CAPITULO CINCO

Era como si una nube alta e hinchada hubiera dado nacimiento a un lugar de color verde esmeralda. Varias colinas bajas amontonaban sé sobre un barranco junto a una playa que separaba el vivido verde de las revueltas rompientes y las olas que lamían la costa desnuda con lenguas de espuma coronadas de blanco. El azul profundo del mar abierto dejaba lugar, en los bajíos cerca de la isla, a un brillante verde iridiscente que armonizaba con los ojos de Shanna.


El Marguerite salió de debajo de su propia nube y sus velas blanqueadas por el sol resplandecieron en el día radiante.

Una columna de humo elevábase del pico de la colina más alta de Los Camellos y momentos más tarde, el sordo estampido del cañón de señales llegó hasta los pasajeros del barco. El bergantín se acercó a su

Meta. Largos y verdes brazos rodeaban una espaciosa caleta en cuyo vértice se levantaban los resplandecientes edificios blancos de la aldea, Georgiana. Un matiz más oscuro en las aguas señalaba el canal de acceso que pasaba entre esos brazos para llegar al puerto. Había pocos en la isla que no dejaron cualquier cosa que estuviesen haciendo al escuchar el cañón de señales y corrieron al muelle para recibir a los recién llegados. Habría chulerías para hacer trueque, favores especiales largamente esperados y, más importantes, las últimas noticias y murmuraciones del mundo exterior.


El mismo Orlan Trahern era mucho más un comerciante que un plantador, Y ciertamente hubiera debido estar sumamente ocupado para no subir a su carruaje y venir al puerto a fin de comprobar cómo lo había

favorecido la fortuna. Si se trataba de una nave desconocida, habría el regateo y las discusiones que tanto le agradaban por el desafío que representaban, y alas que se entregaba como si fuera un juego.


Shanna aguardó con impaciencia mientras se arriaban las velas y el Marguerite amarraba en el muelle. Varios otros barcos que estaban en el puerto se hallaban anclados a cierta distancia del muelle. Durante los meses de invierno, los más grandes serían calafateados y reparados mientras los más pequeños recorrerían las islas del sur y el oeste, trocando las mercaderías del continente por las materias primas del Caribe.


Se colocó la planchada y los cables quedaron firmemente asegurados. El corazón de Shanna se elevó casi tan alto como las gaviotas que volaban sobre el barco y sus ojos buscaron ansiosamente entre la multitud el rostro familiar de su padre..

Pitney apareció a su lado con dos de los baúles más pequeños bajo sus brazos y la siguió cuando ella descendió. Cuando Shanna dejó la planchada, allí estaba el capitán Duprey ofreciéndole el brazo, después de haberse asegurado de que su esposa no se encontraba entre los presentes. Sus ojos oscuros imploraron una demostración más cálida del hermoso rostro ovalado pero quedó decepcionado, porque Shanna apenas advirtió su presencia en su prisa por alejarse del barco. Como si él fuera solamente un sirviente para tareas menudas, ella le puso en las manos un quitasol de encaje y miró ansiosamente a su alrededor. Más allá del grupo de curiosos, el birlocho descubierto de Trahern aguardaba vacío. Pero entonces la multitud se abrió para dejar paso al patrón, quien venía -apresuradamente a recibir a su hija. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro cuando la vio pero él rápidamente refrenó' esa demostración de placer.


Orlan Trahern era ligeramente más bajo que los hombres que lo rodeaban pero tenía espaldas anchas y un cuerpo sólido y fornido. Se movía con pasos lentos y llevaba su peso con facilidad, porque aunque no era delgado poseía mucha fuerza. Shanna le había visto vencer a Pitney en una competencia de fuerza por un jarro de ale. Cuando se entregaba a la risa todo su cuerpo se sacudía, aunque las carcajadas no duraban demasiado.


Shanna soltó un grito de alegría, corrió hacia su padre y le echó los brazos al cuello. Durante un fugaz momento los brazos de Trahern rodearon la esbelta cintura de su hija pero en seguida él la apartó un poco, se apoyó en su largo y nudoso bastón y la examinó con atención. Shanna emitió una carcajada clara, cristalina, recogió sus amplias faldas de linón -azul claro, bailó en un lento círculo frente a él y después lo miró nuevamente, de frente e hizo una lenta reverencia.


– Su sirvienta, señor.


– Vaya, hija. -El apretó los labios y la contempló como si la viera por primera vez-. Se diría que te has puesto aún más hermosa en este año que ha pasado.

Se volvió a medias, se caló el ancho sombrero que siempre usaba y sus ojos se posaron en el capitán Duprey.

– y como siempre -agregó- tienes hombres que corren en pos de ti para ofrecerte sus servicios.

Jean Duprey daba vueltas en sus manos al quitasol, como si buscara un lugar donde arrojado, pero finalmente se lo entregó a Shanna. Inmediatamente balbuceó una excusa acerca de que tenía que ocuparse de su barco y se retiró bajo la mirada divertida de Trahern.


– ¿Te has vuelto más tolerante con las incomodidades, muchacha? No hubiera creído que te rebajarías hasta viajar en un barco tan modesto. Es más propio de ti disfrutar de los lujos de la vida.


– Vamos, papá -dijo Shanna, sonriendo-. Sé amable. Estaba ansiosa por regresar. ¿No estás contento de verme?


Orlan Trahern aclaro ruidosamente su garganta y después miró a Pitney, quien parecía tener dificultad para mantener una expresión seria. El hacendado tendió la mano al hombre cuando éste hubo dejado los baúles en el suelo..


– Veo que se encuentra bien -dijo Trahern-. Nada le ha sucedido por haber tenido que escoltar a esta muchacha durante un año. A menudo me pregunté si había hecho bien al enviar a Ralston para que los guiara a ustedes dos, pero ahora están aquí, sanos y salvos, Y supongo que

No ha sucedido nada indebidamente desastroso.


