Capitulo Uno

Casarse era un horror. Eve no recordaba muy bien cómo había empezado todo. Si ella era policía, por el amor de Dios. En los diez años que llevaba en el cuerpo siempre había pensado que el estado ideal del policía era el celibato, la única manera de concentrarse al cien por cien en el trabajo. Era de locos creer que alguien pudiera repartir el tiempo, las energías y los sentimientos entre la ley, con todos sus pros y sus contras, y la familia, con todo lo que ésta comportaba.

Ambas profesiones (por lo que ella había observado, el matrimonio era un empleo más) entrañaban grandes exigencias y horarios infernales. Aunque estuvieran en el año 2058, un momento de importantísimos avances tecnológicos, casarse era casarse. Para Eve eso se tradu?cía en terror.

Y sin embargo aquí estaba ahora, un bonito día de verano -en uno de sus escasos y preciosos días libres-, dispuesta a salir de compras. No pudo reprimir un esca?lofrío.

Porque no eran unas compras normales, se dijo mientras el estómago se le encogía: iba a comprarse un traje de novia.

Había perdido la cabeza, sin duda.

La culpa era de Roarke, por supuesto. La había pillado en un momento de debilidad. Los dos estaban en?sangrentados y magullados y se consideraban afortuna?dos de seguir con vida. Cuando un hombre es lo bastan?te listo y conoce lo bastante bien a su presa para escoger el momento y el lugar adecuados para declararse, la mu?jer está desahuciada.

Al menos una mujer como Eve Dallas.

– Se diría que estás a punto de enfrentarte tú sola a una banda de narcotraficantes.

Eve recogió un zapato y levantó la vista. Es un pecado lo atractivo que es este hombre, pensó. Rostro fuerte, boca de poeta, irresistibles ojos azules. Una melena negra de hechicero. Si se conseguía abandonar la cara y seguir cuerpo abajo, la impresión era igualmente notable. Añá?dase, para completar el lote, ese deje irlandés en la voz.

– Lo que estoy a punto de hacer es mucho más grave. -Al oírse a sí misma gimoteando, Eve frunció el entrece?jo. Ella nunca gimoteaba. Pero lo cierto era que hubiera preferido pelear cuerpo a cuerpo con un drogadicto que hablar de costuras y bajos.

¡Costuras!, por el amor de Dios.

Reprimió un juramento y le observó mientras cru?zaba la espaciosa alcoba. Roarke tenía la facultad de ha?cerla sentir estúpida en los momentos más insospecha?dos. Como ahora al sentarse él a su lado en la amplia cama que compartían.

Roarke le tomó la barbilla.

– Estoy desesperadamente enamorado de ti -dijo.

Pues sí. Aquel hombre de pecaminosos ojos azules, con la fuerte y magnífica apariencia de un ángel caído, la amaba.

– Oh, Roarke… -Eve trató de reprimir un suspiro. Se había enfrentado a un láser en manos de un enloquecido mercenario mutante con menos miedo del que le produ?cía ahora tan inquebrantable emoción-. Dije que iría hasta el final, y lo haré.

Él arrugó la frente. Se preguntaba cómo podía Eve ser tan ajena a su propio atractivo mientras seguía sentada en la cama, calentándose la cabeza, su mal cortado pelo color beige todo copetes y puntas, estimulado por sus manos in?quietas, y las delgadas líneas de fastidio y duda entre sus grandes ojos de color whisky.

– Querida Eve… -la besó ligeramente en los labios amohinados, y luego en la suave hendidura del mentón-, nunca lo he dudado. -Aunque sí, y muy a menudo-. Hoy tengo varios asuntos que solucionar. Anoche lle?gaste muy tarde. No pude preguntarte qué planes tenías.

– Tuvimos que prolongar la vigilancia del caso Bines hasta las tres.

– ¿Pudiste atraparle?

– Se me echó él a los brazos, iba ciego perdido tras una sesión maratoniana de vídeo. -Eve esbozó la sonrisa del cazador, cruel y sombría-. El cabrón vino hacia mí como si fuera mi androide personal.

– Enhorabuena. -Él le palmeó la espalda antes de po?nerse en pie. Bajó de la plataforma hasta el vestidor y selec?cionó una chaqueta de entre muchas-. ¿Y hoy? ¿Has de re?dactar algún informe?

