Cuatro

El camino atravesaba un bosque de pinos, robles y pacanas. Al final había una casa en construcción. Incluso en aquella fase del proceso, Kyla vio que se trataba de un diseño moderno, impresionante. La parcela descendía por la pendiente hasta un riachuelo poco profundo.

– Es precioso, Trevor -exclamó, sin darse cuenta de la naturalidad con que el nombre había acudido a sus labios.

Pero él sí se percató y le sonrió mientras detenía el coche.

– ¿Te gusta?

– El entorno es muy bonito.

– Vamos, te lo enseñaré.

– Creo que no debería bajar -le daba vergüenza pasearse entre los trabajadores con aquel atuendo tan escueto. Éstos habían dejado de trabajar al ver que el coche se detenía en el claro.

– Aquí mando yo -afirmó Trevor abriendo su puerta-. Si te digo que bajes es porque puedes bajar.

El sol calentaba las piernas de Kyla, una brisa cálida las acariciaba. Pero ella se fijó más en las miradas que se clavaban en su persona mientras Trevor la guiaba por el terreno desigual, rodeando pilas de material de construcción, hacia la casa. Avanzaban con cuidado. Cuando se hubieron acercado lo suficiente, él lanzó una mirada con el ceño fruncido y la actividad se reanudó en la obra. Volvieron a oírse los golpes de los martillos y los zumbidos de las taladradoras.

– Cuidado con los clavos -le advirtió él. La agarraba por debajo del codo con una mano y con la otra rodeaba su cintura. Cuando hubieron salvado la mayoría de los obstáculos, muy a su pesar, Trevor apartó las manos-. Aquí estará la puerta de entrada. Estaba pensando en que tuviera una vidriera o algo así.

– Qué bonito.

– Y entras en un vestíbulo de techo muy alto con claraboyas en el techo.

– Me encantan las claraboyas, las ventanas en el techo.

– ¿Sí? -ya lo sabía por una de sus cartas.

…y entré. Era justo el tipo de casa que me encantaría tener. Moderna. Estaba rodeada de árboles y tenía claraboyas en el techo.

– Una vez vi una casa con claraboyas y me encantó.

– Cuidado con dónde pisas -Trevor le ofreció una mano gentilmente y la ayudó a bajar al siguiente nivel-. Este es el cuarto de estar. Muy informal, con una chimenea encastrada en la pared. El comedor está por aquí y la cocina por ahí.

Señaló un espacio vacío y Kyla trató de imaginarse cómo sería cuando levantaran las paredes. Se concentraba en la casa para no pensar en lo pequeña que resultaba su mano dentro de la de Trevor.

– ¿Puedes pasar por aquí?

– Claro -respondió ella, dando gracias por que su mano quedara libre.

Pero no fue así, él no la soltó sino que continuaba reteniéndola con firmeza mientras avanzaban de lado por un paso muy angosto.

– Éste es el dormitorio principal. Dentro de poco ya no se podrá pasar por las paredes, habrá que usar los corredores.

– Será una pena cerrarlo.

Las habitaciones eran amplias y aireadas, te daban la sensación de vivir al aire libre…

– Eso pienso yo. Casi todos los corredores tienen un pared con ventanas desde el suelo hasta el techo, para no tener la sensación de estar encerrado.

La luz de la tarde se colaba por las paredes a medio levantar y los rayos del sol iluminaban algunas partes del rostro de Trevor y dejaban otras en sombras. Arrancaban reflejos de su pelo negro azabache. El bigote crecía sobre unos labios tan sensuales que casi parecía que estuviera haciendo pucheros.

Kyla apartó su mano de la de él y tuvo que contenerse para no frotarla con la otra con el fin de librarse de su hechizo. Aunque le había agarrado la mano de la forma más natural, no pensaba que fuera en absoluto natural. No era posible que un hombre con la cara y el cuerpo de Trevor Rule no fuera un conquistador. Seguro que coleccionaba corazones como trofeos. Cuanto antes supiera que ella no estaba dispuesta a dejarse cazar, mejor.

– Y aquí, ¿qué va? -preguntó, poniendo distancia entre ellos.

– Otra chimenea.

– Será broma…

– No, ¿por qué?

Ella siempre se había imaginado la casa de sus sueños con chimenea en el dormitorio, pero algo le advertía que no debía decírselo a Trevor.

– Por nada. Lo de tener una chimenea en el dormitorio suena muy bien.

– Y muy romántico.

Ella apartó la mirada.

– Me imagino que sí.

– ¿Señor Rule? -uno de los carpinteros se había acercado, pero hasta ese instante no lo habían visto-. Perdone, pero ya que está aquí, me gustaría preguntarle una cosa. Es sobre el rincón del desayuno.

– Claro. En seguida voy -retrocedieron sobre sus pasos y fueron hacia la cocina.

– Aquí, en este comedor informal, dijo que quería una ventana. ¿En qué pared? -preguntó el carpintero.

