CAPITULO VEINTISIETE

Las familias, ahora reunidas en una, se felicitaban mutuamente, y realmente no tuvieron que aguardar mucho antes que Shanna y Ruark bajaran al salón. Como había imaginado Nathanial, cuando la puerta del dormitorio está permanentemente entreabierta, ni siquiera una pareja de enamorados tiene mucho que hacer. Ruark se acercó a Trahern, tomó la mano del hacendado y puso en ella un saquito.


– Contiene piezas de oro de cincuenta libras, señor -anunció-. Hay treinta de ellas. El precio de mi libertad. Mil quinientas libras.


– Ruark aguardó un momento mientras Trahern sopesaba el saquito con la mano experta de un comerciante, Si usted quiere ser tan amable de firmar mis papeles como que ya están pagados…


Trahern buscó en el bolsillo interior de su chaqueta de terciopelo y sacó un paquete que entregó a Ruark sin abrirlo.


– Han estado firmados desde que usted me devolvió a mi hija.


– Una decisión precipitada, señor -sonrió Ruark-. Ahora vuelvo a quitársela.


– ¡Maldición! -exclamó Trahern con furia fingida-. Es injusto que deba perder a mi hija y a mi siervo más valioso al mismo tiempo.


– Usted no ha perdido nada, señor -le aseguró Ruark-. Nunca se verá libre de nosotros dos. -Atrajo suavemente a Shanna a su lado y la miró sonriente-. y Dios mediante, dejaremos en su puerta muchos problemas más pequeños.


George suspiró con evidente alivio y se quitó sus gafas rotas.


– Me habían pedido que no me las quitara -dijo- para que ustedes no notaran el parecido entre mi hijo y yo, y ahora me alegro de que el secreto se haya descubierto, a fin de poder ver nuevamente con claridad. -Sus ojos dorados chispearon cuando sonrió a Shanna y la tomó de la mano-. Mi hijo ha hecho una elección excelente. Eres un orgullo para la familia, Shanna.


Garland se adelantó vacilante, con su hijita en brazos.


– Siento mucho haber irrumpido para causar todo este disturbio, y espero que me perdones.


– ¿Eres melliza con Gabrielle? -preguntó Shanna.


– Naturalmente -rió Garland-, pero Ruark y yo siempre nos hemos parecido más que los otros. Y eso confunde a la gente cuando se enteran de que soy melliza con Gabrielle. Ruark y yo nos parecemos a nuestro padre mientras que los otros salen a mamá.


La criatura se agitó en los brazos de Garland y Shanna miró fascinada mientras la niñita bostezaba y estiraba sus bracitos.


– ¿Puedo tenerla en brazos un momento? -preguntó suavemente. -Oh, sí, por supuesto. Aquí tienes.


– Es tan pequeñita -dijo Shanna, sorprendida.


– Oh, todos lo son al principio -le aseguró Garland-. Ya lo verás.


Orlan Trahern se sentó con una sonrisa de satisfacción. Todavía quedaban muchas cosas por explicar, pero confiaba en que ello sucedería oportunamente.


Fue un momento de regocijo para todos. Hasta Hergus, la criada, que tanto había sufrido bajo el peso de su secreto, sonrió desde la puerta al contemplar la felicidad de Shanna. Pitney, también, Sintióse orgulloso de su a veces dudoso papel en ese matrimonio. Sin embargo, también él sentía que faltaba encontrar la respuesta a muchas preguntas. Y esa inquietud pronto se extendió a todos los demás.

Regresó Ralston, y casi inmediatamente se formó una atmósfera opresiva sobre el hasta hacía unos momentos feliz grupo de personas. El hombre flaco entregó su larga capa al criado y entró en el salón. Miró la reunión como si buscara algún -indicio y después vio el pie vendado de Trahern.


– Yo… -empezó vacilante-. Yo hubiera llevado mi caballo al establo, pero desde el camino no vi más ese lugar.


Trahern rió por lo bajo.


– Para encontrar el establo hay que mirar al suelo. -Como Ralston lo miró sin comprender, explicó-: Anoche ardió hasta los cimientos y sólo quedan cenizas. -Orlan se detuvo y observó un momento a su agente-. Ahora que lo pienso, a usted no lo vi allí. ¿Dónde ha estado?


– Perdone, señor -se apresuró a responder Ralston-. Tuve noticias de un conocido que vive en Mill Place y fui a visitarlo. ¿Pero dice usted que el establo ardió?


– Ajá -gruñó Pitney-. Parece que usted se perdió todo el incendio. -Dejó flotando su afirmación, como si fuera una pregunta.


Ralston se encogió de hombros.


– Cuando encontré a ese hombre, era demasiado tarde para regresar Y él me insistió en que me quedara a pasar la noche. No me pareció que sería desusado. ¿Tuvo usted necesidad de mí, señor?


Trahern hizo un gesto con la mano.


– No sabía que tenía amigos en las colonias, eso es todo.


Ralston se puso rígido.


– Un amigo de la familia, nada más. Un individuo temerario, dado a especulaciones imprudentes. Incapaz de apreciar los aspectos más finos de los buenos modales ingleses.


Ruark levantó las cejas con expresión de duda. Podía imaginar muy bien la alegría de una velada en compañía de Ralston.


– Parece haber perdido su fusta de montar, señor Ralston -comentó Pitney como por casualidad.


– ¡Perdido! ¡Hum! -dijo Ralston, con algo de irritación-. La dejé mientras mi caballo era ensillado ayer, Y cuando estuve listo para partir, no pude encontrada. No tuve tiempo de interrogar al caballerizo pues tenía prisa, pero tenga la seguridad de que haré que la devuelva o sufra el castigo merecido por su latrocinio.


George Beauchamp quiso replicar, molesto por la sugerencia de que un empleado suyo era el responsable, pero Amelia 1o detuvo poniéndole una mano en el brazo.


– ¡Basta! -dijo Trahern-. Ya ha habido mucho alboroto sobre el incendio y ese bruto animal que tiene el andar de un caballo de tiro y que no sabe dónde pone sus patas. -Tocó su pie vendado con el extremo de su bastón-. Si alguna vez vuelvo a tocar a esa mula, será con el extremo más grueso de mi bastón.


– Vamos, papá -dijo Shanna, saliendo en defensa de Attila-. Se dice muy acertadamente que quien baila con un caballo debe tener los pies excepcionalmente ligeros.


El coro de risas duró unos instantes y se apagó rápidamente. Ralston no sonrió, pero controló su reloj con el que estaba sobre la repisa de la chimenea. La conversación se volvió tensa y se produjeron largos períodos de silencio.


Fue en uno de esos pesados momentos que Trahern empezó a tamborilear los dedos sobre el brazo de su sillón. De pronto se detuvo, levantó lentamente la mano y la miró fijamente. El tamborileo continuó, y todos los ojos de los que estaban en el salón se posaron en él.


El sonido se convirtió en ruido de cascos que se acercaban al galope, y Charlotte fue hasta la ventana mientras una voz estentórea gritaba una serie de órdenes ininteligibles, y el ruido de cascos cesaba.


– Soldados -informó Charlotte desde la ventana-. Alrededor de una docena. En la excitación del momento, sólo Pitney notó que Ralston sonreía satisfecho Y dirigía a Ruark una mirada cargada de rencor.


Llamaron a la puerta y poco después el criado hizo entrar a un oficial inglés al salón. Ruark estaba de pie, con la espalda hacia la chimenea, pero cuando el hombre entró, inmediatamente dio la espalda al centro de la habitación, se apoyó en la repisa y clavó la vista en las llamas del hogar. Dos soldados con mosquetes siguieron al oficial y se ubicaron a cada lado de la puerta.


– Mayor Edward Carter, del destacamento de Virginia del Regimiento Nueve de Fusileros de Su Majestad -anunció el oficial.


– Hacendado George Beauchamp. -George se adelantó y tendió su mano, que fue estrechada brevemente por el otro-. Propietario de esta casa y estas tierras por concesión real.


El mayor Carter asintió con la cabeza pero siguió rígido y formal.


– Estoy en misión de Su Majestad -informó a George-. Solicito respetuosamente que se permita a mis hombres darles de beber a sus caballos y ponerlos en el establo. Puesto que nos quedaremos a pasar la noche, también solicito alojamiento para mis hombres.


El mayor de los Beauchamps miró con pena al oficial.


– Parece que no tenemos establo, mayor. Pero hay otros graneros, y estoy seguro de que podremos acomodar a sus hombres.


– Donde a usted le sea más cómodo, señor. -El mayor se aflojó un poco-. No quiero molestarlo en lo más mínimo. -Se aclaró la garganta-. Ahora, en cuanto a lo que me ha traído hasta aquí, me han informado que un asesino fugitivo se encuentra en esta casa. Según una carta sin firma que me llegó desde Richmond, el hombre se hace pasar por John Ruark.


El silencio cayó sobre el salón como una pesada mortaja. Sé hubiera podido oír el ruido de una pluma cayendo sobre la alfombra. Solamente Pitney no dio señales de sorpresa. Shanna no se atrevió a moverse, aunque miró discretamente a Ruark. Con un suspiro de resignación, Ruark se volvió y miró resueltamente al mayor, con una sonrisa en los labios.


– Me entrego, mayor Carter. No trataré de escapar. -Ruark señaló a los soldados con el mentón-. Aquí no será necesario emplear la violencia.


El mayor recorrió lentamente el salón con la mirada.


