– Lo estás haciendo muy bien, Kyla. Haz respiraciones rápidas y superficiales. Eso es. Bien, bien. ¿Cómo te sientes?
– Cansada.
– Es lógico, pero no abandones. Ahora con la siguientre contracción, empuja. Así. Un poco más fuerte.
Cuando el dolor la atenazó, la joven que estaba tumbada en el paritorio apretó los dientes. Cuando cedió, se obligó a relajarse. Su cara, congestionada por el esfuerzo y todavía con la máscara del embarazo, estaba radiante.
– ¿Ya se le ve la cabeza?
Antes de acabar la pregunta, le vino otra contracción. Empujó con todas sus fuerzas.
– Ahora sí -respondió el médico-. Otro empujón, vamos…, así… Aquí lo tenemos. ¡Estupendo! -exclamó cuando por fin tuvo al recién nacido en brazos-. Es un niño muy guapo. Y con buen peso.
– Y tiene pulmones potentes, a juzgar por cómo llora -dijo la comadrona inclinándose sobre Kyla.
– Mi niño -murmuró, contenta. Dejó que un letargo reparador se apoderara de ella y se relajó sobre la mesa de partos-. Quiero verlo. ¿Está bien?
– Perfectamente -aseguró el médico al tiempo que alzaba el cuerpecito del bebé, el cual lloraba, para que la madre pudiera verlo.
A Kyla se le saltaron las lágrimas al contemplar por primera vez a su hijo.
– Lo vamos a llamar Aaron. Aaron Powers Stroud -durante unos instantes disfrutó del privilegio de tenerlo contra su pecho. La emoción la embargaba.
– El padre puede estar orgulloso -dijo la comadrona. Tomó al bebé y lo retiró de los débiles brazos de Kyla.
Lo envolvió en una mantita y lo llevó hasta la balanza para pesarlo. El médico estaba atendiendo a Kyla, aunque había sido una parto fácil, sin complicaciones.
– ¿Vas a llamar a tu marido? -preguntó.
– Mis padres están esperando fuera. Papá me prometió que le mandaría un telegrama a Richard.
– Pesa cuatro kilos y noventa y dos gramos -informó la matrona desde el otro lado de la sala.
El ginecólogo se quitó los guantes y tomó la mano de Kyla.
– Voy a darles la noticia para que vayan mandando el telegrama. ¿Dónde has dicho que está destinado Richard?
– En El Cairo -respondió Kyla, ausente. Estaba mirando cómo Aaron pataleaba enfadado mientras le ponían un sello en la planta del pie.
Era precioso. Richard estaría muy orgulloso de él.
Teniendo en cuenta que Aaron había nacido al atardecer, Kyla pasó una noche bastante tranquila. Se lo llevaron dos veces, aunque a ella todavía no le había subido la leche y el recién nacido aún no tenía hambre. Era maravilloso poder sentir entre los brazos su cuerpecito caliente. Se comunicaban en un nivel totalmente distinto a cualquier otro que ella hubiera experimentado.
Lo estudió, le dio la vuelta a sus manitas y le examinó las palmas cuando por fin consiguió abrirle los dedos, que se empecinaba en mantener cerrados y apretados en un puño. Cada dedo, cada pelo de su cabeza, las orejas…, todo lo investigó y lo encontró perfecto.
– Tu papi y yo te queremos mucho -murmuró, somnolienta, mientras se lo devolvía a una enfermera.
Los ruidos del hospital la despertaron temprano: el chirrido de los carros de la lavandería con la ropa limpia, el traqueteo de los que repartían las bandejas con los desayunos, los más destartalados que transportaban equipos médicos… Sus padres entraron en la habitación justo cuando estaba bostezando y desperezándose.
– Buenos días -dijo, feliz-. Qué sorpresa veros aquí, y que no estéis con la nariz pegada al cristal de la ventana de la sala de recién nacidos.
Ellos no respondieron. Kyla se sobresaltó al ver sus caras ojerosas.
– ¿Es que ocurre algo?
