Seis

– Eres un idiota.

Trevor hablaba en voz baja. Su respiración había creado un círculo de vaho en el cristal de la ventana, justo a la altura de su boca. Fuera seguía lloviendo. La habitación estaba a oscuras, de modo que podía ver su reflejo en la ventana.

Dio un trago del vaso que tenía en la mano.

– Un idiota, un cobarde -suspiró, y añadió-: Un mentiroso.

Cada vez que la veía, le mentía al ocultarle quién era en realidad. Sabía que lo que hacía no era correcto, pero no podía llegar y decirle: «Soy Besitos, ¿te acuerdas de mí? El tipo del que tu marido te hablaba en las cartas. La clase de hombre que te espanta. Egoísta, que se cree irresistible para las mujeres. Besitos». Ella lo había ridiculizado en sus cartas y él se merecía todas y cada una de las palabras de desprecio con las que se refería a su persona. El hombre al que amaba había muerto, cuando el muerto tendría que haber sido él, Trevor.

Apretó los dientes, cerró los ojos y apoyó la frente en la ventana. Lo que estaba haciendo era engañar, manipular. No había justificación para sus actos.

Había, pero ¿quién la creería? ¿Quién iba a creer que se había enamorado de una mujer sin verla, sólo leyendo sus cartas? Apenas daba crédito él mismo. Ella, sin duda, jamás lo creería.

Antes o después tendría que decirle quién era en realidad. Pero ¿cuándo?, ¿cómo? Cuando Kyla se enterara, ¿cómo reaccionaría?

Se apartó con impaciencia del cristal salpicado de gotas de lluvia y dejó el vaso en la mesa auxiliar, la cual formaba parte del mobiliario del apartamento amueblado que había alquilado y en el que esperaba quedarse poco tiempo.

Sabía cuál sería la reacción de Kyla. La furia, el desprecio, el odio. No eran emociones que quisiera ver en sus ojos marrones cuando lo miraba.

Fue al dormitorio y se desnudó. Las cicatrices moradas que recorrían su pierna izquierda eran lo mínimo que se merecía, pensó con aversión hacia sí mismo. Se merecía que lo echaran a los tiburones por no haberse identificado cuando se habían encontrado en el centro comercial.

¿Se lo diría la próxima vez que la viera?

No. ¿De qué servía hacer en la oscuridad promesas que no podía cumplir? No iba a decírselo. Todavía no. No hasta que…

Tendido en la cama, allí solo, contemplaba cómo la lluvia caía contra los cristales arrancando reflejos plateados. Pensaba en ella, en el beso.

– Dios santo, el beso -gimió.

Tenía una boca tan deliciosa. Cálida, húmeda y sedosa. A pesar de la reticencia que había mostrado, él sabía que debajo se escondía una naturaleza apasionada.

Ya sabes cómo me ha gustado siempre la lluvia. Hoy está lloviendo, una de esas trombas de agua que parece que no van a acabar nunca, como si el sol se hubiera olvidado de nosotros. No la estoy disfrutando. Estoy deprimida. Las gotas de lluvia no son alegres, gotas danzarinas que bailan y caen en los charcos, son plomizas, ominosas, caerían sobre mí como una cota de malla si saliera fuera.

Me he dado cuenta de cuál es la diferencia. La lluvia es algo para compartir. No hay nada más acogedor que ponerse al abrigo de la lluvia con alguien a quien quieres. No hay nada más solitario que un día de lluvia sin compañía.

Cuando Trevor llegó a esa carta concreta, dejó caer su mano sobre el pecho y dejó escapar un quejido. Con el beso que habían compartido todavía presente, murmuró unas palabras en la oscuridad.

– Si tú quisieras, Kyla, compartiría contigo la lluvia. Lo compartiría todo.


– ¡Pero es una locura!

– No quiero hablar de ello, Babs.

– Porque sabes que estás equivocada. Porque sabes que eres una cabezota.

– No es cabezonería -afirmó Kyla-. Es sentido común.

Estaban lavando los platos del desayuno. Babs era tan transparente como el trozo de celofán que envolvía las galletas que habían sobrado. Su aparición tan temprano, un domingo por la mañana, no tenía precedentes. En cuanto había traspasado la puerta de entrada, había comenzada a acribillar a preguntas a Kyla sobre su cita con Trevor.