Trevor cruzó los brazos sobre el pecho y giró sobre los talones para mirar a Kyla.

– Como parece que tienes intuición para estas cosas, ¿en qué pared crees que iría mejor la ventana?

– Pero si yo no sé nada de construcción…

– Sólo te pido tu opinión.

– Bueno -vaciló ella-, veamos. Eso es sur, ¿verdad? Y el este es por allí.

– Exacto -confirmó el carpintero.

Ella se quedó mirando el espacio vacío unos instantes y dijo:

– ¿Y por qué no dos? -ante sus expresiones de confusión, continuó-: ¿Podrían confluir en la esquina? Tal vez se podría poner uno de esos tejados inclinados que son de cristal. Así sería como estar desayunando en el bosque, rodeado de árboles.

El carpintero se rascó la cabeza con expresión escéptica.

– He visto esos miradores prefabricados. Sí, podría funcionar.

Trevor, encantado con la idea, dio una palmadita en la espalda a su empleado.

– Consulte mañana con el arquitecto y ya me dirán. Me encanta la idea -se volvió hacia Kyla-. ¡Gracias!

Ella notó que se ruborizaba.

– Seguro que al arquitecto no le hará ninguna gracia que le cambie los planos.

– Al arquitecto le conviene tenerme contento.

Salieron de nuevo al exterior y se dirigieron hacia el coche.

– Esta casa va a ser espectacular -confesó Kyla con sinceridad-. Me pregunto quién terminará viviendo aquí.

– Nunca se sabe. A lo mejor Aaron y tú.

Esas palabras tan imprevistas la hicieron tropezar con unas sacas vacías de polvo de cemento. El brazo de Trevor se apresuró a rodearle la cintura y la sujetó contra su pecho para evitar que se cayera.

– Cuidado. ¿Estás bien?

Estaba perfectamente, pero de repente le faltaba el aliento, la piel le hormigueaba y notaba una sensación rara en el estómago. Ya casi no recordaba lo agradable que resultaba estar en brazos de un hombre. La loción de afeitar, la colonia, el sudor… Se le habían olvidado aquellos olores tan masculinos. Era fuerte, recio, flexible. Notó su aliento en la mejilla cuando inclinó la cabeza hacia ella, solícito.

– Es-estoy bien -tartamudeó, y se escabulló de sus brazos.

– ¿Seguro?

– Sí, sí. Es que soy un poco patosa.

El tropiezo había hecho que se le soltara una de las tiras de la sandalia. Se agachó para ajustarla de nuevo y, cuando lo hizo, uno de los trabajadores silbó admirativamente. Ella se incorporó y miró a su alrededor. Todos parecían muy concentrados en el trabajo, demasiado inocentes para no ser culpables.

Levantó los ojos hacia Trevor, que sonreía tímidamente.

– No se puede negar que tienen buen gusto -dijo encogiéndose de hombros-. ¿Lista?

Desde luego que estaba lista para marcharse de allí. Había salido para complacer a Babs y a su padre. No deberían haber tardado más de media hora. ¿Cuánto tiempo les llevaría volver, ir hasta la heladería y tomar un helado?

Para llegar hasta allí, habían tenido que atravesar toda la ciudad. No tenía sentido que hubiera ido con él a una obra para darle su opinión sobre la casa que estaba construyendo. ¿En qué estaría pensando para haberse metido en aquel lío?

– Es mejor que me lleves a casa -dijo en cuanto volvieron al camino lleno de baches-. Aaron estará a punto de despertarse.

– Te había prometido un helado.

– No importa.

– A mí sí me importa.

Y, al parecer, aquello ponía fin a la discusión, o eso parecía indicar la tensión de su mandíbula. Kyla entrevio otra faceta de Trevor Rule. Tal vez fuera tan bondadoso como para meterse en una fuente a rescatar a un niño; tal vez fuera tan afable como para empujar un carrito por un centro comercial atestado de gente un sábado por la tarde; tal vez incluso pudiera mostrarse tan amable como para llevar en coche a casa a una mujer cuyo coche se había quedado sin batería. Pero tenía un fondo de obstinación muy masculino. Ese autoritarismo la intimidaba un poco y resultaba vagamente inquietante incluso allí, dentro de un coche familiar y climatizado.

El coche era otra contradicción. Ella le habría adjudicado un modelo potente, de estilo deportivo, bajo, reluciente y, probablemente, importado. Y, en cambio, resultaba que conducía un típico coche estadounidense, conservador, propio de una familia de clase media con un amplio asiento trasero donde muy bien se podría instalar la sillita de Aaron.

¡Cielo santo! ¿Qué le había hecho pensar tal cosa?

– ¿Cuál te gusta más?

Ella dio un salto en el asiento, sobresaltada por la repentina pregunta, que parecía interrogar su pensamiento.

– ¿A qué te refieres?

