Capitulo Tres

La pensión de Boomer era mejor que otras. El edificio había sido en tiempos un motel de alquiler bajo utilizado por prostitutas antes de que la prostitución fuera aprobada y legalizada. Tenía cuatro pisos y nadie se había molestado en instalar un ascensor ni un deslizador, aunque sí ostenta?ba un mugriento vestíbulo y la dudosa seguridad de una androide de aspecto hosco.

A juzgar por el olor, el departamento de sanidad ha?bía ordenado una reciente exterminación de roedores e insectos.

La androide tenía un tic en el ojo derecho debido a un chip en mal estado, pero enfocó el ojo bueno hacia la placa que le mostraba Eve.

– Todo en regla -proclamó la androide tras el empa?ñado cristal de seguridad-. Aquí no queremos líos.

– Johannsen. -Eve se guardó la placa-. ¿Le ha visita?do alguien últimamente?

El ojo saltón de la androide dio una sacudida.

– No estoy programada para controlar las visitas, sólo para cobrar alquileres y mantener el orden.

– Puedo confiscar sus bancos de memoria y averi?guarlo por mí misma.

La androide no respondió, pero un tenue zumbido indicó que estaba haciendo funcionar su disco duro.

– Johannsen, habitación 3C, no ha regresado desde hace ocho horas y veintiocho minutos. Salió solo. Nadie ha venido a verle en las últimas dos semanas.

– ¿Comunicaciones?

– No utiliza el sistema del edificio. Tiene uno propio.

– Tendré que echar un vistazo a su habitación.

– Tercer piso, segunda puerta a la izquierda. No alarme a los otros inquilinos. Aquí no tenemos pro?blemas.

– Sí, esto es el paraíso. -Eve se encaminó a la escalera, reparando en la madera carcomida por los roedores-. Grabando, Peabody.

– Sí, señor. -Peabody se prendió el magnetófono a la camisa-. Si Boomer estuvo aquí hace ocho horas, no duró gran cosa. Un par de horas a lo sumo.

– Suficiente para liquidarlo. -Eve escrutó las paredes, con sus invitaciones ilegales y sus sugerencias anatómi?camente dudosas. Uno de los autores tenía problemas de ortografía. Pero los mensajes eran clarísimos.

– Un sitio muy acogedor, ¿verdad?

– Me recuerda la casa de mi abuela.

Al llegar a la puerta de la 3C, Eve miró hacia atrás.

– Caramba, Peabody, creo que ha dicho algo gra?cioso.

Mientras Eve se reía disimuladamente y extraía su código maestro, Peabody se ruborizó. Se recompuso para cuando la cerradura cedió.

– Parece que se cerraba por dentro -murmuró Eve mientras abría el último Keligh-500-. Y no con cual?quier cosa. Estos cerrojos cuestan cada uno una semana de mi paga. Y no le han servido de nada. -Suspiró-. Dallas, teniente Eve, entrando en la residencia de la víc?tima. -Abrió la puerta-. Caray, Boomer, qué cerdo eras.

El calor era sofocante. El control de temperatura en la pensión consistía en cerrar la ventana o abrirla. Boomer había optado por cerrar, reteniendo todo el bochor?no estival.

La habitación olía a comida mala, ropa sucia y whisky derramado. Dejando que Peabody hiciera un primer registro, Eve fue hasta el centro del exiguo espa?cio y meneó la cabeza.

Las sábanas del catre tenían manchas de sustancias que no le apetecía analizar. Cajas de comida para llevar estaban apiladas a un lado de la misma. De la pequeña montaña de ropa sucia que había en los rincones, dedujo que lavar no era uno de los quehaceres prioritarios en la vida de Boomer. El suelo estaba pegajoso.

Su única defensa fue forzar la ventana hasta que con?siguió abrirla. Fue una inundación de aire y ruido de trá?fico.

– Dios, menudo sitio. Como soplón se ganaba bien la vida. No tenía por qué vivir en un cuchitril como éste.

– Tal vez le gustaba.