Shanna abrió nerviosamente jul sombrilla, la hizo girar rápidamente sobre su cabeza y dirigió a su padre una sonrisa brillante.


– Vamos, hija -ordenó casi él-. Se acerca el mediodía y compartiremos unos bocados mientras me das las novedades.

Orlan palmeó a Pitney en la espalda.


– Supongo que estará ansioso de encontrarse en su casa. Refrésquese un poco y más tarde lo visitaré para jugar una partida de ajedrez primero me ocuparé de esta muchacha


El hacendado acompañó a su hija sin aparatosidad a través de la multitud que los rodeaba Y de la cual surgían manos tendidas Y gritos de saludo para Shanna. Se había corrido la voz de su arribo y todavía ahora llegaban rezagados que se unían a los curiosos. Shanna reía llena de gozo cuando veía a viejos amigos que se le acercaban. Las mujeres de la aldea se apretujaban ansiosas de observar el vestido Y el peinado de la joven a fin de enterarse de la última moda, mientras que los niños estiraban las manos para tocarle el borde del vestido. También había hombres presentes, pero los que no eran amigos de la hija de Trahern se quedaban unos pasos atrás para contemplar admirados su fabulosa belleza. Fue una marcha lenta pero llena de excitación y de la renovación de antiguas amistades.


Ayudada por su padre, Shanna subió por fin al carruaje Y el birlocho se alejó rápidamente del muelle. Shanna se apoyó en el asiento y observó las casas y los árboles que le eran tan familiares. Interiormente se preparó para lo que sabía que vendría.


Estaban lejos de la aldea y en el camino que llevaba a la mansión cuando Trahern, sin mirarla, mencionó el tema. Su voz fue tan abrupta que ella dio un leve respingo.

– ¿Ya has tenido bastante de cavilar y vacilar, hija mía? ¿Has elegido marido?

La mano atezada estaba apoyada en la gruesa rodilla y fue allí donde Shanna apoyó su mano a fin de que la sortija de oro quedara bien a la vista.


– Puedes llamarme señora Beauchamp, papá, si no quieres usar mi apellido de soltera. -Sus párpados aletearon y ella se aventuró a mirarlo por el rabillo del ojo-. Pero oh, Dios mío -agregó y trató de que su tristeza se trasluciera en su voz también hay algo que debo contarte y que es muy penoso.


Shanna sintió una sensación extraña, porque los ojos de él, del mismo color que los de ella, la miraron en silenciosa interrogación.


Incapaz de soportar esa mirada, tuvo que volver el rostro. Las lágrimas llegaron, aunque en gran parte por la vergüenza de su engaño.

– Conocí un hombre, muy gallardo, muy guapo… nos casamos. – Tragó con dificultad, como si la mentira le dejara un sabor amargo en la lengua-. Después de una breve noche de dicha… -se deshizo en llanto un momento Y en seguida se obligó a continuar él bajó de nuestro carruaje y cayó al torcerse un pie en una piedra. Antes, de que los cirujanos pudieran hacer nada, murió.


Orlan Trahern golpeó su bastón contra el piso del birlocho, con una maldición no pronunciada.


– Oh, papá -sollozó Shanna-. Tan tarde me convertí en una novia amada y tan pronto quedé viuda.

Trahern soltó un resoplido, se apartó un poco de ella y quedó en silencio, mirando a la distancia, sumido en sus pensamientos. El camino pasó entre espesos grupos de palmeras y nuevamente se extendió bajo la intensa luz del sol. La hija silenció su llanto y sólo un sollozo ocasional interrumpió el silencio hasta que llegaron a la gran mansión blanca. Violentos colores inundaban el prado de césped donde las pincianas desplegaban sus capullos escarlatas, y macizos de franchipanieros embalsamaban el aire con su dulce fragancia. La hierba, prolijamente cortada, extendiese hasta donde alcanzaba la vista, interrumpida a intervalos regulares por los grandes troncos de los altos árboles que extendían muy arriba su espeso follaje. Sólo raros rayos de luz atravesaban las ramas e iluminaban los amplios pórticos que se extendían interminablemente a lo largo del frente y de las alas de la mansión. Arquerías cubiertas, de ladrillo blanqueado, daban sombra á la terraza elevada que bordeaba la planta principal de la casa, mientras que en el primer piso, ornamentadas columnas de madera sostenían enrejados que daban intimidad a las habitaciones. La mansión tenía un tejado empinado, adornado con gabletes. Amplias puertas francesas daban fácil acceso a los pórticos desde la mayoría de las habitaciones de la casa y los pequeños cristales cuadrados del interior de las puertas brillaban con la luz e indicaban el cuidado y la atención de muchos sirvientes.

Trahern permaneció en silencio cuando el birlocho se detuvo y Shanna lo miró con cierta vacilación, temerosa de un estallido de cólera. Bajó sola del carruaje, subió la amplia escalinata de la terraza y ahí se detuvo, insegura, y miró hacia atrás. Su padre seguía inmóvil pero volvió la cabeza y la miró con expresión ceñuda. Se levantó lentamente, se apeó y subió la escalinata como si fuera dejándose llevar por su bastón. Shanna fue hasta la puerta principal, la abrió y 1o esperó. El se detuvo a varios pasos de ella y nuevamente la miró con fijeza. El asombro abandonó lentamente su rostro y fue, reemplazado por la cólera. Súbitamente levantó su bastón sobre su cabeza y 1o arrojó lejos.


– ¡Maldición, muchacha!


Shanna llevase una mano a la garganta y se apartó de él con los ojos dilatados por el temor.


– ¿Tan poco cuidas, a tus hombres? -rugió él ¡Por lo menos me hubiera gustado ver al joven!-En tono ligeramente más bajo pregunto; ¿No hubieras podido mantenerlo vivo! hasta quedar encinta?


