– Eres una idiota integral, ¿lo sabías?
Babs había escuchado cautivada la historia que Kyla le había contado de un tirón. Ésta había llegado a casa de su amiga hacía una hora. Decir que estaba disgustada era poco. Entre las dos habían dado de cenar a Aaron un sandwich de queso para cenar, lo habían bañado, vestido con una camiseta de Babs y le habían puesto un pañal que tenía siempre listo para las visitas. Luego le habían vendido la historia de lo divertido que sería dormir en la cama de la tía Babs y lo habían acostado.
Babs estaba sentada en el suelo del saloncito de su apartamento con las piernas cruzadas. Kyla ocupaba uno de los extremos del sofá. Había dos vasos de vino blanco encima de la mesa de centro.
Kyla esperaba que a Babs el comportamiento de Trevor le pareciera tan infame y ultrajante como a ella, y que, si era necesario, estuviera dispuesta a tomar las armas para expulsarlo de la ciudad, como en el antiguo Oeste.
– ¿«Idiota»? -repitió, pensando que había oído mal.
– Idiota, tonta, una… Dejémoslo -dijo Babs, irritada, y se puso de pie-. Me voy a la cama.
– Espera un momento -exclamó Kyla-. ¿Has oído bien lo que te he dicho?
– Palabra por palabra.
– ¿Y no se te ocurre decir otra cosa?
– Es todo lo que tengo que decir. Si esperas que me quede aquí contigo dándole vueltas a lo canalla que es Trevor Rule, siento decepcionarte.
– ¡Pero si es un canalla! ¿No acabo de contarte que…?
– Sí, sí, me lo has contado todo. Lo de que se despertó en el hospital militar, medio ciego y medio paralítico, sin saber si iba a vivir o a morir, mucho menos si volvería a mover los brazos, a andar, a hacer el amor ni otras cosas que un hombre normal tiene el privilegio de hacer. Se despertó y averiguó que sus amigos habían pasado a mejor vida por obra de una pandilla de fanáticos pero que, milagrosamente, él se había salvado. Para alguien tan insensible como Trevor no creo que lo afectara demasiado.
Su voz destilaba desdén. Vació el vaso de vino en el fregadero de la cocina.
Kyla se sintió obligada a rectificar.
– De acuerdo, reconozco que desde el punto de vista físico debió de ser un momento difícil.
– Uf, no exageres tanto, Kyla.
– Muy bien. Debió de ser horrible, ¿estás contenta? Pero ¿qué me dices de las cartas? Leerlas y memorizarlas de esa manera perversa.
– ¡Qué desgraciado! ¿Cómo ha podido hacer algo así? Ni siquiera Van Johnson se atrevió nunca a nada tan sentimental en sus películas. Imagínate a Trevor haciendo algo tan espantoso. Imagínatelo con el coraje suficiente para planificar su futuro cerca de la mujer que ha escrito esas cartas. Imagínatelo, un hombre como él, que podría salir con la mujer que le diera la gana con sólo chasquear los dedos, metiéndose en todo este lío sólo para conocerte a ti, a su alma gemela. Y ni siquiera ha tenido la decencia de acostarse primero contigo. Va y se casa.
– Sólo por compasión -recordó Kyla, tensa, a su poco comprensiva amiga-. Sólo para compensarme por la muerte de Richard, porque se siente responsable.
– De acuerdo, así que hay que considerarlo un mártir. Cualquiera en su lugar habría venido a verte, te habría dado el pésame, se habría disculpado por estar vivo cuando tu marido ha muerto, te habría ofrecido ayuda, probablemente dinero, y cuando tú lo hubieras rechazado, se habría marchado con la conciencia tranquila, Pero Trevor no, claro que no. Sin duda quería hacer pensar al mundo que era un benefactor. Se las arregló para conocerte, se ha casado contigo, ha tomado a tu hijo bajo su protección y te ha hecho una digna de Rockefeller -hizo un sonido de desprecio y movió la cabeza-. Qué desgraciado, qué víbora. Una rata.
– ¿Y no crees que se ha portado de un modo retorcido al maniobrar para que recalificaran el barrio de mis padres como zona comercial? -estalló Kyla, enfadada-. ¿Qué opinas de cómo ha manipulado todo el proceso de venta de la casa?
