Capitulo Doce

No había para tanto, se dijo Eve. Al menos compa?rado con los disturbios de las Guerras Urbanas, las cá?maras de tortura de la santa Inquisición o un viaje de prueba en el reactor lunar XR-85. Y ella era una policía veterana, diez años ya en el cuerpo, y sabía lo que era el peligro.

Estaba segura de que los ojos le rodaron como los de un caballo asustado cuando Trina probó sus tijeras de cortar.

– Oye, tal vez podríamos…

– Confía en los expertos -dijo Trina. Eve casi gimió de alivio cuando ella dejó las tijeras otra vez-. Vamos a ver.

Se acercó a Eve, pero ésta no bajó la guardia.

– Tengo un programa de peluquería. -Leonardo le?vantó la vista desde la larga mesa cubierta de telas donde él y Biff refunfuñaban al unísono-. Capacidad morfoló?gica total.

– Yo no necesito programas. -Para demostrarlo, Tri?na cogió la cara de Eve entre sus firmes y anchas manos. Achicando los ojos, empezó a palparle la cabeza, la mandíbula, los pómulos-. Buena estructura ósea -con?cluyó-. Me gusta tu poli, Mavis.

– Es la mejor -dijo ésta, subida a un taburete y estudiándose en el espejo triple-. Oye, por qué no me arre?glas a mí también. Los abogados sugirieron que buscara un look más sosegado. En plan morena o algo así.

– Ni pensarlo. -Trina levantó la mandíbula de Eve-. Tengo una cosa que hará saltar a cualquier juez de su toga, encanto. Rosa burdel con las puntas plateadas. Acaba de salir al mercado.

– Qué maravilla. -Mavis echó hacia atrás sus rizos color zafiro y trató de imaginárselo.

– Lo que yo podría hacer con un poco de reflejos.

Eve se quedó helada.

– Sólo el corte, ¿de acuerdo? -dijo-. Sólo cortaremos un poco.

– Vale, vale. -Trina le inclinó la cabeza hacia ade?lante-. Este color es regalo de Dios, ¿no? -Rió entre dientes, tiró otra vez de la cabeza hacia atrás y le apar?tó el pelo de la cara-. Los ojos no están mal. Las cejas se podrían trabajar un poco, pero eso ya lo arregla?remos.

– Dame un poco más de vino, Mavis. -Eve cerró los ojos y se dijo que, pasara lo que pasase, ya le volvería a crecer.

– Muy bien. A remojar. -Trina hizo girar la butaca y a su reacio ocupante hasta un lavabo portátil, inclinán?dolo hasta que el cuello de Eve quedó apoyado en el es?pacio acolchado-. Cierra los ojos y disfruta, encanto. Yo ofrezco el mejor champú y masaje capilar de toda la profesión.

En eso había algo de verdad. El vino o los inteligen?tes dedos de Trina consiguieron dulcificar el humor de Eve hasta proporcionarle un crepúsculo de relajación. Confusamente oía a Leonardo y a Biff discutiendo sobre sus preferencias en materia de pijamas: raso carmesí o seda escarlata. La música programada por Leonardo era algo clásico con lloriqueantes arpegios de piano. El aire estaba impregnado de aroma a flores prensadas.

¿Por qué le había hablado Paul Redford de la caja china y las ilegales? Si él mismo había ido a buscarlas después, si obraban en su poder, ¿por qué había querido informarle de su existencia?

¿Doble farol? ¿Estratagema? A lo mejor ni existía tal caja. O quizá él sabía que ya había desaparecido y…

Eve no se movió hasta que algo frío y pegajoso le abofeteó la cara.

– Qué demonios…

– Mascarilla Saturnia. -Trina la embadurnó todavía más-. Limpia los poros como una aspiradora. Es fatal descuidar la piel. Mavis, saca el Sheena, ¿quieres?

– ¿Qué es el Sheena…? Da igual. -Con un escalofrío, Eve cerró los ojos otra vez y se rindió-. No lo quiero ni saber.

– Podríamos hacerle el tratamiento completo.-Trina aplicó más arcilla bajo la mandíbula de Eve, sin dejar de trabajar con los dedos-. Estás tensa, cielo. ¿Quieres que ponga un bonito programa de vídeo?

– No, no. Con esto ya he llegado al tope de lo fantás?tico, muchas gracias.