– A los helados. A mí el que más me gusta es el de chocolate con almendras.

– ¡A mí también!

Él la miró sonriendo.

– ¿En serio?

– Cuando se trata de un tema así, siempre hablo en serio.

Aquel primer domingo de verano, la heladería estaba repleta de gente. Trevor le indicó que se sentara en uno de los taburetes que había cerca del escaparate y se puso a la cola. Ella quería una bola; él, dos.

– No sé si voy a ser capaz de comerme todo esto -anuncio Kyla chupando su helado.

– Ánimo. Vamos fuera. Tienes frío.

En el interior de la heladería, el aire acondicionado estaba al máximo, y Kyla tenía la piel de gallina en brazos y piernas. No sabía si sentirse impresionada por lo atento que era o si la desconcertaba que estuviera tan pendiente de su cuerpo como para darse cuenta de que tenía frío.

Cuando estaban saliendo, se cruzaron con una familia de cinco personas que entraba. Una niña de unos seis años dijo:

– Papá, ¿qué lleva ese señor en el ojo?

Los padres, mortificados, la empujaron dentro del establecimiento y, con susurros frenéticos, le prohibieron que se quedara mirando a Trevor.

– Lo siento -murmuró éste.

Kyla no sabía qué decir. Se sentía incómoda por él y por los padres. No era culpa de la niña. La curiosidad de los niños era algo natural, y no pretendían ser crueles.

– ¿Te molesta que te vean conmigo? -hablaba a la defensiva.

– ¡No! -exclamó ella volviéndose hacia él.

– Sé que el parche asusta a la gente.

– A algunos les resulta atractivo.

Él la miró sorprendido y ella tuvo que explicarse.

– Babs dice que te da aspecto de bandolero.

Él sacudió la cabeza entre risas.

– Conque un bandolero, ¿eh? -luego su sonrisa se desvaneció-. Un bandolero que asusta a los niños.

– Aaron no se asustó -señaló ella tranquilamente.

– Es cierto, no se asustó -su postura tensa empezaba a relajarse-. Lamento que te haya violentado lo que ha dicho esa niña.

– No me ha violentado. Pero me imagino que este tipo de situaciones deben resultarte incómodas.

– Ya me estoy acostumbrando -dio un lametón a su helado y luego se pasó la lengua por el labio de arriba, debajo del bigote. Kyla se preguntó cómo sería, ¿sedoso o más bien áspero?-. Algunas veces incluso me olvido de cómo puede parecerle a otra gente. Como hoy. Iba en pantalones cortos, pero luego me los he quitado y me he puesto los vaqueros.

– ¿Por qué?

Él se rió.

– Si te parece que el parche puede asustar a alguien, deberías ver cómo tengo la pierna izquierda. No quería causarte repulsión.

– No seas tonto. Conmigo, puedes ponerte pantalones cortos siempre que quieras.

Él la miró fijamente a los ojos y su sonrisa se volvió pensativa.

– Lo recordaré -dijo bajando la voz.

«Maldición», se dijo Kyla para sus adentros. ¿Habría entendido Trevor que ella estaba insinuando que le gustaría que volvieran a verse? Decidió cambiar de tema.

– ¿Tuviste un accidente?

– Algo así.

Otro patinazo. Era obvio que hablar de sus discapacidades no le agradaba y que rehuía el tema. Kyla pensó en algo que decir, pero no se le ocurrió nada. ¿Qué tenían en común, aparte de media hora de ajetreo en un centro comercial?

A Trevor no parecía incomodarlo aquel silencio. Fueron hasta una pérgola sombreada por una parra que permitía escapar del sol estival. Se sentaron en el banco que rodeaba la mesa y se aplicaron en comer los helados.

– ¿Mejor? -preguntó él tras un largo silencio, señalando el brazo de Kyla con un movimiento de cabeza-. Ya no tienes la piel de gallina.

– Mucho mejor -si ahora se le ponía la piel de gallina sería porque el muslo de Trevor estaba casi rozando el suyo. En algunos momentos notaba el roce del algodón de los vaqueros en la piel desnuda del muslo.

– Hoy llevas otras botas -observó ella. El barquillo del cono crujió al morderlo.

Él se miró los pies, que estaban calzados con otro par de botas de piel de lagarto. Kyla debía de saber que no eran precisamente baratas.

– Hasta hace poco nunca había llevado botas tejanas. Ahora me digo que quizá nunca vuelva a usar otro tipo de calzado.

La heladería estaba situada en una zona comercial llena de tiendas y boutiques. El promotor de aquella especie de centro comercial al aire libre, que era uno de los más listos de Chandler, había creado un área ajardinada en el centro de esa zona comercial al aire libre. Había sauces que inclinaban las ramas sobre un arroyo, creado por la mano del hombre y bordeado de rocas, como si quisieran rendir homenaje a la corriente de agua que discurría bajo ellos. Había jardineras repletas de flores. Era un rincón bucólico para sentarse en el césped o dar un paseo de la mano.