– No puedo creer que no quieras volver a salir con él.

– Pues créelo.

– ¿Por qué no?

– Eso sólo me importa a mí.

– Y como eres mi mejor amiga, a mí también.

Kyla colgó el trapo de la cocina en la barra de la pared y se dio la vuelta para encararse con Babs.

– Déjalo ya, Babs. ¿Es que no tienes bastante con tu propia vida para distraerte?, ¿tienes que meterte en la mía también? -salió de la cocina y fue hacia la escalera. Su amiga la siguió.

– Mi vida amorosa no necesita ayuda. La tuya está en un punto crítico.

Kyla se detuvo en un escalón y se giró en redondo.

– Yo no tengo «vida amorosa»…

– A eso precisamente me refiero.

– … ni quiero tenerla -subrayó Kyla.

– De acuerdo. Borra la palabra «amorosa» y pon «sexual». Hablamos entonces de tu vida sexual.

Kyla siguió subiendo la escalera.

– Eso es repugnante.

Babs la agarró de un brazo para obligarla a detenerse.

– ¿Repugnante? ¿«Repugnante»? ¿Desde cuándo tener una vida sexual sana es repugnante? Tú antes tenías una.

– Es cierto -dijo Kyla, sacudiendo el brazo para liberarse-. Con el hombre que quería, con mi marido, que me quería y me respetaba. Como debe ser -los ojos se le llenaron de lágrimas y se apresuró a subir los escalones que quedaban antes de que Babs se diera cuenta de que estaba llorando.

Los Powers se habían ido a la catequesis de la parroquia. Kyla iba a reunirse con ellos a la hora del servicio religioso. Se habían llevado a Aaron.

Cuando Babs entró en el dormitorio de Kyla, ésta estaba quitándose la bata. Sacó un vestido del armario y se lo puso. Más relajada, Babs se sentó en el borde de la cama.

– Ése es el ideal -reconoció malhumorada-, pero no todos tenemos esa suerte, Ky. Cada uno hace lo que puede.

– Lo que tenía era perfecto. No quiero menos.

– ¡Por Dios, mira a ese hombre! Trevor Rule es perfecto, no se puede pedir más.

Oír su nombre en voz alta hizo que a Kyla le temblara la mano con la que se estaba poniendo un pendiente. No hacía falta mucho para alterarla esa mañana, se había pasado la noche llorando. Al ver la foto de Richard en la mesilla había empezado a reprocharse su traición. Había jurado mantener vivo a su marido muerto, al menos en su corazón. Y salir con Trevor Rule, había descubierto, amenazaba su propósito de mantener aquella promesa.

Para rebatir el argumento de Babs, respondió:

– ¿Y cómo sé que es tan perfecto? Lo conozco desde hace sólo una semana. No sé nada de él.

– Sabes lo guapo que es. Que es considerado, que tiene un coche bonito, aunque un poco aburrido, que es ambicioso, que es el tipo de hombre al que adoran los niños y las personas mayores, que…

– De acuerdo, lo he entendido. Aparte de lo de que es guapo, podrías estar describiendo a cualquier hombre. Y yo no quiero casarme con ninguno.

– ¿Quién ha hablado de casarse? -gritó Babs-. Estoy hablando de divertirse, de salir -levantó la vista hacia Kyla maliciosamente-. De irse a la cama juntos.

El beso, el beso, el beso, recordó Kyla. Maldito fuera aquel beso íntimo y evocador. ¿Por qué lo había permitido?, ¿por qué no podía olvidarlo? ¿Por qué tenía que haber sido tan maravilloso?

– No digas tonterías -con agitación, guardó varios pañuelos de papel en el bolso. Invariablemente, Aaron salía de la guardería de la iglesia con las manos pegajosas-. Ya ni siquiera pienso en el tema.

– Mentirosa.

Kyla giró la cabeza.

– Quizá no lo hagas conscientemente -prosiguió Babs-, pero claro que lo piensas. Ky, no puedes enterrar tu propia sexualidad porque tu marido haya muerto. No es un par de calcetines que decides no volver a ponerte, es parte de ti, y tendrás que aceptarlo.

