Capitulo Ocho

No despertó muy animada pero sí sola, lo cual había sido un hábil movimiento por parte de él, aunque Eve no se recobró sonriendo. El sedante no tenía efectos se?cundarios, lo que convertía a Roarke en un hombre afortunado. Eve despertó sintiéndose alerta, fresca y en?fadada.

El aviso electrónico que despedía una luz roja sobre su mesita de noche no mejoró las cosas. Ni tampoco el oír la suave voz de él cuando lo conectó.

– Buenos días, teniente. Espero que hayas dormido bien. Si estás levantada antes de las ocho, me encontrarás en el rincón del desayuno. No quería molestarte hacien?do subir las cosas. Se te veía muy apacible.

– No por mucho tiempo -dijo ella entre dientes.

Luego consiguió ducharse, vestirse y ajustarse el arma en sólo diez minutos.

El rincón del desayuno; como él lo llamaba, era un enorme y soleado atrio contiguo a la cocina. Además de Roarke, estaba también Mavis. Ambos parecían radiantes.

– Vamos a dejar un par de cosas claras, Roarke -dijo Eve.

– Te ha vuelto el color. -Satisfecho de sí mismo, se levantó y le dio un beso en la punta de la nariz-. Ese matiz gris que tenías en la cara no te quedaba nada bien.

– Luego gruñó cuando ella le soltó un puñetazo al es?tómago. Se aclaró la garganta valientemente-. Parece que tu nivel energético también se ha recuperado… ¿Café?

– Que quede claro que si alguna vez intentas otro truco como el de anoche, te… -Miró a Mavis entrece?rrando los ojos-. ¿Tú de qué te ríes?

– Me divierte mirar. Estáis tan pendientes el uno del otro.

– Tanto que él acabará tumbado en el suelo si no se anda con cuidado… Tienes… buen aspecto.

– Así es. Lloré a mares, me comí una bolsa de bom?bones suizos y luego dejé de compadecerme. Tengo al poli número uno de la ciudad trabajando de mi lado, el mejor equipo de abogados que un multimillonario pueda comprar, y un hombre que me ama. Ves, me fi?guro que cuando todo esto termine, y sé que saldrá bien, podré recordarlo como una especie de aventura. Y gracias a toda la publicidad de los media mi carrera despegará.

Cogió la mano de Eve y la hizo sentar en un banco acolchado.

– Ya no tengo miedo. '

No queriendo tomar sus palabras al pie de la letra, Eve la miró a los ojos.

– Veo que no. Estás realmente bien.

– Estoy bien ahora. He pensado en ello una y otra vez. En el fondo, es todo muy sencillo. Yo no la maté. Sé que tú descubrirás quién lo hizo y después todo habrá acaba?do. De momento puedo vivir en una casa increíble y co?mer manjares increíbles. -Dio un mordisco a un crepé-. Y mi cara y mi nombre salen a toda hora en los media.

– Bueno, es una manera de ver las cosas. -Intranquila, Eve fue a programarse café-. Mavis, no quiero preo?cuparte, pero no creas que esto será un paseo por el parque.

– No soy tonta, Dallas.

– Yo no…

– ¿Piensas que no soy consciente de lo que podría pasar si la cosa saliera mal? Lo soy, pero no creo que eso vaya a suceder. A partir de ahora soy optimista y voy a hacerte ese favor que me pediste ayer.

– De acuerdo. Tenemos mucho que hacer. Quiero que te concentres, que intentes recordar detalles. Cual?quier cosa, no importa lo pequeña o insignificante que… ¿Qué es esto? -inquirió mientras Roarke le ponía un bowl delante.

– Tu desayuno.

– ¿Copos de avena?

– Exactamente.

Eve frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no puedo tomar crepés?

– Sí puedes, pero primero cómete los copos.

Enfurruñada, Eve tragó una cucharada:

– Tú y yo vamos a hablar muy en serio.

– Formáis una pareja estupenda, chicos. Me alegro mucho de haber tenido ocasión de comprobarlo. No es que pensara que no lo fuerais, pero me intrigaba que Dallas hubiera acabado con un, ricacho. -Miró a Roarke radiante.

– Los amigos están para eso.

– Sí, claro, pero es increíble cómo consigues pararle los pies. Eres el primero que lo hace.

– Cállate, Mavis. Piensa lo que quieras, pero es mejor que no me digas nada hasta que tus abogados lo aprueben.

– Lo mismo me han aconsejado ellos. Imagino que será como cuando quieres recordar un nombre o dónde has puesto alguna cosa. Lo dejas correr, te pones a hacer algo y, zas, te salta a la cabeza. Conque ahora estoy pen?sando en otras cosas, y la más importante es la boda. Leo?nardo me dijo que pronto tendrías que hacer la primera prueba del vestido.

– ¿Leonardo? -Eve casi brincó de la silla-. ¿Has ha?blado con él?