– Vale. ¿Por qué no hablas de tu hombre? -Rápida?mente, Trina abrió de un tirón la túnica que le había he?cho poner a Eve y plantó sus manos cubiertas de arcilla en sus pechos. Cuando ésta abrió los ojos, furiosa, Trina rió-. Tranquila, no me van las tías. A tu hombre le en?cantarán tus tetas cuando acabe con ellas.

– Ya le gustan como son ahora.

– Sí, pero el suavizante Saturnia para senos es de lo me?jor. Parecerán pétalos de rosa, ya lo verás. ¿Le gusta mor?der o chupar?

Eve volvió a cerrar los ojos, resignada.

– Yo, como si no estuviera.

– Allá vamos.

Eve oyó correr agua y luego Trina volvió y le frotó algo en el pelo que olía mucho a vainilla. Y la gente pagaba por esto, recordó Eve. Grandes sumas que abrían enormes boquetes en la cuenta de crédito.

La gente estaba loca, sin duda alguna. Mantuvo los ojos tozudamente cerrados mientras una cosa tibia y mojada le era colocada sobre los pechos y la cara, man?chados ya de lodo. Oía conversaciones animadas alrede?dor. Mavis y Trina hablaban de productos de belleza, Leonardo y Biff consultaban líneas y colores.

Muy loca, pensó Eve, y luego soltó un gemido al no?tar que le masajeaban los pies. Se los sumergían en algo caliente y extrañamente agradable. Oyó un chisporro?teo, sintió que le levantaban los pies, se los cubrían. Las manos recibieron idéntico tratamiento.

Toleró esto e incluso el zumbido de algo en torno a sus cejas. Y se sintió una heroína cuando oyó reír a Ma?vis coqueteando con Leonardo.

Tenía que procurar que Mavis estuviera animada. Era tan vital como cada paso que daba en su investiga?ción. No bastaba con hacerse la muerta.

Apretó los ojos aún más cuando oyó el ruido de las tijeras, notó los ligeros tirones, el peine. Se dijo que el pelo sólo era pelo. Que las apariencias no impor?taban.

Dios mío, no dejes que me pele al cero.

Hizo un esfuerzo por concentrarse en su trabajo, re?pasó mentalmente las preguntas que pensaba hacer a Redford, consideró las posibles respuestas. Era proba?ble que el comandante Whitney la llamara para hablar de la filtración a la prensa. Eso podía manejarlo.

Tendría que reunirse con Peabody y Feeney. Había que ver si algún dato de los que habían conseguido en?tre los tres encajaba de alguna manera. Volvería al club y haría que Crack le presentara a alguno de los habitua?les. Alguien podía haber visto a quien habló con Boomer aquella noche. Y si esa persona había hablado con Hetta…

Dio un respingo cuando Trina ajustó la butaca en postura reclinada y empezó a quitarle el lodo.

– La tendrás lista en cinco minutos -le dijo a un im?paciente Leonardo-. Un genio no puede ir con prisas. -Sonrió a Eve-. Tienes una piel bastante decente. Te de?jaré unas muestras para que la mantengas así.

Mavis echó un vistazo y Eve empezó a sentirse como un paciente en la mesa de operaciones.

– Has hecho un magnífico trabajo en las cejas, Trina. Se ven muy naturales. Lo único que ha de hacer es teñirse las pestañas. No hará falta que se las alargue. ¿No crees que ese hoyuelo le queda de fábula?

– Mavis -dijo Eve-. No me obligues a pegarte.

Mavis se limitó a sonreír.

– Aquí está la pizza. Toma un poco. -Le metió un trozo en la boca-. Espera a verte la piel, Dallas. Es in?creíble.

Eve gruñó. El queso caliente le había escaldado el velo del paladar. Se arriesgó a toser y cogió el resto de la tajada mientras Trina le recogía el pelo en un turbante plateado.

– Es un producto termal -le dijo Trina mientras en?derezaba la butaca-. Le he puesto un revitalizador de raíces.

Su piel tenía un tacto finísimo y al palparse cautelo?samente con los dedos le pareció realmente tersa. Pero no pudo ver ni un mechón de pelo.

– Aquí debajo hay cabellos, ¿no?

– Oh, pues claro. Bueno, Leonardo. Te la dejo veinte minutos.

– Por fin -exclamó él-. Quítese la ropa.

– Eh, oiga…

– Somos profesionales, Dallas. Tiene que probarse la combinación para el traje de boda. Habrá que hacer unos cuantos ajustes.