Kyla vio que otra pareja se había sentado cerca de la pérgola. Era obvio que los dos jóvenes estaban tan concentrados el uno en el otro que no se habían fijado en ellos. Hablaban en murmullos, él la abrazaba por la cintura y ella tenía los brazos en torno a su cuello. Se hacían carantoñas, hablaban con el idioma universal de los enamorados.

– Tú no eres de por aquí -Kyla se aclaró la garganta con dificultad, preguntándose si Trevor habría visto a la otra pareja. Como tardaba en responder, lo miró y vio que tenía la vista clavada en los jóvenes.

Al notar que ella lo miraba, apartó la vista y volvió la cabeza, sintiéndose culpable.

– Eh… no. Soy de Filadelfia. Me eduqué en el Noreste.

La mano del chico acariciaba los brazos de la chica, las yemas de sus dedos resbalaban desde los hombros hasta los codos y volvían a subir. Luego llevó una mano hasta el cuello de ella.

– Por eso no tienes acento de por aquí.

El joven estaba besando a su pareja con delicadeza, con levedad.

– Me imaginó, sí.

La chica inclinó la cabeza hacia atrás y dijo algo que hizo reír al chico.

– ¿Tienes familia? -la voz de Kyla era casi un suspiro y su respiración, entrecortada, como si fuera su propio cuello el que estuvieran recorriendo los labios del chico.

– ¿Familia? -repitió Trevor lentamente-. Ah, familia. Sí, mi padre. Es abogado.

La boca del chico retiró el cuello de la blusa de la chica y desapareció bajo la tela. Pensativamente, Trevor se acarició el bigote con la punta de la lengua.

– ¿Nadie más, sólo tu padre?

La chica dejó escapar un gemido y llevó una mano al pecho del chico. Le pasó el pulgar lánguidamente por encima de la tela, cerca de la tetilla.

Trevor se revolvió inquieto y tosió.

– Nada más. Mi madre murió hace varios años, y soy hijo único.

Los enamorados se besaron, esa vez plenamente. Sus cabezas apenas se movían, sus lenguas se acariciaban. Movían brazos y piernas para atraer hacía sí al otro hasta acoplar sus cuerpos anhelantes. Los muslos estaban entrecruzados. La brisa que soplaba llevaba los gemidos de placer y los murmullos de excitación hasta donde estaban Kyla y Trevor.

Ella notó que el muslo de Trevor se apretaba contra el suyo.

– Chúpalo.

Ante aquella brusca orden, los ojos de Kyla se fijaron en aquel único y feroz ojo verde.

– ¿Qué?

– Que lo chupes. Rápido, antes de que empiece a gotear.

Ella abrió los labios, parpadeó y lo miró de nuevo, muda.

– El helado… -aclaró él.

Aquello la despertó e inmediatamente se echó hacia atrás.

– ¡Ay! -el helado le chorreaba por los dedos.

Trevor se levantó bruscamente con expresión de dolor.

– ¿Has acabado?

Ella miró los restos del cono de barquillo y vio que prácticamente lo había hecho migas. Como si la hubieran sorprendido con un arma mortífera en la mano, se apresuró a deshacerse de él y casi se lo tiró a las manos.

– Sí, ya no quiero más.

Por mucho que lo deseara su mente, su corazón no reducía el ritmo acelerado de sus latidos. Tenía la boca seca. Señor, lo que daría por una respiración profunda. Oxígeno, eso era lo que necesitaba para espantar el vértigo que se había apoderado de ella por primera vez cuando él había mencionado que Aaron y ella tal vez acabaran viviendo en la casa del bosque.

Trevor fue hasta una papelera que había cerca de la pérgola y tiró allí los restos de los helados. Kyla se puso en pie, aunque las rodillas le flaqueaban, y lo siguió. Él estaba asombrado de lo guapa que estaba, allí, al aire libre, sin arreglar.

El sol arrancaba reflejos dorados a su pelo, que le enmarcaba el rostro. Tenía los labios muy rojos, húmedos y entreabiertos. Sus ojos estaban entrecerrados, lo miraba a contraluz. Se veían las pestañas, largas y rizadas, que rodeaban unos ojos de un marrón aterciopelado.

– ¿Trevor?, ¿te pasa algo?

– No -replicó él con voz ronca-. Es que te estaba imaginando tomando el sol en la terraza de tu cuarto.

A Kyla se le subieron los colores. Se ruborizó hasta la punta de los cabellos. No dijo nada, pero era como si no pudiera apartar los ojos de él.

– Seguro que es algo digno de verse -continuó Trevor.

Ella tragó saliva.

– Sí. Babs tiene un tipo estupendo.

Él aguardó unos instantes interminables antes de volver a hablar, y bajó la voz.

– No estaba pensando en Babs.


