Diez

– Buenos días.

No era el tono de voz que ella esperaba ni el que probablemente se merecía, admitió para sí.

Malhumorado, arisco, sarcástico, cruel. Kyla habría esperado que él se mostrara de cualquiera de esas maneras, pero no agradable y de buen humor.

– Buenos días.

Rodeó la mesa a la que él estaba sentado leyendo el periódico y se dirigió directamente a la cafetera que había sobre la encimera. Había una taza vacía esperándola. Se sirvió el café recién hecho.

– Espero que no te resulte demasiado fuerte.

Kyla dio un sorbo.

– Está bien. Me gusta fuerte.

– A mí también.

Ella no se dio cuenta de que él se había levantado y se había acercado hasta que notó su aliento en el cuello. Se dio la vuelta inmediatamente para mirarlo. Los brazos de Trevor rodearon su cintura y la estrechó contra él. Inclinó la cabeza hacia un lado y besó su sorprendida boca. No fue un beso apasionado sino tierno, que casi no duró.

– ¿Qué tal has pasado la noche? -preguntó solícito.

Había pasado una noche horrible. Después de que Trevor cerrara de un portazo la puerta perfectamente lacada del dormitorio, Kyla se había derrumbado sobre la cama y había estado llorando durante lo que a ella le parecieron horas. Echaba de menos su habitación, a Aaron, la presencia consoladora de sus padres. Deseaba ardientemente poder volver atrás en el tiempo, deseaba estar con Richard.

Y anhelaba estar con Trevor.

Ese anhelo en particular había hecho que se pusiera a llorar de nuevo.

Al final, poco antes de que amaneciera, se había quedado dormida, y se había despertado con dolor de cabeza y los ojos hinchados. Cuando salió del dormitorio envuelta en una vieja bata que había conseguido ocultar al ojo atento de Babs, no sabía qué esperar de su recién estrenado marido, al que con su actitud había negado poder disfrutar de una noche de bodas. Estaría hecho una furia.

No estaba preparada para el cálido abrazo en el cual la envolvía en ese instante. Ni para los besos leves que sembraba en su frente, ni para el delicado masaje que con las manos le estaba dando en la espalda.

Kyla sintió que su ansiedad desaparecía. Dejó la mejilla apoyada en los pectorales, marcados por la camiseta blanca que llevaba encima de los pantalones cortos.

– ¿Sabes cocinar?

– ¿Qué? -murmuró ella medio dormida.

– Que si sabes cocinar.

Ella levantó la cabeza y retrocedió un paso.

– Claro que sé -respondió con algo de aspereza.

Su bigote se curvó en una sonrisa.

– Entonces, ¿qué te parece si desayunamos?

– ¿Qué te gustaría comer?

– ¿Qué me puedes preparar?

– Lo que sea -se ahuecó un poco el pelo en un gesto coqueto-. Si te quitas de en medio, te demostraré lo buena cocinera que soy.

Él hizo una reverencia y extendió el brazo en dirección a la cocina.

– La cocina es toda suya, señora. Si no me necesita, volveré a mi periódico.

Al cabo de unos minutos, ella le puso delante un vaso de zumo de naranja. Él bajó una de las esquinas del periódico.

– Gracias.

Ella sonrió.

– De nada.

– Huele bien.

– Está casi listo.

Él dobló el periódico y lo dejó a un lado para contemplar la mesa. Al parecer lo había encontrado todo. Había sacado unos manteles individuales y la vajilla de diario. Trevor miró sus manos mientras, con pericia, doblaban las servilletas y las ponían formando un círculo encima de los platos. Antes de que ella pudiera darse la vuelta, le agarró una mano, se la llevó a la boca y le besó el dorso.

– Uno se acostumbra enseguida a que lo mimen. Creo que ya me he acostumbrado a que mi mujer me prepare el desayuno.

La miró de un modo que hizo que ella sintiera que se derretía por dentro, como si una ola de placer la arrastrara. Sintió que un calor le subía por el pecho y la cara.

Trató de cerrarse el cuello de la bata.

