Doce

– De acuerdo.

Aquella concesión lo desarmó. Su indignación se desinfló como si hubiera pinchado un soufflé. Hizo girar sus hombros sobre sí mismos para recobrar la compostura.

– Bien -se limitó a decir-. Me alegra que lo veas de ese modo.

Por alguna razón, sin embargo, el tono conciliador de Kyla lo puso más furioso. No necesitaba que lo tratara con condescendencia. ¡No, señor!

Se desvistió con gestos bruscos y descuidados, dando tirones. Iba tirando al suelo cada prenda que se quitaba. La ropa fue cayendo, desperdigada. Cuando se quedó en calzoncillos, retiró la sábana e introdujo los pies debajo. Después de darle unos puñetazos a la almohada, enterró la cabeza en ella.

– Buenas noches.

– Buenas noches, Trevor.

Él le dio la espalda y toda la cama se movió mientras cambiaba de postura buscando una que le resultara cómoda.

«¡Eso es! Así se hace, se lo estoy dejando claro».

Entonces ¿por qué era su cuerpo el que estaba rígido y lleno de deseo? ¿Por qué era su corazón el que no hallaba reposo?

Kyla se despertó y vio que él la estaba mirando. De lado, con la cabeza en la almohada, la cual reposaba sobre un codo doblado. Callado y tenso, la única parte de él que se movía era su ojo, verde, que recorría la cara y el pelo de Kyla como si estuviera haciendo un inventario de sus rasgos.

Ella no se dio cuenta de que había levantado una mano hasta que ésta entró en su campo de visión y tocó suavemente el parche negro.

– Nunca te lo quitas.

– No quiero que lo veas.

– ¿Por qué?

– Es muy feo.

– A mí no me importa.

– ¿Sientes curiosidad?

– No. Tristeza. Estaba pensando lo bonito que es tu ojo, y que es una pena que perdieras el otro.

– Yo doy gracias por que me haya quedado uno.

– Eso se da por supuesto.

– Aunque sólo sea por este momento, por nada en el mundo cambiaría poder mirarte a la cara ahora mismo -tenía la voz ronca de la emoción.

A Kyla le dolía la garganta, tenía ganas de llorar. Su mano bajó desde el parche hasta el bigote. Luego le acarició levemente el labio superior.

Trevor se quedó sin aliento. Su sexo se llenó de calor.

Kyla nunca le había tocado la cara. Ahora no deseaba hacer otra cosa. Los huesos eran pronunciados. La frente, las cejas espesas y lisas, bien dibujadas. Una barba incipiente cubría la mitad inferior del rostro. El bigote, que sus dedos no podían dejar en paz, era sorprendentemente suave. Recorrió con la uña el contorno del labio inferior.

– Ten cuidado, Kyla.

Ella retiró el dedo un momento.

– ¿Por qué?

– Porque llevo siete horas aquí tumbado deseándote. ¿Me entiendes? -ella asintió-. No creo que sea muy inteligente por tu parte tocarme. A menos…

Dejó la frase en suspenso, pero los dos sabían cómo terminaba.

Fuera, la luz del sol se filtraba por las copas de los árboles y proyectaba sombras cambiantes en los postigos cerrados de las ventanas. Los pájaros piaban, las ardillas se perseguían por las ramas y las mariposas iban de flor en flor. Los petirrojos parecían flechas con plumas de colores disparadas de un árbol a otro.

La actividad en el dormitorio era considerablemente menos obvia, pero no menos enérgica. Las emociones brotaban entre ellos como las grandes olas del Atlántico. El deseo era palpable, se respiraba el anhelo que sentían el uno por otro. De haber podido visualizar sus auras, el aire que los rodeaba se habría teñido del rojo de la pasión.

El cuerpo de Kyla no mostraba su deseo tan abiertamente como el de Trevor, pero sufría la misma aflicción. En aquel instante ella sólo podía pensar en satisfacer su necesidad de que la acariciara, la cubriera, la completara.

Volvió a tocarle el labio inferior.

Con un movimiento fluido, él la atrajo hacia sí, se colocó encima de ella y capturó su boca con un beso ardiente. Su sexo buscaba el corazón de la feminidad de Kyla. Lo encontró y lo estimuló con caricias.