– Ya. -Arrugando la nariz, Eve abrió una puerta y examinó el cuarto de baño. Había un lavabo de acero inoxidable, y una ducha a la medida de los menos aven?tajados en estatura. El hedor le dio náuseas.

– Peor que un fiambre de tres días. -Respiró por la boca y se dio la vuelta-. En esto invertía su dinero.

Sobre un mostrador macizo había un costoso centro de datos y comunicaciones. Sujeta a la pared, más arriba, había una pantalla y un estante repleto de discos. Eve eligió uno al azar y leyó la etiqueta.

– Boomer era un hombre culto, por lo que veo: Tre?mendas tetas de tías tórridas.

– Ganó un Oscar el año pasado.

Eve rió y devolvió el disco a su lugar.

– Buena, Peabody, será mejor que conserve el buen humor, porque tendremos que revisar toda esta basura. Saque los discos y anote los números y etiquetas. Lo in?vestigaremos cuando volvamos a Central.

Eve puso en marcha el enlace y buscó posibles lla?madas que Boomer hubiera guardado. Repasó los pedi?dos de comida, y una sesión con una videoprostituta que le había costado cinco mil. Había dos llamadas de un presunto traficante de ilegales, pero sólo habían hablado de deportes, sobre todo béisbol y lucha grecorromana. Eve reparó en que el número de su despacho aparecía dos veces en las últimas treinta horas, pero Boomer no le había dejado mensaje.

– Quería ponerse en contacto conmigo -murmu?ró-. Desconectó sin dejar ningún mensaje. Ése no era su estilo. -Sacó el disco y se lo entregó a Peabody como prueba.

– Nada indica que estuviera preocupado, teniente.

– No, él era un chivato de verdad. De haber pensa?do que alguien quería liquidarle, se habría plantado a la puerta de mi casa. Bueno, Peabody, espero que esté al día en inmunizaciones. Empecemos a revisar todo esto.


Cuando terminaron estaban sudando, asqueadas y su?cias. Peabody se había aflojado el cuello de su uniforme y subido las mangas. Con todo, el sudor le chorreaba y le había ensortijado el pelo de mala manera.

– Y yo que pensaba que mis hermanos eran unos cerdos.

Eve apartó con el pie unos calzoncillos sucios.

– ¿Cuántos tiene?

– Dos. Y una hermana.

– ¿Son cuatro?

– Es que mis padres son free-agers, señor -explicó Peabody con un deje de disculpa y engorro-. Forofos de la vida rural y la propagación.

– No deja usted de sorprenderme, Peabody. Una urbanita pura y dura como usted, descendiente de free-agers. ¿Cómo es que no está cultivando alfalfa, tejiendo esteras o cuidando crios?

– Me gusta la acción, señor.

– Es un buen motivo. -Eve había dejado lo peor para el final. Con repugnancia examinó la cama de Boomer. La idea de unos parásitos corporales correteó por su ca?beza-. Habrá que mirar el colchón.

Peabody tragó saliva.

– Sí, señor.

– Yo no sé usted, Peabody, pero en cuanto acabemos aquí me voy directa a una cámara de descontaminación.

– Y yo detrás de usted, teniente.

– Muy bien. Manos a la obra.

Primero fueron las sábanas. Sólo había olores y manchas, nada más. Eve dejaría que trabajaran los del gabinete de identificación, pero ya había descartado que Boomer hubiera sido asesinado en su propia cama.

Con todo, registró a conciencia la almohada y luego levantaron el colchón, que pesaba como una roca, y lo?graron darle la vuelta.

– Puede que Dios exista -dijo Eve.

Prendidos a la parte inferior del colchón había dos pequeños paquetes. Uno estaba lleno de un polvo azul, el otro era un disco sellado. Eve los arrancó. Examinó primero el disco. No llevaba rótulo pero, a diferencia de los otros, había sido cuidadosamente empaquetado.

En circunstancias normales lo habría puesto de in?mediato en la unidad de Boomer. Podía soportar la pes?tilencia, el sudor, incluso la mugre. Pero no creyó poder estar un minuto más preguntándose qué parásitos mi?crocósmicos se le estaban encaramando a la piel.