– Los abogados han dado el visto bueno. Ellos creen que es bueno para nosotros reanudar nuestra relación. Añade un toque romántico cara a la opinión pública. -Apoyó un codo en la mesa y se puso a juguetear con los tres pendientes con que había adornado su oreja iz?quierda-. Sabes, han desistido de las pruebas de detec?ción e hipnosis porque no están seguros de lo que podría recordar. En general me creen, pero no quieren arries?garse. Pero dijeron que ver a Leonardo me vendría bien. Así que hemos de organizar esa prueba.

– Ahora no tengo tiempo para pensar en eso. Por Dios, Mavis, ¿crees que estoy para vestidos y florile?gios? No voy a casarme hasta que sé arregle todo esto. Roarke lo entiende.

Él cogió un cigarrillo y se lo miró.

– No, él no lo entiende.

– Escucha…

– No, escucha tú. -Mavis se puso en pie; su pelo azul brilló a la luz del día-. No voy a dejar que esto estropee algo tan importante para mí. Pandora hizo cuanto pudo para joderme la vida. Y muriéndose empeoró las cosas. No quiero que me joda esto. Los planes siguen en pie, comprendes, y será mejor que te busques un hueco para hacer esa prueba.

Eve no podía discutir, menos aún viendo que Mavis estaba al borde del llanto.

– De acuerdo, está bien. Me probaré ese estúpido vestido.

– De estúpido, nada. Será un vestido sensacional.

– A eso me refería.

– Mejor. -Mavis sorbió por la nariz y se sentó-. ¿Cuándo puedo decirle que iremos?

– Es mucho mejor para tu caso, y tus lujosos aboga?dos me respaldarían, si a ti y a mí no nos ven juntas por ahí: el primer investigador y la defendida. No me parece buena idea.

– Quieres decir que no… Está bien, no iremos juntas por ahí. Leonardo puede trabajar en esta casa. A Roarke no le importa, ¿verdad?

– Todo lo contrario. -Dio una calada a su cigarrillo-. Creo que es una solución perfecta.

– Felices y en familia -masculló Eve-. El primer in?vestigador, la defendida y el inquilino de la escena del crimen, que además es el ex amante de la víctima y el ac?tual de la defendida. ¿Os habéis vuelto locos?

– ¿Quién lo va a saber? Roarke tiene un excelente sistema de seguridad. Y si hay la menor posibilidad de que las cosas salgan mal, quiero pasar todo el tiempo que pueda con Leonardo. -Mavis hizo sus pucheros-. Estoy decidida.

– Haré que Summerset disponga un espacio para tra?bajar.

– Gracias. Te lo agradecemos mucho.

– Mientras vosotros orquestáis esta locura de fiesta, yo tengo un asesinato que resolver.

Roarke guiñó el ojo a Mavis y gritó a Eve, cuando ésta salía hecha una fiera:

– ¿Y tu crepé?

– Cómetelo tú.

– Está loca por ti -comentó Mavis.

– Su forma de hacer las paces es casi violenta. ¿Quie?res otro crepé?

Mavis se palpó el abdomen:

– ¿Por qué no?


Dar un rodeo por la Novena y la Cincuenta y seis causa?ba estragos en la circulación. Peatones y conductores ig?noraban por igual las leyes de contaminación sonora y gritaban o hacían sonar el claxon dando rienda suelta a su frustración. Eve habría subido las ventanillas para atajar el estrépito, pero sus controles de temperatura es?taban de nuevo estropeados.

Para hacerlo más divertido, la madre naturaleza ha?bía decidido castigar a Nueva York con una humedad del 110 por ciento. Para pasar el rato, Eve observó cómo se elevaban del asfalto las oleadas de calor. A ese paso, en pocas horas más de un chip se iba a quedar frito.

Pensó en ir por aire, aunque su panel de control pa?recía haber desarrollado una mente propia. Algunos conductores habían empezado ya a hacerlo. El tráfico aéreo reptaba lánguidamente. Un par de helicópteros monoplaza trataban de salir del atasco no haciendo sino aumentar el caos con el zumbido de abeja de sus palas.

Eve contuvo la risa al ver la pegatina i love new york en el parachoques de un coche.

Lo más cuerdo, pensó, sería aprovechar el atasco para trabajar un poco.

– Peabody -ordenó al enlace, y tras unos frustrantes silbidos de interferencia el aparato se puso en funciona?miento.

– Aquí Peabody. Homicidios.

– Dallas. Pasaré a recogerla por la Central, esquina oeste. Hora aproximada de llegada, quince minutos.

– Sí, señor.

– Traiga los archivos referentes a los casos Johannsen y Pandora, y… -Miró bizqueando a la pantalla-. ¿Por qué hay tanto silencio ahí, Peabody? ¿No estará en el ca?labozo?

– Esta mañana sólo hemos llegado dos o tres. Hay un atasco del demonio en la Novena.

Eve escrutó el mar de tráfico.

– ¿Lo dice en serio?

– Es conveniente escuchar el parte del tráfico -aña?dió-. Yo he tomado una ruta alternativa.