– Dios, te deseo -con movimientos frenéticos Trevor le levantó el camisón.

Las manos de Kyla tiraron de la cintura elástica de los calzoncillos para bajárselos. Una mano se deslizó dentro y rodeó la curva firme de las nalgas de Trevor.

Gimiendo, la boca de Trevor atrapó un pezón y se cerró en torno a él mientras disfrutaba del tacto sedoso de la braga y las curvas que escondía. Ella suspiró su nombre y levantó las rodillas. Los dedos de él se deslizaron bajo la seda de la braga.

La puerta del dormitorio se abrió y Aaron entró con el ímpetu de un ciclón en miniatura, parloteando sin parar, como los pájaros del árbol.

Trevor dejó escapar la respiración en un silbido lento y constante, aliviando de ese modo la tensión de su pecho. Pegó su frente a la de Kyla y deseó poder aliviar con la misma facilidad la presión que sentía en los ijares. La risa acudió a sus labios y salió en forma de aire entre sus labios, que todavía estaban sobre la boca de ella.

– Recuérdame que luego lo estrangule.

Kyla también sufría la agonía de tener que sojuzgar forzosamente su pasión. Suspirando, enterró la cara en el cuello cálido de Trevor.

– Si primero no lo he estrangulado yo.

Trevor se retiró de encima de ella pero sin dejar de abrazarla. Ambos concentraron su atención en Aaron.

– Debe haber convencido a su indulgente abuelo de que lo sacara de la cuna -aventuró Trevor.

Encantado con la atención que se le prestaba, Aaron se adueñó del escenario y empezó a realizar algunos de sus mejores números. Las risas de Trevor y Kyla lo animaron aún más. Con una sonrisa tontuela, empezó a dar vueltas en redondo sobre sí mismo. Desoyendo las advertencias que le hacían, continuó haciendo lo mismo hasta que se mareó y alzó los brazos para intentar agarrarse a algo.

Lo que sus manos alcanzaron fue el tirador decorativo del cajón de la mesilla. La gravedad impuso su ley y Aaron estaba demasiado mareado para resistirse a ella. Su trasero aterrizó en el suelo enmoquetado y el cajón salió del hueco y cayó sobre su regazo.

No se hizo daño, pero los dos adultos se incorporaron inmediatamente en la cama al ver que iba a suceder lo inevitable. Aaron se quedó mirándolos, perplejo, y luego bajó la vista al cajón que tenía en el regazo.

Lo único que había en su interior era una foto de ocho por diez de un marine con uniforme de gala. Aaron golpeó con la mano el cristal antirreflejos y dijo:

– Pa. Papapapa.

Sonrió a sus espectadores, convencido de recibir una ovación por su brillante actuación.

Los brazos que todavía rodeaban a Kyla se volvieron más duros que el acero y la fueron soltando poco a poco. Ella notaba que su calidez la abandonaba. Luego, con un movimiento violento, Trevor saltó de la cama por el otro lado y se puso los pantalones que había dejado en el suelo la noche anterior. Se subió la cremallera mientras se dirigía hacia la puerta.

– ¡Trevor, por favor!

Él se giró para mirarla, con el torso desnudo, descalzo y furioso. Tenía la mandíbula contraída con rabia y había un brillo frío en su mirada que traspasó a Kyla, la cual seguía sentada en la cama con el pelo revuelto, la cara pálida, los labios temblorosos y ojos suplicantes.

– No pienso ser un suplente -gruñó-. En tanto haya otro hombre contigo, no hay sito para esto -con crudeza llevó la mano a su sexo. Luego hizo un gesto con la barbilla para dar mayor énfasis, antes de salir hecho un basilisco.


– Es Lynn Haskell -informó Kyla, con la mano tapando el micrófono del auricular-. Nos invitan a un picnic a la orilla del lago el Día del Trabajo. ¿Quieres ir?

Había transcurrido una semana desde la visita de George Rule. La más triste de la vida de Kyla. La tensión en la casa crujía como el papel viejo y era igual de inflamable. El suspense de no saber qué desataría la inevitable conflagración acababa con los nervios de cualquiera.

Trevor nunca perdía el control, nunca levantaba la voz. Kyla se habría alegrado de que lo hiciera alguna vez. Más bien era como una tormenta oscura que se cernía sobre ella pero se negaba a estallar. Sobrevolaba su cabeza, amenazante y ominosa.