– Eh, no quiero que empieces a arder -le soltó la mano y ella se escabulló. Volvió al cabo de unos instantes con una fuente en las manos. La puso en la mesa y esperó, nerviosa, su reacción-. ¡Huevos a la benedictina! -exclamó Trevor encantado. La fuente estaba adornada con rodajas de naranja y un poco de perejil.

– ¿Te gustan?

– Comería cualquier cosa que no se mueva del plato, excepto colinabos. Nunca intentes que coma colinabos.

Ella se echó a reír.

– Debe ser lo único que no había en el cajón de verdura del frigorífico.

Mientras hablaban, ella llevó la cafetera a la mesa, volvió a servirle café a Trevor y la dejó encima de un salvamanteles. Él se levantó y le retiró una silla para que se sentara. Ella lo miró sorprendida y él le dio un beso en la nariz.

– Gracias por el desayuno.

– De nada -se sentó. Las manos le temblaban un poco, pero se las arregló para servirle y servirse ella.

– ¡Buenísimo! -aseguró Trevor después de engullir un gran bocado-. ¿Cuándo aprendiste a cocinar así?

– Mi madre me enseñó las nociones básicas. Y fui a unas clases de cocina mientras… -se detuvo en seco.

Trevor levantó la cabeza con expresión inquisitiva.

– ¿Mientras? -repitió.

– Mientras mi ma… mientras Richard estaba destinado en el extranjero.

Él se preguntó por qué ella no habría mencionado nunca las clases de cocina en sus cartas.

– ¿Le dijiste que estabas tomando clases? -¿sería que no tenía todas las cartas? De repente estaba celoso, tremendamente celoso de cualquier cosa que pudiera haberle escrito a su marido y que él, Trevor, ignorara. ¿Qué otras cosas ignoraba?

– No se lo dije.

Los dedos de Trevor se relajaron alrededor de los cubiertos.

– ¿Por qué?

Ella tomó un sorbo de zumo de naranja y se limpió la boca con la servilleta antes de responder.

– Porque quería sorprenderlo cuando volviera a casa -respondió, y cortó un trozo de beicon-. Babs y yo íbamos juntas a clase. Era muy divertido. Babs era la peor del grupo, todo le salía mal, pero el curso no fue una pérdida de tiempo para ella. Al final logró salir con el cocinero que nos enseñaba.

Estaba charlando así porque estaba nerviosa. Trevor se daba cuenta porque no lo miraba nunca a los ojos, clavaba los ojos en un punto en el vacío, justo encima de su hombro. Ni siquiera habían llegado al punto en que ella pudiera mencionar el nombre de Trevor sin ponerse nerviosa.

– Apuesto a que eras la primera de la clase. Esto está buenísimo.

Ella alzó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa que derritió el corazón de Trevor y la redimió por la noche infernal que había pasado en el cuarto de invitados.

– Yo siempre me burlaba de los deportistas que se casaban y engordaban. Ahora entiendo cómo -le guiñó un ojo.

– ¿Hacías deporte?

– En la escuela.

– ¿Qué deporte?

– Mmm, veamos -dio un sorbo de café-. Baloncesto, remo…

– ¿Remo?

– Me temo que en Texas no tenéis remo.

– Por eso tienes los hombros y los muslos tan desarrollados -bajó la vista hacia sus piernas y se fijó en las cicatrices. Allí estaban, la piel atravesada de costuras rosas, brillantes. Se entrecruzaban y formaban una malla que le bajaba por toda la pierna.

Trevor dejó el cuchillo en el plato y la observó. Apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos delante de la boca y se preparó para la mirada de repulsión que esperaba ver en sus ojos. Pero ésta nunca llegó. Cuando ella levantó la vista, en sus ojos marrones sólo había compasión.

– Te advertí que no era agradable -dijo él con voz afilada.

– No es tan terrible, Trevor.

– Ni bonito tampoco.

Ella volvió a mirarle la pierna.

– Debe haberte dolido mucho.

– Mucho.

– Nunca me has contado qué te pasó.

Él parecía azorado y ella lo atribuyó a la timidez.

– No tiene importancia.