– Ya lo he aceptado.

– No lo creo.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque te has puesto pendientes de distinto par.

Kyla se miró al espejo con incredulidad. Babs tenía razón. Exasperada, se los cambió.

– Eso no prueba nada.

Babs se levantó de la cama y se acercó a su amiga.

– Ya sé que querías mucho a Richard. No trato de decirte que lo olvides.

– Nunca lo olvidaré.

– Ya lo sé -reconoció Babs con voz amable, la más amable esa mañana-. Pero Richard murió y tú estás viva. Y estar viva no es un pecado.

– Voy a llegar tarde a la iglesia -dijo Kyla como para rebatir las palabras de su amiga.

Babs le dio alcance en la puerta de entrada.

– Entonces ¿sí o no?

– Sí o no ¿qué? -preguntó Kyla, revisando su peinado por última vez en el espejo del vestíbulo.

– Que si vas a volver a salir con él.

– No. Y se acabó la discusión.

Babs apuntó a su amiga con el dedo y la miró con los ojos entrecerrados.

– Te lo pasaste bien -la acusó-. Sé perfectamente que lo pasaste bien.

«Demasiado bien», pensó Kyla..

– Lo hice para devolverle el favor. Ahora estamos en paz. Además -añadió mientras empujaba la puerta mosquitera-, probablemente no vuelva a invitarme a salir.


Lo hizo. El jueves. No había sabido nada de él hasta que sonó el teléfono de Traficantes de pétalos. Como Babs estaba ocupada atendiendo a un cliente, Kyla contestó.

– Traficantes de pétalos.

– ¿Kyla? Hola.

– Hola.

– Soy Trevor.

¡Cómo si hiciera falta que se identificara! Kyla había reconocido su voz inmediatamente. Al oírla, una deliciosa flojera se apoderó de su cuerpo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó ella, deseando que su voz no sonara sin aliento.

– Yo bien. ¿Y tú?

– Bien. Ocupada. Esta semana no he parado. Los días se han ido volando -no quería que pensara que había estado pegada al teléfono esperando su llamada. La razón por la cual pensaba que era necesario seguir aquellas reglas de cortejo se le escapaba.

– ¿Qué tal Aaron?

– Bastante gruñón. Me parece que le está saliendo un diente.

La risa profunda de Trevor llenó el oído de Kyla antes de que le llegara su respuesta.

– Entonces tiene derecho a estar gruñón.

Los dedos nerviosos de ella retorcieron el cable del teléfono. ¿Debería darle de nuevo las gracias por haberla invitado el sábado por la noche? No, eso sería recordarle la cita. Y el beso.

– Te llamo porque…

– ¿Sí?

– Ya sé que es un poco precipitado, pero los Haskell…, ¿te acuerdas de Ted y de Lynn?

– Claro.

– Pues me han invitado a cenar en su casa mañana por la noche. Una barbacoa, en el patio. ¿Te gustaría venir?

– No creo que pueda.

– Ha sido idea de Lynn -se apresuró a añadir él~. Quiero decir, me preguntó si quería ir con alguien y cuando le dije que contigo, se alegró mucho. Parece que os caísteis bien.

– Sí, la verdad es que sí. Me cayó muy bien. Pero el viernes por la noche no puedo. Aaron…

– También está invitado. Lynn dijo que tienen una piscina hinchable y que los niños, ellos tienen dos, podrían jugar en la piscina -volvió a reírse y Kyla se dio cuenta de cuánto le empezaba a gustar aquella risa-. Ya sabemos que a Aaron le gusta el agua…

– No sé, Trevor.

– Por favor.

La indecisión carcomía a Kyla. ¿Debía aceptar? No, no quería que Trevor se llevara una impresión equivocada. Sin embargo, ¿cómo iba a llevarse una impresión equivocada si el niño también estaba invitado? No parecía plausible que la velada acabara por transformarse en una cena romántica.

Y ¿no resultaría descortés rehusar la invitación de los Haskell? La pareja le había caído realmente bien. Y nunca venía mal cultivar la amistad de un banquero. En tanto que mujer al frente de un negocio, aquel contacto podía resultar de ayuda en el futuro. A lo mejor, algún día, Babs y ella podían llegar a necesitar un crédito para ampliar el negocio…

Dios santo, ¿a quién estaba tratando de convencer?