Seguía tratándola tan educadamente como siempre, pero había suprimido las demostraciones de afecto. Rara vez la tocaba, sólo en caso de necesidad. Con Aaron se comportaba del mismo modo cariñoso que siempre. Con ella se mostraba lejano y mecánico.

«Eso era lo que querías al principio, ¿no?», se apresuraba a recordarse cada vez que ansiaba que suspiraba por una de sus resplandecientes sonrisas, por una mirada cómplice, por una caricia o un beso.

Ahora, en respuesta a su pregunta, él se encogió de hombros, sin comprometerse.

– Lo dejo a tu elección, Kyla. Lo que tú quieras hacer.

Ella lo fulminó con la mirada. Él hizo caso omiso y volvió a inclinarse sobre el puzzle de piezas grandes en el que estaba trabajando pacientemente con Aaron por décima vez esa tarde.

No podía seguir haciendo esperar a Lynn. Tenía que darle una respuesta. ¿Cuál? Los Haskell eran amigos de Trevor. Aunque no lo dijera, estaba segura de que quería ir. Lynn era lo bastante lista para no dejarse engañar por una excusa vaga. Salir y pasar el día en el lago probablemente sería bueno para todos. Y podría aliviar la tensión que había entre ellos.

– Lynn, iremos encantados -por el rabillo del ojo, vio que Trevor alzaba la vista hacia ella, pero inmediatamente volvió a concentrar su atención en Aaron-. ¿Qué puedo llevar? No, no, de ninguna manera.


Invariablemente, el primer lunes de septiembre en Texas era despejado y caluroso. El Día del Trabajo ese año no se distinguió de años anteriores.

– Kyla, ya han llegado -llamó Trevor desde el porche delantero, donde había reunido todos sus aparejos y se había instalado con Aaron a esperar a los Haskell. Éstos habían sugerido que las dos familias fueran juntas hasta el lago en su monovolumen.

– Ya voy -pasó por la casa revisando que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas y haciendo memoria para no olvidar nada importante. Cuando llegó al porche delantero Trevor y Ted estaban cargando los bultos en el portamaletas mientras Lynn entretenía a Aaron en sus rodillas jugando al caballito.

– Hola. Sube abordo mientras todavía quede sitio -bromeó Lynn con humor festivo.

De camino al lago, Ted le tomó el pelo a Kyla por la cantidad de bultos que llevaba.

– De haberlo sabido que traerías tantas cosas, habría alquilado un remolque.

Ella se preguntaba si la otra pareja se fijaría en que Trevor y ella podían bromear y charlar con ellos, pero no tenían nada que decirse el uno al otro.

Él se había puesto uno vaqueros cortos desteñidos y deshilachados, unas zapatillas de deporte viejas y una sudadera gris sin mangas. También le había cortado el cuello, de modo que el vello oscuro del pecho asomaba por el escote en pico.

Kyla se había recogido el pelo en una coleta y llevaba pantalones cortos y la parte de arriba del biquini. Encima, una camisa sin abrochar con los faldones atados en un nudo a la altura de la cintura. Se alegró de no haberse arreglado. Para cuando llegaron al lago, Aaron le había babeado la camisa, contagiado del peligroso humor festivo de los niños de los Haskell.

Llegaron hasta el lago, encontraron un sitio que les pareció perfecto y empezaron a descargar el monovolumen. Cuando hubieron terminado, para celebrarlo, Trevor sacó una lata de cerveza de la nevera y se la bebió en tres tragos.

Bebió otra para apagar las llamas de deseo que subían por su vientre cuando Kyla se quitó la camisa y el pantalón para tomar el sol, siguiendo una sugerencia de Lynn.

Fueron andando hasta el borde del lago con los niños. Aaron chapoteó en el agua y no se quedó satisfecho hasta que no hubo duchado a su madre con el agua fría del lago. Cuando los pezones de Kyla se endurecieron en contacto con el agua fría, Trevor refunfuñó una excusa y regresó donde estaban todas sus cosas en busca de otra cerveza.