– Qué acto tan vil -afirmó Babs, y se cubrió los ojos con las manos para fingir horror-. Se ha encargado de todo el trabajo sucio para que no tuvierais que ocuparos vosotros. Marcó un precio alto, cerró el trato y gracias a todo ello tus padres han podido cumplir el sueño de sus vidas. Ese hombre no tiene corazón… Y la manera que tiene de tratar a Aaron es realmente enfermiza. ¿Es que no sabe que la mayoría de los padres no tratan a sus propios hijos así de bien? Si quiere ser de verdad un padre debería gritarle de vez en cuando, mostrarse impaciente, desentenderse.
– Ya basta, Babs -Kyla se frotó las sienes para aliviar las punzadas de dolor que sentía-. Debería haberme figurado que te pondrías de su parte.
– ¿Ponerme de parte de un sinvergüenza como ése? De ninguna manera. Si lo hiciera, te diría directamente que eres una egoísta.
– ¿Egoísta?
– No reconocerías a un santo ni aunque se te apareciera en la calle y te mordiera en el ojo. Si estuviera poniéndome de parte de Trevor, te diría que ciertas personas prefieren el martirio a la felicidad.
– ¡Cállate!
– Es más seguro. No hay riesgos. Cuando no te enamoras, no te arriesgas a perder.
– Te deslumbró desde el principio. De eso se trata ahora. En cuanto lo viste caíste rendida a sus pies.
– Eso no lo dudes. Siempre he sentido debilidad por los tíos buenos que tienen una vena sentimental.
– Bueno, entonces os entenderíais a la perfección. Para vosotros dos, el sexo es lo más importante.
Babs tomó aire y contuvo la respiración. Luego, poco a poco, exhaló, pero su cuerpo seguía rígido.
– Llevo toda la noche conteniéndome para no darte una bofetada, así que será mejor que vaya a acostarme o acabaré dándotela. Aaron, que se quede a dormir conmigo; prefiero su compañía a la tuya, es más maduro. Tú búscate la vida.
– Ven aquí. No puedes dejarme plantada en medio de una pelea.
– Pues mira cómo lo hago.
– Siento haber dicho eso. En realidad, no lo pienso. Babs, por favor, dime qué puedo hacer.
Su amiga se giró en redondo y se encaró con ella.
– Muy bien, tú has sido la que ha preguntado. No estás peleándote conmigo, sino contigo. Y no es conmigo con la que estás enfadada. Ni siquiera con Trevor. Estás furiosa contigo misma.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú eras la primera de la clase. Averigúalo tú sola. Hasta mañana.
Babs se metió en su dormitorio y cerró la puerta tras ella. Las lágrimas arrasaron los ojos de Kyla. Las dejó correr y lloró, a ratos indignada, a ratos autocompadeciéndose.
Y eso era la amistad… Se sentía traicionada. Había contado con el apoyo incondicional de Babs, pero su amiga había mostrado comprensión únicamente hacia Trevor.
Se tiró encima del sofá y tomó un sorbo de vino.
– No es de extrañar -balbució.
Babs era mujer y había caído rendida a los encantos de Besitos. Como cientos de mujeres antes que ella. La había traicionado por un par de bíceps musculosos y un bigote oscuro. ¿A qué quedaba reducida la lealtad cuando competía con el modo como le quedaban a Besitos los vaqueros, como le marcaban las nalgas?
Kyla se atragantó y bebió otro sorbo.
A nada. A Babs le encantaba lanzar insinuaciones, frases sin terminar, como cucharadas de masa para galletas encima de una fuente de horno. Y así eran aquellas ideas que lanzaba, estaban a medio cocer.
Si ése era el caso, ¿por qué seguía dándole vueltas al asunto?
¿Por qué perdía su tiempo pensando en la posibilidad de que efectivamente estuviera enfadada consigo misma? ¿Por qué iba a estar furiosa consigo misma?
Por haberse enamorado de Trevor.
Puso la copa de vino encima de la mesa con estrépito y salió disparada hacia la ventana. Tiró de la correa de la persiana y la subió de golpe. Miró hacia fuera, pero lo único que vio fue su imagen reflejada en el cristal. Se encaró consigo misma y se obligó a discutir.
