Once

Estaban aprendiendo a vivir juntos. Kyla descubrió que su marido dormía muy poco. Le gustaba acostarse tarde pero era madrugador y se levantaba de buen humor. A ella siempre le costaba levantarse por las mañanas hubiera dormido tres horas o trece. Trevor se habituó a evitarla por las mañanas, al menos hasta que se hubiera tomado la primera taza de café.

Él era propenso a dejar la ropa encima del mueble que tuviera más a mano cuando se desvestía, y a ir dejando olvidadas las páginas del periódico según iba acabando de leerlas, o a dejar vasos vacíos por las mesas. Pero luego recogía todo lo que había ido dejando desperdigado y la ayudaba con las tareas de la casa sin que ella tuviera que pedírselo.

La primera semana Kyla acabó agotada tratando de que Aaron estuviera tranquilo y se portara bien. Trevor no estaba acostumbrado a tener niños pequeños alrededor. Ella temía que la constante actividad de Aaron y su parloteo incesante lo molestaran.

Pero Trevor nunca daba señales de irritación, ni siquiera cuando Aaron se portaba peor. Pasaba con el niño mucho de lo que los psicólogos denominan «tiempo de calidad», haciendo de todo, desde jugar con él en el porche mientras Kyla preparaba la cena hasta leerle libros o bañarlo si ella tenía ambas manos ocupadas. No podría haber encontrado un padre mejor para Aaron que Trevor Rule.

Y tampoco podía quejarse de él como marido. Era considerado y tenía buena disposición. Todas las noches, después de dejarla en el dormitorio, se iba a dormir a la habitación de invitados. No tenía pudor en cambiarse de ropa delante de ella. A menudo, el uno sorprendía al otro medio desnudo por abrir la puerta en el momento inoportuno. Ese tipo de situaciones no dejaban de desconcertar a Kyla, pero Trevor se lo tomaba con tranquilidad.

No escatimaba besos y abrazos. Cualquiera pensaría que estaban felizmente casados. A menudo la abrazaba por detrás y le revolvía el pelo de la nuca con la nariz, le alababa el peinado, el color del cutis o su figura. Con frecuencia, su beso de buenas noches era tan seductor que cuando se encerraba en el dormitorio, Kyla se decía que era una estúpida.

– Es mi marido. Tiene derecho a esperar que me acueste con él. Y si haciéndolo consigo aliviar estos nervios, ¿por qué no?

Entonces abría el cajón de la mesilla donde había guardado la foto de Richard. Cuando contemplaba su rostro, se prometía de nuevo que lo mantendría para siempre vivo en su corazón, que nunca traicionaría su memoria enamorándose de otro hombre y que siempre sería su verdadero marido.

Pero no era tan fácil convencer a su cuerpo. Tumbada en la enorme cama vacía, no era la cara de Richard la que se le aparecía, sino la de Trevor. Su sonrisa. Su pelo. Sus rasgos bronceados. Su beso. Vividamente.

A medida que pasaban los días y las semanas, aquella agitación interna continuó creciendo en su interior hasta que, como en una olla a presión, empezó a salir el vapor.

Fue después de un día particularmente arduo. Había discutido con un proveedor de Dallas que les había facturado un cargamento de rosas que nunca habían recibido. Para colmo, se había peleado con Babs, la cual se había ofrecido a quedarse con Aaron el fin de semana para que Kyla y Trevor se marcharan a uno de esos hoteles de Dallas que ofrecían precios especiales para el fin de semana.

– Creo que necesitas un descanso. Pareces un funámbulo al que se le hubiera olvidado el truco para andar en la cuerda floja -observó Babs importunándola-. Estoy esperando a ver cuándo vas a perder el equilibrio y te vas a caer.

– Estoy bien.

– Algo te pasa, y pienso averiguar de qué se trata, aunque tenga que preguntar a Trevor.

– ¡Ni se te ocurra! -gritó Kyla, dándose la vuelta rápidamente para encararse con su amiga-. No te metas en mi vida, Babs.

Lamentó haber dicho aquello en cuanto las palabras salieron de sus labios y se disculpó inmediatamente, pero el resto del día Babs se mostró resentida. Trevor se había ofrecido a recoger a Aaron en la guardería, pero a ella le tocó ir al supermercado. No encontró todo lo que necesitaba porque habían cambiado la distribución de los productos. Había muchísima gente y los dependientes que pesaban y etiquetaban iban muy lentos. Varias veces estuvo tentada de dejar la fruta y la verdura en la cesta y marcharse sin ellas.