La verdad era que quería ir, aunque sólo fuera para probar que lo del sábado por la noche, y en especial el beso, no habían significado nada. Trevor acababa de instalarse en Chandler y no conocía mucha gente. Buscaba su compañía, eso era todo.

La culpa de que ella recordara aquel beso cargado de erotismo era de Babs, que desde hacía poco había empezado a llevarla a ver películas con escenas eróticas. Y también tenía la culpa el hecho de que, desde hacía casi dos años, ningún hombre la hubiera besado en los labios.

Aquel beso no había significado nada. ¿Por qué le daba tanta importancia? ¿Por qué no limitarse a disfrutar de la hospitalidad de los Haskell?

– Suena divertido, Trevor. Gracias por invitarme. Bueno, por invitarnos. Estaremos encantados de ir. ¿A qué hora?


– Siete en punto, hora oficial.

– La verdad es que el reloj digital indica seis y cincuenta y ocho, pero estamos listos.

Kyla se hizo a un lado y Trevor entró en la casa. Cada vez que lo veía se admiraba de lo alto que era. ¿O más bien era corpulento y por eso parecía tan alto? Unos bíceps impresionantes asomaban debajo del polo blanco de manga corta. Si Babs hubiera andado por allí, seguro que habría hecho algún comentario sobre lo bien que le quedaba el pantalón.

– ¿Están en casa tus padres?

– No, te mandan saludos. La mayoría de los viernes por la noche se van a jugar a las cartas y al dominó a casa de amigos. Cada viernes a una casa distinta, van rotando dentro del grupo.

– ¿Por eso no sabías si podías venir conmigo esta noche?

Ésa era una de las razones, pensó Kyla. Una de las menos importantes.

– Sí. Encontrar una canguro buena es difícil. Cuando empiezan a tener edad para poder confiar en ellas, comienzan a pensar en los chicos.

– ¿A ti te pasó lo mismo?

– ¿Qué?, ¿pensar en chicos? Pues claro -dijo, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa. A él le encantó el modo como el pelo bailaba sobre sus hombros-. Con una amiga como Babs, no tenía elección. En el instituto éramos unas degeneradas, locas por los chicos.

– Veo que las degeneradas han estado tomando el sol.

El vestido blanco de verano resaltaba el bronceado. Había dudado en ponérselo porque dejaba al descubierto los hombros y la mayor parte de la espalda, sólo cubierta por unas tiras entrecruzadas. Después de ducharse, se había aplicado una loción para conservar el bronceado. Se había dado polvos en los hombros y también se había pasado la brocha por la nariz, los pómulos y la frente. Tenía las puntasdel cabello aclaradas por el sol; su aspecto era veraniego, dorado.

– Por las tardes -respondió con timidez, consciente de que la mirada de Trevor la estaba recorriendo de arriba abajo-. Cuando volvemos a casa todavía hay media hora de sol.

– Te queda fenomenal -la voz de Trevor sonaba un poco ronca. Igual que cuando la había besado la otra noche.

Ella se apresuró a moverse.

– Aaron está arriba.

– Te ayudaré a traerlo.

– No hace falta.

– Cuatro manos son mejor que dos -dijo mientras la seguía escaleras arriba-. Y con Aaron ni siquiera estoy seguro de que cuatro sean suficientes.

Cuando entraron en el cuarto, el niño estaba de pie dentro de la cuna, agarrado a los barrotes. En cuanto vio a Trevor, lo señaló con el índice y empezó a mover el brazo arriba y abajo balbuceando algo que sólo él podía entender.

– Creo que me ha reconocido -dijo Trevor, complacido. Sacó al niño de la cuna, alzó los brazos y lo agitó por encima de su cabeza-. ¿Has sido el terror de la casa esta semana? ¿Has comido más claveles?

Cuando levantó al niño en el aire, Kyla se fijó en la cicatriz que recorría su brazo izquierdo. Empezaba en la muñeca, giraba en el codo y desaparecía bajo la manga del polo. Cuando Trevor se dio la vuelta, riendo, para hacerle un comentario, se dio cuenta de lo que estaba mirando.