– Hoy tengo el día libre.

– ¿Ah, sí? -Se volvió sosteniendo una llamativa ame?ricana de seda color gris marengo-. Si quieres puedo re-programar el trabajo de la tarde.

Lo cual, pensó Eve, sería como si un general variara la programación de las batallas. En el mundo de Roarke, los negocios eran una complicada y lucrativa guerra.

– Ya estoy comprometida. -El entrecejo volvió a fruncirse antes de que pudiera evitarlo-. Voy a comprar el traje de novia.

Él sonrió brevemente. Viniendo de ella, eso era como una declaración de amor.

– Ahora entiendo por qué estás tan rara. Te dije que yo me ocuparía de eso.

– El vestido que me ponga será mío. Y lo pagaré yo. No me caso contigo por tu dinero.

Grato y elegante como la chaqueta que acababa de ponerse, Roarke siguió sonriendo:

– ¿Por qué te casas conmigo, teniente? -Eve frunció aún más el entrecejo, pero él era un hombre con mucha paciencia-. ¿Quieres una elección múltiple?

– Porque tú nunca aceptas un no por respuesta. -Ella se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos de sus téjanos.

– Mala puntuación: prueba otra vez.

– Porque he perdido la cabeza.

– Así no ganarás el viaje para dos personas a Tropic World.

Una sonrisa reacia afloró a los labios de ella:

– A lo mejor te quiero.

– A lo mejor. -Satisfecho con eso, él se acercó y apoyó las manos en sus hombros-. ¿Cuál es el proble?ma? Pon algún programa de compras en el ordenador, hay docenas de vestidos bonitos, encarga el que más te guste.

– Ésa era mi idea. -Puso los ojos en blanco-. Pero Mavis me la ha chafado.

– Mavis. -Él palideció un poco-. No me digas que te vas de compras con Mavis.

Su reacción la animó un poco.

– Tiene un amigo diseñador de modas.

– Cielo santo.

– Dice que es un genio, que en cuanto se lo proponga se hará famoso. Tiene un pequeño taller en Soho.

– Fuguémonos. Ahora mismo. Estás muy guapa.

Ella ensanchó la sonrisa:

– ¿Tienes miedo?

– Pánico.

– Bien. Ya estamos empatados. -Contenta de estar en pie de igualdad, se acercó para besarle-. Ahora tienes motivo de preocupación para unas cuantas semanas, pensando en qué me pondré el gran día. Bueno, he de irme. -Le palmeó la mejilla-. He quedado con Mavis dentro de veinte minutos.

– Eve. -Roarke hizo ademán de cogerle la mano-. No harás ninguna tontería, ¿verdad?

Ella se zafó:

– Voy a casarme, ¿no? ¿Quieres más tontería que ésa?


Esperaba darle motivo suficiente para cavilar. La idea del matrimonio era en sí misma tentadora, pero una boda -ropa, flores, gente-, menudo espanto.

Se dirigió al centro por Lexington, entre frenazos e imprecaciones contra un vendedor ambulante que Inva?día la calzada con su humeante carro. Aparte de violar el tráfico, el olor a salchichas de soja era un verdadero in?sulto para estómagos delicados como el de Eve.

El taxi Rapid que llevaba detrás violaba el código in?terurbano de contaminación sonora con su claxon y sus gritos obscenos por el megáfono. Un grupo de turistas cargados de mini videocámaras, compumapas y prismá?ticos miraba con boquiabierta estulticia el paso del tráfi?co rodado. Eve meneó la cabeza al ver que un hábil rate?ro se abría paso a codazos.

Cuando llegaran a su hotel, comprobarían que les faltaban unos cuantos créditos. Si Eve hubiera tenido tiempo y sitio para aparcar, habría perseguido al ladrón. Pero éste se perdió entre la multitud con su monopatín de aire en un abrir y cerrar de ojos.

Así era Nueva York, pensó Eve con una sonrisa. Ha?bía que tomarlo tal como era. Le encantaba el barullo de gente, el ruido, el frenesí constante de la metrópoli. Si la soledad era rara, la intimidad era imposible. Por eso se había mudado aquí hacía años. Tampoco es que fuera un ser muy sociable, pero demasiado espacio y demasiado aislamiento la ponían nerviosa.