– Creo que aceptaré su promesa. Usted comprende, por supuesto, que se encuentra bajo arresto.


Ruark asintió y el oficial despidió a los dos soldados. Después volvió a mirar a Ruark, y una sonrisa empezó a dibujarse en sus labios.


– ¡Beauchamp! -dijo-. Debí adivinado. -Sin querer, el mayor repitió las palabras de Shanna y se rascó el mentón, como si recordara-. Ruark Deverell Beauchamp, si mal no recuerdo.


Ahora Ralston se mostró sorprendido. Abrió la boca y se adelantó hacia el oficial.


– ¿Qué…? -dijo torpemente-. ¿El? ¿Beauchamp? -Señaló repetidamente a Ruark con el dedo-. ¿El? Pero… Sus ojos oscuros se posaron en George y después en Amelia, Gabrielle, Shanna, Jeremiah y Nathanial. Su mirada más larga fue para Garland, quien le sonrió dulcemente.


– ¡Oh! -Tragó Con dificultad. Jugó un momento con el guante de su mano izquierda y finalmente se lo quito, se acercó a la chimenea y clavó la vista en los leños encendidos.


– Usted era capitán la última vez que nos vimos -dijo Ruark.


– ¡Sí! -El mayor se rascó nuevamente el mentón. Lo recuerdo muy bien, señor Beauchamp, y me alegro de haber traído más soldados esta vez.


– Siento mucho aquello, mayor -replicó Ruark, y pareció disculparse sinceramente-. Sólo puedo decir que lo que me enfureció fue que me despertaran tan rudamente, sin ninguna explicación.


El mayor Carter rió por lo bajo.


– Mi mayor deseo -dijo- es no estar presente cuando usted se enfurece. Le ruego, sin embargo, que no se preocupe por la quijada rota. En estos tiempos de paz los ascensos llegan con mucha dificultad. Fue aquella lesión lo que me valió mi promoción y evitó, al mismo tiempo, que me degradaran. Fue pura buena suerte, aunque un poco dolorosa.


– Nuevamente recorrió con la mirada el salón-. Usted parece ser miembro de la familia.


– Es mi hijo. -La voz de Amelia sonó fuerte y enérgica-. Todo esto ha sido una terrible equivocación. Estoy segura de que Ruark no es culpable de ese delito y tenemos intención de comprometer todos nuestros esfuerzos para probarlo.


– Naturalmente, señora -repuso amablemente el mayor Carter-. Puede tener la seguridad de que en este asunto se realizará una amplia investigación. Tenemos muchas cosas que averiguar. -Se volvió hacia George-. Señor, ha sido un largo. viaje desde Williamsburg y creo que casi es hora de tomar el té. Me pregunto si puedo pedirle una taza.


– ¿No preferiría algo más fuerte? -repuso George-. Tengo Un brandy excelente.


– Señor, usted es demasiado amable con un humilde servidor de la corona. -El mayor sonrió cuando le pusieron en la mano una generosa copa de brandy y sus ojos casi se volvieron extasiados hacia arriba cuando la primera gota tocó su lengua-. ¡Esto es algo celestial!


– ¡Santo cielo! -exclamó súbitamente el mayor -. La próxima vez olvidaré ponerme las botas. -Buscó en su bolsillo y sacó un paquete de sobres-. ¿Está presente aquí un capitán Nathanial Beauchamp?


Nathanial se adelantó y se identificó.


– En estos días tratan de aprovechar al máximo a un oficial -dijo tristemente el mayor-. Estos son despachos para usted, llegados de Londres, que me entregó el jefe de postas de Williamsburg. Por lo menos uno de ellos lleva el sello real.


Nathanial tomó las cartas y se acercó a la ventana, donde la luz era mejor.


Shanna se acercó. a Ruark y lo tomó de un brazo. Habiendo observado sus graciosos movimientos, el mayor Carter la miró un poco desconcertado. Había tomado nota de la belleza de ella no bien entró al salón y suspiró decepcionado cuando Ruark la presentó.


– Mi esposa, señor. Shanna Beauchamp.


El mayor se inclinó profundamente.


– ¡Es usted muy hermosa, señora! Estoy encantado de conocerla. -Se enderezó y la miró con atención-. ¿Ese nombre? ¿Shanna? ¿Es usted quizá, o mejor dicho era, la señorita Shanna Trahern?


– Sí -respondió Shanna graciosamente-. Y este es mi padre, Orlan Trahern. -Señaló al hacendado, quien seguía sentado.


– ¡Lord Trahern! -El mayor estaba obviamente impresionado y se acercó a Trahern-. He oído hablar mucho de usted, señor.


– ¡Hum! – Trahern rechazó la mano que le ofrecían-. Seguramente mal, supongo, pero mi mal genio mejorará mucho cuando haya terminado esta tontería acerca del joven Ruark. Puede informar a sus superiores, mayor, que también mis influencias y mi dinero apoyarán a esta causa.


El oficial se sintió incómodo. Si había dos apellidos y dos fortunas que podían trastornar más la tranquilidad de la corona, él no estaba enterado.


Nathanial interrumpió su lectura junto a la ventana y se reunió con ellos.


– Creo que no hará falta gastar dinero en esto. -Tendió un documento de aspecto oficial, lleno de sellos-. Esto es para ser entregado al más próximo oficial de la corona, señor. ¿Quiere aceptarlo?


El mayor tomó la carta con renuencia. Empezó a leer, moviendo silenciosamente los labios. Miró a Ruark, dejó su copa y siguió leyendo. Empezó a hacerlo en voz alta.


"…Por lo tanto, vistas las nuevas evidencias y accediendo a una petición del marqués de Beauchamp, todas las actuaciones en el caso de Ruark Deverell Beauchamp quedan suspendidas hasta que nuevas investigaciones hayan aclarado los hechos en este asunto."


El mayor Carter dejó de leer y se dirigió a todos los presentes:


– lleva los sellos del marqués y del tribunal de pares. -Miró a Ruark y a Shanna y les sonrió con evidente alivio-. Parece que está usted libre, señor Beauchamp.


Shanna dio un grito de alegría y echó los brazos al cuello de Ruark. Se oyeron suspiros de alivio en toda la habitación.


– ¿Quiere decir -interrumpió Ralston con voz estridente, y todos se volvieron para mirarlo- que un asesino fugitivo puede ser dejado en libertad por un -se adelantó y aferró un ángulo del documento antes que el mayor pudiera ponerlo fuera de su alcance- por un pedazo de papel? ¡Esto es una injusticia! ¡Una grosera equivocación!


El mayor se irguió en toda 'su altura.


– Esta carta lo explica todo, señor. La mujer tenía marido y además recibía a otros hombres. Antes hubo quejas de hombres que fueron robados. Ellos dijeron que después de visitarla, ninguno pudo recordar nada, excepto que despertaron a una buena distancia de la posada. Además, varios caballeros de Escocia reconocieron la llegada del señor Beauchamp desde las colonias. El no hubiera podido ser el padre de la criatura y ahora se sospecha que el marido la mató por celos.


– ¿Una buena muchacha inglesa fue brutalmente asesinada, estando encinta, y ahora su atacante queda en libertad? -Ralston parecía no haber entendido lo que no se ajustaba a sus deseos.


– ¡Señor Ralston! -rugió Trahern.


El mayor Carter apoyó una mano en el pomo de su espada. – ¿Desafía.usted una orden del tribunal de pares, señor?


La desaprobación de estos dos hombres de autoridad fue suficiente para calmar al agitado Ralston. Sin embargo, fue la llama de ira en los ojos de Shanna, quien se adelantó hacia él, lo que lo hizo retroceder.

El hombre sólo pudo tartamudear.


– Yo solo… ¡No! ¡Claro que no! -Tragó con dificultad y su nuez de Adán se agitó convulsivamente.


– Vuelva a pronunciar el nombré de mi marido -dijo Shanna- y le arrancaré los labios de su cara. -Aunque la voz fue apenas un susurro, Ralston entendió como si le hubieran gritado. Asintió ansiosamente.


– ¡Si! ¡Si! Quiero decir… ¡nunca! ¡Jamás!


Ralston permaneció inmóvil hasta que ella se alejó.

Cuidadosamente sacó su bota del hogar y limpió las cenizas de la suela de su bota. Siguió a Shanna con la mirada hasta que ella estuvo nuevamente tomada del brazo de su marido. El agente empezaba a recobrar su compostura pero volvió a perderla cuando Pitney lo tocó en un brazo.


– Señor Ralston, he encontrado esto. Creo que es suyo. -El hombre tendió la fusta que antes había mostrado a Ruark y observó atentamente al otro.


– ¡Oh, sí! ¡Gracias! – Ralston se mostró aliviado y aceptó la fusta-. Sí, es mía. Es difícil cabalgar con solamente una vara de sauce para azuzar al caballo. -Se interrumpió, hizo una mueca desagradable y observó más atentamente el objeto que tenían en la mano-. ¿Qué es esto?


– Sangre -gruñó Pitney-. Y pelo. Pelo de Attila. Fue usada para golpear al animal hasta que relinchó y atrajo a Ruark a los establos. Pero, por supuesto, usted nada sabe de eso. Estuvo ausente toda la noche. ¿Cuál dijo que era el apellido, de su amigo?


– Blakely. Jules Blakely -respondió Ralston, con aire ausente.