Para cuando llegó a casa, estaba física y emocionalmente agotada. Para ahorrarse varios viajes del coche a la cocina intentó llevar tres bolsas a la vez. Subió al porche y se dirigió hacia la puerta trasera haciendo malabarismos con las tres bolsas de papel marrón.

Lo que vio no contribuyó a mejorar su humor. Trevor estaba repantingado en el jacuzzi con una cerveza fría al alcance de la mano. Y Aaron…

– ¡Aaron! -gritó enfadada-. ¿Se puede saber que es eso?

Trevor sonrió, ajeno todavía a su mal humor.

– Está explorando -respondió- las posibilidades artísticas de la comida. La maestra dice que es una de las cosas que más le gusta, así que he pensado que también lo hiciera aquí en casa.

Su hijo, sentado en una mesita que Trevor le había comprado, estaba en la parte sombreada del porche, cubierto de pies a cabeza por una sustancia pegajosa, la cual, Kyla se sintió aliviada al enterarse, eran natillas de chocolate.

Afortunadamente, sólo llevaba el pañal. La mano gordinflona sacó un pegote de natillas del bol y lo arrojó encima de una hoja de papel de estraza que le había proporcionado Trevor. Lo esparció y lo untó en todas direcciones y luego se llevó la mano a la cara y lamió el chocolate que tenía ente los dedos. Al parecer no era la primera vez que su estómago ganaba preferencia sobre sus tentativas artísticas. Tenía la cara cubierta de chocolate. Le sonrió y balbuceó algo.

– Me parece que ha dicho «pájaro» -explicó Trevor-. Al menos eso es lo que le he sugerido que pinte.

– ¡Está hecho un asco! -gritó Kyla.

Notaba cómo la ira crecía dentro de ella. Sabía que no era razonable enfadarse tanto por una nadería como ésa; sin embargo, era incapaz de controlar el estallido de cólera.

– Luego se lavará -dijo Trevor, pero había fruncido el entrecejo-. La maestra dice que es una actividad muy creativa para él.

– La maestra no tiene que limpiar luego toda esta guarrería -replicó ella sarcásticamente-. Ni tú tampoco. Me tocará a mí. ¿O de eso no habéis hablado la maestra y tú en vuestra amigable conversación?

Avanzó hasta la puerta corredera de cristal e intentó meter el pie en el hueco para empujarla y abrirla más. Pero no se movía y, con las manos ocupadas sujetando las bolsas llenas de comida, se sentía impotente.

Finalmente, rechinando los dientes, miró a su marido.

– No sabes cómo siento interrumpir tu baño de burbujas, Trevor -dijo con fingida dulzura-, pero creo que lo menos que podrías hacer es salir de ese jacuzzi y ayudarme.

– En cualquier otro momento, Kyla, pero…

– ¡No te preocupes entonces! -gritó ella-. Ya me las arreglaré.

Él salió disparado del jacuzzi, enfadado… y desnudo.

Fue hacia ella. Sus pisadas dejaban huellas mojadas en el suelo de madera rojiza. Kyla se quedó paralizada y no se movió ni siquiera cuando él llegó hasta donde estaba, le arrebató las tres bolsas marrones y, sujetándolas con un solo brazo, usó el otro para empujar la puerta de corredera que daba acceso a la cocina, con tanto ímpetu que rodó hasta el final y chocó contra el marco. Sin importarle su desnudez ni estar chorreando agua, entró en la cocina y arrojó las tres bolsas encima de la encimera.

Luego, se llevó una mano a la cadera y dobló ligeramente la rodilla derecha. En esa postura beligerante y llena de arrogancia, se volvió para mirarla. Ella podía leer en su expresión lo que estaba pensando: «Tú lo has querido».

Furiosa consigo misma por haber hecho aquella escena y furiosa con él por habérselo permitido, se fue corriendo a su dormitorio y cerró de un portazo que hizo temblar todos los cristales de la casa.


– ¿Sigo castigado?

Estaba atardeciendo. A través de los postigos del dormitorio se filtraba una luz violeta. Kyla estaba tumbada de lado, con las rodillas dobladas contra el pecho. Después de mucho llorar, se había dado una ducha y puesto el camisón. La sábana la cubría hasta la cintura. Tenía la mejilla apoyada en las manos, las cuales tenía juntas, con las palmas pegadas.