Ya la había manoseado una estilista, pensó. ¿Por qué no la desnudaban en un cuarto lleno de gente? Se despo?jó de la túnica.

Leonardo se le acercó con una cosa blanca y muy elegante. Antes de que pudiera gritar siquiera, él le en?volvió el torso y anudó la prenda a la espalda. Sus gran?des manos buscaron bajo el material, le ajustaron los pechos. Inclinándose, procedió a meterle entre las pier?nas un trozo de tela, lo ajustó y luego retrocedió unos pasos.

– Ah.

– Por Dios, Dallas. Roarke se pondrá a babear cuan?do te vea.

– ¿Qué diablos es?

– Una variante de la vieja Viuda Alegre. -Con rápi?dos ademanes, Leonardo completó el equipo-. Lo llamo Curvilíneo. He añadido un poco de relleno bajo los pe?chos. Los tiene bastante bonitos, pero eso le añade más contorno. Bastará un toque de encaje, unas cuantas per?las. No muchos adornos. -Le dio la vuelta para que se mirara al espejo.

Tenía un aspecto sexy. En su punto, pensó Eve no sin sorpresa. El material tenía un cierto brillo, como si estuviera húmedo. Le pellizcaba el talle, moldeaba sus caderas y, hubo de admitirlo, elevaba sus senos a nuevas y fascinantes alturas.

– Bueno… supongo que… sí, para la noche de bodas.

– Para cualquier noche -dijo Mavis extasiada-. Oh, Leonardo. ¿Me harás uno para mí?

– Ya lo he hecho, en raso de color rojo. Bien, Dallas, ¿le aprieta en algún sitio?

– No. -No sabía cómo acabar. Habría sido una tor?tura, pero se sentía tan cómoda como en un vestido de primavera. Se inclinó a modo de ensayo-. Creo que está bien así.

– Excelente. Biff encontró el material en una peque?ña tienda de Richer Five. Y ahora el vestido. Sólo está hilvanado, así que vayamos con ojo. Levante los brazos, por favor.

Se lo puso por la cabeza y lo dejó caer. El material era sorprendente. Eve se daba cuenta, aun cuando tuvie?ra las marcas del modisto. Parecía perfecto para ella; la elegante columna, las mangas ceñidas, la línea sencilla. Pero Leonardo arrugó la frente y dio unos tirones aquí, unos apretones allá.

– El escote funciona, sí. ¿Dónde está el collar?

– ¿Qué?

– El collar de cobre y piedra. ¿No le dije que lo pi?diera?

– No puedo decirle a Roarke que quiero uno, así como así.

Leonardo hizo girar a Eve con un suspiro e inter?cambió miradas con Mavis. Asintió con la cabeza y comprobó la línea de las caderas.

– Se ha adelgazado -acusó.

– No.

– Sí, más o menos un kilo. -Leonardo chasqueó la lengua-. Bien, esperaré a que lo recupere antes de hacer nada más.

Biff se acercó con un rollo de material que sostuvo a la altura de la cara de Eve. Luego, aparentemente satisfe?cho, se alejó otra vez murmurando unas palabras a su grabadora.

– Biff, ¿quieres enseñarle los otros diseños mientras yo anoto los ajustes que hay que hacer al vestido?

Con un floreo, Biff conectó una pantalla mural.

– Como puede ver, Leonardo ha tenido en cuenta tanto su estilo de vida como la línea de su cuerpo para los diseños. Este sencillo traje de día es perfecto para un almuerzo de empresa, una rueda de prensa, libre pero très, très, chic. El material empleado es básicamente lino con un leve toque de seda. El color es amarillo verdoso con adornos granate.

– Aja. -A Eve le pareció un traje bonito y sencillo, pero fue una sorpresa ver cómo la imagen de sí misma generada por ordenador lo iba modelando-. ¿Biff?

– ¿Sí, teniente?

– ¿Por qué lleva un mapa tatuado en la cabeza?

Biff sonrió.

– Tengo un pobre sentido de la orientación. Bien, el siguiente modelo continúa el tema.

Eve vio una docena de diseños. Tenía la cabeza he?cha un lío: rayspan en amarillo limón, encaje bretón con terciopelo negro. Cada vez que Mavis lanzaba una ex?clamación, Eve encargaba temerariamente. ¿Qué era en?deudarse de por vida comparado con el bienestar de su mejor amiga?

En cuanto Leonardo le hubo quitado el vestido, Tri?na envolvió a Eve en la túnica.