Clif y Meg Powers se miraron el uno al otro. Meg apretó con tanta fuerza el asa de su bolso que los nudillos se le quedaron blancos. Clif tenía la misma cara que si acabara de tragar un jarabe de sabor repugnante.
– Mamá, papá, ¿qué ha pasado? Dios mío, el niño… Aaron… ¿Le ha pasado algo? -Kyla retiró la sábana con brazos temblorosos y sacó las piernas, ajena al tirón de los puntos en la entrepierna y dispuesta a salir al pasillo y correr en dirección a la sala de recién nacidos.
Meg Powers se acercó a ella y se lo impidió.
– No. El niño está bien, te lo prometo.
Los ojos de Kyla buscaron ferozmente los de sus padres.
– Entonces ¿qué pasa? -estaba al borde de un ataque de nervios y su voz era chillona. Sus padres rara vez se alteraban. Si estaban tan preocupados, debía tratarse de algo grave.
– Cielo -dijo Clif Powers con voz tranquila al tiempo que le ponía una mano en el brazo-, tenemos malas noticias -consultó a su esposa con la mirada una vez más antes de hablar-. Han puesto una bomba en la embajada de El Cairo.
Kyla sintió un violento estremecimiento que le sacudió el estómago y el pecho. La boca se le quedó seca y los ojos, de pronto, se olvidaron de parpadear. El corazón se detuvo un instante antes de empezar a latir de nuevo. Luego, mientras asimilaba lo que su padre acababa de decirle, el ritmo de los latidos fue haciéndose cada vez más rápido hasta volverse desenfrenado.
– ¿Richard? -preguntó con un gemido ronco.
– No sabemos nada.
– ¡Dímelo!
– No sabemos nada todavía -insistió su padre-. Aquello es un caos, como cuando pasó lo mismo en Beirut. No hay ningún comunicado oficial.
– Pon la televisión.
– Kyla, no deberías…
Sin hacer caso de la advertencia, ella agarró el mando a distancia, que reposaba sobre la mesilla, y encendió la televisión, situada frente a la cama.
– … magnitud de los daños todavía está por determinar. El Presidente ha calificado de atrocidad el ataque y ha dicho que era un insulto para las naciones que desean la paz.
Cambió de cadena, apretando frenéticamente los botones del mando con dedos temblorosos.
– …aunque posiblemente lleve todavía horas, incluso días, establecer la cifra oficial de muertos. Se ha movilizado a varias unidades de marines, las cuales, junto a efectivos egipcios, buscan supervivientes entre los escombros.
Las primeras imágenes de la tragedia eran de un videoaficionado y mostraban las ruinas del edificio que albergaba la embajada estadounidense. Eran tomas desenfocadas, hechas al azar, sin editar.
– El atentado ha sido reivindicado por un grupo terrorista autodenominado…
Kyla volvió a cambiar de un canal a otro. Más de lo mismo. Un barrido de cámara mostró un área despejada donde iban alineando los cadáveres recuperados y ella dejó caer el mando y se cubrió la cara con las manos.
– ¡Richard, Richard!
– No hay que perder la esperanza, cariño. Se cree que hay supervivientes.
Pero ella no oía las palabras de consuelo de Meg, Ésta abrazó con fuerza el cuerpo lloroso de su hija.
– Ha sido al amanecer, hora de El Cairo -dijo Clif-. Nos han llamado para informarnos esta mañana, cuando nos estábamos levantando. Lo único que podemos hacer por ahora es esperar. Antes o después nos darán alguna noticia de Richard.
Ésta llegó tres días después, de la mano de un oficial de la Marina que tocó el timbre de la casa de los Powers. Nada más ver el coche oficial detenerse junto al bordillo, Kyla se dio cuenta de que había estado esperando ese momento. Detuvo a su padre con un gesto de la mano y fue a abrir la puerta ella sola.
– ¿Es usted la señora Stroud?
– Sí.
– Soy el capitán Hawkins y es mi deber informarla de que…
– Pero, cariño, ¡es estupendo! -había exclamado Kyla cuando Richard le había contado aquello-, ¿Por qué estás tan alicaído? Deberías estar encantado.
– Pues porque no quiero marcharme a Egipto ahora que estás embarazada -había respondido él.