Levantó un poco la cabeza. Trevor estaba en la puerta. Su cabeza asomaba ligeramente, como si temiera que se abatiera sobre su persona una lluvia de objetos si pretendía ir más lejos.

– No. Lo siento.

Él entró. Únicamente llevaba unos pantalones cortos. Kyla cerró los ojos antes de volver a apoyar la cabeza en la almohada. Recordaba demasiado bien su cuerpo, chorreando agua. Los rayos del sol que se filtraban entre los árboles incidían en las gotas de agua que salpicaban el vello del pecho. Parecía que estaba viendo los músculos bien dibujados de su abdomen, sus piernas largas y el sexo, impresionante, alojado en una mata de pelo oscuro.

Había llorado lágrimas amargas. Amargas porque se había fijado en el cuerpo tan imponente que tenía, amargas porque a pesar de sus buenas intenciones, lo deseaba, y amargas porque se lo había negado durante mucho tiempo.

Notó que el colchón se hundía cuando él se tumbó detrás de ella y su cuerpo adoptó la forma del de ella. Le pasó los dedos por el pelo y le recogió los mechones que le caían sobre la mejilla. Esos movimientos sencillos la aliviaban.

– ¿Has tenido un día difícil?

Ella notaba su aliento en la oreja.

– Espantoso.

Él sonrió.

– Entonces me imagino que no estabas preparada para encontrarte a tu hijo cubierto de natillas de chocolate, ¿no?

«Para lo que no estaba preparada era para verte surgir de jacuzzi como una versión masculina de Venus».

– Siento haber armado tanto lío. Se han juntado muchas cosas.

Trevor estaba apoyado en el codo derecho, inclinado sobre ella. El dedo índice subía y bajaba por su mejilla.

– Ahora entiendes por qué no salí de la bañera cuando te vi llegar cargada.

– Sí.

– Esperaba que volvieras más tarde, si no habría salido antes y habría tenido a Aaron bañado y listo para cenar.

– No es culpa tuya, Trevor. Nada de lo que ha pasado. Es mía -suspiró-. No me siento bien, y…

– ¿Qué es lo que va mal? -él se puso inmediatamente alerta, con el cuerpo en tensión.

– Nada.

– Algo es. ¿Estás enferma? Cuéntamelo.

Ella se dio la vuelta y se quedó mirándolo fijamente para hacerle entender de qué se trataba.

– Ah -dijo él compungido-. Eso.

– Sí, «eso». La regla -volvió a colocarse en la posición en la que estaba antes.

– ¿Cuándo?

– Me di cuenta cuando entré en el baño. Debería haberlo sabido, me porté como una víbora.

– Estás perdonada -él se aventuró a tocarla, le puso una mano en la cintura-. ¿Te… te duele?

– Un poco.

– ¿Has tomado algo?

– Unas pastillas.

– ¿Eso ayuda?

– Un poco.

– ¿No mucho?

– No. Tiene que acabar de bajar.

– Ya veo.

Con movimientos lentos, se introdujo debajo de la sábana. El camisón era corto, de tirantes estrechos. Era de una tela blanca muy fina, como esos pañuelos de hombre tan caros. Tenía unas flores blancas bordadas. Por debajo, se veía la sombra de la braga. Tenía un aspecto vulnerable, virginal, y Trevor empezó a sentir que el deseo brotaba en su interior.

Volvió a tocarle la cintura. Ella no protestó. Fue deslizando la mano hacia abajo y alrededor, gradualmente, dándole tiempo a protestar si no le gustaba. Como no lo hizo, llevó la palma de la mano hasta la parte inferior de su abdomen.

– ¿Ahí te duele?

– Ajá.

Él le daba masajes circulares con la mano.

– ¿Mejor?

Ella asintió.

– Pobrecita -la besó con ternura en la sien.

Kyla suspiró y sus ojos, somnolientos, se cerraron.

– ¿Trevor?

– ¿Mmm?

– ¿Has vivido alguna vez con una mujer?

Su mano se detuvo sólo un instante, fue una vacilación casi imperceptible.

– No, ¿por qué?

– Entonces, ¿qué sabes de la regla?

– Solamente que me alegro de no tener que sufrirla todos los meses.

Ella sonrió sin abrir los ojos.

– Típica respuesta masculina.