– Una vez me dijiste que te sentías incómodo llevando pantalón corto… Pues no tienes por qué.

Una sonrisa curvó su bigote.

– ¿No crees que en la playa las mujeres se taparán los ojos y saldrán corriendo horrorizadas?

– Nada de eso. Eres demasiado atractivo.

Él se puso serio al instante. Se inclinó hacia delante y la atravesó con su único ojo verde.

– ¿De verdad lo crees?

– Sí

Durante unos instantes, Kyla quedó paralizada por la intensidad ronca de su voz y el poder hipnótico de su mirada.

Ella hizo acopio de toda su voluntad para salir del trance y se levantó tan bruscamente que dio un golpe a la mesa y los vasos del zumo se tambalearon.

– Si has terminado, retiraré los platos.

Se giró, pero no fue muy lejos. Sin levantarse de la silla, Trevor metió los dedos bajo el cinturón de su bata y la obligó a detenerse. Luego la hizo volverse hacia él, tiró de ella y la atrapó entre los muslos abiertos, de modo que la cara de éste quedó a la altura de sus pechos.

– Gracias por el desayuno -murmuró.

– Era lo menos que podía hacer.

Kyla bajó la mirada hacia la coronilla de Trevor. Allí se le formaba un remolino. No resultaba fácil, pero resistió el impulso de enredar sus dedos en los mechones de ébano para comprobar si eran tan sedosos como parecían.

Le resultó difícil mantener los ojos abiertos cuando un pómulo áspero rozó uno de sus senos. Finalmente sus ojos perdieron la partida y sus párpados se cerraron. Notaba el aliento de Trevor mientras la nariz de éste se hundía entre sus pechos.

– Te has dado un baño esta mañana -no era una pregunta.

– Sí.

– Hueles bien. A jabón. A polvos. A mujer.

Exploró la zona con la boca y, finalmente, localizó su pezón por encima de la tela de la bata. No lo besó, ni lo chupó. Se limitó a frotarlo una y otra vez con los labios separados hasta que notó que se endurecía, y entonces lo tocó con la lengua.

– El desayuno estaba delicioso -murmuró. La piel de Kyla estaba húmeda allí donde la respiración de Trevor se filtraba a través de la tela-. ¿Hay postre? -hundió más la cara en su cuerpo, en dulce abandono. Pero casi inmediatamente se retiró y miró hacia arriba-. ¿Mmm? -cuando vio la expresión trémula de Kyla, sonrió, se puso de pie y la hizo retroceder un poco-. No importa. Vístete y vamos a buscar a ese niño antes de que tus padres lo echen a perder con tanto mimo -miró el reloj del horno-. Cuando lleguemos a su casa, estarán saliendo para la iglesia. Me gustaría llevaros a todos a comer al bufé del Club del Petróleo.

– No somos socios -consiguió decir Kyla. Todavía sentía las oleadas de placer que había provocado la boca de Trevor en su pecho.

– Pero yo sí -le pellizcó la nariz-. Recogeré la cocina mientras te arreglas. Quiero presumir de esposa -la besó deprisa y le dio una palmadita en el trasero.

Kyla salió del baño veinte minutos más tarde, peinada y maquillada. Entonces cayó en la cuenta de que Trevor y ella no compartían la cama pero sí el dormitorio.

Lo sorprendió justo cuando se estaba poniendo los pantalones. Le pareció ver unos calzoncillos azul claro antes de darse la vuelta.

– Lo siento.

Casi se había vuelto a meter en el baño cuando la voz de Trevor la detuvo.

– Kyla.

– ¿Qué?

– Date la vuelta.

– ¿Por qué?

– Porque quiero hablar contigo.

Ella se giró poco a poco, con los ojos fijos en un punto por encima de la cabeza de Trevor. Éste se subió la cremallera de los pantalones con naturalidad, todavía sin camisa y descalzo, y fue hacia ella.

– Me he duchado en el cuarto de baño de la habitación de invitados para no molestarte, pero tengo toda la ropa en estos armarios y sería bastante incómodo tener que trasladarla.

Ella se humedeció los labios rápidamente.

