¿Repentino? ¿Era eso lo que había dicho? «Ya sé que todo esto es algo repentino, pero me he enamorado de ti». La palabra «repentino» apenas daba idea de la bomba que contenía semejante afirmación. A la mañana siguiente, cuando Kyla volvió a pensar en lo ocurrido, seguía sin poder creer que hubiera dicho aquellas palabras.
Había dado gracias al cielo por que sus padres hubieran aparecido apenas unos instantes después. Ella estaba paralizada por lo que Trevor acababa de decir, y había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para mostrarse natural con sus padres. Les había dicho que acababan de llegar y que bajaban de acostar a Aaron y que no, que no habían interrumpido nada.
Trevor, mientras ella daba explicaciones a sus padres, continuaba mirándola fijamente con su único ojo, aquel ojo verde que compensaba de sobra la ausencia del otro. Ella, evitando encontrarse con su mirada, lo acompañó a la puerta y dijo el buenas noche de rigor antes de que Clif y Meg pudieran subir a acostarse y la dejaran de nuevo a solas con él. Incluso cuando estaba ya cerrando la puerta, él seguía mirándola fijamente. En ese momento Kyla se había prometido que no volvería a verlo.
A la luz del día, con el recuerdo del beso de la noche anterior todavía ardiendo en su memoria, se repitió la promesa.
– No puedo ni debo volver a verlo.
Pero no iba a ser fácil. Llamó a la hora del desayuno.
– Kyla -dijo en cuanto ella contestó-, siento llamar tan temprano, pero tengo que hablar contigo. Anoche…
– Ahora no puedo, Trevor. Estoy dando de desayunar a Aaron y está tirándolo todo.
– ¿Quieres que comamos juntos, los tres?
– Gracias, pero no podemos. Papá y yo vamos a pintar hoy mi antiguo balancín.
– ¿Cuándo? Puedo ir a echaros una mano.
– No, no, mejor no vengas -se apresuró a decir-. No sé exactamente cuándo nos pondremos a ello y no quiero que desperdicies el día.
– No me importa. Quiero…
– Tengo que colgar, Trevor. Adiós.
Él se presentó de todas maneras a media tarde. Ella fingió que tenía dolor de cabeza y ni siquiera bajó a saludar. Sus padres la miraron con desaprobación una vez que Trevor se hubo marchado, pero no dijeron nada.
Babs no se anduvo con tantas contemplaciones. Kyla hizo caso omiso de sus nada sutiles miradas y gruñidos despreciativos, pero hacia finales de semana Babs ya articulaba sus pensamientos con palabras.
– Ese tipo lleva cinco días llamando varias veces al día.
– Es su problema.
– Y el mío. Me he quedado sin disculpas para justificar por qué no puedes ponerte al teléfono.
– Con la imaginación que te caracteriza, Babs, estoy segura de que se te ocurrirán otras. Si es que vuelve a llamar.
– Llamará. No es un cobarde como tú.
Kyla se giró hacia ella.
– No soy ninguna cobarde.
– ¿Ah, no? ¿Entonces por qué te complicas tanto la vida para no hablar con él? ¿Qué hizo, algo tan despreciable como intentar agarrarte la mano?
– No soporto tu sarcasmo.
– ¿Quieres saber lo que pienso?
– No.
– Me parece que hicisteis algo más que agarraros de la mano.
Kyla se giró para que Babs no viera el rubor que cubría sus mejillas.
– Como ya te he dicho antes, tienes una imaginación muy calenturienta.
– Si no, no estarías tratando de huir de él de esta manera. Si Trevor Rule no hubiera conseguido ya algo de ti, te reirías de su empeño en verte.
– No tiene gracia.
– Exacto. Es muy serio.
– ¡No!
De pronto, en aquel ambiente ya tenso, hizo aparición el sujeto de su disputa. La campanilla que había en la puerta de Traficantes de pétalos sonó cuando Trevor entró en la tienda. Simultáneamente, las dos mujeres volvieron la cabeza en esa dirección. Él sólo miró a una, aquella cuyo rostro palideció repentinamente, la que se humedeció, nerviosa, el labio inferior, la que entrelazó las manos a la altura de la cintura porque no sabía qué hacer con ellas.