Cuando se detuvieron delante de la casa, Kyla sabía que había un par de ojos en cada ventana. Lo que deseaba en ese momento era bajar del coche y echar a correr hasta la puerta, pero sabía que un caballero como Trevor no lo permitiría. Efectivamente, él rodeó el coche, le abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Ella hizo como que no la había visto. No podría soportar que se tocaran de nuevo.

Una vez en el porche, lo miró, pero se sentía muy incómoda. No había sido capaz de aguantar su mirada desde que había mencionado lo de que le gustaría verla tomando el sol.

– Gracias, Trevor, lo he pasado bien.

«Lo insípida que puedes llegar a ser, Kyla», se dijo. Probablemente él no veía la hora de marcharse.

«Tendría que haberme callado, en vez de hacerme el pícaro y soltar ese comentario sobre cómo toma el sol. Seguro que lo he estropeado todo», pensaba él.

– Yo también -de pronto, era como si las botas le quedaran pequeñas, hizo bascular el peso de un pie a otro-. Bueno, adiós, Kyla.

– Adiós.

Ella se volvió hacia la puerta de la casa y casi se choca con su madre, que salía al porche en ese instante.

– Ay, qué susto -comentó Meg, alterada por el amago de encontronazo-. Qué alegría verlo de nuevo, señor Rule.

Hablaba como si no esperara encontrarlo allí, pero se notaba que su sorpresa era fingida. Kyla reparó en que Trevor también se había dado cuenta y quiso que la tragara la tierra.

– Hola, señora Powers.

– Acabo de preparar unos sandwiches y limonada, íbamos a tomarlos en el jardín de atrás, ¿por qué no nos acompaña?

Trevor estaba tentado, pero miró a Kyla y vio que ésta tenía una sonrisa tensa. Mejor no, pensó. Aquel día ya había tentado mucho a la suerte. Si no hubiera hecho ese comentario sobre los baños de sol… Pero había dicho lo que había dicho. Bueno, maldita fuera, estaba para comérsela y había aguantado mientras ella se comía el helado con unos gestos llenos de erotismo. En fin, el mal ya estaba hecho.

Muy a su pesar, rehusó la invitación de Meg.

– Me encantaría, pero tengo que terminar un trabajo pendiente.

La sonrisa de Meg se desvaneció.

– Qué pena. Bueno, en otra ocasión.

– Me encantaría.

Sonrió a ambas, bajó los escalones del porche y fue hasta su coche. En cuanto desapareció de vista, Babs y Clif se apresuraron a precipitarse en el porche.

– Bueno, ¿cómo ha ido? -quiso saber Babs-. ¿Te ha pedido que vuelvas a salir con él?

– ¿Vais a veros otro día?

– ¿Te ha pedido permiso para llamarte a casa?

– ¡Por amor de Dios! -exclamó Kyla, malhumorada-. A ver si crecéis un poco y me dejáis tranquila -se abrió paso con aspavientos y entró en la casa dando bufidos. Pero ¿con quién estaba enfadada? ¿Con Trevor, con sus bienintencionados padres, con Babs o consigo misma?

Porque la verdad era que lamentaba un poco, un poquito, que Trevor no hubiera aceptado la invitación de su madre.


– No, no, Aaron -repitió Kyla por centésima vez-. No toques las flores.

Estaban en la trastienda de Traficantes de pétalos. Meg, que normalmente se quedaba con Aaron mientras Kyla iba a trabajar, había tenido que acudir al dentista. Clif no había vuelto a tiempo de un recado, así que ella se había llevado a Aaron a la tienda diciéndose que no se quedaría allí mucho tiempo.

No lo perdía de vista mientras revisaba la contabilidad del mes. Cuando habían tomado la decisión de abrir la tienda, se habían repartido el trabajo. Babs se ocupaba de abrir y cerrar y de la atención al público mientras que ella se dedicaba a hacer los pedidos, pagar las facturas y llevar la contabilidad. A Babs le encantaba la gente, pero era un desastre con los números. Ocuparse de los libros de contabilidad permitía a Kyla un horario flexible, lo cual era fundamental en su caso, con un niño del que ocuparse.

Mientras ponía un rollo de papel nuevo en la calculadora, le pareció oír la campanilla de la puerta de entrada. No prestó atención hasta que le llegó la voz de Babs.

– ¿Kyla?

– ¿Mmm? -respondió, ausente, pendiente de las sumas que estaba tecleando en la calculadora.

– Tienes un cliente.

– Un clien…

La palabra murió en su boca mientras Trevor Rule aparecía por la puerta batiente que separaba el espacio de atención al público de la trastienda.

– Hola.

Babs surgió tras él, con la sonrisa más grande que Kyla había visto en su vida.

– He pensado que te gustaría ocuparte en persona de este cliente.