Ella le acarició la cabeza.
– Debo admitir que eso es lo único que no me gusta. Pero es un honor, no a todos los marines los seleccionan para proteger embajadas. Te han elegido porque eres el mejor. Estoy muy orgullosa.
– No tengo obligación de ir. Podría alegar que…
– Es una oportunidad única, Richard. ¿Tú crees que yo me sentiría bien conmigo misma si renunciaras a este destino por mí?
– Tú y el niño sois lo más importante.
– Y estaremos esperándote -lo abrazó-. Éste es tu último destino, y es una oportunidad fantástica, de ésas que no vuelven a presentarse. Vas a ir, y no hay más que hablar.
– No puedo dejarte aquí sola.
– Me iré a casa de mamá y papá mientras estés fuera. Es su primer nieto, y si no voy a su casa, los tendré todo el día llamándome para preguntarme si estoy bien.
Él tomó la cara de su mujer entre las manos.
– Eres maravillosa, ¿lo sabías?
– ¿Significa eso que no debe preocuparme que puedas perder la cabeza por una de esas misteriosas egipcias con siete velos?
Él hizo como si reflexionara sobre el asunto.
– ¿Tú sabes bailar la danza del vientre?
Ella le dio un puñetazo amistoso en el estómago.
– Sería digno de verse, con la barriga que voy a tener dentro de poco.
– Kyla -la voz de Richard era tierna y le pasó la mano por el pelo-. ¿Estás segura de que quieres que acepte?
– Segura.
Esa conversación, que había tenido lugar siete meses atrás, volvió a la mente de Kyla mientras ésta miraba fijamente el ataúd, envuelto en la bandera. De una solitaria trompeta brotaban las notas conmovedoras del toque de silencio, que un desapacible viento invernal esparcía por el cementerio. Los portadores del féretro, todos marines con uniforme de gala, permanecían en posición de firmes.
Richard estaba siendo enterrado junto a sus padres, los cuales habían muerto en un intervalo de menos de un año antes de que Kyla y él se conocieran.
– Antes de conocerte, estaba solo en el mundo -le había dicho en una ocasión.
– Yo también.
– Tú tienes a tus padres -le había recordado él, perplejo.
– Pero nunca me había sentido tan cerca de nadie como me siento de ti.
Y él había entendido a qué se refería. Se amaban profundamente.
El cuerpo de Richard había sido repatriado en un ataúd cerrado que le habían aconsejado no abrir. No necesitaba preguntar por qué. Todo lo que había quedado del edificio de la embajada en El Cairo se reducía a una polvorienta masa de hierros y escombro retorcidos. Como la bomba había explotado al amanecer, la mayoría de los diplomáticos y personal administrativo todavía no había llegado al trabajo. Las víctimas habían sido quienes, al igual que Richard y otros funcionarios militares, tenían sus apartamentos en el edificio anejo.
Un amigo de Clif Powers se había ofrecido a llevar en avioneta a la familia hasta Kansas para el funeral. Kyla apenas podía ausentarse unas horas, ya que tenía que amamantar a Aaron.
Kyla vaciló cuando le entregaron la bandera estadounidense, que habían retirado del féretro y doblado de manera ceremonial. El ataúd parecía desnudo sin ella. Irracionalmente, se preguntó si Richard tendría frío.
«¡Dios mío!», gritó su mente en silencio, «tengo que dejarlo aquí». ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Cómo iba dar media vuelta y alejarse de esa tumba, que era como una herida abierta en la tierra? ¿Cómo iba a montarse en la avioneta y regresar a Texas? Sería como abandonar a Richard en aquel paisaje desnudo, yermo, que, de repente, le pareció odioso.
El viento silbaba.
Tendría que hacerlo, no le quedaba más remedio. Esa parte de Richard había muerto, pero había otra parte que seguía viva y la estaba esperando en casa. Aaron.
Cuando el sacerdote pronunció la oración final, Kyla entonó para sus adentros una de su propia cosecha: «Haré que sigas viviendo, Richard. Te lo juro. Siempre estarás vivo en mi corazón. Te quiero. Para Aaron y para mí siempre estarás vivo, te mantendremos vivo en nuestra memoria».