Ella tampoco era inmune a sus encantos, a sus bíceps. ¿Y qué decir de su generosidad, de su amabilidad, de su forma de hacer el amor?
Para reprimir un sollozo se llevó los puños a la boca. No quería rememorar la manera como había disfrutado con su ternura, entre sus brazos. La culpa tenía un sabor metálico. A lo largo de las últimas semanas, en algún momento vivir y amar a Trevor se había convertido en algo más importante que mantener vivo a Richard en su corazón. Había dejado que la alarma sonara sin correr a apagar el fuego, y eso era una ofensa imperdonable.
Babs tenía razón. Estaba enfadada consigo misma por quererlo a pesar de todo.
No podía reprocharle que se hubiera acostado en la litera de Richard la noche anterior. Había sido un capricho del destino. Trevor no había usado las cartas para aprovecharse de ella, sino para colmar sus deseos. Se comportaba con Aaron como un padre ejemplar. Era ambicioso y tenía éxito en su profesión, pero no era uno de esos hombres esclavizados por su trabajo para amasar dinero.
Era cierto que él le había mentido al no hablarle de su relación con Richard. Ahora bien, si se hubiera presentado como Besitos, ella habría salido corriendo y se habría puesto fuera de su alcance. Si sólo se había casado con ella por sentido del deber, entonces era que sabía actuar tan bien como Laurence Olivier.
El amor que Trevor le había demostrado no podía fingirse, ni tampoco forzarse ni imponerse. Le salía del corazón.
Si aquel amor era sólido, ¿qué podía haber de malo en ello?
Se marchó del apartamento de Babs. Una vez en el coche, un millón de posibilidades pasaron por su mente, como insectos atraídos por la luz de un foco. ¿Y si él se había marchado?, ¿si había perdido al hombre que amaba por segunda vez en su vida? En la primera ocasión, lo sucedido escapaba a su control, pero esa vez sería ella la que lo había echado a perder.
Como decía Babs, era una idiota integral.
Dejó escapar un suspiro de alivio al ver que tanto el coche como la ranchera de Trevor estaban aparcados en el camino de entrada al garaje. Entró por la puerta delantera y vio una luz débil que provenía del dormitorio. Fue corriendo hacia allí.
Trevor estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza inclinada sobre una hoja de papel que tenía los dobleces marcados, de tantas veces como alguien la había doblado y desdoblado. Kyla reconoció su letra. Había otras cartas desparramadas encima de la cama. La luz que había visto era de la chimenea. Estaba leyendo a la luz de las llamas, aunque no era época todavía para encender el fuego.
Al oírla llegar, Trevor levantó la vista y la miró hasta que ella llegó a su lado. Ella bajó los ojos hacia esa carta tan manoseada. La agarró y la leyó. Cuando llegó a la frase donde decía Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Con un movimiento rápido, reunió todas las cartas, sobres incluidos. Fue hasta el otro lado de la habitación, retiró la pantalla que protegía el fuego y las tiró dentro de la chimenea.
– ¡Kyla, no!
El papel se retorció entre las llamas y empezó a arder encima de los troncos. Las llamas crepitaron. Al cabo de unos instantes las cartas se habían quemado y sólo quedaban de ellas las chispas que ascendían por el tiro de la chimenea. Cuando se dio la vuelta y lo miró, la cara de Kyla estaba arrasada por las lágrimas.
– No necesitas las cosas de otro, Trevor. Si quieres saber lo que pienso, lo que siento, pregúntamelo. Déjame que te abra mi corazón. Richard… -hizo una pausa y tomó aire. Respiró hondo. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos. Aquello era lo más doloroso que había tenido que decir en toda su vida, pero finalmente enunció la verdad que llevaba tanto tiempo sin querer reconocer-. Richard murió. Yo lo quería. Entre los dos creamos otro ser humano. Aaron es el testimonio de ese amor y siempre estaré agradecida, pero Richard murió y yo te quiero.
– Kyla -la voz de Trevor se quebró.
Kyla se echó en sus brazos, que se cerraron en torno a ella y la estrecharon. Trevor enterró la cara en su cuello.
– Te quiero, Trevor. Lo único que tienes que hacer es mirarme y lo verás escrito en mis ojos.