– Pero sincera -le dio un mordisco amoroso en el hombro desnudo.

No pensó en mover las piernas. Ellas solas se estiraron para facilitarle el acceso a su dolorida barriga.

– ¿Os las habéis arreglado bien para cenar sin mí?

– Estupendamente.

– ¿Qué has hecho?

– Bueno -respondió estirando él también las piernas y pegándose a ella-, primero lo he regado con la manguera para quitarle todo el chocolate que tenía pegado.

Ella se rió.

– Que conste que me parece una buena idea lo de pintar con natillas. Parecía que se lo estaba pasando bien. Cualquier otro día, me habría puesto un bañador y me habría unido a él.

– Como ya hemos dicho, tienes derecho a estar de mal humor.

– No debería haberte gritado.

– Me gustó la parte sobre la maestra y yo teniendo una «conversación amigable». Por el modo en que lo dijiste, me pareció que podías estar celosa -acercó la boca a la oreja de Kyla y la lengua le acarició delicadamente el lóbulo-. Mmm, es muy suave…

– Sigue -dijo ella con voz jadeante.

– Se me ha olvidado lo que estaba diciendo.

– Estabas… estabas… mmm, lo lavaste con la manguera.

– Ah, sí, verdad, y luego le he preparado la cena.

– ¿Qué ha comido?

– Su plato preferido.

– ¿Perritos calientes?

– Ajá.

– Sin el pan.

– Por supuesto -la besó en el cuello y ella gimió dulcemente-. Mañana por la mañana, los pájaros de los alrededores tendrán tres panecillos de perrito caliente para desayunar. Espero que les guste la mostaza.

Ella se rió, Trevor no sabía si por su broma o por las cosquillas que le estaba haciendo con el bigote en la base del cuello, como si fuera de porcelana.

– ¿Has…?

– Sé lo que vas a decir. He vigilado que se lo comiera todo y que masticara bien cada trozo.

– Gracias -su boca buscó la de Trevor.

– De nada -los labios de él se fundieron con los de Kyla.

El beso fue como una chispa que saltara al poner en contacto dos cables.

Trevor enterró su boca en la de ella, hambriento, y sus labios se separaron para dejar paso a la lengua. Kyla se giró un poco hacia él hasta que quedaron cara a cara. Los brazos de ella le rodearon los hombros. Sus senos se tensaron contra la tela del camisón hasta que tocaron el vello del pecho de Trevor. Éste se colocó parcialmente encima de ella.

– Kyla, tú…

– Trevor, yo…

– ¿Qué?

– ¿Trevor?

De la cama surgían gemidos de satisfacción. El ruido que producía el roce de las sábanas. Respiraciones entrecortadas. Murmullos incoherentes. La música de la unión de dos personas.

Las manos de Trevor se movían con incansable anhelo. Le acarició los muslos; le pasó la mano por las pantorrillas. Le acarició los huesos frágiles de la base del torso. Meció sus pechos.

– Ahh -la espalda de Kyla se arqueó y apartó la boca de la de Trevor.

– ¿Qué pasa?

– Están muy sensibles.

– Ah. Yo no… ¿Sensibles?

– Sí.

– Lo siento.

– No, no… La verdad es que me gusta.

– ¿Sí?

– Sí, sí… -suspiró ella cuando él volvió a acariciarlos.

– ¿Así?

– Mmm.

– ¿Y los pezones?

– Sí, sí.

– Dime si…

Pero no pudo terminar la frase, porque los dedos de Kyla se enredaron en su pelo y atrajo su cabeza avariciosamente en busca de otro beso.

Cuando acabó, Trevor bajó la cabeza hasta sus senos y los cubrió con una lluvia de besos ardientes. La abrazó por debajo de las costillas y le separó las piernas con la rodilla. Le subió el camisón hasta la cintura. Ella notaba el muslo fuerte de Trevor entre los suyos. Se movió contra él. Se rozaba, se frotaba contra su pierna.

«Maldita sea».

Él se dejó caer encima de ella, Kyla notaba su respiración en el oído. Notaba el palpitar acelerado de su corazón, pues su pecho aplastaba el de ella. Le sujetaba la cabeza entre las manos y tenía la cara enterrada en su pelo.

– No te muevas, cariño.

– ¿Qué pasa?

– Por favor, no te muevas -gimió-. Quédate quieta un minuto solamente.