Era como si estuviera dentro de una nube de algodón. De vez en cuando el estrépito del mundo se abría paso hasta su lecho. Eran interrupciones no deseadas. Los ruidos eran fuertes, el menor movimiento era sentido como un terremoto por su dolorido organismo. La luz le hacía daño. No quería saber nada, sólo deseaba sumergirse en la paz de la inconsciencia.
Pero las intrusiones eran cada vez más frecuentes. Empujado por una fuerza que no comprendía, asiéndose a los sonidos y las sensaciones, aferrándose precariamente a todas las sensaciones que le indicaban que seguía con vida, lentamente fue emergiendo, saliendo de la nebulosa blanca y protectora que lo envolvía para enfrentarse a lo desconocido.
Estaba tumbado boca arriba, respiraba, su corazón latía. Eso era lo único que sabía.
– ¿Puede oírme?
Intentó girar la cabeza en dirección a la voz, pero los pinchazos de dolor le atravesaron el cráneo, igual que balas que rebotaran en el interior de su cabeza.
– ¿Está despierto? ¿Puede contestar? ¿Tiene dolores?
Le costó, pero consiguió asomar la lengua entre los labios. Intentó humedecérselos, pero tenía la boca seca y áspera como la lana. Notaba la cara rara y no creía que pudiera mover la cabeza ni aunque no le doliera tanto.
– No, no se mueva. Tiene un brazo en cabestrillo.
Luchó con valor y por fin consiguió entreabrir un poco los ojos. Las pestañas, que se interponían en su campo de visión, parecían gigantes. Casi podía contarlas una a una. Luego se levantaron un poco más. Una imagen se movía delante de él como un ángel que flotara en el aire. Un uniforme blanco. Una mujer.
¿Una enfermera?
– Hola. ¿Cómo se encuentra?
Una pregunta idiota, señora mía.
– ¿Dónde…? -no reconocía aquel gruñido ronco. ¿Era su voz?
– Está en un hospital militar, en Alemania.
¿Alemania? ¿Alemania? Debía haberse emborrachado más de la cuenta la noche anterior. Aquello era un pesadilla.
– Estábamos preocupados. Ha estado tres semanas en coma.
¿En coma? ¿Tres semanas? Imposible. Pero si anoche había salido con la hija del coronel y habían recorrido todos los locales de diversión nocturna de El Cairo… ¿Por qué ese ángel le estaba contando que llevaba tres semanas en coma en… ¿dónde?, ¿Alemania?
Intentó fijarse más en lo que lo rodeaba. La habitación parecía rara. Tenía la vista nublada. Seguramente…
– No se preocupe si se le nubla la vista. Tiene el ojo izquierdo vendado -le informó la enfermera con amabilidad-. Quédese tranquilo, sin moverse, mientras voy en busca del médico. Querrá saber enseguida que ha recuperado la consciencia.
Él no la oyó marcharse. De pronto, el ángel se había desvanecido. Quizá lo hubiera imaginado, los sueños podían parecer muy reales.
Las paredes parecían oscilar de modo enfermizo. El techo se abombaba y luego se desinflaba. No había quietud. La luz de la única lámpara le hacía daño en los ojos… en el ojo.
La voz le había dicho que tenía vendado el ojo izquierdo. ¿Por qué? Sin hacer caso de las recomendaciones que le había hecho, levantó la mano derecha de nuevo. Era un esfuerzo hercúleo. El esparadrapo que sujetaba las agujas del suero le tiraba de los pelos del brazo. Era como si su mano tardara una eternidad en llegar hasta la cabeza y, cuando por fin llegó, sintió que lo invadía el pánico.
«Tengo toda la cabeza vendada». Levantó la cabeza de la almohada lo más que pudo, no más de dos o tres centímetros, y se miró el cuerpo.
Al cabo de unos segundos, un grito que resonó en todo el pasillo, y que parecía proceder directamente de las entrañas del infierno, hizo que la enfermera y el médico cubrieran a la carrera los metros que los separaban de la habitación y se precipitaran hacia la cama.