Los ojos de Kyla parecían querer asesinar a su amiga. La tarde del domingo había sido una tortura. Habían cenado en la mesa de picnic del jardín trasero, debajo de los árboles. La pintura de la mesa estaba levantada porque ese mueble llevaba en el jardín desde siempre. De niñas, Babs y ella la tapaban con mantas para hacerse debajo una «tienda».

– ¿Es que no nos vas a contar nada? -había preguntado Babs con la boca llena.

– No hay nada que contar -había respondido Kyla-. Y ¿queréis hacer el favor de dejar de mirarme los tres? No me va a crecer la nariz como si fuera Pinocho.

– Puedes estar mintiendo por omisión -sermoneó Babs-. No es muy deportivo por tu parte dejarnos in albis.

Kyla dejó el cuchillo en el plato, contó hasta diez sin apartar la vista de él y luego levantó la cabeza.

– De acuerdo. Me llevó al bosque, aparcamos, me arrancó la ropa e hicimos el amor desenfrenadamente y con pasión en el asiento trasero. Éramos como animales en celo, nos consumía la lujuria.

Cuando terminó, ella era la única que sonreía.

– No tiene gracia -dijo Meg severamente-. Llevamos meses diciéndote que eres demasiado joven para quedarte encerrada, que debes seguir viviendo. Te hemos estado animando a que salgas con chicos, y el señor Rule es el primero del que no has salido huyendo. Simplemente, estamos contentos por ti.

Kyla los miró con cansancio.

– De eso se trata, mamá. No hay nada de lo que estar contento. Mi marido se llamaba Richard Stroud y se murió. Seguirá siendo mi marido hasta el día de mi muerte. No voy a enamorarme otra vez de nadie que no sea Richard, y tampoco lo estoy buscando.

– Amor, amor, amor -exclamó Babs, exasperada-. ¿Por qué siempre tienes que sacar el amor a colación? ¿Por qué no puedes salir, sencillamente, a divertirte? Disfruta. No tienes que estar enamorada de un chico para pasarlo bien con él.

– A lo mejor tú no, pero yo sí. Y lo sabes muy bien, Babs. Y también sabes perfectamente que los hombres no salen con las mujeres sólo para divertirse un rato, sino que, a cambio, esperan irse con ellas a la cama. Lo siento, mamá; lo siento, papá -se disculpó al ver que éstos palidecían-, pero así son ahora las cosas. Y no quiero volver a oír hablar de Trevor Rule ni de ningún otro. No estoy en el mercado. ¿Está claro?

Los tres se habían plegado a sus deseos y habían cambiado de tema, aunque ella sabía que Trevor Rule estaba lejos de ser un asunto cerrado. El lunes, cada vez que sonaba el teléfono sus padres corrían a contestar, esperando que fuera Trevor. Y en la tienda, Babs hacía lo mismo. Kyla se alegraba de que ninguna de las llamadas hubiera sido de quien obviamente esperaban.

Se alegraba, aunque estaba una pizca decepcionada. Al menos podría haber intentado ponerse en contacto con ella y darle así la satisfacción de decirle que no quería volver a verlo. A pesar de sus buenas intenciones, se encontraba a menudo pensando en él.

Y al verlo ahora allí, en la trastienda, se le revolvió el estómago. Un murmullo sordo, como el del océano, le llenaba los oídos.

– Hola, Trevor.

Alguna agencia de publicidad debería proponerle hacer de modelo de pantalones vaqueros, pensó. Le sentaban de miedo. Llevaba una camisa de algodón que rellenaba a la perfección: pecho, brazos… El viento le había revuelto el pelo. El parche le daba un aire peligroso, como de mercenario, de hombre que vivía más allá de las leyes, con el que había que tener cuidado. Mucho cuidado.

Desmintiendo su imagen de macho, Trevor se acuclilló para hablar con Aaron, que estaba delante de una gran cámara frigorífica donde se guardaban las flores.

– Hola, scout.

El niño estaba golpeando el cristal con las dos manitas, lleno de entusiasmo. Trevor le dio una palmadita en el trasero y Aaron gorjeó encantado a modo de saludo. Dedicó al inesperado visitante una gran sonrisa que dejó ver sus dientes.

– Tengo trabajo, perdonad -dijo Babs, y desapareció.

Sin razón, Kyla se puso de pie. Luego, cuando también Trevor se incorporó, volvió a sentarse. Si hubiera podido ver el lado cómico de aquel sube y baja, se habría echado a reír.

– Estás muy guapa -dijo él.

Ella se miró el vestido, muy normalito. Era de color champán, sabía que ese tono le sentaba bien, pero no era nada especial y se preguntó a qué vendría ese comentario. Luego se dio cuenta de que él nunca la había visto arreglada.

– Gracias.

¿Se suponía que ella también debía decirle que estaba guapo? Pues no estaba guapo. Su aspecto era… sexy. Desde luego, no iba a decírselo, estaba segura de que ya lo sabía.

– Huele bien aquí.