Respetuosa de su padre, Shanna replicó suavemente: -Todavía existe esa, posibilidad, papá. Pasamos nuestra noche de bodas juntos. Enrojeció ligeramente ante la mentira, porque ahora estaba segura,

Como puede estarlo una mujer, de' que no llevaba en su seno la simiente de Ruark.


– Bah! -gruñó Trahern, pasó junto a ella pisando Fuerte y dejó que la puerta golpeara. a sus espaldas, sin molestarse en recoger su bastón.


Shanna, levantó mansamente el bastón y siguió a su padre al interior de la casa. Se detuvo un momento en e1hall de entrada cuando todos los recuerdos de los años transcurridos en la función cayeron precipitadamente sobre ella. Casi pudo imaginar que nuevamente era una chiquilla que gritaba de excitación cuando bajaba corriendo la escalera que parecía curvarse para envolver la gran araña de cristal que colgaba del, alto techo. Los prismas centelleantes de la araña, que iluminaban el salón miríadas de arco iris danzarines siempre habían sido motivo de fascinación para ella. Y recordó muy bien las veces que buscó, arrastrándose sobre pies y manos entre los helechos y plantas que adornaban el salón, el inquieto 'gatito que Pitney le había-regalado, o cuando alzaba la vista llena de respeto hacia retrato de su madre que colgaba cerca de la puerta del salón de recibir, o cuando trepaba, llena de infantil impaciencia, al gran cofre tallado que estaba debajo del retrato, mientras aguardaba que su padre regresara de los campos.

Ahora, como mujer, Shanna contempló la madera clara de la balaustrada y los paneles tallados de las puertas que daban a otras habitaciones y que brillaban con toques dorados. Aquí, y en toda la casa, abundaban los muebles franceses estilo Regencia. Ricas alfombras de Aubusson o de Persia, lacas, jade y marfil de oriente, mármoles de Italia y otros tesoros' provenientes de todo el mundo embellecían las habitaciones con muy buen gusto.

Largos corredores partían desde el vestíbulo en sentidos opuestos, hacia las alas.

A la izquierda estaban las grandes habitaciones de su padre, incluidos el estudio y la biblioteca donde trabajaba, un salón de estar, su dormitorio y una habitación donde se bañaba y vestía con la ayuda de un criado.


Las habitaciones de Shanna estaban subiendo la escalera y a la derecha, bien lejos de las de su padre. Allí, antes de llegar al dormitorio, había que pasar por el salón donde las paredes, cubiertas de suave muaré de color crema, armonizaban con los sutiles tonos de castaño, malva y vibrante turquesa de las sillas, butacas y sofá. Una lujosa alfombra Aubusson combinaba todos esos- colores en un ornamentado diseño. Las paredes del dormitorio estaban cubiertas de rica seda color malva y una alfombra malva y castaño cubría el piso. Sobre la cama colgaba un dosel de seda color de rosa y un canapé de color castaño claro aguardaba que alguien se tendiera perezosamente encima.


Los recuerdos se borraron cuando su padre se volvió y la miró con severidad. Gritó con. tanta fuerza que la araña de cristales tembló.


– ¡Berta!

La respuesta fue inmediata:

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Voy!


Los pasos ligeros del ama de llaves sonaron rápidamente en la escalera hasta que ella apareció, sin aliento y con las mejillas encendidas. La mujer, holandesa, apenas le llegaba a Shanna a los, hombros y era regordeta, redonda, con cutis claro. Nunca parecía moverse de otra forma que n_ fuera trotando Y siempre llevaba metido en el bolsillo de su delantal un plumero de plumas de avestruz. Era principalmente merced a sus esfuerzos y a su supervisión de los sirvientes que la casa se mantenía impecablemente limpia.


Berta se detuvo a un paso de Shanna y la miró maravillada. Después de la muerte de Georgiana, el ama de llaves se había hecho cargo de la casa con sus fumes modales holandeses y en más de una ocasión había observado llorosa, junto a la puerta, a su protegida que partía hacia Europa. Aunque había transcurrido apenas un año, la joven, era casi todavía una niña cuando se alejó por última vez, pero ahora se la veía majestuosa, segura de si misma, desenvuelta y aplomada, una agraciada joven de sorprendente belleza; Por eso la vieja sirvienta ahora no estaba muy segura de cómo debía tratada. Pero fue Shanna quien resolvió el problema. Abrió los brazos y al segundo siguiente las dos, muy juntas, compartían lágrimas de alegría y se besaban en las mejillas. Finalmente Berta se apartó un paso.


– Ah, mi pobre criatura. ¿Por fin has venido para quedarte? -Sin aguardar respuesta, Berta continuó hablando precipitadamente-: Sí, ese tonto de Trahern envió lejos a su propia hija. Es como para cortarle esa nariz que tiene en la cara. Y dejó que ese bobalicón de Pitney cuidara de una muchachita. ¡Ese buey enorme, bah!


Trahern se puso aún más furioso al oírla y gritó llamando a Milán para que le trajera ron y bitter pues sentía necesidad de libar copiosamente. Berta chasqueó la lengua y sus ojos azules bailaron de alegría cuando volvió a mirar a la joven.


– Déjame mirarte. Sí, apostaría un guilder a que los, has enloquecido a todos. Estás hermosa, querida, y te eché mucho de menos.


– ¡Oh, Berta! -exclamó Shanna, extasiada-. ¡Me siento tan feliz de encontrarme en casa!


Jasón, el portero, llegó desde la trasera y a la vista de Shanna su rostro moreno se iluminó de placer.


– ¡Vaya, la señorita Shanna! -Corrió hacia ella y le tomó las manos extendidas. Como siempre, la voz bien educada de él sorprendió a Shanna-. Señor, esta criatura ha traído el sol con su regreso. Su padre estaba muy deseoso de verla.