– Claro, claro. Simplemente, podemos intentar no cruzarnos el uno en el camino del otro.

– Yo no -se rió, pero cuando vio que ella fruncía el ceño, dijo-: De acuerdo, vamos a fijar las diferencias. Tú puedes cruzarte en mi camino siempre que quieras y yo trataré de no cruzarme en el tuyo. ¿Trato hecho?

Era demasiado complicado para ponerse a analizarlo, particularmente mirando su torso desnudo así que ella se limitó a repetir como un loro.

– Trato hecho.

– Bien.

Trevor le dio la espalda, bronceada y musculosa, y volvió a su armario, de donde procedió a sacar una camisa y a ponérsela con la naturalidad de quien se está vistiendo a solas.

Kyla se obligó a ir hasta su propio armario. Se quedó allí paralizada, reuniendo valor para quitarse la bata.

«Te estás portando como una niña», se reprochó, enfadada. El camisón de la noche anterior era mil veces más revelador que el sujetador y la braga blancos que llevaba bajo la bata. Rápidamente, antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión, se deshizo de ella.

– He estado pensando.

Al oír la voz de Trevor, Kyla dio un salto, como si le hubieran pegado un tiro en la espalda, que ahora estaba descubierta y expuesta a él.

– ¿En qué?

Intentó que sus manos temblorosas colgaran la bata de una percha y volvieran a poner ésta en la barra metálica del armario. Aquello le exigía mucha concentración, porque sabía que probablemente él estaba mirándole la espalda y los tirantes de seda color marfil del sujetador.

– En Aaron.

Ella aventuró una mirada por encima del hombro. Trevor no la estaba mirando, se estaba haciendo el nudo de la corbata con ayuda del espejo que había dentro del armario. Se había abrochado la camisa, pero la tenía por fuera del pantalón.

– ¿Qué pasa con él? -sacó el vestido que había decidido ponerse.

– Tal vez debiéramos apuntarlo en una guardería.

– ¿Tú crees que ya es lo bastante mayor?

– Tú sabes más que yo de eso. Sólo me estaba preguntando qué vamos a hacer con él durante el día si Meg y Clif se compran la caravana y se lanzan a la aventura.

A Kyla también la preocupaba aquello.

– Me imagino que debería estar con otros niños de su edad, que eso sería más educativo.

– Sin duda. Si no ¿cómo va a aprender a decir palabrotas?

Ella recibió el comentario con risas.

– Pero me gustaría informarme bien antes de matricularlo en un sitio.

– Completamente de acuerdo. Tenemos que buscar el mejor y estar convencidos antes de mandarlo. ¿Necesitas que te ayude?

Antes de que ella pudiera responder, las manos de Trevor apartaron las suyas, que intentaban en vano abrochar el botón inferior del traje. ¿Cómo podía moverse tan sigilosamente un hombre de su altura y corpulencia? Ella se quedó muy tiesa mientras los dedos de Trevor se ocupaban de los botones. Después de abrochar el de arriba del todo, habían ido bajando por su espalda hasta sus caderas.

– Nadie podría adivinar que has tenido un hijo. ¿Fue difícil el embarazo?

– En absoluto.

– Eres muy delgada -dijo mientras le apretaba ligeramente las caderas antes de dejar caer sus manos-. ¿Puedes ayudarme un poco?

Insensatamente, ella dio media vuelta para mirarlo a la cara. Los separaban apenas unos centímetros.

– ¿Ayudarte? ¿Cómo?

– Mira a ver si tengo el cuello de la camisa bien puesto. A veces no lo bajo bien y asoma la corbata por debajo.

Ella lo revisó detenidamente.

– Por detrás no te lo has bajado.

– ¿Me lo puedes bajar tú? Yo no llego bien.

– Claro -dijo con más naturalidad de la que sentía. En realidad se preguntaba cómo iba a lograr que sus manos no se enredaran en los rizos negros de su pelo, que se enroscaban justo encima del cuello de la camisa.