Había venido a Nueva York para ser policía, por?que creía en el orden y lo necesitaba para sobrevivir. Su desdichada infancia llena de ultrajes, con sus espa?cios en blanco y sus esquinas lúgubres, no se podía cambiar. Pero ella sí había cambiado. Ahora controlaba la situación, había conseguido, ser la persona que un anónimo asistente social había bautizado como Eve Dallas.

Ahora estaba cambiando otra vez. Dentro de unas semanas dejaría de ser Eve Dallas, teniente de homici?dios, para convertirse en la esposa de Roarke. Cómo ha?ría para compaginar ambas cosas era algo más misterio?so que cualquiera de los casos que habían caído sobre su mesa de despacho.

Ninguno de los dos sabía qué era ser familia, tener familia, crear una familia. Conocían la crueldad, los abu?sos, el abandono. Se preguntaba si por eso estaban jun?tos. Ambos comprendían qué significaba no tener nada, no ser nada, conocían el miedo y la desesperación; y am?bos habían salido adelante.

¿Era sólo la mutua necesidad lo que los unía? Nece?sidad de sexo, de amor, y la mezcla de ambas cosas que ella nunca había creído factible antes de conocer a Roar?ke? Una buena pregunta para la doctora Mira, se dijo, pensando en la psiquiatra a la que acudía de vez en cuando.

Pero decidió que, de momento, no iba a pensar en el futuro ni en el pasado. Para complicaciones ya estaba el presente.

A tres manzanas de Green Street encontró un sitio donde aparcar. Tras buscar en sus bolsillos, reunió las fi?chas dé crédito que el avejentado parquímetro le exigía con su estúpido sonsonete lleno de interferencias e in?trodujo lo suficiente para dos horas. Si tardaba más, sería que estaba lista para la sala de tranquilización, y una multa no le importaría.

Respiró hondo y escrutó la zona. No solía ir por tra?bajo a esta zona de la ciudad. Había asesinatos en todas partes, pero Soho era un elegante bastión de gente joven y esforzada que prefería dirimir sus diferencias ante una copa de vino barato o una taza de café solo.

Ahora mismo, Soho estaba en pleno verano. Las flo?risterías rebosaban de rosas, las clásicas rivalizando con las híbridas. El tráfico se arrastraba lentamente por la ca?lle, zumbaba en lo alto, resoplaba un poco en los des?vencijados pasos elevados. Los peatones iban en su ma?yoría por las aceras turísticas, aunque los deslizadores estaban atestados. Saltaban a la vista las holgadas pren?das recién llegadas de Europa, con elegantes sandalias y tocados y brillantes cuerdas colgando de los 'lóbulos hasta los omóplatos.

Artistas del óleo, la acuarela y la cibernética prego?naban sus artículos en las esquinas y frente a los escapa?rates, compitiendo con los vendedores que prometían fruta híbrida, yogures helados o purés de hortalizas li?bres de conservantes.

Miembros de la Secta Pura, típico producto del Soho, se deslizaban en sus larguísimas túnicas blancas con los ojos llameantes y las cabezas afeitadas. Eve dio unos cuantos discos a un suplicante muy entusiasta y fue recompensada con una piedra reluciente.

– Amor puro -le ofreció el hombre-. Pura alegría.

– Sí, vale -murmuró ella, y pasó de largo.

Hubo de volver sobre sus pasos para encontrar la casa de Leonardo's. El próspero diseñador tenía un apar?tamento grande en un tercer piso. La ventana que daba a la calle estaba atiborrada de manchas de color que le hicieron tragar saliva de puro nerviosismo. Los gustos de Eve iban más por lo sencillo: lo hortera, según Mavis.

Mientras tomaba el deslizador para acercarse, no le pareció que Leonardo se inclinara por una cosa ni por la otra. El nudo en el estómago hizo una nueva aparición cuando Eve contempló el despliegue de plumas y cuen?tas y trajes unisex de caucho teñido. Por más gusto que pudiera proporcionarle provocar en Roarke un respin?go, ella no pensaba casarse de caucho fluorescente. Ha?bía muchas más cosas. Daba la impresión de que Leonar?do creía firmemente en la publicidad. Su obra maestra, un fantasmagórico maniquí sin rostro, estaba envuelto en un surtido de pañuelos transparentes que rielaban con tal dramatismo que hasta la tela parecía tener vida.