– Perdonadme -dijo Babs. Se escurrió por la puerta de batiente y desapareció en la trastienda, murmurando por lo bajo algo sobre Mahoma y una montaña.
Kyla tenía la vista fija en la franja de suelo que los separaba. Quizá hubiera ido para encargar unas flores, o para hablar del tiempo. Por cualquier razón excepto aquella que más temía.
Las palabras de Trevor disiparon rápidamente sus esperanzas.
– ¿Por qué me estás evitando?
¿Quería jugar fuerte? Pues jugarían fuerte, se dijo Kyla. Levantó la cabeza con orgullo y lo miró.
– ¿Tú por qué crees?
– ¿Por lo que te dije el viernes por la noche?
– Has acertado.
– ¿Te ofendí?
– Tergiversar de ese modo la palabra«amor» es ofensivo.
– No la estaba tergiversando. Siento lo que te dije, no te estaba mintiendo.
– Me resulta imposible creerlo.
– ¿Por qué?
Ella lo miró fijamente, pasmada.
– ¿Cómo puede ser? Sólo nos hemos visto cuatro veces y tú me dices que estás enamorado de mí…
– ¿Llevas la cuenta? -una sonrisa burlona curvó las comisuras de los labios de Trevor y el bigote se elevó y dejó ver los dientes blancos, brillantes.
– La única razón de que recuerde cuántas veces nos hemos visto es que me dijeras algo tan fuera de lugar -malditos fueran esa sonrisa y ese bigote, y su estómago por retorcerse de ese modo, pensó Kyla.
– Algunas veces pasa.
– A mí no.
– Pero a mí sí. Me he enamorado de ti, Kyla.
Ella le dio la espalda y se abrazó, apoyada contra el mostrador.
– No vuelvas a decir eso, por favor.
Él fue hacia ella. Kyla sintió su presencia antes incluso de que le pusiera las manos sobre los hombros. Era como si el sol calentara su espalda en la playa al atardecer.
– ¿De qué tienes miedo, Kyla?
– De nada.
– ¿De mí?
– No.
– ¿Te da miedo lo que puedas sentir?
– No siento nada.
– Algo sientes -le retiró el pelo hacia un lado y le pasó los dedos por la nuca-. Tú también me besabas.
Ella inclinó la cabeza hacia delante. La barbilla casi le llegaba al pecho.
– Eso no quiere decir nada.
– ¿No?
– Sólo que llevaba mucho tiempo sin besar a nadie.
– ¿Y te gustó?
– Sí… No… Por favor, no puedo hablar de esto contigo.
– A mí me gustó, Kyla. Me encantó. Y me pareció que así debían ser las cosas.
Ella se dio la vuelta para encararlo, atrapada entre Trevor y el mostrador.
– Pues no estuvo bien, Trevor -declaró con énfasis.
– Dime por qué.
– Porque yo quiero a mi marido.
– ¡Pero si murió!
– En mi corazón, no -respondió ella, enfadada, llevándose una mano al pecho-. Allí sigue vivo, y pretendo que continúe siendo así.
– Es una locura. Es antinatural.
– ¡Y no es asunto suyo, señor Rule! -ella lo empujó y se apartó de él. Cuando volvió a mirarlo, el pecho le subía y le bajaba con agitación. Respiraba con dificultad-. No te he engañado. He sido sincera desde el principio. El segundo día que nos vimos te dije que no quería salir con nadie, que no quería enamorarme. Ya estoy enamorada, y es un amor que durará para siempre, el resto de mi vida. Ninguno podrá igualarlo y no me resignaré a menos.
Impaciente, se secó con el dorso de la mano las lágrimas que afloraron a sus ojos.
– Yo te lo dejé muy claro y tú insististe en verme. Lo siento si te ha dado por enamorarte de mí, pero tendrás que aguantarte. No quiero volver a verte, Trevor. Ahora, por favor, déjame sola.