Ella hizo lo que le pedía. Al cabo de unos momentos, él levantó lentamente la cabeza. La expresión de su cara era de compasión. Uno de los extremos del bigote estaba curvado por una sonrisa pesarosa.

– ¿No lo sabías? Te tengo donde quería, pero me he equivocado de noche.

Incómoda, ella apartó la vista de su cara. Él la besó en la mejilla y se levantó de la cama. Se inclinó y le puso una mano en la mejilla.

– ¿Estás bien?

Los dolores que experimentaba su cuerpo en ese instante no se debían precisamente a la menstruación, sino a la necesidad de sentirlo dentro de ella.

– Me encuentro mejor -dijo anodinamente.

Él se incorporó e, incómodo, cambió el peso de pierna.

– Te has saltado la cena. ¿Tienes hambre?

– No. ¿Tú has comido?

– He picado algo. No tengo hambre -se miraron un momento el uno al otro y luego ambos desviaron la mirada, pues se dieron cuenta de lo banal que resultaba esa conversación después de la pasión que acababan de compartir-. Entonces te dejo sola. Buenas noches.

Él se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Los músculos se marcaban bajo la piel suave de la espalda. Los pantalones cortos le marcaban las nalgas.

– ¿Trevor?

Él se giró.

– ¿Qué?

– Que… -«no te calles ahora. Has ido demasiado lejos»- que no tienes que irte.

Él la miró. Estaba apoyada en los codos. Tenía el camisón subido a la altura de los muslos y estaba despeinada. Los mechones dorados le caían por los hombros. Tenía los labios hinchados por sus besos y muy rojos. La tela del camisón estaba húmeda allí donde había estado su boca y los pezones se transparentaban bajo ella.

Él hizo una mueca y se frotó las palmas húmedas contra la tela de los pantalones.

– Sí, es mejor que me vaya. Si me quedo…

Si volvía a tocarla ya no podría contenerse. Consumarían su matrimonio y aplacaría aquel deseo arrebatador. Pero la primera vez que hicieran el amor, no quería que ella se sintiera incómoda o que lo lamentara.

– Pero recuerda lo que me has dicho -añadió en un murmullo ronco antes de desaparecer tras la puerta.


Aaron estaba sentado en la trona y Trevor, concentrado en dar la vuelta a las tiras de beicon que se estaban friendo en la sartén cuando Kyla entró en la cocina a la mañana siguiente.

– Buenos días, cariño -se inclinó para besar a Aaron. Éste le restregó afectuosamente en la nariz un trozo de beicon-. Muchas gracias -murmuró ella.

– O lo sacaba de la cuna o lo dejaba allí saltando hasta que se rompieran todos los barrotes -dijo Trevor retirando la sartén del fuego y yendo hacia ella.

– Gracias por encargarte de él.

– Es un placer.

Trevor le puso una mano en la cintura y la llevó hacia delante. Le dio en la mejilla uno de esos besos de buenos días que olían a loción de afeitar y a dentífrico. A ella no le habría importado que se hubiera prolongado más, pero después de plantarle otro beso rápido en la boca, dijo:

– Siéntate. Debes estar muerta de hambre.

Ella miró el reloj preocupada.

– Tengo que darme prisa. Me he levantado tarde.

– Tranquila. He llamado a Babs y le he explicado que ibas a retrasarte un poco. Y en la guardería no esperan a Aaron hasta las diez.

Puso delante de ella un plato con beicon y tostadas francesas con cuya visión a Kyla se le hizo la boca agua.

– Me muero de hambre.

– ¿Cómo te encuentras de lo demás? -se inclinó y le puso una mano debajo de la cintura-. ¿Te siguen doliendo los ovarios?

– Estoy mucho mejor.

– ¿Y aquí? -puso la palma de la mano debajo de uno de sus pechos y le pellizcó el pezón con el pulgar y el índice.

Ella apenas podía respirar.

– Mejor, mucho mejor… -jadeó.

– Me alegro -le dio un beso en la coronilla y se sentó frente a ella.

Mientras Kyla se ponía la servilleta en el regazo e intentaba recordar cómo se usaba el tenedor, Trevor untó con mantequilla una de las tostadas, la puso encima de un plato y la dejó en la bandeja de la trona de Aaron.

– Ahí tienes, scout. Al ataque.

Ambos se rieron al ver los modales atroces del niño en la mesa.