Eve casi puso sentirla sobre la piel. Uf, pensó. Ni loca me pondría eso. Dio media vuelta pensando en es?capar, pero se topó con Mavis.

– Sus diseños son realmente glaciales. -Mavis pasó un brazo amistoso por la cintura de Eve para frenarla y contempló la ventana.

– Mira, Mavis…

– Y no sabes lo creativo que es. Le he visto trabajar en la pantalla. Es increíble.

– Increíble, sí. Estoy pensando que…

– Leonardo comprende el alma interior -se apresuró a decir Mavis. Ella comprendía el alma de Eve, y sabía que su amiga estaba a punto de salir pitando.

Mavis Freestone, delgada como un hada en su jubón blanco y dorado y sus plataformas de aire de siete centí?metros, echó hacia atrás la rizada melena negra con fran?jas blancas, evaluó a su oponente y sonrió:

– Hará de ti la novia más excitante de todo Nueva York.

– Mavis. -Eve achicó los ojos para impedir una nue?va interrupción-. Yo solo quiero algo que no me haga sentir como una idiota.

Mavis la miró radiante, y el nuevo corazón alado que llevaba tatuado en el bíceps palpitó al llevarse ella la mano al pecho.

– Dallas, confía en mí.

– No -dijo Eve mientras ella la empujaba de vuelta al deslizador-. En serio, Mavis. Prefiero pedir algo en pan?talla.

– Será sobre mi cadáver -musitó Mavis, yendo hacia la entrada principal mientras tiraba de su amiga-. Lo menos que puedes hacer es echar un vistazo, hablar con él. Dale una oportunidad. -Adelantó el labio inferior, un arma formidable cuando se lo pintaba de magenta-. No seas boba, Dallas.

– Está bien. Ya que he venido…

Animada por esta respuesta, Mavis se llegó ante la cámara de seguridad:

– Mavis Freestone y Eve Dallas, para Leonardo.

La puerta exterior se abrió con un rechinar metálico. Mavis salió disparada hacia el vetusto ascensor de rejilla metálica.

– Este sitio es realmente retro. Creo que Leonardo lo conservará aun después de que haya triunfado. Ya sabes, la excentricidad del artista y todo eso.

– Ya. -Eve cerró los ojos y rezó mientras el ascensor empezaba a subir dando brincos. De bajada utilizaría las escaleras, eso seguro.

– Tú procura ser abierta -le aconsejó Mavis- y deja que Leonardo se ocupe de ti. ¡Cariño! -Salió literalmente flotando del ascensor para entrar a una sala abarrotada y llena de colorido. Eve no pudo por menos de admirarla.

– Mavis, paloma mía.

Entonces Eve se quedó de piedra. El hombre con nombre de artista medía al menos un metro noventa y dos y tenía la complexión de un maxibús. Enormes bí?ceps sobresalían de una túnica sin mangas con el colori?do arrasador de un atardecer marciano. Su cara era an?cha como la luna y su tez cobriza cubría como un parche de tambor unos pómulos más que prominentes. Llevaba junto a su deslumbrante sonrisa una pequeña piedra que guiñaba, y sus ojos eran como dos monedas de oro.

Levantó a Mavis en vilo y dio una rápida y graciosa vuelta con ella. Y luego la besó largamente, con fuerza, de una forma que convenció a Eve de que entre ambos había mucho más que un mero amor por el arte y la moda.

– Oh, Leonardo… -Dichosa como una tonta, Mavis pasó sus dedos de doradas uñas por los largos y prietos rizos de él.

– Muñeca.

Eve consiguió refrenar las náuseas mientras ellos se arrullaban, pero puso los ojos en blanco. Mavis se había vuelto a enamorar.

– Tu pelo es fantástico. -Leonardo pasó unos dedos como salchichas por la pelambrera a franjas de Mavis.

– Sabía que te iba a gustar. Ésta es… -Hubo una pau?sa teatral, como si Mavis fuera a presentar a su schnauzer- mi amiga Dallas.

– Ah, sí, la novia. Encantado de conocerla, teniente Dallas. -Sin soltar a Mavis, alargó el otro brazo para es?trechar la mano de Eve-. Mavis me ha hablado mucho de usted.

– Sí, claro. -Eve miró de reojo a su amiga-. En cam?bio, de usted no me ha contado gran cosa.

