Catorce

Kyla echó un vistazo al asado mientras tarareaba una canción. Incluso Meg Powers se sentiría orgullosa de aquel asado. Apagó el horno y volvió a meter dentro la fuente, para que se mantuviera caliente hasta que Trevor y Aaron volvieran a casa. Trevor se había llevado al niño de paseo, para que ella pudiera preparar la cena tranquilamente, una tarea con la que últimamente disfrutaba.

En realidad, aquellos días disfrutaba con todo. Desde el Día del Trabajo y la noche que lo había seguido, es decir, desde hacía tres semanas vivía en una burbuja de felicidad.

– ¡Estos días libres te han sentado de maravilla! -había exclamado Babs cuando Kyla había regresado al trabajo-. Estás resplandeciente. Y apostaría a que Trevor tiene algo que ver.

Kyla se rió.

– Tienes razón. Estoy enamorada.

– Bueno, me alegro de oírte decir eso, porque Trevor ya ha llamado dos veces para ver si habías llegado y me ha pedido que te dé un beso de su parte, a lo cual me he negado. ¿Qué ha pasado entre vosotros dos?

– Nada -Kyla mintió descaradamente mientras agarraba el teléfono para llamar a Trevor. Se había marchado de casa hacía media hora.

– Apuesto a que habéis alquilado unas películas porno para ver en el vídeo.

– De eso nada.

– Encargaste el kit de juguetes eróticos que te enseñé en Playgirl… ¿Qué le han parecido a Trevor las bragas que se comen?

– ¿Te quieres callar? -dijo Kyla riéndose-. No he hecho nada de eso -luego habló al teléfono-: Hola, cariño. ¿Me has llamado?

– ¿Estás tomando ginseng? -insistió Babs-. ¿O le das para cenar ostras todas las noches?

– ¡No! Lo siento, Trevor. Babs quiere saber si te doy de cenar ostras todas las noches. ¿Qué? No, no puedo decirle eso… No… Está bien. Babs, Trevor dice que te diga de su parte que si cenara ostras todas las noches, tendríamos que comprar un colchón nuevo. Y ahora cállate, por favor. Te he dicho que estoy enamorada y quiero hablar con mi marido.

«Y estoy enamorada», se dijo Kyla, feliz, camino del salón donde iba a recoger los juguetes que Aaron había dejado desperdigados. Se fijó en las cartas sin abrir que había sobre la mesa del recibidor, se las llevó a la cocina cuando regresó a ésta y se sentó en un taburete alto junto a la barra para abrirlas mientras esperaba a que sus hombres volvieran a casa.

Un sobre en particular captó su atención. Era del Cuerpo de Marines. Lo rajó y dentro encontró otro con un sello estampado que decía Reenviar. El nombre del remitente de ese segundo sobre, escrito a mano en el ángulo superior izquierdo, le resultaba familiar, pero no averiguó por qué hasta que vio que la carta venía de Huntsville, Alabama. ¿Uno de los amigos de Richard no era de allí, de Huntsville, Alabama? Con curiosidad, rasgó el segundo sobre y sacó una hoja de papel blanco. Una fotografía cayó sobre la barra.

La carta era breve. El que la remitía se presentaba y le daba el pésame por la muerte de Richard. Explicaba que hacía poco que había encontrado la foto y que había pensado que a ella le gustaría tenerla.

Terminaba expresándole sus mejores deseos de felicidad para el futuro.

Dejó a un lado la carta y levantó la fotografía. En el centro del trío de marines, sonriendo, estaba Richard Stroud, tal y como ella lo recordaba, con el corte de pelo militar por encima de las orejas y muy corto. Llevaba puesto el uniforme, pero se estaba riendo con ganas, como si alguien acabara de contar algo muy divertido justo antes de que les tomaran la foto. El objetivo había atrapado la sonrisa espontánea y simpática de Richard.

A cada lado tenía a un marine. Los brazos de los tres estaban entrelazados sobre los hombros. El remitente se identificaba a sí mismo como el hombre situado a la derecha de Richard. Tenía una cara sincera, hogareña, una sonrisa llena de dientes y las orejas grandes. Uno no vacilaría en comprarle un coche de segunda mano a un hombre con una cara tan honrada.

Los ojos de Kyla fueron al otro lado de la foto. Besitos, estaba escrito debajo del hombre que estaba a la izquierda de Richard. Uno se lo pensaría dos veces antes de comprarle a aquél un coche usado.

