueno y se estremeció interiormente. ¡Si por lo menos lo peor no llegara hasta que hubiera terminado con este asunto!

Shanna volvió la espalda a los cristales de la ventana que mojaba la lluvia, como queriendo sacarse la tormenta de la mente, pero empezó a dominarla el pánico cuando siguió al ministro a la sacristía.

Una mano sobre su brazo la detuvo. El contacto era gentil pero firme, como una banda de hierro, y la hizo preguntarse qué fuerza se ocultaba en los dedos largos y delgados de Ruark Beauchamp.


– Mírame- murmuró él cuando ella se negó a reconocerlo. Involuntariamente, Shanna levantó unos ojos fríos e inquisitivos hacia los de él y encontró una sonrisa lenta y perezosa que parecía burlarse de ella. Lentamente, Ruark pasó un nudillo por el frágil pómulo de ella mientras sus ojos dorados se zambullían imprudentemente en las peligrosas profundidades del océano verde.


– Shanna, amor mío, lo tomaré muy a mal si me privas de esta noche contigo.


Fastidiada por este rudo recordatorio, Shanna echo la cabeza hacia atrás y levantó su fina nariz.


– Dudo de que esta buena gente tenga comodidades para huéspedes por una noche. Me temo, señor, Beauchamp, que tendrá que refrenar sus ardores hasta que tengamos más intimidad.


– ¿Y tendremos intimidad, querida mía? -insistió él-. ¿O dejarás pasar el, tiempo hasta que no quede nada?


– No puede esperar queme sienta ansiosa por meterme en la cama con usted, señor Beauchamp -replicó ella con petulancia-. Usted puede estar acostumbrado a las conquistas, fáciles, pero a mí la idea resulta desagradable.


– Es posible, señora mía -repuso él-. Pero el pacto fue por una noche completa en mis brazos, no menos.


– Ustedes un desvergonzado que se aprovecha de mi situación -declaró ella-. Si fuera u caballero…


Ruark rió suavemente y sus ojos color ámbar la desafiaron.


– ¿Acaso tú no te aprovechaste de mí? -dijo-. Dime, querida mía, ¿quién fue a esa miserable mazmorra a seducirme con modales arteros? Sí o no, dímelo sinceramente. ¿No fuiste tú quien se aprovechó de un pobre desgraciado, sabiendo que él estaba hambriento por la visión de una mujer? ¿No fuiste tú quien casi desnudó sus pechos para seducirme?


Shanna saltó como si la hubiera picado una avispa y su boca se abrió para expresar su indignación, pero no encontró palabras para castigar a este desvergonzado aunque repasó todo su vocabulario.


Ruark le puso un dedo debajo del mentón y lo levantó muy suavemente hasta que ella cerró los bellos labios.


– ¿Lo niegas? -se burló.


Shanna cerró los ojos y habló con los dientes apretados. – ¡Usted, mendigo vulgar, deberían colgarlo por vejar a las mujeres! los ojos de él brillaron y se endurecieron.


– Señora -dijo Ruark-_ creo que eso es lo que piensan hacer. Shanna tragó con dificultad. Casi había olvidado que él era un asesino. Trató de apartarse mientras el corazón le latía alocadamente en el pecho, pero él la retuvo con firmeza. Miró temerosa a su alrededor, en busca de Pitney, pero él estaba charlando con los guardias. A menos que hiciera una escena, no podría llamar su atención.


Sus palabras salieron torpemente de sus labios -Yo… fui una tonta al aceptar.


La expresión de Ruark era inescrutable pero algo brillaba en esos ojos con una luz que parecía vacilar por momentos.


– De modo -dijo con una lenta sonrisa- que ahora que tienes mi apellido, dices que el pacto es nulo.


La punzada del miedo se hizo más fuerte. Algo le advertía a ella que estaba arriesgando demasiado con su abierto desdén. Ruark rió despreocupadamente, la soltó y retrocedió un paso. Shanna, desconcertada, alzó la vista. El levantó una mano y llamó a través de los bancos vacíos de la iglesia.


La punzada del miedo se hizo más fuerte. Algo le advertía a ella que estaba arriesgando demasiado con su abierto desdén. Ruark rió despreocupadamente, la soltó y retrocedió un paso. Shanna, desconcertada, alzó la vista. El levantó una mano y llamó a través de los bancos vacíos de la iglesia.


– Buen señor…


El reverendo Jacobs, que estaba sentado cante un escritorio bajo, escribiendo los documentó s matrimoniales, se detuvo y levantó la vista. Pitney miró a su alrededor con expresión alerta.


– Señor, un momento, por favor -dijo Ruark-. Parece que mi señora…


Shanna ahogó una exclamación y se apresuró a interrumpirlo.


– No necesitamos molestarlo, amor mío. Ven, discutámoslo entre los dos.


Cuando el clérigo continuó escribiendo Shanna tomó un brazo de Ruark y lo apoyó firmemente contra su pecho. Con los ojos, lo desafió a que la rechazara.


Usted es un grosero -dijo con los labios dulcemente curvados.


La llama ambarina de la mirada de él se intensificó y la quemo con su brillo. Los músculos del brazo de Ruark se tensaron contra el pecho de ella. Ruark se inclinó para besada en la mejilla y su boca ardiente se acercó demasiado a la de ella.