Regresó con la lata y ofreció a Kyla. Ella aceptó y las manos de ambos se rozaron cuando se la pasó. Y cuando echó la cabeza hacia atrás para beber, lo único que deseaba Trevor era posar los labios sobre su garganta expuesta.

Mientras Ted y él se quedaban en la parte poco profunda con los niños, Lynn y Kyla fueron nadando hasta el muelle que flotaba en aguas más profundas. Trevor observaba los movimientos gráciles de los brazos de Kyla en el agua. Tenía la vista fija en ella cuando subió la escalerilla del muelle y saludó a Aaron con el brazo. Su delgada silueta se recortaba contra el cielo de verano. El agua resbalaba por su vientre plano y por sus muslos.

– En seguida vuelvo -murmuró Trevor.

– ¿Dónde vas ahora? -preguntó Ted, con la mano a modo de visera sobre los ojos para evitar que el sol lo deslumbrara.

– Eh, creo que Aaron quiere una galleta.

Tomó en brazos al niño, que estaba muy satisfecho jugando con el barro de la orilla y se lo llevó hasta el coche. Le dio una galleta y él se bebió otra cerveza.

Después de un almuerzo que habría podido alimentar a una caravana entera de gitanos, los niños echaron la siesta a la sombra. Cuando se despertaron, todos fueron al campo de béisbol. El partido de los Pieles contra los Camisetas era una tradición entre los hombres de negocios de Chandler. Cualquiera que quisiera jugar acudía al campo vestido para jugar y se dividía a los participantes en dos equipos.

Trevor tenía un solo ojo y andaba con una ligera cojera, pero los meses de fisioterapia y el programa de ejercicio físico diario, que cumplía religiosamente, lo mantenían en mejor forma física que muchos otros que tenían diez kilos de más y el máximo peso que levantaban diariamente era el del lápiz.

Kyla se mordió el nudillo del dedo índice cuando Trevor se situó en la base del bateador en el noveno turno. Los Pieles, el equipo del que formaban parte Trevor y Ted, perdía por tres puntos. Los bases estaban cargados. Ya había habido dos tiros que habían ido fuera. Todo dependía de Trevor. Él no defraudó y consiguió culminar con éxito la carrera completa.

Kyla, como todos los que animaban a los Pieles, saltaba de alegría. Trevor recibió las felicitaciones sentidas de sus compañeros de equipo. Ted y él volvieron corriendo donde los esperaban ellas con los niños.

– ¡Has estado sensacional! -dijo Lynn a Trevor con entusiasmo.

– ¡Eh!, ¿y qué pasa conmigo? -preguntó Ted, fingiendo que había herido su orgullo.

– Tú también -Lynn rodeó con los brazos el cuello de su marido y lo besó sonoramente.

– Estaba aguantando la respiración -dijo Kyla riendo emocionada. Cuando sonrió a Trevor, el sol iluminaba su cara y fruncía los ojos para protegerse de la claridad. Tras las espesas pestañas, Trevor vio que brillaban. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como si intentara contener su júbilo.

– Fue un golpe afortunado -dijo modestamente.

Se acercaron el uno al otro con paso vacilante. Entonces Kyla se lanzó a sus brazos y, poniéndose de puntillas, le dio un beso en la boca.

Trevor reaccionó instintivamente y la abrazó por la cintura. El sabor de su boca, después de una semana sin besarla, le resultó delicioso. El placer estalló como una bola de fuego en su vientre. Ajenos a la luz del día, al gentío que los rodeaba, a todo, sus manos se deslizaron hasta las nalgas de Kyla y la atrajo contra sí para hacerle notar su excitación.

Algo, posiblemente el guante de Ted golpeándole en el hombro, le recordó dónde estaban. Levantó la cabeza y, mirando a Kyla, se echó a reír.

Ella levantó la vista hacia él con expresión desconcertada. Tenía los ojos nublados, el pecho subía y bajaba rápidamente con cada respiración. Los labios estaban rojos, húmedos y ligeramente irritados por el roce del bigote.

– ¿Listos para regresar? -Ted estaba junto a Lynn, abrazados por la cintura. Cada uno llevaba de la mano a uno de los niños y Aaron estaba a sus pies-. ¿Qué te parece una cerveza, Trevor?

– Sí, claro, una cerveza.