La mandíbula de Trevor estaba muy rígida. Los músculos del cuello, en tensión, señal de que estaba enfadado. Debajo del bigote, los labios formaban una línea delgada. Los puños, apretados a la altura de las caderas. Kyla no sabía si quería pegarle o besarla, y tampoco sabía qué le daba más miedo a ella.
Finalmente, Trevor giró sobre sus talones y salió dando un portazo. La campanilla bailó con fuerza sin dejar de sonar.
Kyla se derrumbó sobre el mostrador. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo agotador que había resultado físicamente ese encuentro. Le dolían todos los músculos del cuerpo, como si hubieran experimentado una tensión extrema. Un dolor insoportable le perforaba la frente entre las cejas.
Cuando por fin recuperó un poco la compostura, se irguió sobre el mostrador y se encontró a Babs delante de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y expresión amarga.
– Ni se te ocurra decir ni una palabra -le advirtió Kyla. Y lo decía en serio.
– No se me ocurriría -dijo Babs airadamente-. Tú ya has dicho todo lo necesario, y con mucha claridad. Cualquier hombre en su lugar, daría media vuelta y desaparecería. Pero el señor Rule no hará tal cosa. No durante mucho tiempo.
– ¡Maldita sea!
El pie pisó el freno de la ranchera mientras la sacaba de la carretera y se detenía en el arcén de grava. Las ruedas levantaron una nube de polvo alrededor del vehículo, que se fue asentando poco a poco. Trevor encendió las luces de avería y puso los brazos sobre el volante. Apoyó la frente en las manos.
– Bueno, ¿y qué esperabas?
¿Es que creía que podía irrumpir en la vida de Kyla tranquilamente y que, sin mucho tiempo ni esfuerzo, ésta iba a caer rendida a sus pies?
Sí, eso había creído, tenía que admitirlo. Eso era lo que inconscientemente había esperado. Al hijo de George Rule las cosas siempre le habían resultado fáciles. Los estudios, los deportes, las mujeres… Ningún problema para relacionarse, al contrario: tenía madera de líder.
Para él, la vida había sido un banquete en bandeja de plata. Incluso había desbaratado los planes que su padre tenía para su futuro. Siempre había hecho lo que había querido. A excepción del revés de El Cairo, había llevado una vida regalada. Y ni siquiera entonces la suerte le había dado la espalda. El atentado lo había dejado maltrecho, pero no tan incapacitado como habría podido.
Trevor levantó la cabeza; esa vez apoyó la barbilla en las manos y miró a través del polvoriento parabrisas. Mirara hacia donde mirara, las llanuras de Texas se extendían hasta el horizonte, hasta el infinito.
¿Hacia allí iba su vida, hacia ninguna parte?
El rechazo de Kyla era difícil de tragar, una pildora demasiado amarga.
El vacío que lo carcomía por dentro ¿era tan sólo la reacción natural de un chico mimado para quien la vida había sido fácil hasta entonces? La única cosa verdaderamente importante en su vida se le negaba. Los dioses estarían riéndose de él. Se le negaba el privilegio de realizar el único gesto noble que había tenido en su vida.
Era más que eso. El honor y el sentido del deber tenían poco o nada que ver con su comportamiento con Kyla.
La amaba.
Kyla ya no se reducía a unas palabras escritas en hojas de papel barato, palabras que lo habían acompañado en sus horas de soledad, que habían aliviado su dolor y le habían dado fuerzas para continuar cuando las cosas se habían puesto más negras.
Era una persona, una voz, un olor, una sonrisa.
– Y sigue enamorada de su marido -se recordó amargamente.
Richard Stroud era un tipo maravilloso. Ahora era un fantasma maravilloso. Y los fantasmas solían ser cada vez más mejores y más encantadores que las personas que habían sido. Uno olvidaba los defectos de los que se habían ido y recordaba sólo sus virtudes.
Pero Richard Stroud no era su enemigo, no debía pensar en él en esos términos. Tal vez debería dejar de lado toda aquella locura. Kyla amaba el recuerdo de su esposo. Se lo había dejado bien claro.