– Blakely. Lo conozco -dijo George desde el otro extremo de la habitación-. Tiene una cabaña cerca de Mill Place. Lo oí hablar de un pariente en Inglaterra, pero era, déjeme pensar… era el hermano de su esposa.


Ralston no quiso mirar a nadie de frente y bajó la vista al suelo. Su voz sonó ronca, casi un susurro cuando por fin habló.


– Mi hermana… cuando yo era apenas un muchachito, fui falsamente acusado de robo y vendido en servidumbre. Ella… se casó con el hombre, un colonial. -La vergüenza de esta última información casi fue más de lo que el hombre podía soportar.


El mayor Carter, quien había permanecido de pie junto a Trahern escuchando todo lo que se decía, sacó del gran bolsillo de su chaqueta un grueso manual. Lo hojeó rápidamente, se detuvo a leer una página, pareció reflexionar profundamente y después empezó a hablar.


– He sido oficial de línea la mayor parte de mi carrera, excepto esa temporada en Londres. -Sonrió levemente e inclinó la cabeza hacia Ruark-. Y por lo tanto, estoy bien entrenado en las artes de batalla. Claro que ser un oficial de la corona en época de paz es algo muy diferente. Sin embargo, los mejores jueces de los tribunales han redactado un manual que puede reemplazar a la experiencia y que es de carácter orientador y no obligatorio. -Levantó el libro y lo mostró a todos-. Deja la libertad. de elegir entre seguirlo al pie de la letra o arriesgarse a una corte marcial. El mismo dice, aquí, que cuando un oficial encuentra en el campo civil un asunto que parece desusadamente confuso y/o sospechoso, debe imponer su autoridad para investigar y averiguar los hechos. -Golpeó la página con el dedo-. Y aunque pueda parecer presuntuoso, no podría encontrar mejores palabras para describir esta situación.


Se volvió y miró a Pitney a los ojos.


– Este asunto del establo. ¿Usted quiso decir que el incendio fue deliberado?


– No hay ninguna duda -intervino enfáticamente Nathanial-. La entrada estaba asegurada con un tronco y mi hermano había sido golpeado en la cabeza.


A instancias del mayor, fue relatada toda la historia. Al final el oficial levantó las manos, completamente desconcertado.


– Caballeros, por favor. Estoy tratando de entender esto y me resulta sumamente confuso. Quizá será mejor que empecemos desde el principio. -Se volvió lentamente y miró a Ruark-. Señor Ruark Beauchamp, no entiendo cómo fue que su nombre apareció entre la lista de condenados a la horca y ahora usted se encuentra aquí, aparentemente sano y salvo. ¿Cómo puede ser?

Ruark abrió los brazos.


– yo solo sé que fui sacado de mi celda, puesto con otros hombres y después llevado a bordo de un barco que zarpó hacia Los Camellos.

– Señaló a Ralston por encima el hombro del mayor-. Quizá el señor Ralston pueda explicarlo mejor. Fue él quien lo arregló todo.


– ¡Qué! – Trahern se irguió en su sillón y se volvió para mirar a Ralston-. ¿Usted lo compró en Newgate?


– Comprar no es exactamente la palabra, papá -dijo Shanna-. El carcelero, señor Hicks, tiene mucha inclinación hacia las monedas relucientes, como todos podemos atestiguar. -Miró fijamente a Ralston-. ¿Cuánto le cobró el señor Hicks? ¿Cien, doscientas libras?


Ralston tartamudeo y no pudo mirar al mayor a los ojos. Después miró a Shanna y pareció darse cuenta de algo.


– Usted me ha amenazado y acusado en varias ocasiones, señora, ¿pero cómo fue que se casó con un tal Ruark Beauchamp cuando el mismo hombre estaba alojado en una celda de Newgate?


Trahern se volvió lentamente Y miró a Shanna.


– Hum -dijo-, será muy interesante escuchar eso, criatura.


Shanna miró atentamente el broche que llevaba, alisó delicadamente la alfombra con el pie, sonrió tímidamente a Ruark, aspiró profundamente y miró a su padre a los ojos.


– yo fui allí en busca de un apellido, para dejarte conforme y cumplir con tus deseos. Encontré uno que no podía ser cuestionado y cuyo dueño, pensé, no sería para mí una carga por mucho tiempo. Los dos hicimos un pacto. -Sonrió por encima de su hombro y tendió una mano a Ruark. El la tomó, se le acercó y le rodeó la cintura con un brazo. Ella se dirigió nuevamente a su padre-. La mentira resultó muy amarga para mí, porque cuando descubrí que no era viuda, no pude admitirlo


– Se apoyó cómodamente en Ruark-. Siento haberte engañado, papá, pero si pudiera estar segura de que final sería el mismo, volvería a hacerlo nuevamente.


Trahern rió regocijado y la miró.


– Estaba preguntándome cuánto tiempo habrías aceptado el ultimátum. Por un tiempo tuve la seguridad de que te habías rendido, pero ahora veo que tienes más sangre Trahern de la que pensaba.


Shanna miró vacilante al mayor.


– Otro hombre fue sepultado en el ataúd que yo creí que era el de Ruark. Quizá un cadáver sin nombre destinado al cementerio de pobres.. Más allá de eso, yo nada sé.


Pitney se adelantó y tomó la palabra.


– yo recibí el ataúd, que me entregó el señor Hicks en Newgate. Era el de un anciano, flaco, macilento, muerto de hambre o de enfermedad, no sabría decirlo. Quienquiera que haya sido, yace debajo de una bella lápida con un buen apellido grabado en ella. Poco más hay que contar, sólo que yo encontré a un hombre que dice ser el marido de la muchacha asesinada, en Londres. -Cuando el mayor abrió la boca para hablar, Pitney levantó una mano-. Sé que el hombre está considerado un sospechoso. En este momento se encuentra en Richmond. En Londres el hombre estaba bebido y entonces solamente me dijo que Ruark no podía haber cometido el crimen.


Pitney vio -la mirada acusadora de Shanna y se apresuró a añadir: -Cuando descubrí que Ruark había escapado al verdugo, no vi motivos para seguir revolviendo el asunto. Pero en Richmond el marido de la muchacha dijo que pronto podría demostrar que Ruark era inocente, de modo que le dejé que hiciera lo que planeaba. Pudo ser una treta para salvarse él -Pitney se encogió de hombros- pero yo confié en el hombre.


– Hubo una muchacha asesinada en nuestra isla -dijo Trahern- y ella dibujó una "R" en la arena. Pitney posó su mirada en Ralston y la dejó allí hasta que el hombre empezó a temblar.


– ¿Usted me acusa? -ladró Ralston-. Yo detestaba a esa mujerzuela pero no tenía motivos para matarla. Ella era nada para mí.


Shanna lo miró ceñuda.


– Milly estaba encinta y usted le daba dinero. Ruark y yo lo vimos en el hall de la mansión.


– Ella iba a traerme pescado, eso era todo.


– ¿Por qué seguía a Ruark en la isla? -preguntó Pitney-. En varias ocasiones lo vi haciéndolo.


El hombre apretó la mandíbula con furia.


– A usted le gustaría acusarme de intentar asesinarlo ¿verdad? Usted y ella -señaló a Shanna- conspiraron en Londres a mis espaldas para arreglar el casamiento. Bueno, yo no sabía que ella estaba casada cuando los vi juntos cerca del trapiche. El señor Ruark se mostró muy atrevido con sus manos y comprendí que algo había entre ellos. Como responsable de que él se encontrara en la isla, yo sabía que si a él lo acusaban de propasarse con la hija del hacendado, surgirían preguntas y yo tendría que responder a más de una. Sólo me enteré de que estaban casados en el viaje hacia aquí, y no bien desembarcamos envié una carta a las autoridades. Yo tenía entendido que el señor Ruark era un asesino ¿no comprenden? El señor Hicks así lo informó.


Shanna y Ruark intercambiaron miradas que comunicaron el hecho de que ambos habían captado la importancia de lo que Ralston acababa de decir. Además de Pitney, solamente Milly había estado enterada del casamiento.


– Señor Ralston -carraspeó Pitney-. Usted es un hombre sorprendentemente inocente.


– ¡Mayor! -Ralston llamó la atención al oficial-. Soy ciudadano inglés y merezco la protección de la ley. -Se quitó el guante de la mano derecha y arrojó los dos sobre la mesa-. Si alguien va acusarme, que lo haga ante un tribunal. Entonces responderé. Pero esta comedia es intolerable. Exijo la protección oficial del rey.


Amelia se había acercado a Ruark mientras el hombre soltaba su discurso y ahora tocó a su hijo con el codo. El la miró y ella dirigió sus ojos a Ralston. Intrigado, Ruark la miró ceñudo y Amelia señaló la mano derecha de Ralston. Ruark miró, y súbitamente comprendió lo que su madre le quería señalar.


– ¿Señor Ralston? -preguntó Ruark amablemente-. ¿Dónde obtuvo esa sortija?


Ralston levantó la mano para mirar el anillo y respondió en tono cortante:


– Me la dieron en pago de una deuda. ¿Por qué?


Ruark se encogió de hombros Y dijo:


– Ha pertenecido a mi familia por varias generaciones. Creo que me fue robada.


– ¿Robada? ¡Tonterías! Yo presté algún dinero a un hombre y él no tenía medios para pagarme. En cambio, me dio esto.


Ruark se volvió a medias al mayor y habló un poco para el militar y un poco para Ralston y los demás.