Las manos de Kyla se aferraban al bolígrafo. Se obligó a relajarlas.

– Es una de las ventajas de trabajar en una floristería. Siempre huele bien.

– Pensaba que eras tú. Tu perfume.

Volvió a aferrarse al bolígrafo. Su mirada se apartó de la cara de Trevor y fue a recaer en Aaron.

– Aaron, no.

Se levantó de la silla y rodeó el escritorio en un intento por salvar los claveles. Estaban en un cubo de agua, listos para los centros de flores que les habían encargado por la mañana. Se acuclilló y apartó al niño de los claveles e intentó distraerlo con sus juguetes.

– Anda, juega un poco con el osito Pooh.

Cuando se puso de pie, se encontró a tan sólo unos centímetros de Trevor. Se apresuró a retroceder.

– Se mete en todo -nerviosa, se llevó una mano a la cadena de oro que llevaba al cuello, la cual parecía atraer la atención de Trevor. Ni el conde Drácula habría estudiado su cuello con tanto interés.

– ¿Traes siempre a Aaron al trabajo?

– No.

Le contó que su madre tenía hora en el dentista. En ese momento no sabía si deseaba que su madre apareciera y la salvara de estar a solas con Trevor… o si más bien prefería que no llegara a enterarse de que él había ido a verla a la tienda.

Pero ¿por qué le estaba dando tanta importancia? Era un cliente más.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– Ah, sí -contestó él, concentrándose de nuevo-. Quería hacer un encargo.

– Muy bien.

Varios pensamientos acudieron a su mente. El principal era para quién serían las flores. Si no quería nada más que eso, ¿por qué no lo había resuelto con Babs? Dios mío, tal vez no quería verla y había sido Babs la que lo había empujado hasta allí, cuando todo lo que él pretendía era hacer un encargo.

– Yo…, vamos a ver, sí, aquí está el cuaderno de pedidos -lo agarró y escribió el nombre de Trevor-. ¿Qué tenías en mente?

– No sé muy bien. ¿Qué puedes sugerirme? -él se colocó tras ella cuando Kyla se inclinó sobre el escritorio para rellenar la hoja de pedido. Ella notaba el roce de las piernas de Trevor contra su falda y se acordó de una película francesa que Babs le había llevado a ver unos meses atrás. Cerró los ojos un instante, hasta que la imagen pornográfica desapareció.

Tomó aire y preguntó:

– ¿Es para una fiesta, para obsequiar a alguien…?

– Para un cena de negocios, pero no formal.

¿Una cena de negocios? ¿Dónde? ¿Para quién serían las flores?

– Una cena de negocios, de acuerdo

– Me gustan las orquídeas -dijo él.

– ¿Orquídeas?

– Sí. Ésas que son grandes, blancas, como esponjosas.

No te imaginas lo que encontré el otro día en una caja. La primera orquídea que me regalaste para el bailé de primavera Chi Omega. ¿Te acuerdas? En ese baile me enamoré de ti y de las orquídeas de campana.

Kyla miró a Trevor, asombrada.

– ¿De campana?

– ¿Cómo?

– Orquídeas de campana. Son las flores que has descrito. Es un híbrido -como él no decía nada, Kyla prosiguió-. Son muy bonitas. Tienen pétalos blancos grandes y rizados, y la garganta es muy dorada -él no dejaba de mirarle los labios mientras hablaba. Ella se preguntó cómo, en sólo unos segundos, la palabra «garganta» podía de repente sonar tan provocativa.

– A ésas me refería.

– Tengo… tengo que encargarlas a Dallas. ¿Para cuándo las necesitas? -¿por qué la miraba como si quisiera comérsela y por qué lo permitía ella?

– Para el sábado por la noche -Trevor se acercó un poco más.

– Entonces no hay problema -respondió Kyla bruscamente, alarmada por la paz que parecía reinar en la trastienda y por lo cerca que estaban el uno del otro, tan cerca que podría contar cuántos pelos tenía en el bigote.

Volvió a inclinarse sobre el escritorio.

– ¿Una flor o dos?

– Dos.

– Son caras.

– No importa. No quiero escatimar el dinero.

– ¿A qué hora quieres que las entreguen?

– ¿Hacéis reparto a domicilio?

– Sí.

– Entonces el sábado por la tarde.

– ¿La dirección?

– East Stratton doscientos veintitrés.

El bolígrafo se escapó de los dedos de Kyla, que se habían quedado repentinamente sin fuerza. Rodó sobre el escritorio, llegó al borde y se cayó al suelo. Ella se dio la vuelta y se encontró con un rostro moreno e imponente inclinado hacia ella.

– Es mi casa.

– ¿Quieres acompañarme a la cena?

Sin decir palabra, ella se quedó mirándolo y movió la cabeza antes incluso de encontrar las palabras para responder.

– No, no puedo.