– Yo lo sujeto. Usted póngale un calmante -rugió el médico-. Va a estropear todo lo que hemos hecho hasta ahora si sigue moviéndose así.
Él notó el pinchazo de la aguja en el muslo derecho y gritó de indignación y frustración por su incapacidad para hablar, para protestar, para rebelarse.
La oscuridad volvió a cernirse sobre él. Unas manos tranquilizadoras lo obligaron a recostarse de nuevo en la almohada. Para cuando por fin apoyó la cabeza en ella, una dulce inconsciencia se había apoderado otra vez de él.
Se pasó días, ¿o semanas?, entrando y saliendo de aquel estado. No tenía ningún punto de referencia para calcular el tiempo. Empezaba a darse cuenta de cuándo le cambiaban las botellas de suero, de cuándo le tomaban la tensión, de cuándo revisaban los tubos y los catéteres que entraban y salían de su cuerpo. En una ocasión reconoció a la enfermera. En otra, oyó la voz del médico. Pero se movían a su alrededor como fantasmas, espectros solícitos en un sueño blando y brumoso.
Gradualmente, empezó a permanecer despierto periodos de tiempo cada vez más prolongados. Se acostumbró a reconocer la habitación, las máquinas que emitían pitidos con sus señales vitales. Cada vez era más consciente de su estado físico. Y sabía que era grave.
Estaba despierto cuando el médico apareció por la puerta y se puso a estudiar un gráfico colgado a los pies de la cama.
– Bueno, hola -dijo al ver que su paciente lo miraba fijamente. Le hizo el reconocimiento habitual y luego se apoyó en el borde de la cama-. ¿Es consciente de que está en un hospital, y bastante machacado?
– ¿Fue… un… accidente?
– No, sargento Rule. Hace un mes, lanzaron varias bombas contra la embajada en El Cairo. Usted es uno de los escasos supervivientes. Lo sacaron de entre los escombros, lo trajeron aquí. Cuando esté lo bastante recuperado, lo enviaremos a casa.
– ¿Qué… qué me pasa?
Un amago de sonrisa sobrevoló los labios del médico.
– Sería más fácil decir «qué no le pasa»-se frotó la barbilla-. ¿Quiere que sea sincero?
Un asentimiento apenas perceptible animó al médico a proseguir con franqueza y sin contemplaciones.
– Le cayó una pared de hormigón sobre el lado izquierdo del cuerpo y prácticamente todos los huesos de ese lado los tiene rotos, si no destrozados. Hemos hecho lo que hemos podido. El resto -hizo una pausa y respiró hondo-, bueno, se ocuparán los especialistas cuando vuelva a casa. Tiene por delante una recuperación larga, yo diría que por lo menos ocho meses, aunque quizá sea el doble. Necesita someterse a varias operaciones y muchos meses de rehabilitación y fisioterapia.
La tristeza que se reflejaba en la cara vendada era difícil de describir y de soportar incluso para el médico, que se había endurecido en los campos de batalla de Vietnam.
– ¿Podré…?
– Ahora mismo, cualquier pronóstico es arriesgado. En gran medida depende de usted, de los arrestos y la determinación que esté dispuesto a poner, de sus deseos de volver a andar.
– ¿Andar? Yo quiero correr -bromeó él.
El médico casi se echó a reír.
– Bien. Pero, por ahora, lo que tiene que hacer es recuperar fuerzas para que podamos hacerle unos remiendos.
Se despidió con una palmadita suave en el hombro derecho y se dio media vuelta para marcharse.
– ¿Doctor?
Éste se giró cuando oyó la voz ronca.
– ¿Y el ojo?
Miró a su paciente con simpatía.
– Lo siento, sargento. No hemos podido salvarlo.
Se alejó con brusquedad, como si tuviera prisa por finalizar su ronda, con un nudo en la garganta. El signo de desesperación más elocuente que había visto en su vida era esa solitaria lágrima resbalando por la mejilla demacrada del sargento.