– No, no te vayas -protestó ella. Con una fuerza sorprendente, cerró los muslos alrededor de las caderas de Trevor.
– ¿No te peso mucho?
– Me gusta.
– Qué rara eres -él levantó la cabeza de la almohada y le sonrió.
– ¿Que yo soy rara? Tú eres el que se enamoró de una mujer leyendo las cartas que le había escrito a otro. Ella echó hacia atrás la cabeza para poder enfocarlo mejor-. ¿Y si yo hubiera sido un adefesio?
– Si hubieras sido un adefesio, si hubieras sido distinta en cualquier aspecto de cómo eres, me habría presentado, te habría dado el pésame, te habría ofrecido ayuda económica y me habría despedido.
– Eso dijo Babs.
– ¿Ah, sí?
– Cuando todavía me hablaba.
– ¿Me he perdido algo?
– Te lo explicaré por la mañana. Ahora estoy ocupada -exploró la oreja de Trevor con la lengua.
– Me imagino que nuestro hijo está en lugar seguro -murmuró él junto a uno de los pezones, que comenzó a endurecerse.
– Está durmiendo en casa de Babs.
– ¿Y te parece que es un lugar seguro?
Ambos se rieron y, al hacerlo, Trevor esbozó una mueca.
– ¿Te duele? -preguntó ella.
Los labios de Trevor se curvaron en una sonrisa de cocodrilo hambriento.
– Ríete un poco más.
Ella lo besó. Cuando sintió que el cuerpo de él volvía a llenarse de deseo por ella, Kyla le tomó la cabeza entre las manos y lo obligó a levantarla.
– Perdóname. Te he dicho unas cosas horribles esta tarde. Sobre las cicatrices.
– Sabía que era el enfado el que te empujaba a hablar así.
– Y del parche -le tocó el pómulo con delicadeza-. Me parece que sé por qué no has querido ponerte una prótesis.
– ¿Por qué?
– Porque el parche representa el reto permanente de sobreponerte a tu discapacidad. Habría sido más fácil ponerte un ojo de cristal o esconder las cicatrices. Pero tú nunca eliges el camino fácil, ¿verdad?
– Ya no, pero antes sí. Antes de que me pasara esto, no me tomaba nada en serio. Era como si la vida fuera una sucesión de fiestas que se celebraban en mi honor. Me di cuenta de que no era así del modo más duro -meditó lo que iba a decir mientras enroscaba mechones del pelo de Kyla entre los dedos-. O tal vez el parche sea un escudo. La cicatriz que esconde es la más fea de todas. Quizá tenía miedo de que, si la veías, verías también la parte más fea de mí: mi engaño.
– Se acabaron los secretos entre nosotros, Trevor.
– Nunca más.
Sus dedos se perdieron en el pelo de Kyla y su voz se volvió ronca y habló más bajo.
– Tu furia era justificada, Kyla. Yo te manipulé para que te casaras conmigo. Después de verte, de darme cuenta de que eras incluso más bonita que las cosas que decías en tus cartas, tenía que conseguir estar contigo, por cualquier medio. Mi intención nunca ha sido reemplazar a Richard en tu corazón, sino hacerme un sitio en él.
– Me imagino que tu peor pecado ha sido la impaciencia.
– ¿Por qué lo dices?
– Si te hubieras presentado desde el principio como Besitos…
– Me habrías detestado nada más verme.
– Al principio, tal vez. Pero no cuando te hubiera conocido mejor. Lo que intento decir es que siento que esto era inevitable.
– ¿Quieres decir que, de cualquier modo, habríamos acabado casándonos, haciendo el amor, haciendo esto? -se movió dentro de ella.
– Sí -jadeó ella-. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que mientras hubiera otro hombre conmigo, no había sitio para ti?
Trevor sonrió, avergonzado.
– Creo que lo expresé más crudamente, si no recuerdo mal.
– Crudamente, pero con mucha precisión -frotó los labios contra los suyos y los dejó allí, pegados a su bigote-. Tú me llenas por completo, Trevor, en cuerpo y alma.
Luego, con mucha delicadeza y sin que él se lo impidiera, deslizó los dedos por su pelo hasta el parche y se lo quitó.