¿Un hombre tan atractivo podía ser de fiar? Su sonrisa era la que exhibiría un cocodrilo hambriento, una sonrisa blanca, brillante, que surgía en un rostro muy bronceado. Los ojos eran verdes, maliciosos, y estaban enmarcados por pestañas negras muy largas. Parecía que estuviera a punto de guiñar un ojo, y Kyla sacó la impresión de que acababa de hacer algún comentario gracioso que había hecho reír a los otros dos. La sonrisa de Besitos era vanidosa, arrogante y presumida.

Y familiar.

Era la sonrisa de su marido.

No había duda. Incluso con el corte de pelo de marine, sin el parche ni el bigote, no había equivocación posible con aquella sonrisa.

Kyla tiró la fotografía como si le quemara los dedos. Se quedó mirándola fijamente, allí, sobre la barra, pero era incapaz de volver a agarrarla.

Tenía que haber una explicación lógica. ¿Richard y Trevor abrazados? ¿Trevor marine? ¿Por qué a Trevor se lo identificaba como Besitos, un apodo que ella recordaba bien de las cartas que Richard le había mandado desde Egipto?

Besitos era el mujeriego. El seductor descarado. El amigo de Richard del que ella decía que, si llegaban a conocerse, no podría soportarlo ni un minuto.

Y estaba casada con él.

Las implicaciones de aquella revelación la aguijonearon como un enjambre de abejas asesinas. Se cubrió la cabeza y se mordió el labio inferior para reprimir las lágrimas. Tragó saliva para hacer retroceder la bilis que le ardía en la garganta.

Tenía que haber una explicación. Claro que la había. Trevor entraría, vería la foto y diría algo así como: «Eh, qué miedo. ¿Has visto cómo se parece a mí este tipo?» o «Se dice que todo el mundo tiene un doble. Este Besitos es el mío». O «Es sorprendente lo fácil que es trucar fotografías hoy en día».

Tenía que ser uri error.

Pero no era un error y ella lo sabía.

Oyó el motor de la ranchera que estacionaba en la entrada del garaje. Por dentro estaba desquiciada, le hervía la sangre y la cabeza le retumbaba, pero el exterior parecía tan impasible como una estatua.

– Antes de que te enfades -empezó a decir Trevor según entraba por la puerta-, te cuento que Aaron y yo lo sometimos a votación y decidimos que aún faltaba un rato para cenar y que podía comerse una cookie. Así que hemos abierto el paquete en el camino de vuelta a casa. Por eso tiene la camisa… ¿Qué ocurre? -por fin había levantado la vista hasta ella y había visto su expresión de condena. Las manos pringosas de galleta no eran las responsables del gesto de desprecio-. ¿Kyla?

Fue hacia ella y, cuando llegó a la barra, vio la fotografía. Murmuró una obscenidad y se dio la vuelta. Fue hasta la ventana y una vez allí recitó un catálogo completo de palabrotas. Tenía la cabeza metida entre los hombros y las manos, con las palmas hacia fuera, en los bolsillos traseros.

– Ven aquí, Aaron -con más calma de la que sentía en realidad, Kyla se hizo cargo de su hijo. Tenía ganas de ponerse a gritar, hasta que finalmente logró exhalar el aire de sus pulmones, como si estuviera estrellando su cabeza contra un muro, como si estrellara a Trevor.

Subió al niño hasta la altura del fregadero, le lavó la cara y las manos y luego lo dejó en el suelo de la cocina, rodeado de botes de plástico de colores, uno de sus juguetes preferidos. Volvió junto a la barra, tomó la fotografía en la mano y la estudió un momento.

– Es una buena foto.

Trevor giró sobre sus talones, sobre los tacones de unas botas vaqueras que ahora a Kyla le parecían tan falsas e impostadas como el resto de su persona.

– Ya te has enterado.

– Sí, ya me he enterado -respondió con brusquedad-. Es verdad eso que dicen, ¿no? Los clichés siempre esconden una parte de verdad: la mujer es siempre la última en enterarse.

– Debería habértelo dicho.

– ¿Cuándo, Trevor?, ¿cuándo? ¿Cuando fuéramos mayores y tuviéramos el pelo gris?, ¿cuando yo estuviera demasiado débil para odiarte con todo mi ser, como te odio ahora?

– ¿A mí o a lo que he hecho?

– Las dos cosas. ¡No puedo soportar tenerte delante, Besitos!

Le lanzó aquel apodo a la cara como si fuera un insulto. Él hizo una mueca de dolor.

– Sé qué opinión te merecía Besitos, por eso no te dije quién era.

Ella se rió con cierto histerismo.

– Besitos. Estoy casada con Besitos, un hombre famoso por sus conquistas sexuales, que se revolcaría con cualquier cosa que llevara faldas porque de noche todos los gatos son pardos.