En cuanto ella alzó los brazos para bajarle el cuello de la camisa, él se bajó la cremallera de los pantalones para meterse por dentro los faldones de la camisa. Las manos de Kyla se quedaron heladas. Levantó la vista hacia él. La expresión de Trevor era afable mientras con desenfado se remetía los faldones. A veces, demasiadas veces, sus nudillos le rozaban la cintura.

– ¿Ocurre algo? -preguntó él.

– No, no, nada -balbució ella, y rápidamente le bajó el cuello. Se estaba asegurando de que había tapado completamente la corbata cuando oyó el ruido de la cremallera. Bajó los brazos. Él terminó de abrocharse el botón de la cintura.

Y entonces se quedaron mirándose el uno al otro.

– Gracias -dijo él al cabo de lo que a Kyla le pareció una eternidad.

– Gracias a ti -él levantó una ceja, divertido-. Por abrocharme los botones -se apresuró a añadir.

– Ah. De nada.

De nuevo se quedaron mirándose en silencio. Kyla fue la primera en apartarse. Dio media vuelta y fue a buscar los zapatos al armario, pero de vez en cuando en su mente surgía la imagen de unos calzoncillos azul claro que enfundaban unas nalgas redondeadas y firmes.


Los Powers estaban impresionados de ver la cantidad de personas que saludaban a su yerno en el selecto Club del Petróleo, a donde habían acudido para comer. Incluso Aaron parecía algo cohibido en aquel entorno. Se portó estupendamente.

Después del almuerzo, Trevor llevó a los Powers a conocer la casa del bosque. Los padres de Kyla se iban quedando boquiabiertos a medida que recorrían las habitaciones. Luego los llevó de vuelta a su casa en la ranchera. El resto de la tarde lo pasaron empaquetando las cosas que Kyla todavía no había trasladado.

– Está noche está cansadísimo -dijo Trevor refiriéndose a Aaron mientras lo ponía en la cuna. Los parpados del niño estaban ya a medio cerrar. Alrededor de los barrotes habían colocado sus peluches favoritos para que velaran su sueño.

– Así es mejor -señaló Kyla, cubriendo a su hijo con una manta ligera-. La primera noche en un sitio desconocido podría ser traumática si no estuviera tan cansado.

– ¿Te parece que no le ha gustado la habitación?

Kyla notó la ansiedad que había en la voz de Trevor y levantó la vista para averiguar si estaba verdaderamente preocupado.

– ¿A qué niño no le gustaría?

Echó una ojeada a la habitación, decorada con motivos ferroviarios. En la pared habían pintado una locomotora que ascendía una colina. Otra pared estaba ocupada por un cajón para guardar juguetes que tenía forma de locomotora antigua. Un raíl en miniatura recorría una moldura que sobresalía de la pared a unos quince centímetros del techo y daba la vuelta a la habitación. Con sólo pulsar un interruptor, sobre él se desplazaba un diminuto tren de mercancías que cada tanto tocaba la sirena y emitía una diminuta nube de humo blanco. Aaron había aplaudido con entusiasmo al verlo, hasta que se había dado cuenta de que quedaba completamente fuera de su alcance.

Kyla volvió a mirar a Trevor.

– A lo que me refería es a que cuando un niño duerme en un sitio desconocido suele estar intranquilo. Pero, aparentemente, a Aaron no le ha perturbado el cambio.

El niño ya estaba dormido. Su respiración era acompasada. Kyla se llevó una mano a la boca para disimular un bostezo mientras salía del cuarto. Trevor iba tras ella.

– Tú también estás reventada -dijo él mientras le ponía las manos en los hombros. Sus dedos empezaron a deshacer los nudos que atenazaban los músculos de la espalda de Kyla. Se acercó más a ella y apoyó su mejilla en la de ella-. ¿Qué te parecería un baño caliente en el jacuzzi del porche?, ¿te gustaría?

Sonaba celestial. Kyla no podía pensar en nada mejor que sumergirse en una bañera de agua caliente llena de espuma.

– Yo también me bañaré contigo.

Ni en nada más peligroso que compartir esa experiencia tan sensual con Trevor. Se dio la vuelta.

– Si no te importa, Trevor, creo que me iré directamente a la cama. Este fin de semana ha sido de locos y tanto ajetreo me está pasando factura.