Un sonoro carraspeo indicó que Trahern todavía estaba donde podía oírlos, pero Shanna igualmente rió dichosa. Por fin estaba en su casa y nada podría estropearle esa felicidad.


La necesidad de depósitos cerrados no era crítica en este clima benigno y las construcciones que rodeaban el área del muelle eran en su mayor parte solamente techos sostenidos por columnas de madera. Debajo de uno de esos cobertizos, John Ruark y sus compañeros aguardaban sentados en cuclillas. Sus barbas habían sido afeitadas y sus melenas cortadas bien cortas. Después de entregarles un fuerte jabón de lejía fueron llevados al castillo de proa y bañados con las mangas de las bombas del barco. Algunos de los hombres gritaron cuando el fuerte jabón tocó las heridas que tenían, pero Ruark disfrutó del baño. Había pasado casi un mes entero tendido en su cubículo con sólo ejercicios ocasionales en la cubierta para estirar los músculos acalambrados. La comida durante el viaje había sido abundante, pero empezó a resultar desesperante cuando pareció que en el mundo no quedaba para comer otra cosa que carne salada, frijoles y galletas acompañadas, de agua maloliente.


John Ruark sonrió lentamente y se pasó la mano por la nuca para familiarizarse con su corto cabello negro. Estaba vestido como los demás, con pantalones nuevos de dril, y calzado con sandalias. Las ropas eran todas de una misma medida y uniformemente grandes para él y sus ocho compañeros. Junto con los artículos provistos había un ancho sombrero de paja; una camisa blanca suelta y un pequeño saco de lona. Este último permaneció vacío hasta que llevaron al grupo a la tienda de Trahern donde les dieron un tazón y una brocha para afeitarse, un cortaplumas con mango de madera, dos mudas más de ropa y varias toallas, junto con una cantidad del fuerte jabón y una admonición para que lo usaran con frecuencia.


Cuando cesó la leve brisa el calor se hizo intenso bajo el techo del cobertizo. Un solo supervisor los vigi1aba y hubiera sido muy fácil escapar. Pero John Ruark pensó que hubiese sido necesario muy poco esfuerzo para capturadlos, porque tarde o temprano un hombre habría tenido que salir de la jungla y no había otro lugar adonde ir.


Observó atentamente todo cuanto lo rodeaba mientras tironeaba distraídamente de la floja rodillera de sus pantalones de lona. Esperaban al hacendado Trahern; les habían informado que él tenía la costumbre de inspeccionar y dirigidas la palabra a todos los recién llegados. Ruark estaba ansioso de conocer al famoso "lord" Trahern pero aguardaba pacientemente con los demás, manteniéndose cuidadosamente en el último lugar de la fila. Todavía estaba vivo y en el único lugar en el mundo donde quería estar, es decir, en el mismo lugar donde se encontraba Shanna Trahern. ¿O debía llamada Shanna Beauchamp?

Rió para sí mismo. Ella se había ganado el apellido mientras que él, por la misma serie de acontecimientos, lo había perdido; yeso era otro asunto que tendría que arreglar.


Sus cavilaciones fueron interrumpidas por el arribo del birlocho abierto que se había llevado a Shanna del muelle. El hombre alto y flaco llamado Ralston fue el primero que se apeó, y tras él lo hizo el hombre

a quien Ruark viera horas antes saludando a Shanna. Dedujo que éste era el temido hacendado Trahern.


Ruark observó con interés mientras el hombre se acercaba. La actitud del hacendado era autoritaria. Era un hombre corpulento, majestuoso, y había a su alrededor un halo de poder. En marcado contraste con las ropas oscuras de su magro compañero, tenía medias inmaculadamente blancas y zapatos de cuero negro con hebillas de oro. Sus calzones eran de lino blanco, prácticos y frescos. Su largo chaleco era de la misma tela y blanco, como la camisa, en la cual llamaba la atención la ausencia de volantes y bordados. Un sombrero de paja inmenso, de alas anchas, copa baja; finamente tejido, daba sombra a su rostro. Llevaba en sus manos un bastón largo, evidentemente muy usado, como si fuera su insignia de mando.


Los dos hombres se acercaron al cobertizo y después de saludarlos, el supervisor que los vigilaba ordenó a los recién llegados que se pusieran de pie y formaran una fila. El hacendado tomó un paquete que le tendió. Ralston, desplegó un papel que estudió un momento y se acercó al primer hombre de la fila.


– ¿Su nombre? -preguntó bruscamente. El siervo respondió con un murmullo y su nuevo amo hizo una marca en su papel y procedió a inspeccionar cuidadosamente su compra. Palpó el brazo del hombre, apreció su musculatura y estudió las manos en busca de callosidades.


– Abra la boca -ordenó Trahern-. Veamos sus dientes. El hombre obedeció y el hacendado sacudió la cabeza casi con tristeza e hizo varias anotaciones en su libreta. Se acercó al segundo siervo y repitió el ritual. Después del tercero, se volvió hacia Ralston.


– ¡Maldición, hombre! -exclamó Trahern-. Me ha traído un grupo lamentable. ¿Estos fueron los mejores que pudo conseguir?


– Lo siento, señor -dijo Ralston, acobardado bajo la mirada ceñuda del otro.-

Fueron todo lo que pude conseguir por amor o dinero. Quizá los habrá mejores en primavera, si el invierno es lo suficientemente duro.


– ¡Bah! -replicó Trahern_. Un precio muy alto, ciertamente y todos de la prisión de deudores.


Ruark enarcó levemente las cejas cuando oyó el comentario del hombre. El hacendado no estaba enterado de que había comprado a un reo condenado a muerte. Ruark pensó esto un momento y el efecto que podría tener en él. Levantó la mirada y sorprendió a Ralston mirándolo ceñudo. Ajá, esto fue obra del señor Ralston, dedujo Ruark, y si no quería regresar a Londres para que lo ahorcaran, tendría que seguir el juego.