Mi madre me dio la sortija para que yo se la obsequiara a mi esposa cuando eligiera una. Yo la llevaba en una cadena al cuello, y allí estaba cuando fui a la habitación de la muchacha; en Inglaterra.


Esa fue la noche que la asesinaron. Quienquiera que haya tomado la sortija, estuvo en la habitación aquella noche.


Ralston quedó atónito cuando comprendió el significado de lo que Ruark acababa de decir. El mayor se llevó la mano a su pistola. Las facciones de Ralston se crisparon en una expresión de horror.


– ¡No! ¡Yo no fui! ¡Yo no la maté! -Empezó a sudar-. No pueden culparme de eso. Tome, aquí tiene su maldita sortija. -Se arrancó el anillo del dedo y lo arrojó al otro extremo de la habitación. Miró a todos con ojos desorbitados-. ¡Les digo que no la maté!


Su voz se volvió implorante cuando miró a: Ruark.


– ¿Cómo puede usted acusarme? Nunca hice nada para lastimarlo. Dios mío, hombre. Yo pagué el dinero para salvado de la horca. ¿Acaso eso no vale nada?


Súbitamente Ralston recordó las cadenas con que había cargado al hombre, las amenazas proferidas. Ninguna compasión podía esperar por ese lado. Se volvió hacia Pitney.


– Hemos viajado juntos. -Pero Ralston recordó la fusta ensangrentada y supo que el hombre hosco sospechaba de él. Ninguna ayuda por este lado. Miró a Trahern y vio la expresión furiosa del hacendado


– ¿Usted compraba los hombres en la cárcel -preguntó Trahern y se embolsaba la diferencia?


¡Pánico! ¡Miedo! El mundo de Ralston se derrumbaba a su alrededor. Luchó por aquietar sus manos temblorosas y sus rodillas que se sacudían violentamente. Entonces Ruark habló con calma.


– ¿Quién le dio el anillo, señor Ralston? ¿Sir Gaylord, quizá? El agente lo miró con la boca abierta y súbitamente soltó una carcajada histérica.


– Por supuesto -dijo-. Con eso me pagó un dinero que yo le había prestado.


– ¿Y dónde dijo sir Gaylord que lo había obtenido? -preguntó Ruark, por encima de los murmullos de sorpresa.


– Vaya, dijo que de un escocés. Por algo que el hombre le debía.


– Jamie es escocés -dijo Pitney, ceñudo-. El podría haberle robado el anillo a Ruark.


– ¿Dónde está sir Gaylord? -preguntó Ruark-. ¿Cabalgando, todavía?.


– Nadie lo ha visto -repuso Amelia.


– Llegaremos al fondo de este asunto cuando él regrese -dijo el mayor.


– ¿Cuánto pagó usted por Ruark? -preguntó Trahern a su agente. El alivio de Ralston se convirtió abruptamente en consternación, y el hombre farfulló la respuesta:


– Doscientas libras.


– Usted me dijo mil quinientas y debo suponer que me ha estafado antes. – Trahern sacó el saquito de dinero y lo arrojó a Ruark-. Nunca ha existido una deuda de servidumbre contra usted, y sus servicios han pagado con creces lo que invertí en usted, muchacho. -Sin volverse, añadió-: Las cuentas a su favor que tiene el señor Ralston en Los Camellos servirán para pagar lo que me ha estafado.


Ralston tartamudeó, indignado:


– ¡Esto es todo lo que poseo en el mundo!


– Sería mejor que poseyera lo suficiente para vivir un tiempo en las colonias -dijo Trahern, atravesando a Ralston con una mirada glacial- porque usted ya no es empleado mío. -El hacendado continuó, en tono casi jovial-: Quizá el señor Blakely lo acepte como siervo. Quienquiera que sea su próximo amo, le sugiero que no lo estafe.


Ralston dejó caer los hombros. Había perdido aquí más de lo que ganara por medio de sus sucias artimañas. Era un golpe cruel, ciertamente, si tendría que pasar el resto de su vida en las colonias. Si Gaylord no le pagaba lo que le debía, se vería en un verdadero aprieto.

La habitación quedó silenciosa y Ralston se desplomó sobre un sillón.


Pasada la excitación, Shanna se sintió súbitamente cansada. Había sido un día muy largo desde el incendio del establo y después el temor de que a Ruark se lo llevaran los soldados. Ahora, después de tanta tensión, se sentía al borde del agotamiento. Ruark la acompaño escalera arriba y cerró las cortinas de la habitación. Ella bostezó y se dejó caer sobre el borde de la cama. El sonrió y la miró.


– No es posible cerrar la puerta -le recordó ella, y se tendió de espaldas en la cama-. ¿Te, das cuenta de que no tendremos que seguir ocultándonos?


Ruark fue hasta el guardarropa y sacó una camisa limpia.


– Ahora que puedo reclamar mi habitación, voy a reclamar todo lo que hay en ella.


La miró y ella le respondió con una risita.


– No con esa puerta abierta. Refrena tu ardor hasta que esté reparada.


– Me ocuparé de que la arreglen cuanto antes.


Shanna lo miró mientras él se quitaba el chaleco de cuero y se ponía la camisa limpia.


– Hay algo que todavía me inquieta, Ruark -dijo ella quedamente-. ¿Quién trató de matarte.


– Tengo mis fuertes sospechas -repuso él-. y pienso descubrir la verdad, tenlo por seguro.


– Te amo -susurró Shanna y le echó los brazos al cuello cuando él se acercó.


Ruark empezó a acariciarla suavemente. Pero de pronto sus dedos se detuvieron debajo de una rodilla de ella.


– ¿Qué tienes aquí?


Shanna se levantó la falda y le mostró la daga que llevaba sujeta con la liga.


– Desde esta mañana decidí que tú necesitabas protección.


Ruark estaba más interesado en la exhibición de las bien formadas piernas y siguió acariciando la piel desnuda. Sus besos se hicieron más atrevidos y su sangre empezó a circular alocadamente. Sin aliento, Shanna le susurró al oído:


– La puerta. Alguien puede vernos.


– Parece que tenemos problemas de intimidad -repuso Ruark roncamente, -y depositó un beso en el vientre de terciopelo antes de bajarle las faldas-. Veré que puedo conseguir para arreglar esa puerta. No te vayas.


– Te esperaré -le aseguró ella.


Mientras escuchaba las pisadas de él que- se alejaban por el pasillo, Shanna sonrió y se acurrucó sobre la almohada. Momentos después, cerró los ojos y se hundió en un pacífico sueño.


CAPITULO VEINTIOCHO


Shanna despertó lentamente. Un sonido leve, furtivo, perturbó su sueño aunque no le produjo temor.


– ¿Ruark? -murmuró-. ¿A qué estás jugando ahora?


Una forma oscura se le acerco y se irguió.


– ¡Gaylord! -Shanna se sorprendió, pero pensó que este tonto era inofensivo. – ¿Qué está haciendo aquí, en mi dormitorio?


– Vaya, mi querida Shanna -dijo el caballero en tono burlón-. Estaba imitando lo que he visto hacer a su galante esposo. ¿Por lo menos, no soy yo tan bien parecido como él?


– ¡Claro que no! -exclamó ella. Todavía estaba semidormida. Pero él… no estaba presente cuando el arribo de Garland. ¿Cómo pudo enterarse de su casamiento?


– Antes que llame a los sirvientes y lo haga arrojar de aquí, le pregunto otra vez, sir Gaylord. ¿Qué hace aquí?


– Tranquilícese. -El inglés apoyó un largo mosquete en el respaldo de una silla y se sentó-. Estuve ocupado en algunos asuntos personales y sólo quiero hablar con usted en privado.


Shanna se levantó y se alisó el vestido de terciopelo. Miró el reloj de la chimenea. Eran unos minutos después de mediodía. Sólo había dormido unos momentos, después de todo, y Ruark regresaría pronto para reparar la puerta.


– No me imagino qué temas podemos tener en común, sir Gaylord -dijo Shanna con altanería.


– Ah, mi hermosa lady Shanna. – Billingham se recostó en la silla-. – ¡La reina de hielo! ¡La intocable! ¡La mujer perfecta! -En su risa suave hubo un eco malvado-. Pero no tan perfecta. Mi querida, usted ha cometido un engaño y ahora debe pagarlo. Ha llegado el momento de pagar.


Shanna lo miró ceñuda.


– ¿Qué dice usted?


– Su casamiento con John Ruark, por supuesto. ¿Usted, no quiere que nadie lo sepa, verdad?


De modo que él no sabia que el secreto había sido revelado. Pero estaba enterado del casamiento.


– ¿Señor? ¿Usted tiene intención de pedirme dinero?


– Oh, no, mi lady -dijo él, y sus ojos la siguieron hambrientos cuando ella se alejó un poco.


Gaylord se puso de pie y se ubicó entre Shanna y la puerta. La miró y adoptó esa pose afectada, con una rodilla medio flexionada.


– Nada tan ruin -dijo con una mueca-. Sólo necesito su ayuda y usted tiene algo que ceder en cambio. Si usted convence a su padre y a los Beauchamps de que inviertan una buena suma en el astillero de mi familia, yo nada diré de su casamiento con este individuo Ruark ni informaré a las autoridades que su marido es, en realidad, un asesino fugitivo.


– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Shanna, empalideciendo. -El tonto de Ralston, me lo dijo a bordo del Hampstead, me contó que había comprado a un asesino en la cárcel y que ese hombre era John Ruark. Yo había seguido muy atentamente los escritos de mi padre acerca del juicio a su marido. Por supuesto, entonces él era Ruark Beauchamp. Lo que más me intrigó era cómo usted se casó con el bribón. Yo creía que había sido ahorcado, y cuando usted se presentó como su viuda me sorprendí, porque yo creía que el hombre era soltero. Nunca había visto a Ruark Beauchamp y sólo cuando Ralston me informó de su acción pude adivinar que John Ruark y Ruark Beauchamp eran una misma persona.

¿Usted se casó con él en la cárcel, verdad? Shanna asintió lentamente. -Sí. ¿Y qué hará usted si yo me someto a sus exigencias?


– Bueno, me iré a Londres, por supuesto -repuso él-, para ocuparme de mis asuntos allí.


– Dice que regresará a Londres. -Shanna empezó a entender. Había pensado poner al hombre en ridículo con la verdad, pero ahora decidió satisfacer su curiosidad-. Se me ocurre, sir Gaylord, que usted ha estado muy necesitado de dinero… Usted habla de su pobreza pero se comporta en forma muy esplendorosa. Usted era amigo del señor Ralston. Quizá él le prestó unas libras…


– ¿Y eso qué importa, señora? -Se mostró a la vez nervioso y encolerizado-. ¿Acaso es asunto suyo?


– Claro que no. -Shanna sonrió para calmar los temores del hombre-. Es sólo que él tenía un anillo de mucho valor e insistió que se lo habían dado en pago de una deuda.


– ¡Ah, eso! -El caballero pareció aliviado-. La mayor parte de mis, joyas y algo de dinero estaban en el equipaje enviado a Richmond. Yo le pedí una suma prestada hasta que pudiera llegar a puerto y devolvérsela.


– ¿Y el anillo? ¿Cómo llegó a su poder?


El la miró con ojos entrecerrados. -Yo presté un dinero a un escocés y acepté ese anillo como pago.


– Parece que hay muchas deudas en este mundo.


– Ajá, ¿pero por qué este interés en el anillo, señora?


– Hay otra cosa que -quiero preguntarle. -Shanna trató de cambiar de tema-. ¿Cómo llegó usted a saber que John Ruark es mi esposo? Evidentemente, fue usted quien se lo dijo a Ralston. Muchas personas conocen parte del secreto, pero muy pocos saben del casamiento de John Ruark y yo. No puedo imaginar quién…


De pronto Shanna sintió frío y fue hasta la ventana para abrir las cortinas y dejar entrar el sol.


– Sólo estaban Pitney… y Milly. Yo confío en Pitney, y debió de ser Milly. Pobre Milly, estaba encinta… Shanna miró a Gaylord a los ojos-. Ruark no podía casarse con ella, y ella debió acudir a… -De pronto comprendió y abrió la boca, horrorizada-. ¡Usted! ¡Usted mató también a Milly…!


Shanna empezó a darse cuenta del peligro que corría cuando los ojos de Gaylord se c1avaron en los de ella. Supo que tenía que escapar y corrió hacia la puerta. Gaylord la atrapó fácilmente de un brazo.


– ¡Sí, Milly! -dijo el inglés-. Y no se crea usted a salvo de un destino semejante, de modo que cierre la boca, mi lady. Sacó de abajo de su chaqueta una gruesa fusta y se golpeó sugestivamente la palma de la manos con la empuñadura. Shanna recordó las marcas en el cuerpo de Milly y se estremeció.


– ¡Esa perra vulgar! -dijo Gaylord-. ¡Hija de una pescadora! ¡Ja! Quedó encinta y creyó que podría atraparme. -Giró sobre los talones y agito la fusta-. Pero cambió de idea. ¡Sí, eso hizo! Me imploró misericordia y juró que no diría nada. Yo me aseguré bien de que no hablaría más.


Shanna sintió náuseas. Se sentó en el borde de la cama y trató de controlar el espantoso pánico que la invadía. Sin duda, él también había asesinado a la muchacha de Londres cuando ella se convirtió en una molestia.


– Mi padre… -empezó ella, vacilante.


– ¡Su padre! -exclamó Gaylord despectivamente-. ¡Lord Trahern! ¡Un plebeyo! ¡Hijo de un ladrón! Cómo odié tener que pedirle dinero. ¡A él! Un comerciante que estafa a la gente de alta condición, privándola de sus riquezas, quedándose con sus propiedades y fortunas porque ellos no pueden seguir satisfaciendo sus ultrajantes exigencias. Lores y pares reducidos a tener que arrastrarse por dos peniques. Hombres cuyos planes pueden modificar el destino de Inglaterra, obligados a acudir a un plebeyo mercader para pedirle fondos.

Shanna salió en defensa de su padre. – ¡Mi padre no ha estafado a nadie! Si ellos se vieron en aprietos, fue por su falta de buen sentido.


– Mi tío discutiría esa afirmación. -Gaylord pareció sentirse, ofendido-. Los tribunales le ordenaron entregar las propiedades de la familia en pago de sus deudas. Creo que su padre ahora llama a esa propiedad "su casa de campo". Pero usted lo defiende a él, Shanna, cuando tiene sus propios enemigos. Usted sabe demasiado para que yo pueda dejada en libertad.


Se detuvo a pensar un momento y se rascó el mentón con el extremo, de la fusta.


– ¿Qué voy a hacer? Necesito el dinero de su padre, pero no puedo dejarla en libertad para que difunda sus historias. -Se detuvo junto a ella-. Y su curiosidad acerca del anillo… Dígame por qué le llamó la atención esa sortija.


Puso, un pie sobre la cama y apoyó un codo en la rodilla. Shanna se encogió de hombros y respondió, lo más inocentemente que le fue posible:


– Fue sólo que parecía demasiado valioso para los medios de que dispone Ralston.


– Señora, tengo poco tiempo y menos paciencia. Cuando Shanna abrió la boca para replicar, el la abofeteó salvajemente. La fuerza del golpe la arrojó de espaldas sobre la cama


– La próxima vez que yo le haga una pregunta, trate de darme una respuesta mejor, querida mía. -Su voz sonó dura-. ¿Qué sucede con el anillo?


– Pertenecía a Ruark -dijo Shanna, furiosa.


– Así está mejor, querida mía. -La observó intensamente-. ¿Entonces su Ruark ya sospecha que yo asesiné a la mujerzuela? ¿El no -cree que obtuve el anillo del escocés? Usted ha dicho que yo también maté a Milly. Y él, por supuesto, ha hablado con su padre. -Asintió y vio que Shanna lo miraba con renovado desprecio-. Ah, sí, entiendo. ¡La mascarada ha terminado! -Se enderezó y se alejó un poco de ella-.


¡Bien, basta ya! Estoy cansado de hacer el petimetre tonto para que ustedes se diviertan.


Shanna comprendió que su cara la había vuelto a traicionar.


– ¿Qué sucede? ¿Está sorprendida, querida mía? -preguntó él con arrogancia-. Yo me di cuenta de que las mentes plebeyas de ustedes encontrarían divertido a un petimetre afectado. Sin embargo, señora, me siento herido porque usted lo creyó tan prestamente.


Shanna lo miró con odio. Gaylord, pareció sumirse en profundas reflexiones, hasta que por fin exclamó:


– ¡Piratas! ¡Demonios, ese es el camino! ¡Un rescate!


Fue hasta la silla y tomó el largo rifle. Ella reconoció el arma de Ruark, la que él había dejado en el establo antes del incendio.


– Sí, mi lady -dijo Gaylord cuando siguió la dirección de la mirada de ella-. Es de su marido. Yo tomé sus armas del establo después de golpeado. Hubiera debido terminar la tarea allí mismo, antes de poner fuego al lugar. Debo decir que fui muy astuto al usar á Attila para atraerlo. Si hubiera planeado mejor los dos intentos anteriores, me habría librado más pronto de él. Pero entonces yo no sabía que – él era su marido. Yo estaba en el henil, con Milly, mientras ustedes dos retozaban abajo. Entonces comprendí que tenía que deshacerme de él, porque usted estaba enamorada del hombre. Yo necesitaba de veras la fortuna de su padre. Vaya -rió- no hubiera podido seguir eludiendo hasta ahora a mis acreedores si no fuera por el tesoro que encontré en la habitación de la muchacha de Londres. Ella trató de sacarme unas, monedas, sabe usted, pero yo no tenía nada para hacerla callar. Ella merecía morir.


Gaylord sacó un largo pañuelo del guardarropa y obligó a Shanna a ponerse de pie.


– Ni un sonido, querida mía -advirtió-. Tiene suerte de que yo haya encontrado una nueva utilidad para usted.


Le hizo poner los brazos a la espalda y los ató fuertemente.


– Sea dócil, querida mía. -Le acarició ligeramente los pechos y toda la longitud de su cuerpo. Shanna abrió la boca para gritar pero él le metió un pañuelo de mano. Después le tapó la boca con otro pañuelo, dejándola completa y efectivamente amordazada. Sir Gaylord revolvió en el baúl hasta que encontró una capa que puso sobre los hombros de Shanna. El caballero, entonces, se terció el rifle al hombro y con la otra mano sacó una pistola de su cinturón. A continuación retorció una mano en el cabello de Shanna hasta que ella dio un respingo de dolor.