– De acuerdo.

Kyla pensó que él trataba de ocultar su decepción. Se había casado con ella a pesar de saber que todavía amaba a otro. ¿No estaba siendo poco generosa?

– A menos que tú tengas muchas ganas.

Él sacudió la cabeza con impaciencia.

– No. Sé que estás cansada. Buenas noches.

Le puso las manos en la nuca y el echó la cabeza hacia atrás apoyando los pulgares debajo de la barbilla. Posó lo labios sobre los de ella con firmeza, los separó, esperó a que ella encontrara el ángulo adecuado y, cuando lo hizo, deslizó la lengua en su boca como si fuera una espada de terciopelo.

Fue un beso apasionado. Su técnica depurada encendió el deseo de Kyla hasta el punto que ésta habría jurado que diminutas lenguas de fuego lamían su cuerpo.

Cuando Trevor la soltó, ella se dejó caer contra él sin poder remediarlo. El beso la había dejado agotada.

– Buenas noches -dijo con voz ronca, y se fue hacia el dormitorio con la esperanza de que sus pasos no parecieran demasiado vacilantes.


Trevor estaba sentado en medio de la oscuridad. Con los tacones, impulsaba el balancín hacia delante y hacia atrás.

Dejó en el suelo del porche el vaso de whisky que había estado bebiendo. No necesitaba del alcohol, no necesitaba nada que lo calentara aún más, nada que incrementara las llamas que ardían en su interior.

Necesitaba a Kyla. Desnuda. Debajo de él. Necesitaba hundir en ella esa parte de su cuerpo que tanto la ansiaba. Dejó escapar una palabrota y golpeó su cabeza contra la gruesa cadena que sujetaba el balancín hasta que empezó a dolerle.

¿Llegaría a amarlo alguna vez?, ¿llegaría a desearlo como la deseaba él? Hasta ese momento había conseguido lo que se había propuesto. Aaron y ella vivían bajo su techo, compartían su vida con él, disfrutaban de su protección.

Pero ella y él todavía no dormían en la misma cama. ¿Lo amaría Kyla algún día tanto como él a ella?

Posiblemente.

«Pero jamás si descubre quién eres».

Tenía intención de revelarle antes de casarse que el legendario Besitos era él, pero se había disuadido a sí mismo de hacerlo. Mejor estar legalmente unidos antes de soltar la noticia.

Había decidido que se lo diría al día siguiente de su boda, después de una noche de amor que los uniría también físicamente. Buenas intenciones no le habían faltado.

Maldita fuera, no era culpa suya si todavía no habían tenido una noche de bodas en condiciones. ¿O no?

«Pero a estas alturas ya deberías habérselo contado», argüyó su conciencia.

– Sí, ya lo sé -respondió en voz alta.

Pero ¿cómo?, ¿cuándo? Qué momento podía resultar adecuado para decir: «No nos conocimos por casualidad. Yo lo había planeado todo porque, antes de verte, ya sabía que quería casarme contigo y daros un hogar a tu hijo y a ti». ¿Por qué? Bueno, porque soy el responsable de la muerte de tu marido y siento que os lo debo, a él y a ti. Ah, y además me he enamorado de ti.

Tras repetir aquella obscenidad, se levantó del balancín y se puso de pie.

Después de revelarle quién era, Kyla no creería que se había enamorado de ella. De ser a la inversa, él desde luego no se lo creería.

Apoyado contra el muro de la casa, se quedó allí de pie con la vista perdida en la oscuridad.

– ¿Qué demonios voy a hacer? -preguntó a la noche.

Sabía que con un poco de habilidad por su parte, podría conseguir que se rindiera a sus avances sexuales. Conocía lo bastante a las mujeres como para darse cuenta de que ella lo deseaba, sólo tenía que reconocerlo ante sí misma. Pero ésa era la clave, que lo reconociera ante sí misma. Cuando por fin hicieran el amor tendría que ser por iniciativa de ella. «Dios, que no tarde mucho». Así luego no podría acusarlo de haberse aprovechado de ella también en ese sentido.