Se la bebió de dos tragos, fue a nadar para quitarse el sudor del partido y luego se tomó otra cerveza.

Para cenar, picaron las sobras del almuerzo y luego, poco a poco, el cansancio se fue apoderando de todos. Trevor estaba algo achispado para cuando cargaron de nuevo el monovolumen y emprendieron el camino de vuelta. Había mucho tráfico. Se alegró de poder ceder la responsabilidad de conducir a Ted.

De hecho, había cedido todas sus responsabilidades excepto la de encontrar un lugar para apoyar la cabeza en el hombro de Kyla. Se dejó caer sobre él con todo su peso y dejó resbalar el brazo hasta que el codo se acomodó en el valle entre su muslo y su regazo.

En una ocasión pensó en girar la cabeza y besarle el cuello, pero no estaba seguro de si lo había hecho o si se había limitado a imaginarse que la besaba.

Cuando llegaron a casa, se concentró en disimular los efectos del alcohol delante de sus amigos. Les dio las gracias y las buenas noches y despidió el coche con la mano.

Al ir a llevar todos los trastos de picnic al porche, se dio cuenta de que sus brazos y sus piernas parecían de goma. Después de que la cesta de picnic se le cayera en dos ocasiones, murmuró:

– Creo que voy a dejar esto aquí y ya lo meteré en casa mañana -y dejó caer todo al suelo.

– De acuerdo -dijo Kyla, apretando los labios para evitar echarse a reír-. Pero ¿podrías abrir la puerta? -llevaba a Aaron en brazos y empezaba a pesarle.

– Claro, claro.

Se quedó mirándola fijamente sin hacer nada.

– La llave la tienes tú, Trevor.

– ¡Ah, sí, claro que la tengo yo! -revolvió todos los bolsillos hasta que apareció. La sujetó a unos centímetros de la nariz y dijo-: Te había dicho que la tenía.

Ella reprimió la risa, pero él no se dio cuenta, ocupado como estaba en forcejear con la cerradura.

– ¡Alguien ha cambiado la cerradura! -exclamó aquello con toda convicción.

– Pon la llave con los dientes hacia arriba.

Hizo lo que Kyla le había indicado y, cuando la puerta se abrió, la miró.

– Eres maravillosa, ¿lo sabías? Maravillosa.

Ella alzó los ojos con expresión sufrida, pasó por delante de él y fue directa al dormitorio de Aaron. Acostó al niño en la cuna y regresó al salón. Trevor estaba tirado en el sofá con un brazo y una pierna colgando. Se aseguró de que había cerrado con llave la puerta principal, fue hasta el sofá y se inclinó sobre su marido

Estaba dormido. Le retiró de la frente un mechón negro y se despertó.

– ¿Kyla?

– ¿Mmm?

– Eres un ángel.

– Gracias.

– Un ángel… y preciosa.

– Sí, sí, ya lo sé.

Trevor no se percató del tono humorístico, no se daba cuenta de que le estaba tomando el pelo. Lo único que sabía era que la luz de la luna que se filtraba por las puertas de cristal iluminaba el rostro de la mujer que amaba de un modo hermoso.

La enganchó por el cuello y tiró de ella para darle un beso. Kyla no se esperaba aquel repentino gesto, mucho menos el beso tan apasionado. Perdió el equilibrio y cayó sobre él. Trevor intentó ayudarla pero sólo consiguió que ambos cayeran rodando al suelo.

Durante unos instantes, no reparó en que el mullido almohadón sobre el que reposaba su cabeza eran los pechos de Kyla. Hasta que levantó el cuello para mirarla. Entonces le abrió el escote de la camisa, que se había vuelto a atar a la cintura para el viaje de vuelta. Posó los labios en su piel.

– Hueles a sol -la nariz de Trevor exploraba el valle entre sus pechos-. Me encanta el olor del sol.

Se movió de tal manera que sus piernas quedaron instaladas entre los muslos abiertos de ella. Si se fijó en que los brazos de Kyla yacían inermes a los lados del cuerpo con las palmas hacia arriba, en actitud entregada, no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a ponérselos a ambos lados de la cabeza y, con su dedo índice, recorrió la parte interior desde la muñeca hasta la axila, como si dibujara el trazado de las venas.