Al día siguiente, se autorizaron las visitas y George Rule pudo ver a su hijo. Se acercó a la cama y agarró la mano derecha de Trevor. Despacio, se sentó en un silla que había al lado. Trevor no recordaba haber visto llorar a su padre, ni siquiera a la muerte de su madre, varios años atrás. En ese momento, sin embargo, el abogado de Filadelfia, capaz de aterrorizar a cualquier testigo que pretendiera mentir en un juicio, sollozaba amargamente.
– Debo tener peor aspecto de lo que pensaba -dijo Trevor en un rasgo de humor negro-. ¿Impresionado, eh?
El mayor de los Rule se recompuso. Los médicos le habían advertido que debía mostrarse optimista.
– No, no estoy impresionado. Llegué aquí antes que tú y te vi cuando te trajeron. Aunque no lo parezca, estás mucho mejor.
– Entonces debía estar hecho pedazos, porque ahora estoy fatal…
– Mientras estabas en coma, sólo me dejaban verte una vez al día, pero desde que te despertaste, no me han dejado volver a entrar. No querían que nada te alterara. Te pondrás bien, hijo mío. Ya he hablado con los médicos en Estados Unidos, con varios cirujanos ortopédicos que…
– Ayúdame, papá.
– Claro, hijo, haremos todo lo humanamente posible.
La última vez que Trevor y su padre se habían visto no había sido en buenos términos. Si no hubiera estado tan angustiado con su situación, Trevor habría notado inmediatamente el drástico cambio de actitud de su padre hacia él.
– Mira la lista de muertos. Mira a ver si está el sargento Richard Stroud.
– Hijo, no debes tener más preocupación que…
– ¿Lo vas a hacer o no? -dijo con voz quejumbrosa. La visita de su padre lo había agotado físicamente.
– Claro, claro que lo haré -se apresuró a responder George al notar la ansiedad de su hijo-. ¿Has dicho Stroud?
– Sí. Richard Stroud.
– ¿Un amigo?
– Sí. Le pido a Dios que no haya muerto. Si ha muerto, será por mi culpa.
– ¿Cómo va a ser culpa tuya, Trevor?
– Porque lo último que recuerdo es que me quedé dormido en su litera.
– ¡Eh, Stroud! ¿Estás despierto, compañero?
– Ahora sí -refunfuñó Richard-. Maldita sea, Besitos, son las tres. ¿Estás borracho?
– ¿Te apetece ir a tomar algo?
Richard Stroud se sentó en la litera y sacudió la cabeza para despertarse del todo.
– Has debido de pasártelo de miedo este fin de semana.
– De muerte. ¿Sabes lo que es un orgasmo?
Stroud se rió.
– Estás completamente borracho. Venga, te ayudo a quitarte los pantalones.
– Un orgasmo, un orgasmo. Han sido como tres. ¿O cuatro?
– ¿Cuatro? Eso sería un record incluso para ti, ¿no?
Stroud se encontró con un dedo frente a la punta de su nariz.
– Oooye, Schtroud. Tú siempre pensando lo peor de mí. Estoy hablando del cóctel. Un orgasmo: vodka, brandy y… ¿Ya me has quitado los pantalones?
– Si me ayudas un poco y levantas los pies del suelo…
– ¡Aaarriba! -Trevor Rule cayó sobre la litera y arrastró a Richard con él-. ¿Conoces a Becky? -preguntó con una sonrisa tontorrona.
– Creía que se llamaba Brenda -respondió Stroud mientras se libraba de los brazos de Trevor.
– Ah, sí. Ahora que lo pienso, me parece que es Brenda. Tiene unas piernas preciosas -entornó los ojos con gesto lascivo mientras Stroud lo ayudaba a quitarse la camisa-. Muslos fuertes. ¿Sabes a qué me refiero?
Stroud se rió entre dientes y movió la cabeza.
– Sí, sé a qué te refieres. No creo que al coronel Daniels le hiciera gracia oírte hablar de los muslos fuertes de su hija.
– Me parece que estoy enamorado de ella -Trevor hablaba con la seriedad de la que sólo son capaces los borrachos. Subrayó su afirmación con un eructo.