– Cállese, Peabody -murmuró Eve, interrumpiendo la transmisión.

Los dos minutos siguientes los empleó en recuperar mensajes del enlace de su despacho y concertar una cita en la oficina de Paul Redford. Llamó al laboratorio para que se dieran prisa con el informe de Pandora, y al ver que le daban largas se despidió con una ingeniosa amenaza.

Estaba pensando en llamar a Feeney y darle la lata cuando vio una brecha entre la pared de coches. Se lanzó hacia allá, torció a la izquierda, esquivó vehículos, ha?ciendo caso omiso de bocinazos y dedos levantados. Re?zando para que su vehículo cooperara, pulsó el vertical. En vez de elevarse, el coche empezó a hacer eses, pero consiguió subir los tres metros mínimos.

Luego torció a la derecha, recorrió a toda velocidad un deslizador donde pudo ver rostros miserables y su?dorosos, y enfiló la Séptima mientras su panel de control le advertía de una sobrecarga. Cinco manzanas después, el coche estaba resollando, pero Eve había evitado lo peor del embotellamiento. Tocó tierra con un golpe estremecedor y giró hacia la entrada oeste de la Central de Policía.

La cumplidora Peabody estaba, esperando. Cómo hacía para tener aquel aspecto imperturbable en su sofo?cante uniforme azul, era algo que Eve no pretendía sa?ber.

– Su coche parece un poco tocado, teniente -comen?tó Peabody al subir.

– ¿En serio? No lo había notado.

– Usted también lo parece un poco, señor. -Cuando Eve se limitó a enseñar los dientes y a cortar por la Quinta hacia el centro, Peabody buscó en su equipo, sacó un ventilador portátil y lo aplicó al salpicadero. La ráfaga de aire fresco casi hizo gemir a Eve.

– Gracias.

– El control térmico de este modelo no es fiable. -El rostro de Peabody permaneció tranquilo y suave-. Aun?que usted tal vez no lo haya notado.

– Tiene una lengua muy aguda, Peabody. Eso me gusta de usted. Hágame un resumen de Johannsen.

– El laboratorio sigue teniendo problemas con los elementos que componen el polvo que encontramos. Contestan con evasivas. No sabemos si han terminado de analizar la fórmula. Según el soplo que me ha dado un contacto, Ilegales ha exigido prioridad, o sea que hay un poco de politiqueo. La segunda búsqueda no registró ningún rastro de sustancias químicas, ilegales o de las otras, en el cuerpo de la víctima.

– Entonces es que no consumía -musitó Eve-. Boomer se dedicaba a mezclar, pero tenía una bolsa enorme de mierda y no se le ocurrió probarla. ¿Qué opina de eso, Peabody?

– Por el estado de su pensión y la declaración del androide, sabemos que tuvo tiempo y oportunidad de probar el polvo. En su expediente consta adicción crónica aunque de menor grado. Yo deduzco que sa?bía o sospechaba algo de esa sustancia que le disua?dió.

– Eso mismo creo yo. ¿Qué ha sacado de Casto?

– Asegura que está a dos velas. Se ha mostrado coo?perador, pero no comunicativo, proporcionando infor?mación y teorías varias.

Eve no pudo por menos de menear la cabeza.

– ¿Es que se le ha insinuado, Peabody?

La agente siguió mirando al frente, entrecerrados le?vemente los ojos bajo el flequillo curvo.

– No ha exhibido un comportamiento impropio.

– Olvide esa jerga, no le he preguntado eso.

El rubor encendió el cuello del uniforme azul de Pe?abody.

– Ha mostrado cierto interés personal.

– Hija mía, parece usted policía. Ese interés personal, ¿es recíproco?

– Podría decirse que sí, si no fuera porque sospecho que el sujeto tiene un interés mucho más personal en mi inmediato superior. -Peabody la miró-. Lo tiene usted en el bote.

– Pues ahí se va a quedar. -Eve no consiguió, sin em?bargo, sentirse del todo disgustada-. Mi interés personal está en otra parte. Es un guapísimo hijo de la gran puta, ¿verdad?

– Se me hincha la lengua en la boca cada vez que me mira.

– Mmmm. -Eve pasó la suya por sus dientes a título experimental-. Pues láncese.

– No estoy preparada para una relación sentimental en estos momentos.

– ¿Pero quién diantre ha dicho nada de una relación? Fólleselo un par de veces, mujer.

– Prefiero el afecto y la camaradería en los encuen?tros sexuales -repuso secamente Peabody-. Señor.

– Ya. Es otro sistema. -Suspiró. Le costaba un es?fuerzo supremo impedir que su mente pensara en Mavis, pero intentó concentrarse-. Sólo estaba tomándole el pelo, Peabody. Sé lo que es estar haciendo tu trabajo y que un tío te mire de esa manera. Lamento que se en?cuentre a disgusto trabajando con él, pero la necesito.