Después de un atento examen del octavo hombre, Trahern llegó frente a Ruark y se detuvo repentinamente. Sus ojos se entrecerraron cuando examinó al último del grupo. Los ojos color ámbar de Ruark revelaban un nivel de inteligencia superior al término medio y la sonrisa que le bailaba en los labios era extrañamente inquietante. Notablemente diferente del resto, éste era esbelto y musculoso, con espaldas anchas y brazos fuertes, erecto, con las piernas rectas de un hombre joven. No había flaccidez en él y el vientre, plano y duro, indicaba salud y juventud. Era raro que un joven como éste pudiera ser hallado en una subasta de condenados por deudas.


Trahern consultó su lista y encontró el nombre que quedaba.


– Usted es John Ruark -declaró más que preguntó y se sorprendió de la rápida y fluida respuesta del individuo..


– Sí, señor. -Ruark fingió un ligero acento para disimular su origen. Demasiados isleños se mostraban desconfiados de los originarios de las colonias de tierra firme-. Y sé leer, escribir y calcular.


Trahern ladeó la cabeza, como absorbiendo cada palabra.


– Mi espalda es fuerte y mis dientes son sanos. -Ruark abrió la boca y Por un momento exhibió un relámpago de blancura-. Puedo levantar mi propio peso, bien alimentado, por supuesto, y espero demostrar que soy digno de todo lo que su familia ha invertido en mí.


– Mi esposa está muerta. Solo tengo una hija -murmuró Trahern distraídamente y en seguida se reprochó silenciosamente por haber dialogado con el hombre-. Pero usted es un colonial, de Nueva York o de Boston, supongo. ¿Cómo fue que llegó a que lo subastaran por deudas?

Ruark aspiró profundamente y se rascó el mentón.

– Un leve malentendido con varios soldados. El magistrado no tuvo ninguna consideración y prefirió creerles a ellos y no a mí. No era del todo falso. Ruark no había tomado bien que lo arrancaran violentamente de su profundo sueño y reaccionó instintivamente, rompiéndole la mandíbula al capitán, como se enteró después.


Trahern asintió lentamente con la cabeza y pareció que había aceptado la explicación, hasta que habló:

– Usted es un hombre de cierta sabiduría y creo que hay muchas cosas más en su historia, pero -se alzó de hombros- eso ya pertenece al pasado. Poco me importa lo que usted fue, sólo lo que es.


El siervo, John Ruark, reflexionó silenciosamente sobre su amo y se dio cuenta de que tendría que proceder con mucho cuidado cuando tratara con él, porque el hombre era inteligente y astuto, tal como se

Rumoreaba. Empero, la verdad tenía una forma de salir a la luz y puesto que no pudo encontrar palabras dignas de su esfuerzo, Ruark contuvo la lengua.


Trahern se apartó de él y se ubicó frente a la fila de hombres, con las piernas bien separadas y las manos apoyadas en el pomo de su largo bastón. Los observó lentamente.


– Esto es Los Camellos-empezó-. El nombre fue puesto por un español pero me fue cedido a mí. Yo soy alcalde, alguacil y juez aquí. Ustedes me han sido vendidos en servidumbre por deudas impagas. Serán informados de esas deudas y de su disminución cuando lo soliciten a mi tenedor de libros. Se les pagará los domingos y los días de fiesta pero las ausencias por enfermedad serán por cuenta de ustedes. Su paga será de seis peniques por cada día de trabajo.

El primer día de cada mes recibirán, por cada día que hayan trabajado, dos peniques para sus necesidades, dos peniques contra sus deudas y dos peniques que serán devueltos por su manutención.

Si trabajan duro y adelantan, recibirán más y podremos, ajustar los pagos como crean conveniente. -Hizo una pausa Y miró a Ruark-. Espero que algunos de ustedes paguen sus deudas nada más que en cinco o seis años. Entonces podrán trabajar por su pasaje de regreso a Inglaterra o donde prefieran marcharse, o podrán, si 1o desean, establecerse aquí. Se les ha dado 1o necesario para que se vistan y se mantengan limpios. Cuiden su ropa, porque cualquier otra cosa que reciban tendrán que pagarla. Pasará un tiempo antes de que puedan tener algún dinero y aun entonces será muy poco.


Trahern hizo una pausa y mantuvo el silencio hasta que todos le prestaron atención.


– Aquí hay dos formas de meterse en serias dificultades. La primera es maltratar o robar cualquier cosa de mi propiedad, Y aquí casi todo es mío. La segunda es molestar o fastidiar a cualquiera de las personas que

ya están aquí. ¿Alguna pregunta?


Esperó, pero nadie habló. El hacendado relajó su postura y continuó.


– Se les darán tres días de tareas livianas para que se recobren del viaje. Después de eso se esperará que ustedes pasen las horas de luz diurna en trabajo productivo. Empezarán a trabajar el día después de Navidad. Buenos días a todos.


Sin mirar atrás, subió a su carruaje y dejó a Ralston a cargo de ellos. El hombre flaco se les acercó cuando el birlocho partió. Golpeó la palma de su mano enguantada con la siempre presente fusta y empezó a hablar.


– Esta es la forma que tiene el hacendado Trahern de mostrarse blando con sus esclavos. -Su tono despectivo fue apenas detectable-. Tengan la seguridad de que yo no seré así, pero ahora debo ocuparme de otros asuntos. Serán alojados en un viejo establo cerca del pueblo hasta que vayan a los campos, y se les dará trabajo liviano en el muelle o en la plantación. Este hombre -señaló al que los custodiaba- será el capataz de ustedes. El informará de cualquier cosa a mí o a Trahern. Hasta que hayan sido considerados dignos de confianza, se mantendrán cerca del establo todo el tiempo que no estén trabajando. Si todavía no lo han notado -señaló con su fusta las colinas y después la playa aquí no hay lugar donde esconderse, por 1o menos por mucho tiempo. -A continuación, pareció casi apenado y dijo-: Se les dará tiempo para que descansen Y se los alimentará bien. -Con las palabras siguientes pareció animarse más-: Pero se esperará de ustedes que se ganen 1o que coman y algo más.