– Si el sol, tuviera sabor, sabría como tú -la boca de Trevor iba con los labios entreabiertos de un pecho a otro, mordisqueándolos.

Se concentró en lo que estaba haciendo y, con rudeza, intentó desatar el nudo de la camisa. Tras lograrlo, se la abrió y prosiguió con el cierre delantero de la parte superior del biquini.

– Dios, eres preciosa.

La tocó con reverencia, las yemas de sus dedos acariciaban su piel arriba y abajo. Se tomó su tiempo, no se justificó, porque estaba convencido de que aquello era un sueño, uno de los muchos que había tenido con Kyla, pero ¡ése parecía real!

Le acunó los pechos y, con índice y pulgar, le pellizcó los pezones. Luego los atrapó con la boca.

Los ruidos que hacía eran los de un hambriento que hubiera encontrado alimento. Succionó ambos pechos y frotó los pezones, húmedos por sus besos, con su bigote. Luego jugueteó haciendo bailar la punta de su lengua sobre ellos, provocándolos para que se endurecieran. Y lo logró.

Era vagamente consciente de que el cuerpo de Kyla se retorcía bajo él, hablaba al suyo en un idioma que éste entendía, a pesar de que no podía traducirlo claramente.

Se alzó sobre ella y le desabrochó el botón de los pantalones cortos. Introdujo la mano por debajo de la braga húmeda del biquini y acomodó la palma de su mano en el monte de Venus. Encajaba a la perfección. Apretó, frotó, acarició el vello que lo cubría. Sus dedos se aventuraron en el dulce misterio que encerraba.

El gemido que brotó de su garganta le salió del alma e hizo temblar todo su cuerpo.

– Estás mojada, lista para recibirme.

Cubrió el cuello de Kyla de besos apasionados e introdujo los dedos en la fuente de aquella cálida humedad.

Su respiración era agitada. ¿O era la de Kyla la que oía? No estaba seguro. Resolvió el misterio atrapando la boca de ella con la suya y besándola hasta que ninguno de los dos podía ya respirar.

Le quitó los pantalones con facilidad. La braga del biquini requería más paciencia y habilidad, cualidades ambas que lo habían abandonado cuando por fin consiguió bajarla hasta los tobillos. Frustrado y torpe, se desvistió él mismo como pudo.

Dios, la piel de Kyla era fresca.

Y él estaba ardiendo.

El cuerpo de Kyla lo aceptó. Se sumergió en su feminidad y se estremeció de placer. Lo envolvía la humedad aterciopelada y cálida del sexo de Kyla. Era el mejor lugar en el que había estado.

– He esperado mucho este momento. Lo deseaba tanto… Pero es mucho mejor… Te… quiero… -le dijo al oído.

Le puso las manos debajo de las caderas, la levantó para pegarla más contra él y se movió con embates rápidos y certeros. El cuerpo de Kyla se movía al mismo ritmo. Los pechos de ella temblaban bajo la boca de Trevor y los pezones eran dos botones rojos que la lengua de él humedecía.

Y en el instante en que sintió que ella alcanzaba el climax, él se derramó en su interior como un torrente.


* * *

Huntsville, Alabama.

– No pienso volver a mudarme nunca más. Viviremos aquí el resto de nuestras vidas.

– Por mí, de acuerdo -dijo el hombre, cansado-. Menuda forma de pasar el Día del Trabajo: ¡trabajando!

– Pero hemos conseguido colocarlo todo. Por fin. Salvo esa caja que tienes llena de porquerías de los marines.

– Serán porquerías para ti. Para mí, algunas de esas cosas tienen un gran valor.

Ella le dio una palmadita en la mano.

– Ya lo sé, era una broma… Ahora que hablamos de esto, ¿mandaste por fin la foto a la viuda de ese chico? Stroud, se llamaba, ¿no?

– Sí. No, no llegué a mandársela. A ver si lo hago mañana -arrugó el ceño-. Pero ¿cómo voy a dar con ella?

– ¿Por qué no mandas la foto al Cuerpo de Marines? Estoy segura de que ellos sabrán cómo localizarla.

– Buena idea -se levantó y le ofreció una mano a ella para ayudarla-. Vamos a la cama, estoy agotado. Pero recuérdame que mande la foto mañana -añadió al tiempo que apagaba la luz.

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