– No hay problema. -Relajándose un poco, Peabody sonrió-. Y no es precisamente un sacrificio mirarle. -Alzó la vista mientras Eve entraba en el aparcamiento subterráneo de una torre blanca en la Quinta Avenida-. ¿Este edificio no es de Roarke?

– La mayoría lo son. -El portero electrónico exami?nó el vehículo y le dio acceso-. Aquí tiene su despacho principal. Y es también la sede de Redford Productions en Nueva York. Tengo una entrevista con él acerca de Pandora. -Eve entró en la plaza para personalidades que Roarke le había buscado y cerró el coche-. Oficialmente no está ligada a este caso, Peabody, pero sí a mí. Feeney está hasta el cuello de datos y yo necesito otro par de oí?dos. ¿Alguna objeción?

– No se me ocurre ninguna, teniente.

– Dallas -le recordó al salir del coche.

La barrera de seguridad se cerró en torno al vehículo para protegerlo de arañazos y robos. Como si el coche, pensó amargamente Eve, no tuviera ya tantos arañazos que hasta un ladrón se insultaría a sí mismo por mirarlo dos veces. Fue con paso decidido hacia el ascensor pri?vado, introdujo su código e intentó no parecer turbada.

– Así ahorramos tiempo.

Peabody se quedó boquiabierta cuando entraron a un espacio generosamente enmoquetado. El ascensor era de seis personas y exhibía un lujurioso despliegue de fra?gantes hibiscus.

– A mí me encanta ahorrar tiempo -dijo Peabody.

– Planta treinta y cinco -solicitó Eve-. Redford Productions, oficinas de dirección.

– Planta tres-cinco -registró el ordenador-. Cua?drante este, nivel de dirección.

– Pandora celebró una pequeña fiesta la noche de su muerte -empezó Eve-. Redford pudo ser la última per?sona que la vio con vida. Jerry Fitzgerald y Justin Young estuvieron también, pero partieron poco después de la pelea entre Mavis Freestone y Pandora. Tienen una coar?tada mutua para el resto de la noche. Redford se quedó un rato en la casa. Si Fitzgerald y Young no mienten, son inocentes. Yo sé que Mavis dice la verdad. -Esperó un segundo, pero Peabody no hizo comentario alguno-. Así que vamos a ver qué sacamos del productor.

El ascensor se puso suavemente en horizontal, desli?zándose hacia el este. Al abrirse las puertas, el ruido inundó el espacio interior.

Era evidente que a los empleados de Redford les gustaba trabajar con música rock. Salía de los altavoces camuflados llenando el aire de energía. Dos hombres y una mujer trabajaban ante una consola circular, charlan?do animadamente por enlaces y mirando sus respectivos monitores.

En la zona de espera de la derecha parecía haber una especie de fiesta. Varias personas estaban allí reunidas, bebiendo de pequeños vasos o mordisqueando minús?culas pastas. El sonido de las carcajadas y las conversa?ciones subrayaba la música animada.

– Parece una escena de una de sus películas -dijo Peabody.

– Viva Hollywood. -Eve se acercó a la consola y ex?trajo su placa. Escogió al recepcionista que parecía me?nos obsesivamente absorto de los tres -. Teniente Da?llas. Tengo una cita con el señor Redford.

– Sí, teniente. -El hombre (aunque podría haber sido un dios de cara cincelada) sonrió con ganas-. Le diré que está aquí. Sírvanse lo que gusten, por favor.

– ¿Le apetece un bocado, Peabody?

– Esas pastas tienen buena pinta. Podríamos coger algunas cuando salgamos.

– A eso le llamo yo telepatía.

– El señor Redford estará encantado de recibirla ahora, teniente. -El moderno Apolo levantó una parte de la consola y se metió dentro-. Permítame que las acompañe.

Cruzaron una puerta de cristales ahumados tras la cual el ruido cambió a disputa verbal. A cada lado del pasillo había puertas abiertas, con hombres y mujeres sentados, yendo de un lado al otro o tumbados en sofás, charlando.

– ¿Cuántas veces he oído ese argumento, JT? Suena a primer milenio.

– Necesitamos una cara nueva, tipo la Garbo con un poco de candor infantil.

– La gente no quiere nada profundo, cariño. Dales a escoger entre el océano y un charco, y se lanzan al char?co. Somos como niños.

Llegaron a unas puertas de plata centelleante. El guía las abrió con gesto dramático.

– Sus invitados, señor Redford.

– Gracias, César.

– César -murmuró Eve-. No iba muy equivocada.

– Teniente Dallas. -Paul Redford se levantó de una workstation en forma de U y tan plateada como las puertas. El suelo, liso como el cristal, estaba decorado con espirales de color. Al fondo había la esperada vista espectacular de la ciudad. Su mano estrechó la de Eve con fácil y ensayada calidez-. Muchas gracias por acce?der a venir aquí. Estoy todo el día metido en reuniones y me resultaba mucho más cómodo que desplazarme yo.