– Larguémonos de aquí.

Esperó a que Peabody hubiera sacado la caja de pruebas al pasillo. Con una última mirada al estilo de vida de su ex informante, Eve cerró la puerta, la selló y puso la luz roja de seguridad de la policía.

Descontaminarse no era doloroso, pero tampoco espe?cialmente agradable. Tenía la única virtud de ser un pro?ceso bastante corto. Eve se sentó con Peabody, las dos desnudas hasta la cintura, en una sala de dos plazas con blancas paredes convexas que reflejaban la blanca luz.

– Al menos es calor seco -afirmó Peabody, haciendo reír a Eve.

– Siempre he pensado que el infierno debe de ser como esto. -Cerró los ojos para relajarse. No creía tener fobias, pero los espacios cerrados le producían come?zón-. Sabe, Peabody, Boomer trabajaba para mí desde hacía cinco años. No era lo que se dice un dandy, pero jamás habría creído que vivía de esa manera. -Aún nota?ba el hedor en la nariz-. Era bastante limpio. Dígame qué vio en el baño.

– Suciedad, moho, verdín, toallas sin lavar. Dos pas?tillas de jabón, una de ellas cerrada, medio tubo de champú, gel dentífrico, un cepillo y afeitador de ultraso?nidos. Un peine roto.

– Utensilios para acicalarse. Boomer se cuidaba, Pea?body. Incluso gustaba de considerarse un hombre de sa?lón. Imagino que los del gabinete me dirán que la comi?da, la ropa y lo demás tienen dos o tres semanas. ¿Usted qué opina?

– Que se estaba ocultando; lo suficientemente preo?cupado, asustado o involucrado para dejar pasar unos días.

– Exacto. No lo bastante desesperado como para acudir a mí, pero sí preocupado como para ocultar un par de cosas debajo del colchón.

– Donde a nadie se le ocurriría buscarlas -ironizó Pea?body.

– Sí, en algunas cosas no era muy listo. ¿Qué cree que será esa sustancia?

– Algo ilegal.

– Nunca he visto una ilegal de ese color. Es nueva -reflexionó Eve. La luz decreció a gris y sonó un piti?do-. Creo que ya estamos limpias. Pongámonos ropa nueva y vamos a ver qué hay en ese disco.


– ¿Qué diablos es esto? -dijo Eve mirando ceñuda su pantalla.

– Parece una fórmula.

– Eso ya lo veo, Peabody.

– Sí, señor. -Retrocedió un poco.

– Mierda. Odio la ciencia. -Confiando en la suerte, Eve miró a su ayudante-. ¿A usted qué tal se le da?

– En eso ni siquiera soy competente.

Eve estudió la mezcla de números, cifras y símbolos y cerró los ojos.

– Mi unidad no está programada para esto.-Tendré que llevar la fórmula al laboratorio. -Tamborileó sobre la mesa con impaciencia-. Me huelo que es de esos pol?vos que encontramos, pero ¿cómo es posible que un tipo de segunda como Boomer le echara el guante a algo así? ¿Y quién era su otro preparador? Usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo se enteró?

Bregando con la vergüenza, Peabody miró las cifras que había en la pantalla.

– Aparecía en varias listas confeccionadas por usted de informes interdepartamentales sobre casos cerrados.

– ¿Tiene por costumbre leer informes interdeparta?mentales, agente?

– Los suyos sí, señor.

– ¿Por qué?

– Porque usted es la mejor, señor.

– ¿Me está haciendo la pelota, Peabody, o es que quiere quitarme el puesto?

– Habrá sitio para mí cuando la asciendan a capitán, señor.

– ¿Qué le hace suponer que quiero una capitanía?

– Sería estúpido no desearlo, y usted no lo es, señor.

– Está bien, dejémoslo. ¿Suele examinar otros infor?mes?

– De vez en cuando.

– ¿Tiene idea de quién puede ser el preparador de Boomer en Ilegales?