– No, no, Shanna. Sé amable. Mis días están contados y aquellos con alegría son todavía menos. Aparentemos, por lo menos, que estamos enamorados, aunque más no sea, por la señora Jacobs. Trata de fingir más ardor, querida mía.


Shanna trató de reprimir cualquier manifestación exterior de repulsión mientras él la besaba suavemente en la boca, pero ella siguió rígida, como si esperara su condenación.


– Tienes que aprender a relajarte -la regañó Ruark, respirando suavemente sobre los labios de ella.


Se irguió, deslizó el brazo alrededor de la cintura de Shanna y la atrajo posesivamente. Y la muchacha, de mala gana, aceptó las atenciones mientras él la acompañaba a la sacristía.


Mientras el ministro completaba laboriosamente los documentos y las anotaciones relativas al acontecimiento en el libro de registro, la señora Jacobs fue a buscar refrescos.


Mientras esperaban, Pitney concentró su ceñuda atención en el colonial, quien, en su opinión, mostraba por la novia más celo que el que era necesario. Un brazo apoyado ligeramente en el hombro de ella, una suave caricia por sus costillas, una palmada en el brazo donde la manga no lo cubría; los dedos largos, delgados, la exploraban con atrevimiento. Pitney podía imaginarse la trampa en la que se encontraba su joven ama al tener que soportar ese no deseado manoseo.


El ceño de Pitney se acentuó cuando su mirada se cruzó con la de Ruark, y le hizo al hombre una seña para que se le acercara


– Será mejor, que nos demos prisa -dijo Pitney-. Se aproxima la tormenta y podría sorprendemos aquí.

Ruark se detuvo para escuchar el sonido del viento que soplaba alrededor de un Ángulo de la iglesia y a medida que aumentaba silbaba de manera fantasma). Gotas de lluvia golpeaban los cristales de las' ventanas y caían en pequeños torrentes. Se encendieron velas para iluminar, la penumbra gris causada por la tormenta.


Ruark estudió cuidadosamente al otro hombre cuando éste replico, -Ajá, se lo diré a su ama.


Pitney puso tensa su fuerte mandíbula. -No le ponga las manos encima, muchacho -dijo-. Ella no es para tipos como usted..

– Usted es un sirviente leal, Pitney -repuso Ruark midiendo sus palabras-. Quizá demasiado leal. Ahora yo soy el marido.


– Solamente de nombre -replicó el otro-. Y ese hecho seguirá así hasta que acabe su vida.


– ¿Aun si usted debe acabar mi vida antes de que me llegue la hora? -preguntó Ruark.


– Se lo he advertido, muchacho. Ella es, una buena niña, y no de la clase que puedes encontrar en una Posada dando placer a los hombres.


Ruark unió sus manos detrás de su espalda, y miro a Pitney directamente a los ojos. Habló con mucha convicción.


Es mi esposa -dijo- aunque usted piense otra cosa. Ahora bien, no soy hombre de empezar una pelea con otro en un lugar como este, pero le advertiré esto: si intenta detenerme e impedir que dedique a Shanna mis atenciones, sería mejor que saque ahora mismo su pistola y termine conmigo. Nada tengo que perder y ella vale cualquier riesgo.


Con eso, Ruark dio media vuelta y fue hasta la ventana para mirar el paisaje barrido por la lluvia y dejó a Pitney con un ceño pensativo. Shanna también observaba a su flamante esposo. Había una actitud serenamente alerta en él, como en un gato o un lobo, con su fuerza lista para explotar pero dócil, por el momento. Ella pensó en una gran pantera negra que había visto en uno de sus viajes. En reposo, los músculos del animal eran largos y gráciles; empero, cuando la bestia se movió, los tendones se flexionaron y tensaron con un ritmo fantástico de vida que resultaba mesmerizante. Ruark era esbelto pero fuerte y se movía con una gracia casi sensual. Había en su andar una seguridad como si planeara cuidadosamente dónde pondría el pie en cada paso que daba. Por el momento parecía relajado y sereno, pero Shanna sintió que él era perfectamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor.


El se volvió nuevamente hacia ella y se le acercó con ese andar seguro y elástico. Shanna no pudo dejar de admirar la hermosa figura de él en las costosas ropas que llevaba. Ella lo había descrito al sastre como un hombre delgado, musculoso, de espaldas anchas y caderas estrechas, fina cintura y vientre plano. Era satisfactorio comprobar que los resultados se acercaban mucho a la perfección. En realidad, los calzones habrían sido indecentes si el sastre los hubiese hecho un poco más ceñidos, porque ajustaban perfectamente.


Shanna se percató súbitamente de dónde se habían detenido sus ojos y levantó rápidamente la vista para encontrar la mirada divertida de Ruark quien no había dejado de observarla ni un solo instante. Se le acercó más y le murmuró al oído en voz tan baja que solamente ella pudo escucharlo:


– ¿Curiosidad de esposa, amor mío?


Shanna enrojeció intensamente y se volvió confundida. El la abrazó por la cintura y ella se sobresaltó ligeramente cuando él le apoyó en la espalda su pecho firme.


La voz profunda de Ruark pareció resonar en todos los rincones de la estancia cuando anunció suavemente:


– Parece que nuestro día de bodas será con agua.

En ese momento los pensamientos de Shanna estaban lejos de la tormenta que se desataba afuera y centrados en la tempestad que rugía en su interior. Un blanco relámpago de duda sacudió su confianza y súbitamente se sintió insegura de su capacidad para poder tratar debidamente a Ruark Beauchamp.

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