– Claro, claro. La semana pasada estabas enamorado de la secretaria morenita del tercer piso. Y la anterior, de la periodista de AP. Ahora venga, Besitos, vete a tu litera.
Le pasó los brazos por debajo de las axilas y trató de levantarlo, pero Trevor era un peso muerto que le sonreía plácidamente.
– Tengo una idea mejor -dijo Stroud al ver que era incapaz de moverlo-. ¿Por qué no duermes en mi litera esta noche?
En respuesta, Trevor se limitó a abrazarse a la almohada. Richard atravesó la habitación en dirección a la litera de Trevor. Se tumbó para intentar seguir durmiendo.
– Hasta mañanita.
Stroud levantó la cabeza y vio que Trevor le decía adiós con la mano como si fuera un niño.
– Hasta mañanita -respondió riendo.
Antes de que se despertaran, de madrugada, los terroristas atacaron la embajada.
La recuperación de Trevor fue incluso más dura de lo que había previsto, y eso que había previsto lo peor.
Permaneció en el hospital de Alemania durante un mes más antes de que lo enviaran a casa. Los especialistas que lo examinaron a su regreso a Estados Unidos se mostraron muy pesimistas. La parte izquierda de su cuerpo era un amasijo de huesos.
– Haga lo que pueda -pidió Trevor concisamente-, y yo haré el resto. Pero le aseguro que saldré de aquí andando.
Había pedido a las enfermeras que le leyeran los artículos de los periódicos relativos al bombardeo de la embajada. Pasó por varios estados de animo: incredulidad, desesperación, rabia. La rabia era saludable. Le dio fuerzas, necesarias para soportar el dolor, para sobreponerse a las sucesivas operaciones, para soportar las penosas sesiones de fisioterapia.
Cuando lo exoneraron del cumplimiento de sus obligaciones militares por razones de salud y se licenció, empezó a dejarse crecer el pelo. A la enfermera, que iba a afeitarlo todas las mañanas le pidió que le dejara bigote. No quiso que le pusieran un ojo de cristal.
– Me parece que es… espectacular -fue la opinión de una de las enfermeras.
Había varias alrededor de su cama cuando el médico le puso el parche negro en el ojo. La mitad de ellas estaban enamoradas de Trevor. La magnitud de sus heridas no lo había privado de su aspecto musculoso. Su belleza tan masculina, sus brazos largos y fuertes, el pecho ancho y las caderas estrechas eran tema de conversación frecuente en el cuartito de las enfermeras.
– Va muy bien con tu pelo negro y ondulado…
– Cuando salgas de aquí, vas a tener que quitarte de encima a las mujeres…
– A bastonazos, ¿no? Para algo me servirá el bastón -señaló Trevor mientras estudiaba el aspecto que le daba el parche en un espejo que alguien le había puesto en la mano.
– No te rindas todavía -lo animó el médico-. No hemos hecho más que empezar.
Se enteraba de los cambios de estación por el paisaje que veía a través de la ventana de la habitación del hospital. Los días se sucedían interminablemente. Llevaba la cuenta gracias a un calendario que tenía en la mesilla, donde apuntaba algo, al menos una cosa, referente a cada día que pasaba.
Una tarde, un enfermero que iba de vez en cuando a jugar al póquer con él después de su turno, dejó caer una bolsa de lona encima de la silla que había junto a la cama.
– ¿Qué es eso?
– Todo lo que han podido recuperar de tu habitación en El Cairo -respondió el enfermero-. Tu padre pensó que a lo mejor querías echar un vistazo, por si había algo que quisieras conservar.
No había nada, pero algo llamó la atención de Trevor.
– Pásame esa caja metálica, por favor.
Era una caja verde, cuadrada, con un asa en la tapa. El cierre de seguridad tenía sólo una cifra. Milagrosamente, se acordaba del número. Hizo girar la ruedecita y la caja se abrió. Levantó la tapa.
– ¿Qué es eso? -el enfermero alargó el cuello y echó un vistazo al contenido -. Parecen cartas.
Trevor sintió un dolor en el pecho que le subió hasta la garganta, tan fuerte que apenas podía hablar.