– No pasa nada. Mi ayudante, la agente Peabody.

La sonrisa, tan serena y practicada como el apretón de manos, las abarcó a ambas.

– Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo?

– Sólo información. -Eve echó un vistazo a los asien?tos y pestañeó. Todo eran animales: sillas, sofás y tabu?retes, en forma de tigres, perros, jirafas.

– Mi primera esposa era decoradora -explicó Red?ford-. Tras el divorcio, decidí quedarme con todo esto. Es el mejor recuerdo de esa época de mi vida. -Escogió un basset y apoyó los pies en un cojín con forma de gato ovillado-. ¿Quiere que hablemos de Pandora?

– Así es. -Si habían sido amantes, como se rumorea?ba, no daba la impresión de estar muy apenado. Tampo?co parecía afectarle que le interrogara la policía. Redford era el perfecto anfitrión embutido en cinco mil dólares de traje de lino y unos mocasines italianos color mantequilla derretida.

Era, pensó Eve para sus adentros, tan amante de la pantalla como cualquiera de los actores que contrataba.

Un rostro fuerte y huesudo del color de la miel fresca acentuado por un cuidado bigote lustroso; el pelo peina?do hacia atrás con gomina y cogido en una complicada coleta que le colgaba entre los omóplatos. En resumidas cuentas: un productor de éxito que gozaba con su poder y riqueza.

– Me gustaría grabar esta conversación, señor Redford.

– Muy bien, teniente. -Se retrepó en el abrazo de su perro tristón y cruzó las manos sobre el abdomen-. Tengo entendido que han practicado ustedes un arresto.

– Así es. Pero la investigación continúa. Usted cono?cía a la difunta Pandora.

– La conocía bien, en efecto. Tenía entre manos un proyecto con ella, por supuesto habíamos coincidido en numerosas ocasiones a lo largo de los años y, cuándo se terciaba, nos acostábamos.

– ¿Eran ustedes amantes en el momento de su muer?te?

– Nunca fuimos amantes, teniente. Nos acostába?mos. No hacíamos el amor. De hecho, dudo que ningún hombre le haya hecho el amor a Pandora, o lo haya in?tentado siquiera. Si existe, es que es tonto. Yo no lo soy.

– ¿Ella no le gustaba?

– ¿Gustarme? -Redford se rió-. Por favor. Era sin duda el ser humano más desagradable que he conocido jamás. Pero talento sí tenía. No tanto como ella pensaba, y menos en determinadas áreas, pero…

Alzó sus elegantes manos con un fulgor de anillos: piedras negras sobre oro macizo.

– La belleza es asequible, teniente. Hay quien nace con ella y hay quien la compra. Un físico atractivo es realmente fácil de conseguir hoy día. Las caras agrada?bles nunca pasan de moda, pero para ganarse la vida con ello hay que tener talento.

– ¿Y cuál era el talento de Pandora?

– Un aura, un poder, una elemental e incluso mini?malista capacidad para rezumar sexo. El sexo siempre ha vendido y siempre venderá.

Eve inclinó la cabeza.

– Sólo que ahora está autorizado.

Redford le dedicó una sonrisa divertida.

– El gobierno necesita esos ingresos. Pero no me re?fería a la venta de sexo, sino a su utilización comercial. Y nosotros lo hacemos: desde refrescos hasta utensilios de cocina. Y moda -añadió-. Siempre la moda.

– Que era la especialidad de Pandora.

– Podías envolverla en visillos de cocina, lanzarla a la pasarela, y la gente más o menos inteligente abría la cuen?ta de crédito para comprar. Era un verdadero reclamo. No había nada que no pudiera vender. Ella quería actuar, lo cual es triste. Nunca habría podido ser otra cosa que lo que era: Pandora, la única.

– Pero dice usted que tenía un proyecto con ella.

– Sí, algo donde ella representara básicamente su propio papel. Nada más y nada menos. Podría haber funcionado. La explotación, sin duda alguna, habría producido ganancias muy importantes. Aun estaba en fase inicial.

– Usted estaba en su casa la noche del crimen.

– Sí, Pandora necesitaba compañía. Y supongo que quería pasarle por la cara a Jerry que ella iba a protago?nizar una de mis películas.

– ¿Cómo se lo tomó la señorita Fitzgerald?

– Con sorpresa e imagino que irritación. Yo también me enfadé pues aún faltaba mucho para que el proyecto fuese viable. Casi hubo una buena escena, pero nos inte?rrumpieron. La chica, la fascinante joven que apareció en la puerta. Esa que acaban de arrestar -dijo con brillo en los ojos-. Según los media, usted y ella son muy amigas.

– ¿Por qué no se limita a contarme lo que pasó al lle?gar la señorita Freestone?

– Melodrama, acción, violencia. El cine en vivo. La guapa valiente viene a exponer su caso. Ha estado llo?rando, tiene la cara pálida, la mirada desesperada. Dice que renunciará al hombre que ambas quieren para sí, a fin de protegerlos a él y a su carrera profesional.