Se puso serio.

– Te dije que era feo.

Kyla llevó los ojos hasta su cara.

– Debes haber sufrido muchísimo.

Él se encogió de hombros.

– No tanto. ¿Preparada?

Se encargó de Aaron mientras Kyla se echaba al hombro la bolsa con las cosas del niño. Trevor miró la bolsa con asombro.

– Parece como si nos fuéramos de viaje, ¿eh? -comentó ella riéndose-, pero es mejor ir preparada. Seguro que Lynn me entiende.

Trevor la ayudó a cerrar puertas y ventanas en la planta baja.

– Tenemos que poner la sillita de Aaron en mi coche -dijo Trevor cuando estaban bajando las escaleras del porche.

– ¿Vamos muy lejos? Puedo llevarlo en brazos.

– Eh, eh… Mejor hacer las cosas bien.

– En ese caso, mejor ir en mi coche.

– ¿Me dejas conducir a mí?

Ella sonrió y le puso las llaves en la mano que tenía libre.

– ¿Cómo va la casa? -preguntó Kyla una vez que Aaron estuvo atado en su sillita y estaban en marcha.

Trevor había tenido que echar el asiento del conductor hacia atrás para que le cupieran las piernas. Conducía como la otra vez, sujetando el volante sólo con la mano izquierda. Pero esa vez tenía la derecha extendida sobre el respaldo del asiento. Sus dedos casi tocaban el hombro izquierdo de Kyla.

– Muy bien. Tu idea para la cocina es genial. Incluso al arquitecto le ha gustado, no entendía cómo no se le había ocurrido a él mismo.

– El entorno es precioso. Sería una pena no disfrutar de esos árboles al máximo.

– Por eso elegí ese sitio.

…una casa sin un árbol no es nada. Yo preferiría vivir en una cabaña en lo alto de un árbol, como los Robinsones suizos, antes que en un palacio que sólo tuviera cemento alrededor.

Ted y Lynn Haskell eran ambos muy alegres. Kyla y Aaron, que fue recibido con mucha expectación, entraron en el ambiente ruidoso de los hogares felices. La casa era muy bonita. Kyla incluso sintió una envidia sana de las preciosas habitaciones que Lynn le mostró a petición suya.

La pareja tenía dos niños tan guapos y tan agradables como los padres. La mayor, una niña de siete años, tomó a Aaron bajo su protección y lo mantuvo entretenido mientras los hombres se ocupaban de la barbacoa en el patio. Lynn aceptó el ofrecimiento de Kyla para ayudar en la cocina.

– Trevor nos ha contado que perdiste a tu marido.

Las manos de Kyla dejaron de cortar lechuga. ¿Habían estado hablando de ella? Lynn notó la tensión.

– No soy una cotilla, Kyla. Ni Trevor tampoco. Yo le pregunté y me dijo que tu marido había muerto, pero no me dio detalles. Si te sientes incómoda hablando de esto, cambiamos de tema inmediatamente.

Trevor no podía darle más detalles porque no sabía cómo había muerto Richard. Era curioso que no le hubiera preguntado nada al respecto. Kyla miró a Lynn.

– Richard murió al día siguiente de nacer Aaron.

– Dios mío -dijo Lynn, y dejó en la encimera el bol de ensalada de patata que acababa de sacar del frigorífico-. ¿Qué pasó?

Kyla le relató lo sucedido.

– Todavía no hace dos años.

Lynn miró hacia fuera, al patio, donde los hombres estaban tomando unas cervezas mientras asaban los filetes y los niños chapoteaban en la piscina inflable. Mientras miraba, vio que Aaron se inclinaba sobre el agua y metía dentro la cabeza. Aparentemente, era más de lo que pretendía. La sacó inmediatamente escupiendo agua. Al cabo de apenas un instante, Trevor estaba a su lado, arrodillado junto a la piscina, secándole la cara con una toalla y dándole palmaditas en la espalda.

– Parece que Trevor y Aaron ya son amigos. ¿Cuánto tiempo lleváis viéndoos?

– Nos conocemos desde hace sólo dos semanas. No somos más que amigos. ¿Qué aderezo le pongo a la ensalada? -cuando se dio la vuelta para mirar a su anfitriona, ésta la estaba estudiando con expresión divertida-. ¿Qué pasa?