«Retírate mientras todavía puedas, chico. No te quiere».
Entonces se acordó de lo apasionadamente que lo había besado, del sabor de su boca, del olor de su pelo y el tacto de su piel, y se dio cuenta de que no tenía intención de retirarse.
– Todavía no.
Cada uno de los movimientos de su mano sobre la palanca de marchas mostraba su determinación de no rendirse. Volvió a incorporarse a la carretera.
Le daría tiempo, espacio para respirar, más tiempo. Tenía derecho a ello.
Entre tanto él estaría ocupado: Tenía muchas cosas que hacer. Y por la noche, en la cama, cuando su cuerpo anhelara el alivio que sólo ella podía proporcionarle, se conformaría con releer sus cartas. Era como si la voz de Kyla le susurrara sus secretos más íntimos en la oscuridad.
– ¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Kyla cuando entró en la cocina.
– Esto…, eh, nada -respondió rápidamente Clif Powers, y se apresuró a reunir los papeles esparcidos sobre la mesa.
– Algo es -no se le había pasado por alto la premura con la que su padre había apartado aquellos papeles de su vista, ni la mirada que había intercambiado con su madre. Las expresiones de ambos eran de culpabilidad, como cuando había sorprendido a Aaron arrancando su yedra preferida en el jardín.
Kyla puso los brazos en jarras.
– Vamos, confesad los dos. ¿De qué se trata?
– ¿Por qué no te sientas y bebes algo, cariño? -sugirió Meg.
– No quiero beber nada. Quiero que me digáis que era lo que tratabais de esconder.
Clif suspiró.
– Deberíamos decírselo, Meg.
Kyla se sentó al otro lado de la mesa, frente a su padre y cruzó los brazos encima del mantel.
– Os escucho.
– El ayuntamiento ha aceptado una propuesta para que esta calle pase a ser zona comercial en vez de residencial. Tu madre y yo nos hemos opuesto, pero hemos sido los únicos. Todos los demás vecinos querían el cambio. El ayuntamiento aprobó ayer la propuesta.
Kyla asimiló la noticia, e inmediatamente pensó en lo que aquello podía representar para el futuro de sus padres.
– ¿Y por qué os oponíais vosotros?, ¿esto no incrementará el precio de la casa?
– Bueno, sí, claro, pero nosotros no queremos marcharnos de aquí -respondió Meg-. No es que nos obliguen todavía, claro. Aún queda un tiempo, pero…
– La causa de que no queráis vender somos Aaron y yo -dijo Kyla con calma. Ahora se daba cuenta de por qué tanto secretismo-. Podemos arreglárnoslas, siempre os lo he dicho.
– Ya lo sabemos, pero no queríamos vender la casa mientras estés aquí.
– Bueno, pues parece que el ayuntamiento ha tomado la decisión en vuestro lugar. Me alegro. Es lo que queríais, vender esta casa, comprar una caravana y viajar.
– Pero Aaron y tú…
– Soy una adulta, mamá. Aaron es un niño sano. Nos compraremos una casa. Será bueno para ambos.
– Pero cuando murió Richard te prometimos que nunca te dejaríamos sola -argumentó Clif.
Kyla puso una mano encima de la de su padre.
– Me conmueve que te preocupes así por mí, papá. Sois maravillosos. Pero mamá y tú tenéis vuestras propias vidas; Os merecéis pasar estos años juntos, ahora que te has jubilado, y no estar pendientes de mí -miró los papeles que había en la carpeta-. Ya os han hecho una oferta por la casa, ¿no?
– Bueno, sí -admitió finalmente Clif-. Pero todavía tenemos dieciocho meses. No hay que aceptar la primera oferta que se presente…
– Pero ¿quién sabe lo que puede pasar en estos dieciocho meses? Una oportunidad así no se presenta todos los días. Si es una buena oferta, debéis aceptarla.
– No -replicó Meg con obstinación, sacudiendo la cabeza-. Te prometimos que no te dejaríamos sola.