– Echemos un vistazo a la gloria de la coronación. -Tras quitarle el turbante, sacó un gran peine en forma de horca de entre sus tirabuzones y empezó a moldear.

La sensación inicial de alivio al ver que seguía te?niendo pelo se desvaneció rápidamente al contemplar una serpenteante fuente de color rosa.

– Ya puedes mirar -dijo Trina.

Preparada para lo peor, Eve se dio la vuelta. La mu?jer del espejo no era otra que ella misma. Al principio pensó que había sido una broma, que no le habían toca?do ni un cabello. Luego se fijó bien, acercándose al espe?jo. Habían desaparecido los mechones y las puntas. Su pelo seguía cortado de manera informal, sin estructurar, pero tenía cierta forma. Y, desde luego, antes no tenía ese bonito brillo. Se acomodaba perfectamente a las lí?neas de su cara, el contorno de la frente, la curva de las mejillas. Y cuando sacudió la cabeza, el pelo volvió obe?dientemente a su sitio. Entornados los ojos, se mesó el cabello y vio cómo recuperaba su forma.

– ¿Le has puesto algo de rubio?

– No. Son reflejos naturales. Todo gracias a Sheena. Tienes un pelo de ciervo.

– ¿Qué?

– ¿Nunca has visto una piel de ciervo? Tiene esos to?nos bermejos, castaños, dorados, incluso toques de ne?gro. Eso es lo que hay ahora. Dios ha sido bueno con?tigo. Lo que pasa es que tu antiguo peluquero debe de haber usado unas tijeras de podar, aparte de no saber lo que son los reflejos, claro.

– Se ve bonito.

– Claro. Soy genial.

– Estás guapísima. -De repente, Mavis se llevó las manos a la cara y rompió a llorar-. Y te vas a casar.

– Por Dios, Mavis. Vamos. -Eve le dio unas palmaditas en la espalda.

– Estoy tan borracha, tan contenta… Y tengo tanto miedo, Dallas. Me he quedado sin empleo.

– Lo sé, pequeña. Lo siento mucho. Ya encontrarás otro. Uno mejor.

– Me da igual, no quiero preocuparme. Tendremos una boda magnífica, ¿verdad, Dallas?

– Te lo aseguro.

– Leonardo me está haciendo un vestido con mucho vuelo. Vamos a enseñárselo, Leonardo.

– Mañana. -Él se acerco para abrazarla-. Dallas está cansada.

– Desde luego. Necesita reposar. -Mavis apoyó la cabeza en el hombro de Leonardo-. Trabaja demasia?do. Está preocupada por mí. Yo no quiero qué lo esté, Leonardo. Todo saldrá bien, ¿verdad que sí? Todo irá bien.

– Por supuesto -dijo él lanzando a Eve una mirada inquieta antes de llevarse a Mavis.

Eve los vio partir y suspiró.

– Joder.

– Como si esa pobre pudiera hacer daño a nadie.-Trina frunció el entrecejo mientras recogía sus utensi?lios-. Espero que Pandora esté ardiendo en el infierno.

– ¿La conocía?

– En esta profesión todos la conocíamos. Y la odiá?bamos a muerte. ¿Verdad, Biff?

– Nació mala puta y murió como tal.

– ¿Sólo consumía o también traficaba?

Biff miró de soslayo a Trina y encogió los hom?bros.

– Nunca traficaba abiertamente, pero corrían rumo?res de que siempre estaba bien pertrechada. Dicen que era adicta a Erótica. Le gustaba el sexo, y puede que tra?ficara con su pareja del momento.

– ¿Lo fue usted alguna vez?

Biff sonrió.

– En lo romántico, prefiero los hombres: Son menos complicados.

– ¿Y tú?

– Yo también prefiero a los hombres; por la misma razón. Igual que ella. -Trina cogió su maletín-. La últi?ma pasarela que hice, oí que Pandora mezclaba los nego?cios y el placer. Siempre lucía piedras de relumbrón. Le gustaba decorar su cuerpo con piedras auténticas, pero no le gustaba pagarlas. La gente opinaba que había he?cho algún negocio sucio.

– ¿Sabes el nombre del proveedor?

– No, pero ella siempre andaba con el minienlace arriba y abajo. De eso hará unos tres meses. No sé con quién estaba hablando, pero al menos una de las llama?das fue intergaláctica, porque se cabreó mucho con la demora.

– ¿Llevaba siempre encima un minienlace?

– En este oficio todo el mundo tiene uno. Somos como los médicos.