Lynn se rió.

– Nada. Que si lo que Ted dice de Trevor Rule es verdad, será mejor que te andes con cuidado.

– ¿Por qué? ¿Qué dice Ted?

– Que Trevor es ambicioso, que no le tiene miedo a nada, que los negocios por los que ha apostado hasta ahora han salido siempre bien… En otras palabras, que consigue lo que quiere -sonrió y esbozó una sonrisa cómplice-. Por la manera en que te miraba la otra noche, en la cena, yo diría que ese hombre va detrás de ti. Si no quieres que te atrape, será mejor que corras deprisa -sacó dos latas de cerveza del frigorífico y le pasó una a Kyla-. Vamos, me parece que ahí fuera agradecerán otra cerveza.

Trevor había sacado a Aaron de la piscina. Estaba en cuclillas y tenía al niño entre sus rodillas. Lo estaba secando enérgicamente con una toalla, como si fuera algo que hiciera todos los días. Kyla abrió la lata de cerveza y se la pasó.

– Si prefieres, me ocupo yo.

Trevor levantó la mirada. Su sonrisa era de infarto. Dio un sorbo de cerveza y lamió la espuma que le había quedado en el bigote.

– Todo va estupendamente. Gracias por la cerveza.

– De nada.

Nerviosa, se dio la vuelta justo cuando Lynn le estaba pasando la lata a su marido.

– Gracias, cariño -dijo Ted, y le dio una palmadita a Lynn en el trasero. Su mano se quedó allí y jugueteó un poco antes de retirarse.

Lynn se inclinó y posó un beso en la coronilla de su marido.

Kyla sintió una soledad más profunda que cualquiera que hubiera experimentado antes.


– La casa está a oscuras -comentó Trevor mientras estacionaba el coche de Kyla en la entrada del garaje.

– Supongo que mamá y papá todavía no habrán vuelto -era raro que no hubieran regresado todavía. Habitualmente, las partidas de dominó no duraban más allá de las once y ya eran casi las doce. Sospechaba que estaban retrasando su vuelta premeditadamente.

– Tendríais que habernos dado la revancha a Ted y a mí.

– Los hombres nunca ganan a las mujeres en juegos de palabras.

– ¿Cómo es eso?

– Las mujeres son más intuitivas que los hombres.

– Mi intuición me dice que Aaron se ha quedado dormido en tu hombro.

– Esta vez has acertado.

Aaron, que se había quedado dormido en el sofá del salón de los Haskell, no se había puesto muy contento cuando lo habían levantado de allí para volver a casa. Para evitar una rabieta, contraviniendo sus normas de seguridad, Trevor había aceptado que el niño viajara en brazos de Kyla en vez de meterlo en la sillita.

Bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta a ella.

– ¿Tienes la llave en el bolso?

– En la cremallera lateral.

La encontró cuando ya llegaban a la puerta de la casa. Maniobrando con la llave, el bolso de Kyla y la bolsa con las cosas del niño, consiguió arreglárselas para abrir la puerta y dejarla pasar.

– Gracias, Trevor. Me lo he pasado muy bien.

– No voy a dejaros a Aaron y a ti en una casa vacía a esta hora de la noche.

No había lugar a discusión, aunque a Kyla le resultaba incómodo tenerlo allí, precediéndola escaleras arriba, en la casa a oscuras. Trevor encendió la luz de mesa del cuarto de Aaron. Éste seguía dormido. Ella lo puso en la cuna.

– ¿Puedes desvestirlo sin que se despierte?

– Me parece que le voy a dejar la camiseta. Me da miedo que se despierte y crea que es hora de desayunar.

Trevor emitió una risa ahogada mientras dejaba la bolsa del bebé encima de la mecedora. Contempló, fascinado, la habilidad de Kyla para sacarle los zapatos y los calcetines.

Sin despertarlo, le bajó los pantalones y se los quitó. Las manos de Kyla fueron mecánicamente hasta las bandas adhesivas que sujetaban el pañal, y se quedaron allí quietas.

Se había dado cuenta de que él estaba detrás de ella, observando la operación. La habitación parecía haber encogido, como si apenas quedara sito para los dos. Había tensión en el ambiente. Hacía calor, casi bochorno. La casa estaba en completo silencio.