Bruscamente, hizo un gesto al guardia.


– Lléveselos. A todos menos a éste. -Señaló a Ruark.


Cuando los otros se marcharon, se acercó a Ruark y le habló en voz baja.


– Usted parece abrigar algunas dudas sobre su posición aquí. Ralston esperó pero Ruark le devolvió la mirada en silencio, y los labios del agente se curvaron en una mueca despectiva.


– A menos que desee regresar a Inglaterra para que lo cuelguen, le advierto que le conviene mantener la boca cerrada. Los ojos de Ruark no vacilaron ni él hizo ningún comentario. El hombre le había hecho un gran favor, aunque seguramente no se daba cuenta de hasta qué grado.


– Vaya con los otros -dijo Ralston, y señaló con la cabeza hacia la fila de hombres que se alejaban. Ruark se apresuró a obedecer y no le dio motivos de irritación.


Los barcos de Trahern surcaban las aguas del sur y se mantenían alejados del Atlántico Norte, donde rugían fuertes tormentas y los témpanos de hielo tornaban peligrosos los viajes. Llevaban a las islas vistosas chucherías, coloridas sedas y otros productos del continente europeo y regresaban con materias primas que en el verano eran enviadas al norte. En las laderas meridionales de la isla se despejaban nuevos campos y los troncos así obtenidos eran arrojados al mar desde los acantilados para que los recogieran barcos pequeños que los llevaban a puertos más grandes, donde en los aserraderos los convertían en la tan necesaria madera aserrada.


Grupos de trabajadores se trasladaban de un campo a otro a medida que el trabajo lo requería.


Habitualmente, sus primeras tareas eran rehabilitar o construir alojamientos para los capataces y ellos mismos. La regla eran sencillas chozas con techo de paja y media pared, lo bastante sólidas para proporcionar protección de la lluvia o del constante sol.


John Ruark fue entregado rápidamente a, uno de estos capataces. Mostrase diligente en su labor y ofreció muchas ideas para mejorar el trabajo. Fue bajo su dirección que un arroyo fue desviado hacia un canal, y ya no fue necesario arrastrar laboriosamente los troncos hasta el borde del acantilado sino que se los hizo deslizar por el canal, merced a su propio peso, de modo que llegaban rápidamente al mar, ahorrando así muchas fatigas a hombres y a mulas. El capataz quedó muy agradecido a este brillante joven, porque los trabajadores hábiles eran bastante escasos y hasta las mulas se cansaban rápidamente en el aplastante calor. El capataz mencionó el nombre del siervo en su informe a Trahern.


John Ruark fue destinado a otro grupo encargado de cosechar la caña de invierno antes de que llegaran los meses secos. Allí, les enseñó a quemar los campos, lo cual reducía la planta a un tallo chamuscado, todavía rico en jugos, a la vez que eliminaba arañas e insectos ponzoñosos que hubieran reducido aún más la cantidad de trabajadores. Modificó el pequeño trapiche para que pudiera hacerlo girar una mula en vez de la media docena de hombres -que se necesitaban habitualmente. Nuevamente el nombre de Ruark apareció en los informes.


No pasó mucho tiempo antes de que sus conocimientos de maquinarias se hicieran conocidos en la isla y los capataces se lo empezaran a pasar unos a otros para que resolviera sus problemas. A veces la tarea era fácil, a veces difícil, y como sucedió con la quema de los campos, él tenía que probar la validez de sus ideas. Empero, progresaba continuamente. Su paga fue duplicada y pronto triplicada. Sus posesiones aumentaron a una mula que le entregó un comerciante de la aldea por trabajos realizados en sus momentos libres.


Por encima de todos sus talentos poseía un don especial para los caballos, y el brioso semental Attila le fue traído cojeando por un tendón desgarrado en una pata delantera. Cuando John Ruark supo que el animal era el favorito de la hija de Trahern lo cuidó amorosamente, frotó con linimento el miembro lesionado y aplicó una apretada venda. Con paciencia, hizo caminar y mimó al animal hasta que éste aprendió a comer azúcar de su mano, algo que ni siquiera había conseguido la joven ama. Le enseñó a acudir cuando el lo llamaba con un silbido especial y entonces lo declaró sano y lo envió nuevamente a la joven.


Para Shanna, el regreso del caballo fue motivo de gran alegría. Ella pasaba los días cabalgando o nadando en el mar de cristal, zambulléndose bajo su superficie y en ocasiones arponeando algunos peces comestibles para añadidos a la mesa de la mansión.


Shanna renovaba su amistad con la gente de Los Camellos y se ocupaba del bienestar de las familias más necesitadas. Una de sus mayores preocupaciones era que en los últimos años no habían podido encontrar un maestro para los niños, y la pequeña escuela que había construido su padre permanecía vacía. En su mayor parte, sus días deslizábanse en un perezoso idilio, como perlas en un collar. Otros barcos se detenían en Los Camellos para comerciar y sus oficiales habitualmente cenaban en la mansión y daban a Shanna una excusa para vestirse apropiadamente y agasajarlos con su ingenio efervescente. Ella era la señora de la isla, la hija de Trahern, y casi daba trabajo recordar constantemente a todos que ahora era la señora Beauchamp.-Era para ella una época dichosa, un interludio de paz con obligaciones suficientes mezcladas con el placer a fin de que no llegara a aburrirse. Los recuerdos desagradables que la habían acosado empezaban por fin a borrarse.