– Pero, mamá…
– Hasta que Aaron y tú no estéis bien instalados en alguna parte, ni siquiera empezaremos a pensar en vender la casa. Y no se hable más, jovencita -Meg se levantó dando por concluida la discusión-. ¿Quieres beber algo o no?
Varias horas después, Kyla estaba tumbada en su cama y contemplaba las sombras que la luz de la luna proyectaba en el techo de su dormitorio.
La preocupaba la reticencia de sus padres a vender la casa. La venta les proporcionaría una seguridad económica para el resto de sus vidas. No quería que la pospusieran hasta que quizá estuvieran demasiado mayores como para disfrutar de ese dinero.
Ella era la causa de que vacilaran ante aquella oportunidad. ¿No se daban cuenta de lo culpable que la hacía sentir el sacrificio que hacían por ella? Ya habían pospuesto su sueño dos años a causa de la muerte de Richard. Claro que iba a echarlos de menos. Le daría mucha tristeza ver cómo derribaban la casa para levantar un complejo de oficinas y estaciones de servicio. Sería doloroso, pero sería para bien.
Ya era hora de que ella saliera adelante por su cuenta. Vendieran o no sus padres, ya era hora de que creara un hogar para Aaron y para ella. El problema era cómo convencer a Clif y a Meg.
Con un suspiro de cansancio, se obligó a cerrar los ojos.
Y volvió a suceder lo de siempre.
La imagen de Trevor Rule surgió ante ella. Todas las noches, la perseguía durante horas, hasta que por fin conseguía dormirse, frustrada, exhausta. Era como si él se comunicara en un plano espiritual que ella no alcanzaba a comprender. Esa obsesión la irritaba y le destrozaba los nervios.
Ya había pasado un mes desde su enfrentamiento en Traficantes de pétalos. A Kyla le habría gustado poder olvidar lo enfadado que le había parecido él entonces. Y, aún más, olvidar cómo la había mirado cuando por azar se habían cruzado en la calle.
Había sido en el momento más ajetreado del día. Babs y ella habían ido a entregar unas flores en el centro de Chandler, un pedido tan grande que requería la presencia de ambas, así que Clif se había ofrecido a ocuparse de la tienda en su ausencia.
– Mira eso -había dicho Babs.
– ¿Qué? -el centro de crisantemos goteaba y Kyla se estaba secando las manos.
– En la acera de enfrente. ¡De chuparse los dedos!
Kyla se puso una mano húmeda en la frente a modo de visera y miró en la dirección que miraba Babs, al otro lado de la calle. Trevor se disponía a bajar el bordillo a la altura donde estaba aparcada su ranchera. Cargaba en el hombro una saco de cemento que echó dentro de la furgoneta. Desde esa distancia, uno nunca adivinaría que había sufrido un terrible accidente y que estaba lleno de cicatrices. Había realizado todo el movimiento con la fuerza y la habilidad de un discóbolo.
Los labios de Babs emitieron un sonido de admiración.
– Que me quede ciega si no es un bombón.
– No…
– ¡Hola, Trevor! -chilló Babs.
Gimiendo, mortificada y ultrajada, Kyla se dio la vuelta y abrió la puerta del coche. Se metió dentro y cerró de un portazo.
– Te voy a matar -siseó por la ventanilla abierta.
– Si te portas como una idiota, soy yo la que va a matarte a ti -replicó Babs.
Trevor las había visto enseguida y saludó con la mano. Mientras esperaba a que dejaran de pasar coches para atravesar la calle, se quitó el sombrero vaquero que cubría su cabeza y se enjugó el sudor de la frente con la manga enrollada de la camisa. Se encaminó hacia ellas antes de que el coche hubiera pasado del todo y cruzó la calle con paso cadencioso.
– Hola.
El destino era injusto. Ningún hombre en el mundo con semejante atractivo sexual debería andar suelto, por el bien de las mujeres.
Se retiró hacia atrás el pelo, negro y espeso, antes de volver a ponerse el sombrero vaquero. El parche le daba aspecto de pirata.