Era una tontería. Era ridículo, se dijo ella. Aaron era un bebé, no estaba sexualmente desarrollado. Pero el hombre que estaba a su lado sí, y quitarle el pañal a Aaron con Trevor a su lado suponía una intimidad entre ellos que la hacía sentirse violenta.

Al parecer, él reparó en que sus dedos hábiles se habían vuelto de pronto torpes e ineficaces, porque se aclaró la garganta y se alejó.

Kyla cambió el pañal al niño más deprisa de lo que lo había hecho en su vida. Éste, milagrosamente, no se despertó. Trevor estaba apoyado en el marco de la puerta cuando ella se dio la vuelta, después de tapar a Aaron con una mantita fina y apagar la luz.

– ¿Todo en orden?

– Sí. Tenía mucho sueño. Me parece que voy a comprarle una de esas piscinas inflables.

Empezó a bajar la escalera. Notaba una tensión en el pecho y nervios en el estómago. Le entraron ganas de hablar alto para quebrar el silencio que envolvía la casa en la oscuridad.

Uno de los escalones gimió bajo el peso de Trevor. Éste se rió.

– Hay un escalón que cruje.

– Me temo que varios -Kyla suspiró al recordar una situación que en realidad nunca olvidaba del todo-. Mis padres soñaban con vender esta casa cuando papá se jubilara. Querían comprar una de esas caravanas modernas y recorrer el país.

– ¿Y por qué no lo han hecho?

– Porque mataron a Richard.

Trevor no dijo nada, aunque ella notó que vacilaba antes de seguir bajando.

– Me he convertido en una carga para ellos.

– Estoy seguro de que tus padres no lo ven de ese modo.

– Pero yo sí -notó que él se había parado a mitad de la escalera. Se volvió para mirarlo. Estaba varios escalones más arriba.

– ¿Por qué no la venden ahora?

– No quieren que Aaron y yo vivamos solos. Además, el mercado inmobiliario en esta zona de la ciudad ya no es lo que era. A menos que el barrio se revalorice, no sacarían mucho si la vendieran ahora.

– Todo eso te preocupa, ¿verdad? No quieres que se sientan responsables de ti.

Ella sonrió con pesar.

– Siento que no hayan podido cumplir su sueño por causa mía.

Se miraron el uno al otro. Se hizo el silencio, como si cayera un telón. Aunque Trevor había encendido una luz en el vestíbulo, el resto de la casa estaba a oscuras.

El lado derecho de su cara estaba iluminado. Ella notó que él estaba en tensión a pesar de que sus cuerpos no se tocaban. El pelo, muy negro, arrojaba sombras sobre su cara. Delgado, moreno, intenso, era como el héroe de una novela gótica. No representaba una amenaza física, pero no por ello resultaba menos peligroso. Lo que debería haber parecido siniestro era en realidad atrayente.

La hacía temblar.

– No te entretengo más, te acompaño a la puerta -dijo Kyla apresuradamente, sin aliento, y continuó bajando.

Sólo había descendido un escalón cuando notó los dedos de Trevor en el pelo, capturando sus cabellos. Un quejido surgió de su garganta, pero no tenía escapatoria. La mano de Trevor se cerró en torno a su pelo y lo sujetó con decisión. Luego, sin soltar, la obligó a girar la cabeza hacia atrás y, finalmente, a darse la vuelta en el escalón.

Con la otra mano la hizo subir y bajó la cabeza. Posó su boca sobre la de ella con fuerza y la estrechó contra sí.

Las manos de Kyla intentaban en vano empujarlo, separarlo de ella, pero el pecho de Trevor era recio como una pared. El corazón le latía con fuerza y el eco de esos latidos le retumbaba en la cabeza. ¿O era el corazón de Trevor? En lo único en lo que podía concentrarse era en el roce de su bigote y en la firme presión de sus labios.

Cuando él levantó la cabeza, ella jadeó.

– No, Trevor, por favor.

– Abre la boca.

– No.

– Bésame.

– No puedo.

– ¿De qué tienes miedo?

– No tengo miedo.

– Entonces bésame. Quieres hacerlo, lo sabes.