– Kyla.

– ¿No le dijiste eso una vez a Richard?

– Sí, pero eso era antes…

– No quiero oírlo -gritó, agitando las manos en el aire-. No quiero que me expliques nada, sólo quiero que me digas por qué has hecho esto. ¿Con qué fin? ¿Qué juego retorcido y enfermizo es éste?

– No es un juego -su tono razonable contrastaba con los chillidos de Kyla-. Nunca ha sido un juego, ni en un principio.

Ella consiguió controlar su cólera y respiró hondo varias veces.

– ¿Y cuál fue el principio? Está claro que no nos conocimos por casualidad.

– No.

– ¿Cuándo empezó todo esto?

– Cuando me desperté en un hospital de Alemania y descubrí que estaba vivo. Sin un ojo, con lesiones casi incurables, pero vivo.

– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Trevor dio un paso hacia ella.

– Querías saber por qué Richard no estaba en su litera la madrugada del atentado -ella asintió-. Esa noche yo volví borracho y Richard me ayudó a desvestirme. No recuerdo bien, pero creo que me eche en su litera, y él se fue a dormir a la mía.

Kyla se llevó una mano a la boca; con la otra se abrazó por la cintura. Tenía los ojos arrasados por las lágrimas.

– Eso fue lo que sentí yo -dijo Trevor con el ceño fruncido-. Cuando me di cuenta de que Richard había muerto en mi lugar, ya no me importaba vivir o morir -miró hacia fuera mientras revivía la dolorosa experiencia-. Pero sobreviví. Con ayuda de un enfermero que se hizo amigo mío, averigüé tu paradero y, cuando me dejaron salir del hospital, vine a buscarte.

Kyla puso ambos brazos alrededor de su cintura. Caminó arriba y abajo la distancia que ocupaba la barra frotándose el abdomen, adelante y atrás, como si un dolor atroz la destrozara por dentro. Luego se dio la vuelta hacia él.

– En mi opinión, te has excedido en el cumplimiento de tus obligaciones militares. ¡No quiero un marido que se ha casado conmigo por sentido del deber, muchas gracias! -gritó.

Su tono de voz era tan alto y virulento, que Aaron dejó de jugar con los botes de plástico y la miró. Empezó a temblarle el labio inferior.

– Ma-ma.

La voz trémula de su hijo rescató a Kyla del pozo de humillación en el que se hallaba sumergida. Se arrodilló junto a él y le acarició la cabeza.

– No pasa nada, cariño. Juega con tus botes. Mira, ¿ves? ¡Pumba, se han caído todos! Ponlos otra vez de pie para que lo vea mamá.

Momentáneamente aliviado, Aaron continuó jugando. Ella volvió a encararse con Trevor, cuya cara estaba tan rígida como la suya. Apenas movió los labios al hablar.

– No es así.

– Entonces explícame cómo es -replicó Kyla con desprecio-. Dime qué te empujó a venir aquí y a convencerme para…

– …casarte conmigo -pronunció esas palabras con énfasis, enfadado-. ¿Qué es lo que te parece tan deshonroso?

– Que todo estaba estudiado. No puedo creerme que fuera tan boba como para caer en la trampa. Tus modales, el modo en el que te preocupabas por Aaron, que te sintieras tan atraído por mí sin conocerme, ese coche tan de hombre serio… Parecías salido de una «Guía del segundo marido ideal para viudas», ¿verdad? ¿Qué te hizo hacerlo?

– Te quiero.

Ella estiró los brazos delante de él como para prevenirlo.

– No… no te atrevas a usar tu labia conmigo -le espetó, pero sin levantar la voz para no asustar a Aaron.

– No es labia, Kyla. Estaba enamorado de ti y lo sigo estando.

– Eso es imposible.

Él movió la cabeza con obstinación.

– Hay una parte fundamental de la historia que todavía no sabes.

– Entonces te ruego que me la cuentes.

– Tus cartas.

Ella se quedó en silencio, como si lo que acababa de escuchar la hubiera dejado muda.

– ¿Mis cartas? -se limitó a repetir.

– Las cartas que escribiste a Richard.

Se hundió en el taburete y se quedó mirando fijamente al hombre que de amante esposo había pasado a convertirse de nuevo en un desconocido. Había sido tan repentino… Cuando había visto la foto, había tenido la sensación de que alguien hacía desaparecer de un tirón la alfombra bajo sus pies. En ese momento era como si el suelo hubiera desaparecido. ¿Cuándo tocaría fondo?