Una tarde, ya bien entrado febrero, Shanna pidió que le preparasen a Attila. y se dispuso a realizar una agradable cabalgata. Tomó el camino central entre las colinas, cerca de los campos de caña de azúcar, muy cerca de los grupos de hombres que su padre le había advertido a menudo que eran peligrosos, aunque pocos en Los Camellos se hubieran atrevido a molestar a la hija de Trahern. Sin embargo, no era prudente tentar al destino y aquí, en los cañaverales, los hombres trabajaban día por medio.

Sin embargo, Shanna era muy de aventurarse donde le diera la gana, sin pensar mucho en las consecuencias.


Era un día caluroso y los cascos de Attila levantaban nubeci1las de polvo que quedaban flotando perezosamente sobre el camino.

Después de haber pasado entre las colinas, Shanna empezaba a descender la cuesta del norte cuando vio a un hombre que venía con una mula.


Por sus ropas era uno de los siervos, aunque su vestimenta había sido curiosamente alterada. llevaba el familiar sombrero de alas anchas y su camisa estaba cruzada sobre el lomo de la mula, pero tenía los pantalones arremangados por encima de las rodillas. Su espalda estaba tostada por el sol y los músculos vibrantes indicaban una fuerza ágil y pronta.


Attila resopló y sacudió la cabeza. Shanna hubiera querido hacer desviar a su montura a fin de dejar paso al hombre, pero cuando se cruzó con el siervo este tendió un brazo tostado por el sol y aferró firmemente

Las riendas del caballo. En cualquier otra ocasión, Attila se hubiese revelado y apartado violentamente del desconocido, pero ahora se limitó a relinchar- y a acariciar con los belfos el brazo extendido. Shanna, momentáneamente atónita por la reacción del corcel, al principio sólo pudo observar con ojos dilatados mientras el caballo acariciaba al individuo. Pero en seguida se recobró y se sintió furiosa por esta incursión en su libertad. Abrió la boca para exigir que soltara la rienda. El hombre se volvió y la ira de ella desapareció. Dejó caer la mandíbula mientras una incredulidad abrumadora le atontaba el cerebro.


– ¡Tú! -dijo, semiahogada.


Los ojos color ámbar la miraron burlones.

– Sí, Shanna. Soy el bueno de John Ruark, a tu servicio. Se diría que tu, amor mío, has ganado un nombre mientras que yo perdí el mío.-Sonrió con confianza-. Pero es claro que no sucede muy a menudo que un hombre pueda burlar tanto al verdugo como a su esposa.


Shanna recobró algo de cordura pero con ella había cierta dosis de pánico.


– ¡Suelta! -estalló y tiró de las riendas. Hubiera querido huir, pero el peso de Ruark mantuvo al corcel inmóvil. La voz de Shanna se quebró por el miedo que sentía-. ¡Suelta!


– Tranquila, amor mío. -Los ojos color ámbar relucieron como metal duro-. Tenemos un asunto que discutir.


– ¡No! -dijo ella, casi en un chillido, casi en un sollozo. Levantó la fusta como para golpearlo pero la misma le fue arrancada de las manos y sintió que la tomaban con fuerza de la muñeca.


– Por Dios, Shanna -dijo él, en tono amenazante- tú tendrás que escucharme.


Las manos de él la tomaron de la cintura Y la levantaron de la silla como si fuera una criatura, para dejarla en seguida en el suelo frente a él.


Shanna luchó frenéticamente Y empujó con sus pequeñas manos enguantadas el pecho moreno y velludo que parecía llenar toda su visión. El le dio una brusca sacudida que hizo que el sombrero de Shanna cayera al suelo, sobre la hierba, y que el prolijo rodete de cabellos dorados se deshiciera en una cascada que cayó sobre la espalda.


Shanna finalmente se calmó y miró con fijeza dentro de esos ojos llameantes.


– Así está mejor -dijo Ruark y aflojó un poco la mano con que la tenía de la muñeca.


Shanna reunió unas fuerzas que no sentía del todo y levantó su tembloroso mentón.


– ¿Crees que tengo miedo de ti? -,-dijo desafiante.


Los blancos dientes relampaguearon contrastando con la piel bronceada cuando él rió, y Shanna no pudo deJar de notar el parecido que él tenía con un atezado pirata. LA palidez de la cárcel había desaparecido, y en su lugar la piel tostada brillaba con el saludable sudor de alguien que ahora goza de su libertad.


– Sí, mi amada esposa -se burló él-. Y quizá tengas motivos. Hicks me declaró loco después que tú me traicionaste y yo sentí un violento deseo de vengarme de mi bella esposa.


El color desapareció de las mejillas de Shanna cuando las palabras de él le hicieron recordar 1o que había dicho Pitney. Con un sollozo ahogado, renovó sus esfuerzos por escapar pero debió resignarse, en silenciosa agonía, cuando los dedos de él se cerraron como una cruel tenaza.


– Quieta -ordenó Ruark, Y Shanna no tuvo más remedio que obedecer.


Estaba lejos de someterse aunque seguía temblando violentamente de miedo.


– ¡Si no me sueltas, gritaré hasta que te cuelguen! ¡Y esta vez no fallará! ¡Maldición! ¡Haré que toda la isla acuda a mis gritos!


– ¿De veras, querida? -dijo él despreocupadamente-. ¿Y qué dirá entonces tu padre de nuestro casamiento?

Picada por el tono de él, ella replicó: – ¿Entonces qué te propones hacer? ¿Violarme?


Ruark rió cáusticamente.


– No temas, Shanna -dijo-. No tengo ninguna clase de urgencia. por tumbarte entre esta enmarañada maleza.

Ella estaba desconcertada. ¿ Qué quería él? ¿No sería posible comprado?