– Tenemos que empezar a hacer algo a este respecto -señaló Kyla. Al darse cuenta de que había incluido a Trevor en el «tenemos», y de que aquello sonaba a definitivo, levantó la vista hacia él, que la estaba mirando con expresión cálida. Se sintió reconfortada.

– ¿Cómo has dormido? -preguntó él.

Ella se fijó en que los dedos de Trevor eran tan largos y fuertes que apenas cabían en el asa de la taza. Sin embargo, podían ser suaves cuando tocaban su cuerpo, como hacía sólo unos instantes. Consiguió tragar el trozo de tostada que tenía en la boca.

– Bastante bien.

Había soñado con él y se había despertado sudando, con el corazón latiéndole deprisa y casi sin poder respirar. Al menos ahora podría satisfacer la curiosidad de Babs y decirle sin temor a exagerar que el cuerpo desnudo de Trevor le cortaba a una la respiración.

– Yo no he dormido demasiado bien -dijo él.

– Lo siento. ¿Qué te pasaba? -ella desde luego se había quedado sin aliento al verlo salir del jacuzzi. El pecho, los muslos y…

– Estaba muy duro.

Kyla agarró el cuchillo y, al levantarlo, tiró sin darse cuenta el vaso y el zumo de naranja se derramó sobre la mesa.

– Uh-oh. Uh-oh -dijo Aaron señalando el estropicio con el dedo.

Trevor echó hacia atrás su silla, se levantó a buscar una bayeta y empapó el zumo en ella.

– Me refiero al colchón de la cama de invitados.

– ¿Qué? -Kyla volvió la cabeza para mirar al fregadero, donde él estaba escurriendo la bayeta. Tenía el bigote ligeramente curvado hacia arriba por las ganas de echarse a reír.

– El colchón es demasiado duro.

Las mejillas de Kyla estaban al rojo vivo. Gracias a Dios, en ese instante sonó el teléfono y aquello la libró de seguir sufriendo aquella conversación. Trevor fue a contestar.

– ¡Papá! -exclamó.

Kyla sacó a Aaron de la trona y lo puso encima de su regazo. El niño había comido la tostada en un tiempo récord. Alargó la mano hacia los restos que quedaban en el plato de su madre y se los comió también mientras ella lo cubría de besos. Kyla miró a Trevor, que estaba sonriendo con el auricular en la oreja.

– Claro, ningún problema. ¿A qué hora…? ¿Para cuántos días…? ¿Solamente? Bueno, mejor que nada… De acuerdo, allí estaremos. Hasta luego -colgó.

– ¿Tu padre?

– Viene hoy para pasar la noche con nosotros. Te parece bien, ¿verdad?

– Pues claro. Sé que te decepcionó que no viniera para la boda.

– Quiero que os conozca a los dos. Sólo puede quedarse una noche, mañana se marcha a Los Ángeles para trabajar en un caso -se llevó un trozo de beicon a la boca y masticó con entusiasmo-. Quiero darle una vuelta por la ciudad para enseñarle algunos de los edificios que estoy construyendo. Nosotros dos… Lo siento, no quería dejarme llevar.

En realidad ella estaba disfrutando con su entusiasmo.

– Sigue -lo animó-. ¿Qué ibas a decir?

– No nos llevábamos muy bien antes del accidente.

– ¿Quería que fueras abogado?

– Y yo tenía otras ideas sobre mi futuro. Pero cuando estuve en el hospital, las cosas cambiaron y ahora tenemos una buena relación.

Kyla sonrió.

– ¿Vas a ir a buscarlo a Dallas?

– Si no te importa. Me ha dado su número de vuelo. He pensado que podríamos ir todos y cenar allí.

– ¿Aaron incluido? -preguntó ella preocupada.

– Por supuesto, Aaron incluido. Es parte de la familia -levantó al niño del regazo de Kyla y lo alzó en el aire. Aaron gorgojeaba encantado-. A papá le encantan los restaurantes italianos -mencionó un conocido restaurante de Dallas-. ¿Te parece que llame para reservar?

Ella no quería arruinar su entusiasmo, pero al parecer Trevor no había reparado en los riesgos de salir a cenar con un niño de quince meses a un restaurante tranquilo.

– No sé si es buena idea, Trevor. No estoy segura de que admitan niños tan pequeños.

– Eh, si no admiten niños, nos iremos a otro lado.