– No, señor. Nunca he visto su nombre vinculado a ningún policía. Los soplones suelen tener un solo prepa?rador.

– A Boomer le gustaba variar. Salgamos a la calle. Vi?sitaremos algunos de sus locales preferidos, a ver qué sa?camos. Solo disponemos de un par de días, Peabody. Si alguien le espera en casa, dígale que estará muy atareada.

– No tengo compromisos de esa clase, señor. Dis?pongo de todo el tiempo del mundo.

– Bien. -Se puso en pie-. Entonces en marcha. Ah, Peabody, hemos estado desnudas una al lado de la otra. Déjese de «señor», ¿quiere? Llámeme Dallas.

– Sí, señor, teniente.


Eran más de las tres de la madrugada cuando entró por la puerta, tropezó con el gato que había decidido montar guardia en el vestíbulo, soltó un juramento y giró a cie?gas en busca de la escalera.

En su mente había docenas de impresiones: bares a media luz, locales de striptease, las calles brumosas don?de desahuciadas acompañantes con licencia se buscaban la vida. Todo eso y más se cocía en la poco apetitosa existencia de Boomer Johannsen.

Nadie sabía nada, como es lógico. Nadie había vis?to nada. La única afirmación que había obtenido en cla?ro de su incursión a la parte más miserable de la ciudad era que nadie había sabido de Boomer en más de una semana.

Pero evidentemente alguien había hecho algo más que verle. Eve estaba agotando el tiempo de que dispo?nía para averiguar quién- y por qué.

Las luces de la alcoba estaban a medias. Se había des?pojado ya de la blusa cuando advirtió que la cama estaba vacía. Tuvo una punzada de desilusión, un débil e incó?modo tirón de miedo.

Habrá tenido que ausentarse, pensó. Ahora se diri?gía a un punto cualquiera del universo colonizado. Po?día estar fuera varios días.

Mirando tristemente la cama, se despojó de los za?patos y el pantalón. Tanteando en un cajón, sacó una ca?miseta y se la puso.

Qué patética soy, se dijo, mira que quejarme porque Roarke ha tenido que salir por trabajo. Por no estar allí para que ella se le arrimara. Por no estar allí para espantar las pesadillas que parecían acosarla con mayor intensi?dad y frecuencia a medida que sus recuerdos empezaban a atosigarla.

Estaba demasiado cansada para soñar, se dijo. De?masiado cansada para meditar. Pero era lo bastante fuer?te para recordar todo lo que no quería recordar.

De pronto la puerta se abrió.

– Creía que habías tenido que irte -dijo Eve con alivio.

– Estaba trabajando. -Roarke se acercó. En la pe?numbra de la habitación su camisa negra contrastaba con el blanco de ella. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos-. Teniente Dallas, ¿por qué trabajas siempre hasta caer rendida?

– Este caso tiene una fecha límite. -Tal vez estaba ex?hausta, o tal vez el amor empezaba a ser más sencillo, el caso es que acarició con sus manos el rostro de Roarke-. Me alegro de tenerte aquí. -Al cogerla él en vilo y llevarla hacia la cama, sonrió-. No me refería a eso.

– Voy a arroparte para que duermas.

Era difícil discutir cuando los ojos ya se le estaban cerrando.

– ¿Recibiste mi mensaje?

– ¿Ese tan preciso que decía «Llegaré tarde»? Sí. -Roarke la besó en la frente-. Date la vuelta.

– Enseguida. -Eve forcejeó con el sueño-. Sólo he te?nido un momento para contactar con Mavis. Quiere quedarse en el viejo apartamento un par de días. Dice que no piensa ir al Blue Squirrel. Telefoneó allí y averi?guó que Leonardo ha pasado por el local una docena de veces buscándola.

– La maldición del amor verdadero.

– Mmm. Mañana intentaré tomarme una hora de tiempo personal para ir a verla, pero puede que no lo consiga hasta pasado mañana.

– No te apures por ella. Ya iré yo a verla, si quieres.