«Primer plano de Pandora. Su cara rezuma cólera, desdén, loca energía. Oh, qué hermosa es. Casi un peca?do. No acepta el sacrificio, quiere que su adversaria co?nozca el dolor. Primero el dolor emocional, por las crueldades que le dice, luego el dolor físico cuando des?carga el primer golpe. Se produce la clásica pelea. Dos mujeres peleando cuerpo a cuerpo por un hombre. La más joven tiene el amor de su parte, pero ni siquiera eso puede con el brío de la venganza. Ni con las afiladas uñas de Pandora. Antes de que la sangre llegue al río, los dos caballeros de la fascinada audiencia pasan a la ac?ción. Uno de ellos recibe un mordisco por sus desvelos.

Redford gimió y se frotó el hombro.

– Pandora me hundió los colmillos mientras yo tira?ba de ella. Debo confesar que estuve tentado de darle un puñetazo. Su amiga se marchó, teniente. Dijo algo así como que Pandora lo sentiría, pero parecía más desdi?chada que enfurecida.

– ¿Y Pandora?

– Enardecida. -Él también lo parecía, mientras narra?ba lo sucedido-. Toda la tarde había estado de un humor peligroso, y después del altercado la cosa empeoró. Jerry y Justin se largaron con más prontitud que elegancia, y yo me quedé un rato tratando de sosegar a Pandora.

– ¿Lo consiguió?

– ¿Bromea? Ella estaba furiosa, profería toda clase de absurdidades. Dijo que iría a buscar a aquella zorra y que le arrancaría la piel. Que castraría a Leonardo. Que cuan?do hubiera terminado no podría ni vender botones en la esquina. Ni los mendigos le iban a comprar sus trapos, et?cétera. Transcurridos veinte minutos, desistí. Entonces se puso furiosa conmigo por estropearle la velada y empezó a lanzarme improperios. Que no me necesitaba, que tenía otros contratos, contratos más suculentos.

– Dice usted que salió de allí a eso de las doce y media.

– Aproximadamente.

– ¿Pandora se quedó sola?

– El servicio estaba compuesto exclusivamente por androides. Que yo sepa, allí no había nadie más.

– ¿Adonde fue cuando salió de casa de Pandora?

– Vine aquí, a curarme el hombro. La mordedura te?nía mal aspecto. Había pensado trabajar un poco, hacer unas llamadas a la costa. Después fui a mi club y pasé un par de horas en la piscina y en la sauna.

– ¿A qué hora llegó al club?

– Creo que serían las dos. Sé que pasaban de las cua?tro cuando llegué a casa.

– ¿Vio o habló con alguien entre las dos y las cinco de la mañana?

– No. Una de las razones de que vaya al club fuera de horas es la intimidad. Tengo instalaciones propias en la costa, pero aquí he de arreglármelas siendo socio de un club.

– ¿Que se llama…?

– Olympus, está en Madison. -Arqueó una ceja-. Veo que mi coartada no es perfecta. Sin embargo, entré y salí con mi llave de código. Como dictan las normas.

– No me cabe duda. -Y Eve se aseguraría de que lo hubiera hecho-. ¿Sabe de alguien que deseara hacer daño a Pandora?

– Teniente, la lista sería interminable. -Sonrió de nuevo, dientes perfectos, ojos a la vez divertidos y mata?dores-. Yo no me cuento entre ellos, simplemente por?que Pandora no significaba tanto para mí.

– ¿Compartió usted con ella su último capricho en drogas?

Redford se puso rígido, dudó, se relajó otra vez.

– Excelente estratagema, teniente. La incoherencia suele pillar con la guardia baja a los incautos. Diré, para que conste, que yo jamás pruebo sustancias ilegales de ninguna clase. -Pero su sonrisa era demasiado fácil, y ella supo que estaba mintiendo-. Pandora tartamudeaba de vez en cuando. Pensé que era problema suyo, que de?bía haber encontrado algo nuevo, algo de lo que parecía estar abusando. De hecho, yo entré en su dormitorio aquella misma tarde.

Hizo una pausa, como si recordara una escena.

– Ella acababa de sacar una píldora de una hermosa cajita de madera. China, me parece. La caja -añadió con una sonrisa presta-. A ella le sorprendió que yo llegara tan pronto, y metió la caja en un cajón del tocador y luego lo cerró con llave. Le pregunté qué estaba escon?diendo y ella dijo… -Hizo otra pausa, empequeñeció los ojos-. ¿Cómo fue que lo dijo…? Su tesoro, su fortu?na. No…, algo como su recompensa. Sí, estoy seguro de que ésa fue la palabra. Luego se tragó la píldora con un poco de champán. Después copulamos. Me pareció que al principio estaba distraída, pero de pronto se volvió frenética, insaciable. Creo que nunca lo habíamos he?cho con tanto nervio como esa vez. Nos vestimos y ba?jamos al salón. Jerry y Justin acababan de llegar. Nunca volví a preguntarle al respecto. No era cosa de mi in?cumbencia.