Desde el jefe de comedor hasta el último lavaplatos, todos los que trabajaban en el restaurante familiar estaban encantados con los tres hombres: George Rule, Trevor y Aaron. La ansiedad de Kyla no tenía razón de ser, porque Trevor había hablado conel jefe de comedor personalmente al hacer la reserva y todos estaban preparados para atender a Aaron.

Su primer encuentro con el padre de Trevor en el ajetreado aeropuerto había resultado más relajado de lo que Kyla esperaba. Al principio Aaron se mostró tímido con el hombre alto de pelo blanco y voz autoritaria. Pero no más que George con el niño.

Deliberadamente, Trevor los sentó a los dos en el asiento trasero del coche y para cuando llegaron al restaurante, situado en Turtle Creek, una zona de Dallas muy distinguida, ya se habían hecho amigos. Fue George quien llevó a Aaron al interior del restaurante y se lo presentó a todos como su nieto.

– Trevor me ha dicho que no voy a poder conocer a tus padres -comentó George en el camino de regreso a Chandler.

– Ayer recibimos una postal de ellos desde Yellowstone -dijo Kyla-. Se lo están pasando en grande.

Explicó a George que los Powers habían vendido su casa a los pocos días de la boda. Los muebles que ella no quiso, los subastaron. Trevor había ayudado a Clif a elegir la caravana que mejor satisficiera sus necesidades. Meg la había decorado con la ilusión de una niña por su nueva casa de muñecas. Se habían marchado hacía dos semanas.

– Los echa muchísimo de menos -bromeó Trevor. Alargó el brazo derecho por encima del respaldo del asiento y le tiró del pelo cariñosamente-. La mimaban mucho.

– Y tú también me mimas.

Trevor giró la cabeza. Kyla estaba tan sorprendida como él de oírse hacer semejante afirmación, pero después de decir aquello se dio cuenta de que era verdad. Trevor miró hacia delante para asegurarse de que la carretera estaba despejada y luego volvió a posar sus ojos en ella.

– Me alegro. Es lo que pretendo.

Siguieron mirándose el uno al otro hasta que George tosió con fuerza.

– No sé tú, Aaron, pero empiezo a sentir que estamos de más.

Todavía era de día cuando llegaron a Chandler, y Trevor bajó del coche para enseñarle a su padre algunas de las obras en las que estaba trabajando. Kyla se quedó en el interior del vehículo y miraba las siluetas de padre e hijo recortadas en la luz del atardecer. Trevor había colocado a Aaron sobre sus hombros y el niño tenía las piernas enroscadas en torno a su cuello. Formaban una estampa conmovedora.

– Pero debería ser Richard -murmuró Kyla, luchando por contener las lágrimas que asomaron a sus ojos.

Lloró porque no podía convencerse de ello. Si el hombre debía ser Richard, ¿por qué resultaba tan natural que las manitas gordezuelas de su hijo se agarraran a los cabellos de Trevor? ¿Por qué la conmovía tanto ver cómo Trevor hacía descender a Aaron con cuidado y lo abrazaba contra su pecho? ¿Y por qué quería que esos brazos la rodearan también a ella?

George se mostró impresionado con la casa y muy orgulloso de su hijo. Kyla fue a acostar a Aaron, y después de un rato, ella también se retiró para dejar a solas a padre e hijo.

– Tengo un moratón en la espinilla del tamaño de una moneda de cincuenta centavos -dijo George-. ¿Por qué me has dado una patada cuando he mencionado tu paso por el cuerpo de marines?

Menos mal que en ese momento Kyla estaba ocupada limpiando de la boca de Aaron los restos de la salsa de los espaguetis y no había oído el inoportuno comentario de su padre, recordó Trevor.

– Prefiero que Kyla no sepa nada de eso. No le he contado cómo perdí el ojo.

– ¿No le has contado nada?

– No.

– Mmm.

Trevor conocía a su padre lo suficiente para saber que ni siquiera esos murmullos eran gratuitos.

– La verdad es que te has enamorado y te has casado muy deprisa, ¿no?

– ¿Te parece tan raro?

– En tu caso, sí -su hijo le dirigió una mirada penetrante y George sonrió-. Tu fama con las mujeres llegó a oídos incluso de tu viejo padre. Este repentino enamoramiento no cuadra con tu personalidad.