– Gracias, pero no creo que ella quiera hablar conti?go. Me ocuparé de eso tan pronto averigüe en qué estaba metido Boomer. Sé muy bien que él no podía leer ese disco.

– Claro que no -la tranquilizó él, confiando en que se durmiera.

– Tampoco sabía mucho de números. Pero de fór?mulas científicas… -Repentinamente se incorporó, cho?cando casi con la nariz de Roarke-. Tu unidad servirá.

– ¿Cómo dices?

– Los del laboratorio me han dado largas. Llevan mucho retraso y esto es de baja prioridad. Vaya. -Eve bajó de la cama-. Necesito llevar la delantera. Esa uni?dad tuya tiene capacidad para hacer análisis científicos, ¿verdad?

– Por supuesto. -Él suspiró y se puso en pie-. Su?pongo que ahora…

– Podemos acceder a los datos desde mi unidad. -Le cogió de la mano y se lo llevó hacia el falso panel que ocultaba el ascensor-. No tardaremos mucho.

Eve le explicó el problema a grandes rasgos mientras subían. Para cuando Roarke introdujo el código para entrar en la sala privada, ella estaba totalmente despierta.

El equipo era complejo, carecía de licencia y era, por supuesto, ilegal. Como Roarke, Eve usó el código dacti?lar para el acceso y luego se colocó detrás de la consola en forma de U.

– Tú puedes sacar los datos más rápido que yo -le dijo a él-. Está en Código Dos, Amarillo, Johannsen. Mi contraseña es…

– Por favor. -Si iba a tener que jugar a policías de ma?drugada, no quería ser insultado. Roarke se sentó a los controles y manipuló algunos discos-. Ya estamos en la Central -dijo y sonrió al ver que ella fruncía el entre?cejo.

– Y para eso tanto sistema de seguridad.

– ¿Necesitas algo más antes de que empiece, con tu unidad?

– No -dijo ella poniéndose detrás de él. Manejando un teclado con una sola mano, Roarke cogió una de las de ella y se la llevó a los labios para mordisquearle los nudillos-. No te hagas el chulo.

– No tendría ninguna gracia que me conectaras a mí con tu código. Ya estamos en tu unidad -murmuró él, y puso el control automático-. Código Dos, Amarillo, Johannsen.

Una de las pantallas murales parpadeó.

Esperando

– Número de prueba 34-J, ver y copiar -solicitó Eve. Cuando la fórmula apareció en pantalla, meneó la cabe?za-. ¿Ves eso? Si parece un jeroglífico…

– Es una fórmula química -dijo él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo fabrico unas cuantas… pero legales. Esto es una especie de analgésico. Tiene propiedades alucinógenas… -Chasqueó la lengua y meneó la cabeza-. Nunca había visto nada igual. No es una cosa corriente. Ordenador: analizar e identificar.

– ¿Dices que es una droga? -empezó Eve, y el orde?nador se puso a trabajar.

– Casi seguro.

– Eso encaja en mi teoría. Pero ¿qué hacía Boomer con esa fórmula y por qué lo mataron?

– Yo diría que eso depende del provecho que pueda sacarse de la sustancia. De lo rentable que sea. -Miró ce?ñudo al monitor mientras salía el análisis. La reproduc?ción molecular apareció en pantalla con sus puntos y espirales de color-. Muy bien, tienes un estimulante or?gánico, un alucinógeno químico corriente, ambas cosas en cantidades bastante bajas y casi legales. Ahí están las propiedades del THR-50.

– Nombre vulgar, Zeus. Esto no me gusta.

– Mmm. De todos modos, no es de mucho calibre. Claro que la mezcla sí es interesante. Lleva menta, para hacerlo más agradable al paladar. Seguramente puede fa?bricarse también en forma líquida con algunas alteracio?nes. Mezclado con Brinock, un estimulante sexual. En la dosis adecuada, puede utilizarse para curar la impotencia.

– Sí, lo sé. Tuvimos un tipo que murió de una sobre-dosis. Se mató después de batir lo que parecía el récord mundial de masturbación. Se tiró de una ventana de pura frustración sexual. Tenía el cipote como una salchicha de cerdo, casi del mismo color, y todavía duro como el hierro.