– ¿Impresiones, Peabody?

– Es muy astuto.

– Como el hambre. -Eve hundió las manos en los bolsillos mientras el ascensor descendía, jugueteó con unos discos de crédito-. La despreciaba pero se acostaba con ella, y estaba dispuesto a utilizarla.

– Creo que la encontraba patética, potencialmente peligrosa pero rentable.

– Y si esa rentabilidad hubiera menguado, o aumen?tado el peligro, ¿podría Redford haberla matado?

– En un abrir y cerrar de ojos. -Peabody se adelantó para entrar en el garaje-. No tiene escrúpulos. Si ese proyecto que tenían entre manos hubiera empezado a ir mal, o si ella hubiera querido presionarle, él habría he?cho cruz y raya. La gente tan controlada y tan pagada de sí misma tiende a esconder un alto potencial de violen?cia. Y su coartada es una birria.

– Sí, desde luego. -Las posibilidades hicieron sonreír a Eve-. La comprobaremos, pero primero pasaremos por casa de Pandora y buscaremos el escondrijo. Comunicado -ordenó-: asegúrese de que podemos saltar cerraduras.

– Eso no es una traba para usted -murmuró Pea?body, pero conectó el enlace.


La caja había desaparecido. El chasco fue tal que Eve se quedó plantada en la lujosa alcoba de Pandora mirando al cajón durante diez segundos hasta asimilar que estaba vacío.

– Esto es un tocador, ¿no?

– Así los llaman. Mire toda esa cantidad de frascos y de tarros. Cremas para esto, ungüentos para lo otro. -Peabody cogió un frasco del tamaño de medio dedo pulgar-. Crema para estar siempre joven. ¿Sabe cuánto cuesta esta chorrada, Dallas? Quinientos pavos en Saks. Quinientos por media onza de nada. Hablando de vani?dad…

Peabody dejó el frasco, avergonzada de haber tenido la breve tentación de metérselo en el bolsillo.

– Sumando todo lo que hay aquí, Pandora poseía unos diez o quince mil dólares en cosméticos.

– Domínese, Peabody.

– Sí, señor. Lo siento.

– Estamos buscando una caja. Los del gabinete ya han recogido los discos de los enlaces de Pandora. Sabe?mos que esa noche no hizo ni recibió ninguna llamada. Al menos desde aquí. Bien, está cabreada. Va ciega. ¿Qué hace entonces?

Eve siguió abriendo cajones y revolviendo cosas.

– Bebe más, tal vez, va por toda la casa pensando lo que querría hacer a las personas que la han fastidiado. Cerdos, puercas. ¿Quién se han creído que son? Ella puede tener todo lo que desee. Tal vez entra aquí y se zampa otra píldora, para que la cosa no decaiga.

Esperanzada, aunque era un estuche corriente, es?maltado, y no de madera ni chino, Eve levantó una tapa. Dentro había un surtido de anillos: oro, plata, porcela?na, marfil tallado.

– Curioso lugar para guardar joyas -comentó Peabody-. Bueno, quiero decir, tiene un gran cofre de cris?tal para la bisutería, y la caja fuerte para lo verdadera?mente valioso.

Eve levantó la vista, vio que su ayudante lo decía muy en serio, y no disimuló del todo la risa.

– No son joyas precisamente, Peabody. Son anillos eróticos. Se encajan en la polla y luego…

– Sí. -Peabody trató de no mirar-. Ya lo sé. Pero bueno, curioso sitio para guardarlos.

– Ya, desde luego es tonto guardar juguetes sexua?les en una caja cerca de la cama. En fin, ¿dónde esta?ba? Pandora ha ingerido algo acompañado de champán. Alguien va a pagar por haberle estropeado la vela?da. Ese mierda de Leonardo va a tener que arrastrarse, que implorar. Le hará pagar el haberse tirado a una furcia a sus espaldas, y por dejar que la zorra apare?ciese en su casa (su casa, por Dios) para tocarle las narices.

Eve cerró un cajón y abrió otro. -Según el sistema de seguridad, ella salió de aquí después de las dos. La puerta tiene cierre automático. No pide un coche. Está como a sesenta manzanas de casa de Leonardo y lleva tacones de aguja, pero no pide un taxi. No hay constancia de que ninguna compañía la fuera a recoger ni la dejara en ninguna parte. Consta que tenía un minienlace, pero no lo hemos encontrado. Si lo llevaba encima e hizo una llamada, es que ella o alguien más disponía de uno.

– Pero si llamó al asesino, éste fue lo bastante listo para deshacerse del aparato. -Peabody empezó a regis?trar el armario ropero de dos niveles y consiguió no asfi?xiarse con todos aquellos percheros, muchas de cuyas prendas conservaban aún la etiqueta del precio-. Lo que está claro es que no fue a pie hasta el centro. La mitad de estos zapatos ni siquiera tiene la suela arañada. No era de las que caminan.