– No se trata de una cita, no es como si saliéramos los dos solos -se apresuró a decir él-. Es una cena para banqueros y otros potenciales financiadores. Un grupo de promotores hemos hecho un vídeo de presentación de las oportunidades de negocio en Chandler.

– ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?

– Tú eres de aquí, yo soy un recién llegado. Quisiera que me presentaras a gente, que me acompañaras para integrarme mejor.

Kyla sabía perfectamente que Trevor Rule no necesitaba que nadie lo presentara y lo integrara. Con una sonrisa como la que en ese instante le estaba dirigiendo a ella, la gente, en especial las mujeres, acudirían en tropel. Con esa sonrisa uno podía vender cualquier cosa, desde dentífrico hasta brandy. Trevor Rule tenía carisma, era el tipo de persona que atraía tanto a los hombres como a las mujeres. Todos querrían conocerlo.

– No, Trevor, lo siento, pero no puedo.

Tal vez habría aceptado si él no hubiera representado una amenaza, pero era tan atractivo… Si la veían en compañía del nuevo soltero de oro de Chandler, se dispararían los rumores. El domingo por la mañana, las amigas de su madre ya estarían hablando de boda.

Él dejó escapar un lamento y se frotó la nuca.

– Nunca creí que tuviera que recurrir a esto para conseguir que una mujer guapa salga conmigo, pero mi situación es desesperada.

– ¿Recurrir a qué?

Él le dirigió una mirada engatusadora. El ojo verde parpadeaba.

– Me debes un favor.

– ¿Alguno de vosotros conoce a este rufián?

Los dos se volvieron a la vez hacia la puerta y vieron a Babs, con Aaron en brazos. Éste llevaba en la mano tres claveles, que sujetaba en el puño bien cerrado y mojado. Había un reguero de flores tronzadas que iba desde la trastienda hasta la tienda. Los tallos habían ido soltando agua y el suelo estaba salpicado de gotas. Aaron los saludó con la otra mano.

– Dios mío, Babs, lo siento -Kyla se acercó rápidamente a su amiga y tomó a Aaron en brazos.

– No pasa nada. Sólo ha roto claveles por valor de unos diez dólares, por no hablar del jarrón en el que estaba metiendo a su osito de peluche. Debíais de estar ocupadísimos aquí dentro -sus ojos azules miraban burlonamente a Trevor y a Kyla, pasaban de uno a otro.

– Estábamos… eh… el señor Rule estaba haciendo un pedido.

Babs los miró con complicidad, esbozó una sonrisa condescendiente y dio media vuelta.

– ¿Entonces? -preguntó Trevor-. ¿Qué me dices del sábado por la noche?

– No sé -Kyla intentaba arrebatarle los claveles a Aaron porque temía que se los llevara a la boca y no sabía si eran venenosos. Cuando por fin logró quitárselos, la mano gordinflona del niño se lanzó a atrapar uno de sus pendientes.

¿Cómo iba a luchar con el niño y al mismo tiempo tomar una decisión como ésa? Podía rechazar con frialdad la invitación de Trevor, por muy encantador que se hubiera mostrado él al hacérsela. Nunca había tomado un pedido que estuviera dirigido a ella misma, pero tanto encanto en un hombre que apenas conocía la inquietaba.

Lo cierto era que le debía un favor, y si aquello era una cena de negocios…

– ¿Entonces no se trata de una cita? -se aventuró.

– No.

– Porque no quiero que luego haya equívocos.

– Entiendo.

– Quiero decir que soy viuda y no salgo con hombres.

– Ya me lo has dicho en otra ocasión.

Cierto. Entonces ¿por qué le daba tantas vueltas? Él iba a empezar a pensar que le estaba dando demasiada importancia a una simple cena.

– Está bien, te acompañaré.

– Estupendo. Te recogeré el sábado a eso de las siete. Y no te olvides de las orquídeas.

– ¿De verdad quieres que las encargue?

– Pues claro. Adiós, Aaron -pellizcó la barbilla del niño-. Hasta el sábado por la tarde, Kyla.

Segundos después de que hubiera desaparecido detrás de la puerta batiente, apareció Babs.

– «Hasta el sábado por la tarde, Kyla». ¿Ha dicho eso?

– Sí, voy a ir con él a una cena de negocios.

– Fantástico -aprobó Babs, dando palmaditas-. ¿Qué te vas a poner?

– Nada especial -al ver que su amiga abría la boca sorprendida, suspiró con resignación-. Quiero decir que no tiene importancia, porque no es una cita, no vamos a salir los dos solos para ver si nos gustamos, ¿entiendes?

– Claro, claro.

– Pues eso. Es una cena de negocios y me ha pedido que vaya con él para presentarle gente y ayudarlo a integrarse en la ciudad.

– Ajá.

– ¡Eso es lo que me ha dicho!

– Ajá.

– No se trata de la típica cita chico-chica.

– Ajá.

– Él mismo lo dijo, que no era una cita.

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