Sir Gaylord se detuvo y dijo, para sí mismo:


– ¿Pero cómo lo sabrán? -Miró el pequeño escritorio que estaba en un rincón-. ¡Por supuesto! Una nota para ellos. Venga, querida mía.


Tomó una hoja de papel y hundió la pluma en el tintero. Después escribió:


De los Beauchamps y lord Trahern, exijo

Cincuenta mil libras de cada uno. Seguirán instrucciones.


Como firma, trazó una ornamentada "B", terminando la letra en la parte inferior con un florido adorno. Arrojó el papel sobre la cama, tomó nuevamente la pistola y llevó a Shanna al pasillo.


Se habían acercado a la cima de la escalera cuando súbitamente él empujó a Shanna contra la pared y le apoyó la pistola en la garganta. Miró hacia abajo y vio que la puerta principal era abierta por un hombre pelirrojo y flaco que se hizo a un lado para dejar pasar a Ruark. El último tenía las manos ocupadas con herramientas y recortes de madera. El hombre siguió a Ruark y lo ayudó a dejar su carga en un rincón.


– Mi nombre es Jamie Conners -dijo el pelirrojo-. Estoy buscando al señor Pitney.


Shanna vio que Gaylord se ponía rígido cuando el desconocido se presentó a sí mismo.


– El señor Pitney está aquí. -Ruark llevó al hombre al salón.


Cuando la entrada quedó despejada, Billingsham hizo bajar a Shanna escudándose en ella y amenazándola con la pistola. Del salón llegaban voces.


– No, yo no tenía motivos para matar a mi muchacha -dijo la voz del escocés-. Tampoco este señor. El que yo busco era más grande, más alto y pesado. Pero el maldito asesino está aquí. Yo seguí su equipaje desde Londres. Dijeron que él había ido a la isla de los Beauchamps. -El hombrecillo estudió atentamente los rostros de todos los presentes-. ¿No hay nadie más aquí? ¿Alguien así de alto? Casi tan alto como el señor Pitney. Una especie de dandy, con modales señoriales y un gran sombrero con plumas. Sí, era un caballero del reino.


– ¡Sir Gaylord Billingsham! – Exclamó Ruark.


– ¡Sí, ese es su nombre! -dijo el escocés-. ¡Sir Gaylord Billingsham!


Shanna se retorció en manos de Gaylord pero él levantó la pistola como si fuera a golpeada. Empujándola por delante, rodeó la escalera. y se dirigió a los fondos de la casa. Los sirvientes estaban reunidos en la cocina y Gaylord no tuvo dificultad en sacar a Shanna por la puerta trasera sin que lo vieran. La hizo pasar fácilmente sobre el cerco y se dirigió a la arboleda.


Cuando llegaron entre los árboles, allí esperaban Jezebel y un caballo de los Beauchamps, ya ensillado. La yegua tenía solamente una manta sobre el lomo, atada con una cuerda, y estaba cargada con dos sacos de provisiones. Gaylord hizo montar a Shanna y le ató los pies por debajo del vientre de la yegua con una tira de cuero crudo.


– No muy cómodo, quizá, pero adecuado. Como usted puede ver,. yo pensaba usar a la yegua como animal de carga, pero ahora servirá para llevada a usted, querida mía.


Le desató las manos y la empujó con el caño del rifle.


– Usted vaya adelante, mi lady -dijo. Volvió a atarle las manos y le puso entre los dedos un mechón de las crines de Jezebel.


Gaylord montó en el otro caballo con una agilidad que Shanna no le conocía. Ella nada pudo hacer para demorar la huida, pero estaba decidida a aprovechar la primera oportunidad.


Cruzaron el prado al galope, en dirección a los robles del extremo más alejado. Por fin entraron en el bosque y siguieron el sendero que Shanna conocía. Llevaba a la cabaña de Ruark, en el valle. Por supuesto, sir Gaylord no podía saber que el lugar adonde pensaba llevarla y refugiarse era el menos seguro de todos.


Estaban bien dentro del bosque cuando Gaylord se detuvo y quitó la mordaza de Shanna.


– Grite todo lo que quiera, querida mía -rió Gaylord-. Nadie podrá oírla. Además, no quiero ocultar su belleza más de lo necesario.


– Disfrute todo lo que pueda, mi lord -dijo Shanna, dirigiéndole un sonrisa serena, casi amable-. Su fin se acerca rápidamente. Yo llevo en mi seno el hijo de Ruark y él lo perseguirá. El ha matado antes a hombres como usted, que trataron de alejarme de él.


Gaylord la miró sorprendido y rió burlonamente.


– ¡Así que usted espera un hijo de él! ¿Cree que eso me preocupa? Crea lo que se le dé la gana, señora, pero tenga cuidado. Ya he soportado demasiado el aguijón de su arrogancia. Tenga consideración de mi mal carácter y no sufrirá ningún daño. Nadie nos ha seguido. No pueden saber el camino que hemos tomado.


– Ruark vendrá -dijo Shanna, en tono de gran seguridad.


– ¡Ruark


Gaylord espoleo su caballo y trató de arrastrar a la yegua, pero Shanna ordenó a Jezebel, con sus rodillas, que se detuviera. La lucha fue inútil, pero hizo que Shanna olvidara un poco su miedo.


El mayor se puso de pie y preguntó, casi encolerizado:


– ¿Y cómo sabe usted que fue sir Gaylord quien mató a su esposa? Jamie Conners se puso súbitamente nervioso.


– Bueno, yo…


– Hable tranquilo, hombre -dijo Ruark-. Ya hemos esperado demasiado. Yo no formularé acusaciones contra usted y creo -que el mayor estará de acuerdo en que lo que usted tiene que decir permitirá aclarar un deleito mayor, uno que también a usted le gustaría ver castigado debidamente.


– Bueno -empezó Jamie lentamente-…:. Mi esposa y yo… ella se mostraba audaz con los hombres y los llevaba a su habitación, dónde ponía una poción en la bebida que les servía. Mientras los hombres dormían, nosotros…ah… nos apoderábamos de sus cosas de valor. No mucho -se apresuró a añadir-. Pero nunca lastimamos a nadie. Nosotros…


– ¿Pero cómo sabe que fue sir Gaylord? -insistió el mayor con severidad.


– Ya llegaré a eso. Entienda, conseguimos a este hombre -señaló a Ruark- y él se quedó dormido en la cama de ella. Yo le quité la bolsa y ella otras pocas cosas que. guardó en su cofre. Estábamos ahorrando para regresar a Escocia y casi lo habíamos logrado. Ahora todo ha desaparecido. No era suficiente para matarla por ello, pero el condenado se llevó nuestros ahorros duramente ganados. -El escocés parecía tener ideas muy peculiares sobre la propiedad.


Ruark sacó el anillo y se lo enseñó. – ¿Recuerda esto? Jamie miró la sortija y asintió. -Sí, ella se lo quitó a usted, con una cadena que llevaba al cuello. A ella le pareció bonito. No tenía nada parecido. Era una buena muchacha. Fuerte y leal. -Sollozó y se limpió la nariz con.el dorso de la mano. -Echo de menos a la muchacha. Nunca encontraré otra como ella.


– ¿Y sir Gaylord? -le recordó rudamente el mayor.


– ¡Ya llego a eso! -replicó el hombre-. Tenga un poco de paciencia. Bueno, este muchacho se durmió y nosotros le quitamos sus cosas y las guardamos. Entonces llaman a la.puerta. Yo no puedo dejar que me vean allí, porque ella está sacando dinero a un par de caballeros con eso de que quedó encinta, y amenazándolos por contárselo a sus familias. Sir Gaylord era uno de ellos. Bueno, sir Gaylord estaba allí, en la puerta, y dijo que quería hablar con ella. Yo me deslicé por la canaleta de desagüe que pasa cerca de la ventana y bajé para tomar uno o dos ales en el salón mientras esperaba. Entonces él salió, con su sombrero hundido hasta los ojos como si no quisiera que nadie lo viera. Yo aguardé un poco más. Después subí y allí la encontré, toda ensangrentada y muerta. El señor Ruark estaba todavía dormido. No se había movido desde que yo los dejé y ella lo había cubierto con una frazada, de modo que sir Gaylord no pudo saber que él estaba allí. Pero ese caballero encontró el cofre. Había allí una pequeña fortuna, y todo lo que me quedó fue la bolsa del señor Ruark.


Ruark rió, pero no muy divertido.


– Ajá, y, ahí también había una pequeña fortuna.


El hombre asintió con la cabeza. -La gasté siguiendo a este maldito caballero, o por lo menos siguiendo á su equipaje y a esa fragata en la que zarpó de Londres.


George tomó al mayor del brazo. -Mayor Carter, yo, por lo menos, ya he oído lo suficiente. Le pediría que ponga algunos hombres al rededor de la casa. Sin duda, Sir Gaylord regresará… Si no lo hace, podemos empezar a buscarlo.


Ruark fue hasta la puerta.


– Discúlpenme -dijo-. Tengo que hacer unas reparaciones arriba.


Reunió sus herramientas, y recortes de madera y se dirigió hacia la escalera. Después entró en su habitación. Dejó sus herramientas sobre una mesa y miró hacia la cama.


¡Vacía!


Se acercó y un momento después su grito de furia hizo temblar la casa. Bajó la escalera saltando los escalones de a tres a la vez y entró en el salón, donde arrojó el pedazo de papel sobre el regazo de Trahern.


– ¡Se la ha llevado! -gritó-. ¡El bastardo tiene a Shanna!