– De acuerdo. No creo que tomara un cochambroso taxi. Le bastaba con chasquear los dedos y ya tenía a me?dia docena de esclavos ansiosos peleándose por llevarla allá donde quisiera ir. Así que alguien la recoge. Van a casa de Leonardo. ¿Por qué?

Fascinada por el modo en que Eve hacía encajar el punto de vista de Pandora con el suyo propio, Peabody dejó de buscar y la observó.

– Ella insiste. Exige. Amenaza.

– Quizá llama a Leonardo. O quizá es otra persona. Llegan al apartamento, la cámara de seguridad está rota. O la rompe ella.

– O la rompe el asesino. -Peabody salió del mar de seda color marfil-. Porque él ya ha planeado liquidarla.

– ¿Para qué llevarla a casa de Leonardo si ya lo ha pla?neado? O si fue Leonardo, ¿por qué ensuciar su propia casa? Aún no estoy segura de que el asesinato fuera prio?ritario. Llegan allí, y si es verdad lo que dice Leonardo, no hay nadie en el apartamento. Él se ha ido de copas y a buscar a Mavis, que también se ha ido de copas. Pandora quiere castigar a Leonardo. Empieza a arrasar el lugar, quizá da rienda suelta a una parte de su cólera con su compañero. Pelean. La cosa va a más. Él agarra el bastón, tal vez para defenderse, tal vez para atacar. Ella está conmocionada, dolida, asustada. A Pandora nadie le pega. ¿Qué pasa aquí? Él no puede parar, o no quiere. Ella queda tendida en el suelo y hay sangre por todas partes.

Peabody no dijo nada. Había visto las fotografías. Podía imaginarse lo sucedido tal como lo explicaba Eve.

– El asesino está de pie a su lado, jadeando. -Semicerrados los ojos, Eve trató de enfocar la sombría figura del homicida-. La sangre de ella le ha salpicado. Se huele por todas partes. Pero no tiene miedo, no puede permi?tírselo. ¿Qué le ata a ella? El minienlace. Lo coge, se lo guarda. Si es lo bastante listo, y ahora ha de serlo, revisa las cosas de ella, se asegura de que no haya nada que pue?da inculparle. Limpia el bastón y todo lo demás que cree haber tocado.

En la mente de Eve todo sucedía como en un vídeo antiguo, borroso y lleno de sombras. La figura -hombre o mujer- apresurándose a borrar las huellas, pasando por encima del charco de sangre.

– Hay que darse prisa. Podría venir alguien. Pero hay que ser concienzudo. Ya casi está todo limpio. Entonces oye entrar a alguien. Es Mavis. Ella llama a Leonardo, ve el cuerpo, se arrodilla a su lado. La situación es perfecta. El asesino la golpea, luego le cierra los dedos sobre el bastón, hasta puede que le dé a Pandora algunos golpes más. Coge la mano de la muerta y araña con sus uñas el rostro de Mavis, su ropa. Se pone algo encima, de Leo?nardo, para así ocultar su propia ropa.

Se enderezó tras registrar un cajón inferior y vio que Peabody la estaba mirando.

– Es como si estuviera allí -murmuró ésta-. Me gus?taría poder hacer eso, meterme en la escena de ese modo.

– Con un poco más de experiencia lo conseguirá. ¿Dónde diablos está la caja?

– Quizá se la llevó al salir.

– No lo creo. ¿Dónde está la llave, Peabody? Pando?ra cerró el cajón. ¿Dónde está la llave?

En silencio, Peabody sacó su unidad de campo y so?licitó una lista de los artículos encontrados en el bolso de la víctima o en su persona.

– No consta llave alguna entre las pruebas.

– Entonces la tenía él. Y volvió para coger la caja y todo lo que necesitara llevarse. Veamos el disco de segu?ridad.

– ¿No lo habrán comprobado ya los del gabinete?

– ¿Por qué? Ella no murió aquí. Sólo se les pidió que verificasen la hora de partida. -Eve se acercó al monitor, ordenó un replay de la fecha y la hora en cuestión. Vio a Pandora saliendo hecha una furia de la casa y perderse rápidamente de vista-. Las dos y ocho minutos. De acuerdo, veamos qué sacamos de eso. Hora de la muerte, aproximadamente las tres. Ordenador, avanzar hasta las tres cero cero, al triple del tiempo real. -Miró el cronó?metro-. Congelar imagen. Qué hijoputa. Vea eso, Pea?body.

– Lo veo, salta de las cuatro y tres minutos a las cua?tro treinta y cinco. Alguien desconectó la cámara. Tuvo que hacerlo por control remoto. Sabía lo que estaba pa?sando.

– Alguien tenía muchas ganas de entrar, de ir a bus?car algo, de jugársela. Una caja con sustancias ilegales. -Su sonrisa fue tenebrosa-. Tengo un presentimiento en la tripa, Peabody. Vayamos a ver a los del laboratorio.

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