– ¿Las has leído? -preguntó en tono que indicaba claramente que aquél le parecía el crimen más nefando de los que había cometido hasta entonces.

– Me las enviaron a mí por equivocación cuando estaba convaleciente en el hospital -le habló de la caja de metal donde Richard le había preguntado si podía guardar las cartas-. Me mandaron todas mis cosas, entre ellas la caja. La abrí y leí las cartas de amor que le habías escrito a tu marido, lo reconozco -fue hasta la barra y cubrió las manos de Kyla con las suyas-. No espero que lo comprendas, pero te juro que creo que gracias a esas cartas estoy vivo. Cada una de las palabras que contenían me servían de cura, más que cualquier medicamento, que cualquier operación o que cualquier tratamiento. Gracias a ellas, recuperé las ganas de vivir, para poder conocer a la mujer que las había escrito. Las memoricé todas, puedo repetírtelas palabra por palabra. Las tengo grabadas en la memoria, mejor que el Padre Nuestro. Fueron…

– Por favor, guárdate el discurso para tu próxima víctima -retiró las manos de debajo de las de él-. No quiero oírlo. ¿Te parece que puedo volver a creer ni una sola palabra de lo que dices después de haberme engañado como lo has hecho?

– Yo no lo veía como un engaño, Kyla.

– ¿No? Las orquídeas, la casa… -se bajó del taburete y empezó a andar otra vez de un lado para otro-. Ahora lo entiendo, todo encaja. Parecía como si pudieras leerme el pensamiento, y lo que pasaba era que sabías tantas cosas de mí porque habías leído mis cartas.

– Y respondía a lo que decían.

– No me extraña que te haya resultado tan fácil manipularme.

– Te daba lo que estaba en mi mano darte.

– Me invitabas a salir, te hacías el encantador con mis padres y… -de repente, se puso alerta. Entrecerró sus ojos marrones y lo miró airadamente-. ¡Mis padres! Te las arreglaste para que cambiaran la calificación urbanística del barrio justo en el momento oportuno, ¿no?

Trevor cubrió con tres pasos el espacio que los separaba y le puso las manos encima de los hombros.

– Kyla, antes de…

Ella le retiró las manos.

– ¿Verdad?

– Está bien, ¡sí! -gritó el.

– ¿Y la venta de la casa? Estaban maravillados de haber conseguido venderla a tan buen precio. Todo el papeleo se hizo en tiempo récord, sin ninguna pega, justo a tiempo para nuestra boda. Lo arreglaste tú todo, ¿verdad?

La expresión de Trevor era dura, reservada… y culpable.

– Ahora entiendo -dijo ella con una carcajada-. No me extraña que estuvieras convencido de que podías casarte conmigo y criar a Aaron. Al fin y al cabo, habías pagado para poder hacerlo, ¿no? -mientras decía aquello se frotaba los brazos vigorosamente arriba y abajo, como si quisiera desprenderse de una sensación de suciedad.

– No sigas. Maldita sea, te he dicho que te quiero.

– Te diré que eso no me alivia nada viniendo de un hombre con tu fama de conquistador.

– Eso se acabó.

– Sin duda. Pero querías acabar con una buena traca final, ¿no? Que tu última conquista fuera una mujer con pocas posibilidades de rechazarte, una pobre viuda con un hijo pequeño. Vamos, Trevor, confiesa. ¿No pensó esa mente tuya, tan manipuladora, que probablemente yo fuera a aceptarte mientras que otras mujeres te mandarían a paseo ahora que ya no eres tan atractivo? Las viudas están más desesperadas, ¿no? ¿No estaría la pobre Kyla Stroud tan ansiosa por encontrar marido que pasaría por alto el parche del ojo, la cojera y las cicatrices?

No iba a permitir que la expresión dolida de Trevor la hiciera sentirse avergonzada de sus palabras.

– Eso no es cierto.

– ¿Ah, no? Cuando estuvieras otra vez seguro de tu atractivo sexual, ¿cómo pensabas librarte de Aaron y de mí? ¿O creías que te estaría tan agradecida por los placeres que me habías proporcionado en la cama que no me importaría lo que hacías en otras?

Él dejó la cabeza hacia delante.

– ¿Qué quieres de mí, Kyla?

– Que me dejes sola -levantó a Aaron del suelo y lo abrazó protectoramente contra el pecho. Luego fue echando pestes hacia la puerta trasera-. Ya has hecho mucho por mí, Trevor. Me has mentido y me has manipulado. Te has casado conmigo por compasión y porque pensabas que era la única mujer que te aceptaría en tu estado. Pero aún puede hacer algo más, señor Rule: puede salir de mi vida y dejarme en paz.

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