Él soltó una carcajada que vibró en los oídos de Eve.

– Mi palomita es muy reservada a veces. Voy por los refrescos -dijo él, y se dio la vuelta en una nube de color e inesperado garbo.

– Es maravilloso, ¿verdad? -susurró Mavis, la mirada perdida de amor.

– ¿Te acuestas con él?

– No sabes lo ingenioso que es. Y lo… -Mavis exhaló el aire, se palmeó el pecho-. Es un artista del sexo.

– No te molestes en contármelo. Paso de saber nada. -Juntando las cejas, Eve examinó la sala.

Era un espacio grande, de techo alto, repleto de mues?tras de telas y materiales. Arco iris fucsia, cascadas de éba?no, charcas color chartreuse goteaban del techo, por las paredes, sobre las mesas y los brazos de las butacas.

– Dios mío -acertó a decir.

Por todas partes se amontonaban fuentes y bandejas con cintas y botones de todas clases. Corpiños, cinturones, sombreros y velos se sumaban a conjuntos a medio terminar hechos de materiales brillantes. El sitio olía como un campo de incienso dentro de una floristería.

Eve estaba aterrada. Un poco pálida, se dio la vuelta.

– Mavis, yo te quiero. Tal vez no te lo había dicho antes, pero así es. Y ahora, me voy.

– Dallas. -Sofocando una carcajada, su amiga la retu?vo por el brazo. Para ser menuda, era asombrosamente fuerte-. Tranquila. Tómate un respiro. Te garantizo que Leonardo te va a arreglar de maravilla.

– Eso es lo que me temo, Mavis. ¡Y cómo!

– Té con hielo y limón -anunció Leonardo con voz cantarina al entrar por el cortinaje de seda de imitación portando una bandeja y vasos-. Por favor, siéntese. Pri?mero nos relajaremos un poco, para conocernos el uno al otro.

Con la mirada puesta en la puerta, Eve se acercó a una silla.

– Mire, Leonardo, puede que Mavis no se haya expli?cado bien. Verá, yo…

– Usted es inspectora de homicidios. He leído cosas de usted -musitó Leonardo, aposentándose en un sofá de lados curvos con Mavis casi en su regazo-. Su último caso tuvo un gran eco en los media. Debo confesar que quedé fascinado. Usted trabaja con rompecabezas, te?niente, igual que yo.

Eve probó el té y casi parpadeó al descubrir que es?taba buenísimo.

– No me diga.

– Pues claro. Veo a una mujer e imagino cómo me gustaría que vistiese. Después descubro quién es, a qué se dedica, cómo vive. Sus esperanzas, sus fantasías, la vi?sión que tiene de sí misma. Luego he de reunir todas las piezas del rompecabezas para conseguir el look adecua?do: la imagen. Al principio es como un misterio que es?toy obligado a resolver.

Mavis suspiró lascivamente:

– ¿Verdad que es magnífico, Dallas?

Leonardo rió entre dientes y pellizcó la oreja de su amada.

– Tu amiga está preocupada, cariño. Cree que la voy a vestir de rosa eléctrico y lentejuelas.

– No estaría mal.

– Para ti sí. -Él volvió a mirar a Eve-. Así que va a ca?sarse con el poderoso y escurridizo Roarke.

– Eso parece -masculló Eve.

– Le conoció por el caso DeBlass, ¿correcto? Y con?siguió intrigarle con sus ojos de ámbar y su sonrisa seria.

– Yo no diría que…

– Usted no -prosiguió él-, porque usted no se ve como él la ve a usted. O como yo. Fuerte, valiente, preo?cupada, formal.

– ¿Usted es modisto o analista? -inquirió Eve.

– No se puede ser lo uno sin ser lo otro. Dígame, te?niente, ¿cómo la consiguió Roarke?

– Yo no soy un premio -espetó Eve, apartando el vaso.

– Estupendo. -Él juntó las manos y casi se echó a llo?rar-. Ardor e independencia, un poquito de miedo. Será una espléndida novia. Y ahora, a trabajar. -Se puso en pie-. Venga conmigo.

– Oiga -dijo ella, levantándose-, no vale la pena que perdamos el tiempo. Sólo voy a…

– Acompáñeme -insistió él cogiéndole de la mano.

– Dale una oportunidad, Eve.