Como si le hubiera leído los pensamientos, Ruark aclaró las cosas:


– y no quiero nada de las riquezas de tu padre -dijo- así que si piensas sobornarme, perderás el tiempo.


Levantó su frente atezada, miró las mejillas enrojecidas y la boca trémula de ella. Bajó la mirada y la fijó en el pecho agitado, hasta que Shanna se preguntó si él podía ver a través de su traje de amazona. Bajo la mirada fija y penetrante de él, sintió que los pechos ardían y no pudo controlar su rápida respiración. Llena de vacilación, cruzó los brazos sobre, el pecho como si estuviera desnuda ante esa mirada. Ruark sonrió perversamente y la miró otra vez a los ojos.


– En la cárcel -dijo- mi mente era torturada por tu belleza y no pude olvidar ni el más pequeño.detalle de ti en mis brazos. Esa imagen quedó grabada en mi memoria como si tú me hubieras marcado a fuego.


La miró un largo momento con un brillo semienloquecido en los ojos que hizo que Shanna dudara de su propia cordura por haberlo buscado una vez. Entonces él sonrió y se mostró más gentil.


– Encontraré la forma de pasar entre las espinas y, arrancar la rosa -prometió.


Su mano subió por la espalda de ella hasta los rizos sedosos y los tocó suavemente. Su sonrisa se amplió

en una mueca disoluta, más propia del Ruark que Shanna conoció en el coche. Súbitamente, ella pensó que él no estaba loco sino inclinado a la venganza..


– No tengo intención de revelar tu secreto, Shanna, pero te he dado todo lo, que me correspondía darte según el pacto. Lo único que falta es tu parte del acuerdo y, querida mía, no descansaré hasta conseguirla.


– La mente de Shanna giraba sin rumbos en círculos cada vez más amplios,


– ¡Nada de pactos! -gritó, irguiéndose ante él-. ¡No hay pacto! ¡Tú no has muerto!


– ¡El pacto sigue vigente! -replicó él-. Tienes mi apellido y todo lo que deseabas. Yo no tengo la culpa de que Hicks sea codicioso. Pero quiero mi parte del convenio, toda una noche contigo como mi esposa, a solas, y sin nadie que abra la puerta para arrancarme de tu lado. -La miró fijamente-. Creo que a ti también te gustará.


– No -susurró Shanna, avergonzada por el recuerdo de su propia respuesta a las caricias de él-. El matrimonio se consumó. Conténtate con eso.


Ruark rió despectivamente.

– Si no eres suficiente mujer para saberlo, mi adorada inocente, apenas habíamos comenzado y de ninguna manera se consumó. Una noche entera, no menos, Shanna. ¡Eso es lo que deseo!

Era mejor seguirle el juego y no irritarlo, pensó ella, por lo menos hasta que pudiera escapar, y entonces Pitney…


Ruark entrecerró los ojos en gesto de advertencia.


– Aunque tu feminidad es lastimosamente escasa, Shanna, yo he burlado al verdugo para encontrarte. Si lanzas en pos de mí a los perros o a ese gandul de Pitney o a tu padre, yo me les escaparé. Y te juro que vendré a reclamar lo que me debes. Y ahora, mi amante esposa…


La soltó y tomó a Attila de la brida haciéndolo volverse. Se agachó y unió las manos para que ella pisara para montar; Shanna, ansiosa de alejarse, no vaciló. Puso una mano sobre el hombro musculoso de él, y se acomodó sobre la silla. Ahogó una exclamación cuando él levantó atrevidamente una mano y calzó la rodilla de ella alrededor del arzón. Shanna tomó las riendas, hizo volver al caballo y lo azuzó con el talón hasta que salieron al galope por el camino. La risa baja y burlona de Ruark siguió sonando en sus oídos hasta mucho después de haberlo perdido de vista.


Frente a la gran mansión blanca, Shanna detuvo el caballo y se dejó caer de la silla. Un sirviente tuvo que correr por el prado de césped hasta alcanzar al animal.


Shanna pasó corriendo junto a Berta -quien se detuvo sorprendida- subió la escalera, entró en su saloncito y cerró la puerta violentamente. En seguida le echó llave para evitar cualquier intromisión. y se apoyó de espaldas, casi sin aliento.


– ¡Está vivo! -exclamó.


Arrojó sus guantes de montar sobre el pequeño escritorio y fue a su dormitorio. Dejó las botas y el traje de amazona en un descuidado montón sobre la espesa alfombra. Cubierta solamente con la delgada camisa, empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro.


– ¡Está vivo! -exclamó-. ¡Está vivo!


Había una terrible, desagradable sensación en la boca de su estómago; sin embargo, cerca de su corazón, que palpitaba con fuerza en su pecho, florecía una curiosa sensación de júbilo, hasta de liberación. Tras el remolino de sus pensamientos, se le ocurrió que se había sentido encadenada. por la muerte de un hombre por su propio beneficio. El sueño recurrente de ese cuello musculoso retorcido por una cuerda fue borrado de su mente y la visión de un cadáver corrompiéndose en una caja de madera desapareció para no volver jamás.

– ¿Pero cómo? Yo vi cuando lo sepultaron. ¿Cómo… puede… ser? Con expresión de profundo desconcierto, siguió caminando por su dormitorio y pensando en este enigma.


¿Un siervo? Ralston era el responsable de todos los siervos que llegaban a Los Camellos. ¿Pero cómo llegó Ruark? ¿En el Hampstead? No, en ese barco no llegaron siervos. ¡Solamente en el Marguerite!


¡Santo Dios! ¡Directamente debajo de sus narices! Sintió la amenaza de una risa histérica y se arrojó de espaldas a través de la cama. Se cubrió los ojos con el brazo como si quisiera anular la visión de esos sonrientes ojos color ámbar.

Загрузка...