Tenía el cuello muy bronceado y alrededor llevaba un pañuelo blanco enrollado y atado en el centro con un nudo. Se había remangado, y las mangas enrolladas de la camisa eran como cuerdas que apretaban sus bíceps. Se había dejado abierta la camisa azul de faena. Kyla se lo imaginaba trabajando con el torso desnudo, se debía haber puesto la camisa sólo para ir a la ciudad. Y como hacía calor, no se la había abrochado.
En cualquier caso, los faldones de la camisa bailaban a la altura de los muslos y tenía el pecho desnudo, cubierto por un vello oscuro, rizado, que descendía en una línea delgada y sedosa que dividía en dos su abdomen musculoso y finalmente desaparecía bajo la cintura de los vaqueros. Tenía un pecho precioso, marcado apenas por una cicatriz que bajaba desde el brazo por el lado izquierdo.
Los vaqueros tenían el aspecto cómodo y usado que adquirían después de muchos lavados. Esa vez no llevaba las botas tejanas relucientes, sino un par con el que se había metido muchas veces en el barro. Las manos estaban enfundadas en un par de guantes de faena, y lo mejor de todo era el cinturón de cuero de carpintero que colgaba de sus caderas. Parecía que fuera una cartuchera, un símbolo flamante de masculinidad. Las herramientas se balanceaban contra sus caderas, las rozaban con cada movimiento que hacía.
Era la encarnación misma de la masculinidad, una fantasía hecha realidad.
– ¿Qué os ha sacado fuera de la tienda? Hace un calor de mil demonios.
Babs se rió.
– Ya incluso hablas como un texano, ¿verdad, Ky?
Kyla, dentro del coche, más caliente que una sauna, estaba rígida como un palo.
– Sí.
Él apoyó un brazo en el techo del coche. La camisa se abrió más y Kyla vio las gotas de sudor en los rizos del vello que le cubría el pecho.
Él bajó la cabeza y se dirigió a ella.
– ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Y tú?
– Bien. ¿Aaron?
– También bien.
– Me alegro.
– Parece que tienes mucho trabajo, Trevor -comentó Babs.
Kyla se daba cuenta, por el tono forzado de su amiga, de que a ésta le irritaba el curso que estaba tomando la conversación. ¡Pues que la dejara en paz! Ella era la que lo había llamado, que se ocupara de entretenerlo.
Pensaba que se sentiría aliviada cuando él se irguiera para responder a Babs, pero al hacerlo le había proporcionado una visión completa de su torso. Estaba fascinada.
Vio cómo se formaba una gota de sudor en la curva de su pecho, en el lado derecho. Creció hasta que el peso la hizo caer. Lentamente empezó a descender. Sus ojos vieron como bajaba, costilla a costilla. Podría haberse quedado enredada en el vello que cubría el abdomen, pero continuó su descenso sobre la piel tostada. Al final, llegó hasta la cintura del pantalón y se escurrió hacia dentro, como si hubiera alcanzado el escondite donde se guardaba un tesoro.
– ¿A que sí, Ky?
Kyla dio un brinco.
– ¿Qué? -Babs le había hecho una pregunta, pero era incapaz de saber a qué se refería.
– Le digo a Trevor que iremos a ver la casa que está construyendo en cuanto esté terminada.
– Ah, sí, me encantaría -respondió vagamente. «No sigas mirándolo. Mira al horizonte o el parquímetro, cualquier cosa que no sea él».
El cuerpo de Kyla transpiraba, y el calor propio del verano no era la única causa. Deseaba con todas sus fuerzas que Babs se montara en el coche para que se marcharan de allí.
Pero fue Trevor el primero en despedirse.
– Tengo que irme. El de la hormigonera me está esperando. Me ha encantado veros.
– Adiós, Trevor -se despidió Babs.
– Adiós, Babs. Kyla.
– Adiós -dijo ésta última con un hilo de voz.
Cuando estuvo segura de que él se había dado la vuelta y casi estaba llegando a su ranchera, se atrevió a levantar los ojos. Entonces deseó no haber hecho tal cosa. Trevor tenía la camisa pegada a causa del sudor sano de un hombre que realiza un trabajo físico, y la tela dibujaba la anchura de sus hombros. Los vaqueros le quedaban igual de bien por detrás que por delante.