Por Mavis, dejó que Leonardo la condujera entre cascadas de telas y materiales a una sala de trabajo igual?mente atestada en un rincón del apartamento.

£1 ordenador la hizo sentirse más a gusto. Esas cosas las entendía bien. Pero los dibujos que había generado, y que estaban prendidos hasta en el último espacio libre, la desanimaron de golpe.

El fucsia y las lentejuelas habrían sido un consuelo.

Los maniquíes, con sus largos y exagerados cuerpos, parecían mutantes. Algunos lucían plumas, otros pie?dras. Había varios que llevaban algo parecido a ropa, pero de estilos tan monstruosos -cuellos puntiagudos, faldas del tamaño de una manopla, trajes ceñidos como una segunda piel- que parecían participantes de un des?file de Halloween.

– Ejemplos para mi primer show. La alta costura es un rasgo de la realidad, comprende. Lo osado, lo único, lo imposible.

– Me encantan.

Eve frunció el labio mirando a Mavis y cruzó los brazos.

– Será una ceremonia sencilla, en casa.

– Hum. -Leonardo se había sentado a su ordenador y utilizaba el teclado con pericia-. Ahora esto… -Sacó una imagen que le heló la sangre a Eve.

El vestido era de color orina, con volantes de un ma?rrón fango desde el cuello festoneado hasta los bajos como punta de cuchillo de los que pendían piedras co?mo puños de niño. Las mangas eran tan apretadas que Eve estaba segura de que quien las llevara perdería toda sensibilidad en los dedos. Finalmente, pudo ver en la pantalla la parte posterior del vestido, con un corte más abajo de la cintura y ribetes de plumas flotantes.

– …esto no es para usted -concluyó Leonardo, y se permitió una carcajada al ver la cara que ponía Eve-. Le pido disculpas. No he podido evitarlo. Para usted… sólo un bosquejo, ya me entiende. Fino, largo y sencillo. Como una columna. Y no demasiado frágil.

Siguió hablando mientras trabajaba. La pantalla em?pezó a mostrar líneas y formas. Eve observaba con las manos hundidas en los bolsillos.

Parecía tan fácil, pensó. Líneas largas, el más sutil de los acentos en el corpiño, mangas que cayeran con sua?vidad, redondeadas a la altura de la mano. Todavía in?quieta, esperó a que él empezara a añadir todo lo superfluo.

– Primero jugaremos un poco -dijo él, ausente, sa?cando en la pantalla una espalda tan elegante y pulcra como la parte delantera, con un corte hasta las rodillas-. ¿Qué hacemos con el pelo…? -añadió parándose a mi?rarla un momento.

Habituada a comentarios despectivos, Eve se mesó el cabello.

– Puedo tapármelo si hace falta.

– Oh, no, no. Le queda bien.

Ella bajó la mano, sorprendida:

– ¿De veras?

– Claro. Necesitará un poco de moldeado. Conozco un tipo que… -Desechó la idea-. Pero el color, esos to?nos castaños y dorados; y el estilo corto, no del todo do?mesticado, le queda muy bien. Un par de tijeretazos bastarán. -La estudió con ojos entrecerrados-. No, ni toca ni velo. Basta con su cara. Bien, color y material: ha de ser seda, y que pese. -Hizo una pequeña mueca-. Me ha dicho Mavis que Roarke no paga el vestido.

Eve se irguió:

– El vestido es mío.

– No hay quien le saque esa idea de la cabeza -terció Mavis-. Como si a Roarke le importaran unos millares de créditos.

– No se trata de eso…

– Claro que no. -Él sonrió de nuevo-. Bien, ya lo arreglaremos. ¿Color? Blanco creo que no, demasiado severo para su tono de piel.

Apretando los labios, usó su tecla de paleta y experi?mentó. Fascinada a su pesar, Eve vio cómo el boceto pa?saba de blanco nieve a crema, a azul claro, a verde inten?so con un arco iris en medio. Aunque Mavis no paraba de exclamar «oh» y «ah», él sólo meneaba la cabeza.

Se decidió por el bronce.

– Éste. Oh, sí, éste. Su piel, sus ojos, su cabello… Es?tará radiante, mayestática. Como una diosa. Le hará fal?ta un collar de al menos setenta centímetros. Mejor aún, dos ristras, de sesenta y setenta centímetros. Yo diría que de cobre, con piedras de colores. Rubíes, citrinos, ónices. Sí, sí, y cornalinas, e incluso alguna turmalina. Ya hablará con Roarke sobre los accesorios.