Estaban sentados en las cómodas chaise longue del porche. George chupaba un cigarro, a pesar de que su médico lo había advertido de que lo dejara. Trevor se alegraba de que fuera de noche y la oscuridad lo ayudara a ocultar su malestar. No le gustaba el rumbo que había tomado la conversación.

– La quiero, papá.

– No lo dudo, ahora que os he visto juntos. Sólo que me resulta raro que Besitos, como te llamaban tus compañeros, se haya dejado atrapar de ese modo.

– Llevo mucho tiempo enamorado de ella -dijo Trevor, en voz casi inaudible.

George hizo girar el cigarro entre los dedos, estudiando la brasa.

– ¿No tendrá algo que ver con esas cartas que tanto leías en el hospital y que nunca perdías de vista?

Trevor debería haberlo sabido. A su padre no se le escapaba nada, ni el detalle más insignificante. Se levantó y caminó hasta el borde del porche. Se apoyó en uno de los pilares y dejó vagar su mirada en la oscuridad, como llevaba haciendo semanas mientras rumiaba cómo decirle a Kyla quién era él en realidad.

– Papá, voy a contarte un historia que te va a resultar increíble.

Cuando concluyó su relato, siguieron unos momentos de silencio.

– Te prometí que no volvería a intentar meterme en tu vida, Trevor, pero estás jugando con fuego.

– Ya lo sé -admitió él, y se dio la vuelta para mirar a su padre.

– ¿Cómo crees que va a reaccionar esta chica cuando se entere de la verdad?

Trevor dejó colgar la cabeza hacia delante y se metió las manos en los bolsillos.

– Me espanta pensarlo.

– Pues será mejor que lo pienses -lo previno su padre-, porque antes o después terminará por enterarse -se puso de pie y apagó el cigarro en el cenicero que Trevor le había dado. Puso una mano ert el hombro de su hijo-. Pero ¿quién sabe? Tal vez salgáis adelante, si la quieres lo suficiente.

– Yo la quiero.

– ¿Y ella?, ¿te quiere?

Trevor vaciló. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana del dormitorio, a oscuras.

– Creo que puede estar enamorándose de mí. O tal vez tan sólo se ha acostumbrado a tenerme cerca. Maldita sea, no lo sé.

George sonrió. Su mirada profunda se detuvo en el parche y le recordó una vez más lo cerca que había estado de perder a su hijo, y lo valioso que era para él. Se le humedecieron los ojos y atrajo a Trevor hacia sí para darle un abrazo emotivo y breve.

– Después de todo lo que has sufrido, te mereces ser feliz.

– No, papá -dijo Trevor ásperamente por encima del hombro de su padre-. Ella es la que se merece ser feliz, ella es la que más ha sufrido.

Al cabo de unos instantes, se dieron las buenas noches y George se dirigió a la habitación de invitados, donde Trevor había dejado su maleta.

Éste fue hacia la puerta del dormitorio con pasos apenas perceptibles, como un niño al que hubieran mandado al despacho del director. Tenía el estómago contraído y el corazón le brincaba dentro del pecho.

¿Qué le ocurría? ¿Estaba emocionado con la idea de que ella fuera a darle la bienvenida a su cama? ¿O temía que fuera a rechazarlo?

¿Asustado? ¿De una mujer que no pesaría más de cincuenta kilos?

«Entonces ¿qué haces ahí parado como un imbécil, mirando la puerta con un nudo en el estómago, el corazón desbocado, las palmas de las manos sudorosas y la entrepierna…?».

«Mejor no pensar en la entrepierna…».

¿De verdad le estaban temblando las rodillas? ¿Por qué, por amor de Dios?

Aquélla era su casa, ¿no? Tenía derecho a dormir en la habitación que quisiera.

Ella era su mujer, ¿cierto? Y sí, llevaba dos semanas mimándola, haciendo y diciendo todo lo que pudiera gustarle y nada que fuera a molestarla.

Había estado intentando ganar su aprobación, merodeando a su alrededor con el rabo entre las piernas hasta que empezaba a resultar francamente incómodo. Ya era hora de hacerle saber que él también tenía algunos derechos.

Abrió la puerta bruscamente y la cerró de un portazo. Kyla dio un brinco en la cama y se tapó con la sábana hasta el cuello.

– ¿Trevor? ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

– No pasa nada. Bueno, te diré lo que pasa -gruñó, lleno de indignación, avanzando por la habitación-. Mi padre está en la habitación de invitados así que, por esta noche, señora Rule, vamos a compartir cama.

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