– ¡Ruark! ¡Contrólate! -exclamó Amelia en tono firme y autoritario-. Así no podrás ayudarla.


Trahern miró la nota que tenía sobre su regazo. La suma exigida no haría la menor mella en su fortuna y había más que eso en la caja fuerte del Hampstead. Pero lo que más lo hería era la cólera. Pese a toda su capacidad para juzgar a las personas, había dejado que esta serpiente anidara en su propia casa.


Ralston no se atrevió a intervenir. El no estaba enterado de la naturaleza de Gaylord y sólo había planeado conseguir una parte de la dote.


Pitney se levantó y leyó por encima del hombro de Trahern. Su voz fue la primera que rompió el silencio..


– He visto esa firma antes -dijo.

– Claro que sí -dijo Trahern con desusado rencor-. Está bordada en cada uno de sus pañuelos, en sus camisas y en cualquier parte donde pueda ponerla. Es una "B" de bastardo.


– ¡No! ¡No! -dijo Pitney-. Quiero decir que la. vi en alguna otra parte. Sí, ya sé. ¡La "R" de Milly No era una "R". La muchacha no sabía leer ni escribir y sólo trató de dibujar lo que vio. Una "B" con un pequeño adorno en la parte inferior. Una "B", de Billingsham.


Trahern levantó el papel y se lo tendió al mayor.


– ¡Fue ese caballero suyo quien mató a Milly!


– Con todo respeto, señor -dijo calmosamente el mayor-. El no es mi caballero.


Pitney intervino:


– Oí la historia de labios de un joven teniente en la taberna de Los Camellos. Parece que un caballo pisó el pie de sir Gaylord y él cayó sobre un general y una granada estalló allí cerca. El general dijo que Gaylord le salvó la vida y habló de la buena acción hasta que al hombre lo hicieron caballero.


El mayor enarcó las cejas y dijo, en tono de disculpa:


– Esas cosas suelen suceden en una batalla.


– ¡Ya ven! ¡Ya ven! -exclamó el escocés, casi fuera de sí-. El maldito le hará a su muchacha lo mismo que le hizo a la mía, con su fusta y sus puños.


Súbitamente, George dejó de pasearse y dijo:


– Si un hombre quiere llegar lejos con una cautiva, tiene que tener caballos, y los únicos caballos ahora están en el granero.


Tomó su rifle y lo mismo hizo Pitney, pero cuando empezaban a ponerse en movimiento, Ruark ya salía corriendo por la puerta principal. Ralston quedó indeciso pero Orlan Trahern se levantó dificultosamente de la silla, alcanzó su bastón y salió tras los demás, ignorando el dolor de su pie lastimado.


George Beauchamp llegó al granero a tiempo para oír a Ruark que interrogaba al sargento.


– ¡Caballos, hombre! ¿Quién ha sacado caballos hoy?


– Solo sir Gaylord, señor -dijo el sargento-. Vino poco después de mediodía y ordenó que le ensillaran un caballo- El había estado cabalgando toda la mañana y quería un caballo descansado. Yo mismo lo ensillé. Después se llevó también la pequeña yegua roana, la que tiene cicatrices en las patas. Dijo que tenía permiso del amo.


– Está bien, sargento -dijo George.


Un agudo relincho hizo que todos se volvieran. Attila pateaba las tablas de su establo y parecía muy agitado.


George señaló al animal y preguntó al sargento:


– ¿Qué le sucede?


– No sé, señor -el sargento se encogió de hombros-. Empezó a agitarse cuando sir Gaylord llegó, y se puso aún más nervioso cuando el hombre se llevó la yegua.


George miró a Ruark. Ruark asintió y corrió a abrir la puerta del granero. George desató a Attila, quien al ver la puerta abierta se volvió inmediatamente, hacia allí. Antes que pudiera echar acorrer, Ruark aferró un mechón de crines y saltó sobre su lomo. Attila se detuvo y empezó a saltar furioso hasta que Ruark apretó las rodillas y dio un agudo silbido.

El caballo reconoció a su jinete, y sintiendo que estaban en una misma misión, salió disparado. Nathanial y el mayor, entre tanto, empezaron a gritar órdenes.


Ruark dejó que -Attila eligiera su camino y se limitó a mantenerse sobre el animal. Entraron al grupo de árboles y el semental se detuvo en un claro. Agitó la cabeza, olfateó el aire y volvió a salir disparado. – El olor de Gaylord estaba fresco en las narices de Attila, pero más que eso, el olor de la yegua.


Gaylord miró a Shanna. La seguridad y compostura de ella eran inquietantes. El quería verla sometida, humillada, aunque fuera por el temor.


– Hasta un tonto sabe cuándo ha encontrado a su amo -dijo él.


– y usted, señor -replicó ella con una serena sonrisa- por fin ha encontrado al suyo. -Shanna sintió el peso de la pequeña daga contra su pierna. No se atrevió a usarla ahora. Ya llegaría el momento.


Gaylord trató de razonar con ella.


Yo no soy un hombre cruel, señora, y usted es muy hermosa. Un poco de amabilidad de su parte. podría hacer que encontrara misericordia en mi corazón. Sólo quiero compartir con usted un momento de placer.


– Mi placer, señor, será no volverlo a ver en mi vida.


¡La perra! ¿Cómo se atrevía a despreciado así?


– ¡Usted está desamparada! -gritó él y se irguió en toda su altura sobre sus estribos-. Está en mi poder y haré con usted lo que se me dé la gana.


– ¿En un húmedo bosque, señor? Podría ensuciarse sus ropas.


– ¡Nadie vendrá a salvarla! -gritó él.


– ¡Ruark ya viene! -dijo ella suavemente.


Gaylord sacudió furioso el rifle.


– ¡Si viene, lo mataré!


Ella sintió miedo pero trató de no ponerse a temblar. Llegaron a un lugar elevado, donde el sendero empezaba a descender hacia el valle. Gaylord se detuvo y miró a su alrededor. Shanna ladeó la. cabeza y escuchó con atención. Súbitamente tuvo la seguridad de que venían a rescatada. Gaylord la miró con recelo. 'Ella se irguió y asintió levemente,


– Sí -dijo-, ya viene Ruark.


Doblaron. la última curva. Gaylord hizo detener las cabalgaduras frente a la cabaña. Se apeó, ató la yegua a la cerca, sacó las maletas que iban sobre la yegua de Shanna-, abrió la puerta de la cabaña y entró. Salió en seguida y se acercó a Shanna. Le desató un pie y pasó al otro lado para desatar el otro. Se tomó su tiempo y sus dedos acariciaron innecesariamente los tobillos de ella. Shanna contuvo el aliento, temerosa de que él encontrara la daga.


Súbitamente, un ruido de cascos en la entrada del valle les llamó la atención. Por un instante, el flanco gris del caballo y el bulto de su jinete fueron visibles entre los árboles. Shanna sintió una inmensa alegría y los ojos se le llenaron de lágrimas.


Gaylord tomó el rifle, rió por lo bajo, amartilló apoyó sobre la silla de su montura. Cuidadosamente, apunto hacia el camino hacia su última curva.


Fue una equivocación de Gaylord volverle la espalda a Shanna. Cuando los cascos sonaron cerca de la curva, ella levantó un pie y golpeó el flanco de la yegua con todas sus fuerzas. Con un agudo relincho, Jezebel saltó y su movimiento sorprendió a Gaylord, quien quedó apretado entre los dos animales.

El rifle saltó hacia arriba como una flecha mal dirigida y cayó entre los arbustos, en el momento que Ruark doblaba la curva montado en Attila.


Gaylord olvidó su rifle y sintió un helado estremecimiento a lo largo de su columna vertebral. Sacó rudamente a Shanna del lomo de la yegua y la arrastró hacia la cabaña. Con los brazos todavía atados, ella tropezó y cayó sobre la cama. Gaylord cerró la puerta y estaba buscando la pesada tranca cuando la madera pareció deshacerse en astillas.


Ruark se había lanzado desde el lomo del caballo con los pies hacia adelante y toda la velocidad que llevaba.


– Vamos, bastardo -gritó- ¡Si quieres a mi esposa, primero tendrás que matarme con las manos desnudas!


Gaylord no era un hombre pequeño y ahora se enardeció con el calor de la lucha. Se llevó las manos al cinturón en busca de sus pistolas, pero las mismas habían caído bajo los cascos del caballo. El caballero apenas tuvo tiempo de percatarse de la pérdida antes que Ruark atacara.


Ruark quedó sorprendido por la fuerza de su antagonista. Gaylord resbaló y sintió que nuevamente lo doblaban hacia atrás. Trató de esquivarse hacia un lado, pero Ruark resistió. Cayeron los dos al suelo en una nube de polvo.


Shanna se levantó las faldas y aferró el puño de su daga. Sus manos, atadas, estaban semi adormecidas, pero consiguió sacar el cuchillo y sostener el mango entre sus rodillas. Empezó frenéticamente a cortar las cuerdas con la hoja.


Los dos hombres se pusieron de rodillas. Ruark metió su cabeza debajo del mentón de Gaylord y rodeó con sus brazos el tórax del caballero, hasta que la columna vertebral del otro estuvo a punto de romperse. Gaylord gimió y súbitamente se retorció hacia un lado. Nuevamente cayeron entre una nube de polvo.