Su boca volvió a reclamar la de ella. Esa vez no halló resistencia. Sus labios se separaron y los de Kyla, obedeciendo a un deseo más fuerte que ella misma, respondieron. Luego la lengua de Trevor penetró en la boca de Kyla, explorándola como había hecho la otra noche. La besó profundamente. Cuando se separaron estaban jadeando, sin aliento.

Él posó su boca abierta en la curva de la garganta de ella, apasionadamente.

– No, no -dijo Kyla. Su voz no le parecía la suya, casi no podía reconocerla.

– No puedo creer que esté besándote.

– Por favor, no sigas.

– Y que tú me estés besando a mí.

– No te estoy besando.

– Claro que sí, cariño.

La boca de Trevor se frotó contra la piel de su garganta y la llenó de besos leves, diminutos. Luego posó un beso apasionado en la base de su garganta, un punto sensible.

– Tu piel, Dios, tu piel -con la mano le acariciaba la espalda desnuda. Sus dedos se deslizaban entre las tiras del vestido y la estrechaban contra sí. Ella notaba algo duro que se clavaba en su abdomen. Se dijo que era la hebilla del cinturón.

No obstante, se abrazó a él. En ese instante, era la única realidad que había en el mundo. Ni siquiera recordaba cómo habían acabado allí, cuando de pronto sintió los dedos de Trevor enredados en su pelo. Su boca respondía otra vez con sensualidad bajo la de él.

– ¿Es posible que me desees?

– Trevor…

– Porque yo te deseo.

Alarmada, ella apartó su boca de aquellos besos tan fogosos.

– No, no se te ocurra ni pensar que…

Él le enmarcó el rostro entre las manos.

– No se trata únicamente de sexo, Kyla. Quiero más que sexo. Ya sé que todo esto es algo repentino, pero me he enamorado de ti.


* * *

Huntsville, Alabama.

Habían comprado una casa nueva con ocasión de su quinto aniversario y ése era el día de la mudanza.

La casa estaba patas arriba. Había cajas por todas partes.

– ¿Cómo hemos podido acumular tantas cosas inútiles? ¿Has acabado de revisar el desván? -cuando la mujer no obtuvo respuesta a su pregunta, giró la cabeza para ver qué era lo que había capturado la atención de su marido. Éste estaba mirando unas fotos, las estudiaba una a una detenidamente-. ¿Qué es eso, cariño?

– ¿Mmm? Ah, unas fotos que saqué en El Cairo.

Ella se estremeció y se dirigió hacia él. Cerró los brazos en torno a sus hombros desde detrás, inclinó la cabeza y miró la foto.

– Cada vez que pienso lo cerca que estuve de perderte, siento escalofríos. ¿Cuántos días antes del atentado te marchaste de allí?

– Tres -dijo con solemnidad.

– ¿Quiénes son ésos que están contigo? -preguntó con dulzura, y señaló la foto que él estaba mirando en ese instante. Ella sabía que a menudo pensaba en sus compañeros de la embajada, especialmente en los que habían muerto.

– El de la izquierda era Richard Stroud.

– ¿Era?

– No se salvó.

– ¿Y el otro?

Su marido sonrió.

– Trevor Rule, el demonio en persona. Muy guapo. Un chico de Harvard, de familia distinguida, pero él era un juerguista. Lo llamábamos Besitos. Tenía un harén que sería la envidia de cualquier sultán.

– ¿Sobrevivió?

– Lo sacaron con vida, pero gravemente herido. No sé si conseguiría sobreponerse a las heridas.

– ¿Vas a guardar la foto?

– ¿Te parece que debería?

– ¿Stroud estaba casado?

– Sí, ¿por qué?

– Si esa foto no representa mucho para ti, ¿por qué no se la mandas a la viuda? Seguro que le gustaría tenerla. Parecéis los tres muy felices, como si os lo estuvierais pasando bien.

– Besitos acababa de contar uno de sus famosos chistes verdes -se echó hacia atrás y le dio un beso a su mujer-. Buena idea. Se la mandaré a la viuda de Stroud. Si logro dar con ella.

Tiró la foto dentro de la caja de recuerdos que iban a llevarse a la casa nueva.

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