En la cama, luchando por conciliar el sueño más de una semana después de ese encuentro, todavía le parecía estar viéndolo. Su leve cojera no hacía más que acentuar el balanceo de sus caderas, que siempre hacía que se le secara la boca.
Suspirando con resignación, se puso de lado y, cediendo a la tentación, volvió a rememorar la escena de la gota de sudor que descendía por su abdomen. Esa vez su lengua siguió a la gota cuando ésta se escurrió bajo los pantalones de Trevor.
Se levantó gruñona.
Su humor no había mejorado cuando su mano dejó la cafetera y agarró el teléfono inalámbrico que estaba en la mesa del desayuno.
– Hola, soy Trevor.
Kyla levantó la mirada rápidamente y miró a sus padres. La única vez que se habían aventurado a preguntar por qué Trevor ya no iba por allí, había atajado sus comentarios.
– Le dije que no éramos más que amigos, así que lo más probable es que se haya buscado un chica.
En ese momento no quería que Meg y Clif se dieran cuenta de que era Trevor el que llamaba, así que se limitó a decir «hola».
– Ya está terminada.
– ¿Terminada?
– La casa.
– ¡Ah! Enhorabuena.
– Gracias. ¿Vas a venir a verla?
Sus padres la miraban con curiosidad. Meg le preguntó quién era moviendo sólo los labios, sin articular ningún sonido, y ella fingió no entender.
– No sé si podré -replicó.
– Dijiste que vendrías -le recordó él.
– Ya lo sé, pero he estado tremendamente ocupada.
– Antes de ponerla a la venta, me gustaría que me dieras algunos consejos sobre cómo decorarla.
– No sé si puedo, no soy decoradora.
– Pero eres mujer, ¿no?
Sí, era mujer. Si no lo fuera, el corazón no estaría dando brincos contra la caja torácica, como si quisiera salírsele del pecho. Si no lo fuera, las rodillas no le flaquearían y las palmas de las manos no le sudarían, y no estaría pensando en la boca de Trevor.
– No tengo ni idea de cómo decorar una casa como ésa.
Vio que los ojos de su madre miraban a su padre y que éste alzaba las cejas.
– ¿Vendrás a verla de todos modos?
– ¿Cuándo?
– Esta tarde.
– Este sábado me toca trabajar en la floristería -Babs y ella se alternaban para abrir los sábados.
– Después del trabajo. Pasaré a buscarte a la hora de cerrar.
Kyla retorció el cable del teléfono mientras se preguntaba si debía usar a Aaron como excusa. Pero entonces Trevor le diría que lo llevara a él también. Y sus padres estaban pendientes de cada una de sus palabras, así que no podía inventar algo sobre ellos para no acudir.
¿Y qué importaba lo endeble que pareciera la excusa? Le había dicho claramente a Trevor que no quería volver a verlo. Y él había tenido el valor de llamarla y pedirle que fuera.
Pero ¿no sería descortés rehusar esta invitación en concreto? Había visto la casa cuando todavía estaba en obras. Estaba claro que, para Trevor, era importante que todo saliera bien. Esa casa podría hacer despegar su carrera. Tal vez quería conocer su parecer sobre la decoración del espacio, eso era todo. Necesitaba un interlocutor, alguien en cuyo gusto pudiera confiar.
– De acuerdo. Nos veremos a las seis.
– Estupendo.
Estuvo ocupada todo el día en la tienda, pero las horas parecían interminables. Y tenía hambre. ¿O eran nervios lo que notaba en la boca del estómago, nervios ante la perspectiva de volver a verlo?, ¿o era expectación? No quería averiguarlo.
A las seis en punto entró Trevor. Estaba fantástico, con pantalones y camisa de sport. Olía como si acabara de salir de la ducha y de afeitarse. Tenía el pelo todavía mojado. Se le rizaba a la altura de las orejas y le caía sobre el parche. Estaba tan atractivo que quitaba el aliento.