– Eso es lo que son, exactamente.
No se había acordado de ellas hasta ese momento, pero de pronto podía rememorar la conversación de aquella tarde con toda claridad:
– Oye, Besitos…
– ¿Qué quieres, Stroud?
– ¿Sabes esa caja metálica donde guardas tu baraja de póquer?
– ¿Qué pasa con la caja?
– ¿Te importaría guardarme esto? -algo avergonzado, Stroud alzó un fajo de cartas atado con un lazo.
– Ahhh. ¿Son de tu mujer, la que te ha vuelto casto como un monje?
– Sí -admitió Richard a regañadientes.
– No sabía que pudiera escribir.
– ¿Qué?
– No sabía que los ángeles hicieran cosas tan mundanas -bromeó Trevor, dando a su amigo un puñetazo amistoso en las costillas.
– No empieces tú también, por favor. Los chicos no dejan de tomarme el pelo por guardar las cartas, pero me gusta releerlas varias veces.
– ¿Son muy sentimentales? -los ojos verdes de Trevor brillaron con malicia.
– No mucho. Más bien personales. ¿Me las guardas o no?
– Claro, claro, guárdalas. Para abrir la caja sólo tienes que poner la rueda en el número cuatro, ¿ves?
– Cuatro, ¿no? Gracias, Besitos.
Él agarró el brazo de Stroud antes de que éste se alejara.
– ¿Seguro que no son sentimentales?
Stroud sonrió.
– Bueno, un poco.
Después habían ido a tomar una cerveza y aquélla había sido la última vez que había pensado en las cartas de la mujer de Stroud. Hasta ahora.
Bajó la tapa sintiéndose culpable, como si hubiera estado espiando a Richard y a su mujer mientras hacían el amor.
– Tira toda esa basura -dijo con irritación.
– ¿Te quedas con la caja de las cartas? -quiso saber el enfermero.
– Sí, me la quedo.
No sabía por qué. Probablemente tenía que ver con el hecho de que se sentía culpable de estar vivo mientras que Stroud había muerto por dormir en su litera.
Esa tarde, durante la sesión de rehabilitación de mano y brazo, se repitió un millón de veces que no iba a violar la intimidad de un muerto leyendo las cartas que le había enviado su mujer.
Pero cuando anocheció, cuando los pasillos se vaciaron de visitantes, cuando se repartieron las últimas dosis de medicamentos, cuando las enfermeras dieron el relevo al turno de noche, Trevor levantó la caja de la mesilla y se la puso sobre el pecho.
Estaba solo. Era de noche. Llevaba durmiendo solo más noches de las que podía recordar. Había sentido un gran alivio al notar que su cuerpo respondía cada vez que el enfermero le pasaba los últimos números de Playboy y Penthouse. Esa parte de su cuerpo no había sufrido daños.
Necesitaba estar con una mujer.
No era que no pudiera conseguir una. Sabía que si miraba de cierto modo a algunas de las enfermeras, estarían más que dispuestas a complacerlo.
Pero ya había disfrutado en su vida de todo el melodrama que podía aguantar. Como el hospital era un sitio donde todo se sabía y se cotilleaba, sería una tontería entablar una relación romántica, especialmente cuando lo que quería y necesitaba tenía poco o nada que ver con el romanticismo.
Sin embargo, anhelaba sentir las manos de una mujer. La voz de una mujer. Esa noche, al contrario que otras, no le apetecía hojear las revistas. Aquellas mujeres, con sus cuerpos voluptuosos, melenas abundantes y sonrisas afectadas sólo tenían dos dimensiones, como el papel satinado en el que estaban impresas.
En cambio, la que había escrito aquellas cartas era real.
La tapa de la caja se abrió sin ruido, pero el papel crujió cuando tocó las cartas. Retiró la mano. Luego se dijo que era un bobo y sacó la primera del montón.
Eran veintisiete en total. Las colocó en orden cronológico. Cuando terminó de ordenar, una tarea que sólo se justificaba por el deseo de posponer lo que suponía que era un grave pecado, abrió el primer sobre, extrajo las cuartillas y comenzó a leer.