Era cerca de medianoche cuando Eve se sentó a su mesa. Como no se atrevía a usar el dormitorio, prefirió la suite que utilizaba para trabajar. Programó café y luego olvi?dó tomárselo. Sin Feeney, no le quedaba más alternativa que buscar una ruta indirecta para seguir la pista de una llamada intergaláctica de hacía tres meses hecha desde un minienlace que no tenía.

Al cabo de una hora lo dejó estar y se tumbó en la butaca de dormir. Echaría un sueñecito, se dijo. Pondría su despertador mental a las cinco.

Ilegales, asesinato y dinero, pensó. Todo iba junto. Encontrar al proveedor, pensó medio dormida. Identifi?car la sustancia ilegal.

¿De quién te escondías, Boomer? ¿Cómo llegaste a conseguir una muestra, y la fórmula? ¿Quién te partió los huesos para recuperarlas?

La imagen del cuerpo destrozado iluminó su mente y fue cruelmente apagada. No quería dormirse con eso en la cabeza.

Habría sido mejor elección que lo que acabó soñando.


La obscena luz roja parpadeaba una y otra vez a través de la ventana: ¡sexo! ¡en VIVO! ¡sexo! ¡en VIVO!

Ella sólo tenía ocho años pero era muy avispada. Se preguntó si la gente pagaría por ver sexo en muerto. Tendida en la cama, vio cómo la luz se encendía y apaga?ba. Ella sabía qué era el sexo. Algo feo, doloroso, aterra?dor. Algo ineludible.

Quizá no vendría a casa esta noche. Ella había dejado de rezar para que se cayera en la primera zanja. Pero él siempre venía.

A veces, con mucha suerte, estaba demasiado borra?cho y aturdido para hacer otra cosa que tumbarse en la cama y ponerse a roncar. Esas noches, ella tiritaba de ali?vio y se acurrucaba en el rincón a dormir.

Aún pensaba en escapar, en encontrar el modo de abrir la puerta o de bajar los cinco pisos. Si la noche era de las malas, se imaginaba simplemente saltando desde la ven?tana. La caída sería rápida y luego todo habría acabado.

Él ya no podría hacerle ningún daño. Pero era dema?siado cobarde para saltar.

Al fin y al cabo era sólo una niña, y esta noche tenía hambre. Y tenía frío porque en uno de sus arrebatos él había roto el control de temperatura.

Fue hacia el rincón del cuarto, la excusa para una pe?queña cocina. Aporreó el cajón para ahuyentar a las po?sibles cucarachas. Dentro encontró una chocolatina. La última. Él seguramente le pegaría por comerse la última. Claro que de todos modos le pegaría, conque lo mejor era disfrutar de la chocolatina.

La devoró como un animal y se limpió h boca con el dorso de la mano. Seguía teniendo hambre. Un registro a fondo dio como fruto un pedazo de queso enmoheci?do. No quería ni pensar en lo que podría haber estado mordisqueándolo. Cogió un cuchillo y empezó a reba?nar los bordes estropeados.

Entonces le oyó llegar. El pánico le hizo soltar el cu?chillo, que cayó con estrépito al suelo cuando él entraba.

– ¿Qué estás haciendo, pequeña?

– Nada. Me he despertado. Iba por un poco de agua.

– Claro. -Tenía los ojos vidriosos pero no del todo, vio ella con esperanza-. Echabas de menos a papá. Ven a darme un beso.

Ella apenas podía respirar. Ya no podía respirar, y el sitio entre las piernas donde él le haría daño empezó a palpitarle de dolor.

– Me duele la tripa.

– Pobre. Te la curaré a besos. -Le sonreía mientras se acercaba. Pero entonces se puso serio-. Has estado co?miendo otra vez sin pedir permiso, ¿verdad?

– No, yo… -Pero la mentira, y la esperanza de salvarse, murieron cuando su mano la abofeteó con fuerza. El labio se abrió, los ojos se poblaron de lágrimas, pero ella apenas gimió-. Iba a preparar un poco de queso para cuando tú…

Él le pegó otra vez, haciendo explotar estrellas en su cabeza. Esta vez cayó al suelo y antes de que pudiera po?nerse en pie, él se le echó encima.

Ella gritó, porque sus puños eran implacables. Un dolor la cegó y entumeció, pero no era nada al lado del miedo. Por más horribles que fueran los golpes, había cosas mucho peores.