– ¿Queda alguna flor?
Kyla se rió, aliviada al ver que se mostraba simpático y bromista. Eso aligeraba las cosas.
– Unas pocas.
– ¿Estás lista?
– Voy a buscar el bolso y a apagar las luces.
Volvió en seguida. Él la acompañó hasta la puerta y esperó a que echara el cierre. La ayudó a subir al coche, la mano siempre debajo de su codo, pero de un modo impersonal. Tanto mejor.
Mientras dejaban atrás las calles de la ciudad charlaban animada y superficialmente. Avanzaron luego por la carretera hacía la parcela arbolada donde estaba la casa. Él le preguntó por sus padres y ella le dijo que estaban bien. Le preguntó por Aaron y lo puso al día de las últimas travesuras de éste. No hicieron mención de la discusión que habían tenido un mes atrás.
– ¡Cielo santo! -exclamó ella cuando la casa apareció ante su vista-. No puedo creerlo.
Trevor estacionó el coche en la rampa del garaje, bordeada de jardineras.
– ¿Te gusta?
– ¿Cómo no me va a gustar? -sin esperar a que élla ayudara a bajar, abrió la puerta del coche y salió, sin dejar de mirar la casa con admiración-. No me dijiste que ibas a poner vidrieras en las ventanas que están a los lados de la puerta de entrada.
– No me lo preguntaste -replicó él en tono burlón-. Vamos dentro.
Era como entrar en las páginas de una revista de arquitectura. El estilo era informal; en el diseño del edificio habían primado la comodidad y la funcionalidad, pero sin escatimar detalles. Las habitaciones eran espaciosas, pero resultaban acogedoras.
Kyla dejó escapar una exclamación de júbilo cuando entró en la cocina y vio lo bien que había quedado su idea de convertir el rincón del desayuno en mirador.
– Y mira, un hervidor de agua incorporado en el fregadero -le mostró Trevor con orgullo-. Y el frigorífico y el congelador, encastrados en la pared.
– Es perfecto, perfecto -dijo Kyla sonriendo.
– ¿De verdad te gusta?
– Es maravilloso.
– Ven fuera. Quiero enseñarte el jardín de atrás.
El suelo de madera rojiza se extendía varios metros más allá de la casa hasta el césped, que ya estaba plantado. Alrededor de los árboles había azaleas cuidadosamente podadas. También había flores cultivadas en jardineras situadas estratégicamente sobre el suelo de madera. Un arroyo burbujeaba entre la vegetación, el riachuelo resplandecía como una cinta plateada y se escabullía entre los árboles frondosos.
– No puedo creerlo, Trevor -dijo ella con admiración-. Has hecho maravillas. Es precioso. Lo que has hecho hasta ahora es perfecto, no te costará nada vender esta casa.
Él le tomó las dos manos y la hizo volverse y mirarlo. Kyla se sorprendió. Hasta ese momento apenas la había tocado. Se había mostrado ocurrente y simpático mientras le enseñaba las habitaciones con el mismo entusiasmo que un niño de diez años muestra su bicicleta nueva. Ahora la miraba con tanta intensidad que su corazón empezó a latir a toda velocidad.
– Te he dejado tranquila, como me pediste.
– Es lo mejor.
Él sacudió la cabeza.
– Te he dejado tranquila, pero eso no significa que me guste ni que haya dejado de pensar en ti.
Kyla tragó saliva.
– Al contrario -prosiguió él-, pienso en ti…
– Trevor, por favor, no quiero discutir.
– Ni yo pretendo tal cosa.
– Entonces no sigas.
– Déjame terminar -cuando vio que ella estaba dispuesta a permitírselo, continuó-: Sabes lo que siento por ti.
– Tú dijiste… dijiste…
– Que te quiero. Y lo digo en serio, Kyla.
– Por favor, no me presiones. No puedo.
– ¿Qué es lo que no puedes?
– Salir con un hombre.
– Ya lo sé. Por eso quiero pedirte que te cases conmigo.