«Tienes que contárselo», le recordaba su conciencia.

– Pero antes tengo que ganármela.

No tenía que contárselo esa noche, ni a la mañana siguiente. Ni siquiera la semana siguiente. Viviría al día. Cuando ella comprendiera cuánto la amaba, entonces se lo contaría. Cuando llegara el momento oportuno.

«¿Y si no llega nunca?», inquirió su conciencia.

No quería seguir oyendo. Empezó a pensar en la mujer que dormía en su cama. Se imaginó un reloj de arena. La arena era del color del pelo de Kyla y caía por el estrecho paso. Los granos caían de uno en uno, cada grano era una caricia. Y su resistencia se iba reduciendo.

– Se te está acabando el tiempo, Kyla -el suspiro ronco no era una amenaza. Era una promesa.


– Siento llegar tarde -se disculpó Kyla casi sin respiración mientras empujaba la puerta trasera de Traficantes de pétalos. Tenía los brazos ocupados, llenos de catálogos, libros de contabilidad y órdenes de pedido, que se caían al suelo a pesar de que se esforzaba por retenerlas entre los brazos y el pecho. Dejó todo encima del escritorio y se detuvo a tomar aire. El viento la había despeinado y Aaron le había babeado la blusa.

– ¿Qué te ha pasado esta mañana? -preguntó Babs con dulzura-. ¿Algo te ha retenido en la cama?

Kyla fingió no captar el doble sentido.

– No te puedes imaginar el lío que hemos organizado para vestirnos, desayunar y salir de casa los tres a la vez -Kyla se dejó caer en la silla y respiró hondo.

Babs se rió.

– ¿El síndrome de la luna de miel?

– ¿Qué? -Kyla frunció el ceño mientras Babs se sentaba de medio lado en una esquina del escritorio y se inclinaba hacia ella con expresión ávida.

– Yo sé muy bien por qué llegas tarde. ¿Es tan bueno como parece?

Kyla se levantó con el pretexto de recoger los papeles que se le habían caído.

– ¿Quién?

– ¿Quién? Por amor de Dios, Kyla, ¿con quién acabas de casarte? Trevor, ¿quién va a ser?

– Ah, Trevor -dijo Kyla, ausente, dando la espalda deliberadamente a su perspicaz amiga-. Bueno, ¿en qué sentido?

– No me vas a contar nada, ¿verdad?

Kyla se encaró con Babs.

– ¿Sobre mi vida sexual? No. En primer lugar, no es asunto tuyo. Y en segundo, no se me ocurre por qué te puede interesar.

– Pues me interesa -dijo Babs, brincando de la mesa y siguiendo a Kyla al interior de la tienda-. Con todos los detalles que puedas aportar.

– ¿Tenemos algún pedido?

– ¿Es del tipo ruidoso, impulsivo, tempestuoso?

– A lo mejor deberíamos cambiar el escaparate esta semana.

– ¿O del tipo lento, lánguido, pausado?

– No te estoy oyendo.

– ¿Es de los que gime?

– ¿Ha llegado el correo?

– ¿O de los que habla? Seguro que habla. ¿Qué te dice?

– ¡Babs! -gritó Kyla para detener el torrente de preguntas-. No hemos tenido una conversación tan tonta desde que estábamos en el instituto.

– Y en esa época me lo contabas todo.

– Me he hecho mayor. ¿Por qué no haces tú lo mismo?

– Incluso me contaste cómo eran los besos de Richard la primera vez que lo besaste. ¿No podrías contarme eso por lo menos, cómo son los besos de Trevor?

– Indescriptibles -contestó Kyla con sinceridad-. Ahora ¿podemos cambiar de tema, por favor?

– Una última cosa.

Dando un suspiro, Kyla se cruzó de brazos y puso cara de aburrida.

– ¿Qué?

– Desnudo… ¿es de los que te corta la respiración?

Kyla tragó saliva. Luego, como no quería ni imaginar cuál sería la reacción de su amiga si le dijera que no lo sabía, se limitó a contestar.

– ¿Tú qué crees?

Y Babs tuvo que sacar sus propias conclusiones.

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