Eve hubo de reprimir un suspiro de anhelo, pese a que la ropa nunca le había importado demasiado.

– Es muy bonito -dijo con cautela, y empezó a calcu?lar su situación económica-. No sé… Es que la seda se sale un poco de mis posibilidades…

– Tendrá el vestido porque yo se lo regalo. Prometi?do. -Leonardo disfrutó viendo cómo la precaución aso?maba a los ojos de ella-. A cambio de que yo pueda dise?ñar el vestido de Mavis como su dama de honor y que usted utilice modelos míos para el ajuar.

– No había pensado en ningún ajuar. Ya tengo ropa.

– La teniente Dallas tiene ropa -le corrigió él-. La fu?tura esposa de Roarke necesitará otras prendas.

– Podemos hacer un trato. -Eve quería aquel maldito vestido. Ya lo notaba puesto sobre su piel.

– Estupendo. Quítese la ropa.

Ella reaccionó como un resorte:

– Oiga, imbécil…

– Es para las medidas -explicó rápidamente él. La forma en que ella le miró hizo que se pusiera en pie y re?trocediera. Él adoraba a las mujeres y sabía comprender su ira. En otras palabras, les tenía miedo-. Considéreme como su proveedor de salud. No puedo diseñar bien el vestido hasta que conozca su cuerpo. Soy un artista, y un caballero -dijo con dignidad-. Pero si se siente incó?moda, Mavis puede quedarse.

Eve ladeó la cabeza:

– Me basto sola, amigo. Si se pasa de la raya o se le ocurre hacerlo siquiera, se va a enterar.

– No me cabe duda. -Cautamente, Leonardo cogió un aparato-. Mi escáner -explicó-. Toma las medidas con absoluta exactitud. Pero para una verdadera lectura tiene que estar desnuda.

– Deja de burlarte, Mavis, y ve por más té.

– Enseguida. Además, ya te he visto desnuda. -Y so?plando besos hacia Leonardo, se marchó.

– Tengo más ideas… acerca de la ropa -puntualizó Leonardo cuando Eve empezaba a achicar los ojos-: la combinación para el vestido, por descontado. Ropa de noche y de día, lo formal, lo informal. ¿Dónde será la luna de miel?

– No lo sé. No hemos pensado en eso. -Resignada, Eve se quitó los zapatos y se desabrochó el pantalón.

– Entonces Roarke la sorprenderá. Ordenador: crear archivo, Dallas, documento uno, medidas, color, estatu?ra, peso. -Después que ella se hubo quitado la camisa, él se acercó con su escáner-. Los pies juntos, por favor. Es?tatura, un metro setenta y tres, peso, cincuenta y cinco kilos.

– ¿Cuánto hace que se acuesta con Mavis?

Él siguió con los datos:

– Unas dos semanas. La quiero mucho. Cintura, se?senta y cinco coma cinco.

– ¿Y cuándo empezó todo, antes o después de ente?rarse usted que su mejor amiga se iba a casar con Roarke?

Leonardo, estupefacto, la miró con sus brillantes ojos dorados y coléricos.

– No estoy utilizando a Mavis para sacar una comi?sión; la insulta usted pensando eso.

– Sólo quería cerciorarme. Yo también la quiero mu?cho. Si vamos a seguir adelante, quiero estar segura de que todas las cartas estén sobre la mesa, nada más. Así…

La interrupción fue rápida y llena de furia. Una mu?jer vestida de negro, muy ceñida y sin adornos, irrumpió como un bólido, desnudando sus dientes perfectos y blandiendo sus letales uñas rojas a modo de garras.

– ¡Tú, infiel, traidor, hijo de la gran puta! -Hizo su entrada casi como un mortero en dirección al blanco.

Con gracia y velocidad propiciadas por el miedo, Leonardo se evadió:

– Pandora, deja que te explique…

– Explícame esto. -Volviendo su ira contra Eve, dispa?ró un brazo armado, estando en un tris de arrancarle los ojos de cuajo.

Eve sólo podía hacer una cosa: derribarla de un golpe.

– Oh, Dios… -gimió Leonardo encorvando sus enormes hombros y retorciéndose las manazas.

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