– Papá, por favor. Por favor…

– Tendré que castigarte. Nunca haces caso, joder. Después te daré gusto, ya verás, y serás una buena chica.

Notó el aliento cálido en su cara, aliento que olía a caramelo. Las manos le desgarraron el ya harapiento vestido, pellizcando, apretando, sobando. Su respira?ción cambió, algo que ella conocía y temía. Se volvió más honda, más codiciosa.

– ¡No, no; me haces daño!

Su cuerpo joven se resistía. Forcejeaba sin dejar de gritar, e incluso se atrevió a clavarle las uñas. El grito de él fue un bramido de ira. Luego la inmovilizó. Ella pudo oír el seco y espantoso ruido del brazo al partirse detrás de la espalda.

– Teniente, teniente Dallas.

El grito salió del fondo su garganta y Eve volvió en sí. Se incorporó presa del pánico y sus piernas, hechas un lío, la dejaron como un guiñapo en el suelo.

– Teniente…

Se apartó de la mano que le tocaba el hombro y se acurrucó de nuevo mientras los sollozos se le atascaban en la garganta.

– Estaba soñando. -Summerset habló con tiento, inexpresiva la cara-. Estaba soñando -repitió, acercán?dose a ella como quien se acerca a un lobo atrapado-. Ha tenido una pesadilla.

– No se me acerque. ¡Largo! ¡Váyase de aquí!

– Teniente, ¿sabe dónde está usted?

– Lo sé. -Consiguió extraer las palabras entre jadeos. No podía parar los temblores-. Váyase. -Logró ponerse de rodillas, se cubrió la boca y se meció de un lado al otro-. Que se vaya de aquí, joder.

– Deje que la ayude a sentarse. -Sus manos fueron solícitas pero lo bastante firmes para no soltarla cuando ella trató de apartarlo.

– No necesito ayuda.

– La ayudaré a sentarse en la silla. -A su modo de ver, Eve era como una niña que necesitaba ayuda. Como lo ha?bía sido su Marlene. Intentó no especular sobre si su hija habría implorado como Eve. Después de dejarla en la silla, se acercó a una cómoda y sacó una manta. A ella le castañe?teaban los dientes, tenía los ojos desorbitados de miedo.

– Estése quieta. -La orden fue tajante mientras ella empezaba a forcejear-. Quédese donde está y no se mueva.

Summerset dio media vuelta para ir a la cocina y al AutoChef. Se secó la frente sudorosa con un pañuelo mientras pedía un sedante. La mano le temblaba. Eso no le sorprendió. Los gritos de ella le habían dejado helado mientras corría hacia su suite.

Eran los gritos de una niña.

Procurando calmarse, le llevó el vaso a Eve.

– Tome esto.

– No quiero…

– Tómeselo o se lo hago beber a la fuerza. Será un placer.

Ella pensó en tirar el vaso, pero al final se acurrucó y empezó a lloriquear. Summerset se rindió y dejó el vaso, la arropó mejor en la manta y salió a fin de ponerse en contacto con el médico personal de Roarke.

Pero fue a Roarke en persona a quien vio en el re?llano.

– ¿Es que nunca duerme, Summerset?

– Es la teniente Dallas…

Roarke dejó su maletín y agarró a Summerset de las solapas.

– ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?

– Una pesadilla. Estaba gritando. -Summerset per?dió su compostura habitual y se mesó el pelo-. No quie?re cooperar. Ahora iba a llamar al médico. La he dejado en su suite privada.

Cuando Roarke le hizo a un lado, Summerset le aga?rró del brazo.

– Roarke, debería haberme dicho lo que le hicieron de pequeña.

Él meneó la cabeza y siguió adelante.

– Yo me ocuparé de ella.

La encontró encogida y temblando. Roarke sintió rabia, alivio, pena y culpa a la vez. Desechó sus emocio?nes y la levantó suavemente.

– Bueno, bueno, ya está, Eve.

– Roarke… -Se estremeció una vez y luego se abrazó a él y se sentó en su regazo-. Los sueños.

– Ya lo sé. -Le dio un beso en la sien-. Lo siento.

– Ahora los tengo constantemente. Nada puede pa?rarlos.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le inclinó la cara para mirarla a los ojos-. No tienes por qué sufrir tú sola.

– Es imposible pararlos -repitió ella-. No podía de?jar de recordar por más tiempo. Y ahora lo recuerdo todo. -Se frotó la cara-. Yo le maté, Roarke. Yo maté a mi padre.

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