La mano del caballero había tocado un trozo de madera largo y pulido. Gaylord aferró ese palo, uno de cuyos extremos estaba cubierto por una piel de animal, rodó y apretó con la madera el cuello del siervo, apoyando todo el peso de su cuerpo. Ruark aferró la madera y en su cuello y sus brazos los tendones resaltaron como tensas cuerdas. La rodilla de Ruark se elevó debajo de la barriga del caballero y así alivió algo del peso que le oprimía el cuello. Su pie se deslizó debajo de la cadera de Gaylord y así consiguió arrojar al inglés por encima de su cabeza. Pero la piel cayó y Ruark, con súbita claridad, vio que en el extremo del palo había un hacha de doble hoja. Era el hacha que él había dejado en la cabaña.


Shanna ahogó una exclamación y Gaylord rió regocijado, blandiendo el hacha de doble filo mientras Ruark se ponía de pie. Ruark aferró un trozo de leña para defenderse mientras el caballero se le acercaba. Ruark sólo pudo retroceder mientras el filo del hacha lo amenazaba dentro del limitado espacio de la cabaña.


Ruark sintió que la parte posterior de sus muslos chocaba contra el borde de la mesa y ya no pudo retroceder más. Con un grito de triunfo, Gaylord aferró el hacha con las dos manos y Shanna gritó. Ruark se hizo a un lado y la mesa se partió en dos cuando la hoja la cortó limpiamente. Mientras Gaylord trataba de sacar el hacha de entre las astillas, Ruark arrojó el trozo de leña a las espinillas del caballero y aferró otro. El hacha pasó a – escasos milímetros del vientre de Ruark y fue apenas desviada por el corto trozo de leña. Gaylord lanzó otro golpe y Ruark saltó hacia atrás para esquivarlo.


El grito de victoria de Gaylord terminó en un gemido de dolor. Había alcanzado a ver el brillo del metal pero la pequeña daga lo mismo se clavó en su mejilla y le abrió la carne hasta el cuello.


Ruark se abalanzó sobre él y empezó a golpeado desde todos los lados. Gaylord empezó a temer la derrota y, peor aún, la muerte. Ruark lo atacaba con un salvajismo feroz. Gaylord cayó de rodillas y un golpe brutal le destrozó la cara. Su mano tocó suave terciopelo. Levantó!a vista y vio un rostro de mujer.


– ¡Deténgalo! ¡Deténgalo! -sollozó-. ¡Me matará!


Shanna sacudió la cabeza, confundida, y recobró la visión.


– Ruark -imploró-, déjalo para que el verdugo se encargue de él.


Echó los brazos al cuello de Ruark y lo besó en la boca, hasta que él recobró la cordura y se serenó.


Shanna estaba sentada en un banquillo mientras Ruark le aplicaba paños mojados en su mejilla magullada cuando Nathanial y el mayor detuvieron sus monturas frente a la cabaña. Gaylord estaba sobre un tosco banco, bien atado de pies a cabeza con cuerdas.


Los recién llegados observaron la escena. George y los demás se les unieron. George miró la puerta destrozada y dijo:


– Hijo mío, parece que tienes una forma especial de abrir puertas.


Gaylord fue puesto sobre un caballo y Shanna montó a Attila junto con su marido. Estaban asegurando con cuerdas la puerta de la cabaña cuando oyeron un grito y ruido de cascos que se acercaban. Poco después apareció una vieja yegua de patas rígidas. No hubiera podido decirse quién jadeaba más, si la animosa yegua o el valiente jinete que la montaba. Nathanial se adelantó y ayudó piadosamente a apearse a Orlan Trahern. Después sacó la silla de la montura de Trahern y la puso sobre el lomo de Jezebel, la yegua de trote más suave, para que el hacendado pudiera regresar.


El grupo de regreso fue directamente al granero, donde George señaló un sólido establo destinado a contener a algún toro o semental ocasional que dieran demasiado trabajo: Se lo usaba poco. Pusieron allí una pequeña mesa y un banco, junto con un montón de paja y varias mantas. Sir Gaylord fue desatado y arrojado a la improvisada celda.


– Pueden maltratarme así, si les place, pero un caballero del reino debe ser juzgado nada menos que por el alto tribunal.


– Quizá -dijo pensativo el mayor Carter – de eso se encargue el magistrado que se encuentra en Williamsburg.


– ¡No aceptaré nada de la justicia colonial de ustedes! -Protestó Gaylord-. Mi padre se ocupará de que yo sea tratado como corresponde.


– El mismo, por supuesto. -El mayor se rascó el mentón. -Lord Billingsham ha venido a las colonias para… Hum… mejorar el primitivo sistema, creo que ha dicho. El ocupa el estrado en Williamsburg y será el primero que oirá su caso.


Las risas y las exclamaciones de alegría hacían vibrar toda la casa. La historia fue contada y vuelta a contar, y cada uno añadió su parte. Sólo Orlan Trahern permanecía hosco en su sillón y bebía ale con bitter que Pitney había conseguido preparar. En medio de la catarata de felicitaciones, Hergus entró con una bandeja de bocadillos para calmar el apetito de los hombres, y lanzó un grito agudo.


– ¡Jamie! ¡Jamie Conners!


– ¿Hergus? -dijo lentamente el escocés, con los ojos dilatados por la sorpresa-. ¡Mi Hergus! ¡Mi único amor verdadero!


– Hum -dijo Hergus-. ¡Han pasado un montón de años!


– Yo… yo… -tartamudeó el pobre hombre-, no encontré huellas de ti cuando por fin me dejaron ir.


Hergus no respondió y siguió sirviendo a los demás. Pero cuando Shanna la miró, vio algo nuevo en Hergus, algo al mismo tiempo suave y firme, y adivinó que el escocés, podría recuperar lo que había perdido.


Shanna se acercó a su padre y preguntó-: ¿Te duele el pie?


– No es mi pie lo que duele sino otra parte -replicó él-. Me costó, mucho subir al lomo de esa yegua, pero aunque la tierra se estremezca bajo mis pies, no volveré a hacerlo.

No puedo encontrar comodidad ni de pie ni sentado. Tendré que tenderme en la cama para poder descansar.


Shanna no pudo contener la risa. -Oh, papá, es una pena que hayas tenido, que hacerlo por mí. -Se inclinó y lo besó en la frente.


– ¡Bah! -dijo Trahern-. Me duelen todos los huesos y ella ríe como una tonta. Ten cuidado, hijo -agregó dirigiéndose a Ruark-, o ella hará contigo lo que quiera.


Shanna tomó las manos de su marido. Después se sentó en el brazo del sillón de su padre.


– Estoy rodeada de bestias -sonrió para suavizar sus palabras-. Un dragón a mi izquierda y un oso a mi derecha. ¿Tendré que cuidarme siempre de los colmillos?


– ¡Tenla siempre encinta, muchacho! -rió Trahern, ahora de mejor humor-. Es la única manera. ¡Siempre encinta!


– Es lo que yo pienso, señor -dijo Ruark, y miró amorosamente a Shanna.


EPILOGO


Orlan Trahern estaba en la pequeña iglesia de la isla Los Camellos y escuchaba la voz de ministró que hablaba desde el púlpito. Su mente no estaba en el sermón sino en otra cosa.


Últimamente la isla parecía muy solitaria. Faltaba algo. La vida se desarrollaba como de costumbre, más lentamente en el calor del día, más a prisa en la época de cosecha. Pero él pensaba en su hija y su yerno. La criatura ya tenía que haber nacido, pero pasarían semanas antes de recibir alguna noticia. Miró hacia el pequeño retrato al óleo de su esposa que colgaba cerca del banco de la familia y supo que ella se habría sentido dichosa. En realidad, habría insistido en acompañar a Shanna durante el parto. Casi vio que su esposa le sonreía y le dirigía esa mirada siempre tolerante, conocedora.


Hasta Pitney había empezado a sentirse inquieto y a menudo hablaba de abandonar la isla para buscar fortuna en la nueva tierra. Trahern sospechaba que el hombre se había enamorado de los vastos espacios y que ahora la vida en la isla le resultaba limitada y estrecha.


Cuando venían hacia la iglesia, Pitney había ido al puerto para recibir a un barco que acababa de ser avistado. Trahern detectó en los ojos del hombre un brillo especial de sed de aventuras.


"Es una cosa tentadora", pensó ahora Trahern y cuando yo viaje a las colonias, podré detenerme para visitar a mis nietos".


El ministro había terminado su sermón y pedía a la congregación que se pusiera de pie para entonar un himno, cuando se detuvo de pronto y miró asombrado hacia la puerta. Antes que Trahern pudiera volverse, sintió una mano pesada en su hombro. Levantó la vista y se encontró con la cara sonriente de Pitney.


Trahern empezó a ponerse de pie. Entonces, le pusieron en los brazos un pequeño envoltorio blanco. Apenas tuvo tiempo de ver los cabellos oscuros y los ojos verdes de la criatura, cuando en el otro brazo le pusieron un bulto igual al primero.


El hacendado abrió la boca. Levantó la vista y encontró la cara radiante de Shanna.


– Un varón Y una niña, papá.


– Esta era una noticia que no podía llegar por carta -dijo Ruark, sonriendo-. Además, le debíamos una visita.


Orlan Trahern quedó sin habla. Miró nuevamente los gemelos y no encontró palabras para expresar su felicidad. Después, dirigiéndose al retrato en la pared, y con voz ahogada, susurró:


– Más de lo que jamás soñamos, Georgina. Más de lo que jamás soñamos.

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