– Gracias por la información. ¿Qué es esto? -Perple?jo, Roarke volvió al teclado. El ordenador seguía parpa?deando el mismo mensaje:


Sustancia desconocida. Probable regenerador celular. Identificación inaccesible.


– ¿Cómo es posible? -musitó-. Esta unidad tiene actualizador automático. No hay nada que no pueda iden?tificar.

– Sustancia desconocida. Vaya, vaya. Sería un buen motivo para asesinar a alguien. ¿Qué podemos hacer? -Identificar con datos conocidos -ordenó Roarke.


FÓRMULA IGUAL A ESTIMULANTE CON PROPIEDADES ALUCINÓGENAS. BASE ORGÁNICA. PENETRA RÁPIDAMENTE EN LA SANGRE AFECTANDO AL SISTEMA NERVIOSO.


– ¿Resultados?

DATOS INCOMPLETOS.

– Mierda. Resultados probables con datos conocidos.


CAUSA SENSACIONES DE EUFORIA, PARANOIA, APETITO SEXUAL, ILUSIONES DE PODER FÍSICO Y MENTAL. DOSIS DE 55 MG EN UN HUMANO DE 60 KILOS PERSISTE DE CUATRO A SEIS HORAS. DOSIS DE MÁS DE 100 MG CAUSA LA MUERTE EN EL 87,3 POR CIENTO DE LOS USUARIOS. SUSTANCIA SIMILAR AL THR-50, CONOCIDO COMO ZEUS, CON ADICIÓN DE ESTIMULANTE PARA INTENSIFICAR LA CAPACIDAD SEXUAL Y LA REGENERACIÓN DE CÉLULAS.


– No hay tanta diferencia -murmuró Eve-. No es tan importante. Ya sabemos de gente que ha mezclado Zeus con Erótica. Es una fea combinación, la responsable de la mayoría de violaciones en esta ciudad, pero no es un secreto ni es particularmente rentable. Menos cuando cual?quier yonqui puede mezclarlo en un laboratorio portátil.

– Sin contar el elemento desconocido. Regeneración de células. -Roarke levantó una ceja-. La legendaria fuente de la juventud.

– Cualquiera que tenga créditos suficientes puede pagarse un tratamiento.

– Pero son cosas temporales -señaló Roarke-. Tienes que volver a intervalos regulares. El biopeeling y los in?yectables antiedad son caros, requieren tiempo, y a me?nudo son incómodos. Los tratamientos corrientes no tienen el incentivo extra de esta mezcla.

– Sea cual sea la sustancia desconocida, hace que todo sea más importante, o más letal. O, como dices, más rentable.

– Tú tienes el polvo -señaló Roarke.

– Sí, y esto podría hacer que los del laboratorio mo?vieran un poco el culo. Voy a necesitar más tiempo del que dispongo.

– ¿Puedes conseguirme una muestra? -Roarke giró en su silla y le sonrió-. No quiero hablar mal de vuestros laboratorios, teniente, pero el mío podría ser más sofis?ticado.

– Son pruebas.

Él enarcó la ceja.

– ¿Sabes hasta qué punto he transgredido ya las nor?mas metiéndote en esto, Roarke? -bufó Eve, recordando la cara de Boomer, su brazo-. Al cuerno. Lo intentaré.

– Está bien. Desconectar. -El ordenador se apagó si?lenciosamente-. Y ahora qué, ¿vas a dormir?

– Un par de horas. -Eve dejó que la fatiga recuperara terreno y le rodeó el cuello con los brazos-. ¿Me arropa?rás otra vez?

– De acuerdo. -Le levantó las caderas de forma que rodearan su cintura-. Pero esta vez te quedas en la cama.

– Sabes, Roarke, mi corazón palpita cuando te pones autoritario.

– Espera a que te acueste. Te va a palpitar de verdad.

Ella rió, acunó la cabeza en su hombro y se quedó dormida antes de que el ascensor terminara de bajar.

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