Dos

7 de septiembre

Querido Richard:

Sólo han transcurrido unas semanas, pero tengo la sensación de que te hubieras marchado de aquí hace años. Te echo tanto de menos que ya es casi una enfermedad. En lugar de estar cada día mejor, voy a peor. La imaginación me juega malas pasadas. A menudo me parece verte, sobre todo cuando estoy en la calle, entre mucha gente. El corazón se me desboca de la emoción. Y luego me doy cuenta de que tan sólo se trata de alguien que se parece a ti…


15 de septiembre

Queridísimo Richard:

Esta noche he soñado contigo y me he despertado gritando…


16 de septiembre

Amor mío:

Perdóname por la carta de ayer. Estaba con el ánimo bajo…


2 de octubre

Mi querido Richard:

¡Hoy he notado que el niño se movía! Bueno, creo que va a ser niño. Ay, mi amor, no puedo describirte lo emocionante que ha sido. Al principio era como una ondulación. He contenido la respiración y me he quedado muy quieta. Luego se ha vuelto a mover, más fuerte. Me he echado a reír y he dado un grito. Mamá y papá han venido corriendo. No podían notar los movimientos porque son leves, pero seguro que tú lo habrías notado. Si estuvieras aquí y pudieras tocarme, seguro que lo notarías. Te quiero. Te quiero mucho.


25 de octubre

…lo de la excursión a las pirámides suena maravilloso. Me da envidia. Mamá y yo fuimos ayer a North Park para hacer unas compras. En Dallas, el tráfico está cada vez peor. Cuando llegamos a casa estaba tan cansada que casi no podía subir las escaleras, y papá me trajo la cena en una bandeja para que no tuviera que volver a bajar. Pero fue muy productivo: ¡tengo toda la ropa necesaria para el niño por lo menos hasta que cumpla seis años!

Todos nos hemos reído mucho con tu historia sobre la mujer del cónsul. ¿En serio se viste así? Y respecto a tu amigo Besitos, ¡ALÉJATE DE ÉL! No parece una buena influencia para un hombre casado cuya mujer está embarazada…


Día de Acción de Gracias

…y me gustaría tanto que estuvieras aquí. Anoche fui al cine con Babs. Debería habérmelo imaginado. Era una película casi erótica, con mucho sexo. ¡Yahora tengo ganas de hacer el amor contigo! ¿No es una vergüenza? Se supone que las mujeres embarazadas no deben sentirse lujuriosas, ¿no? Hace frío y fuera está lloviendo y, si tuviera la posibilidad de hacerlo, creo que incluso podría convencerte para que dejaras los partidos de fútbol de la tele y vinieras al dormitorio…


21 de diciembre

Ayer recibí tu carta y me reí muchísimo. O sea, que quieres que no salga con Babs… De acuerdo, pero entonces tú tendrás que dejar de ser amigo de Besitos. Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta. Cree que todas las mujeres van a caer rendidas a sus pies, ¿no? A pesar de que dices que es guapísimo, estoy segura de que a minno me gustaría…


24 de diciembre

Amor mío:

Los días son muy cortos, pero a mí me parecen interminables. Tengo el ánimo por los suelos. Me gustaría meterme a la cama y levantarme cuando las fiestas hubieran terminado. Todo el mundo pasa estos días con su pareja; mires donde mires, todo son sonrisas y celebraciones. Me siento como un intruso en un mundo hecho sólo para parejas. ¿Dónde estás? Mamá y papá están preocupados de verme tan deprimida. Han hecho lo que han podido para alegrarme, pero te echo tanto de menos que nada de lo que se les ocurre me anima. Los regalos que mandaste los he puesto debajo del árbol. Este año, papá ha tirado la casa por la ventana y ha comprado un abeto enorme. Espero que hayas recibido a tiempo los regalos que te mandé. Renunciaría a todos los regalos que me han hecho y a todos los que puedan hacerme en el futuro a cambio de un beso tuyo. Uno de esos besos largos, lentos, que te seducen y te llenan.

Ay, Richard, cuánto te quiero. Feliz Navidad, cariño.


11 de enero

…pero estoy mucho mejor ahora que han pasado las fiestas y ya has cumplido más de la mitad de tu destino en el extranjero.

Cada vez me resulta más incómodo dormir por las noches. Te alegrará saber que, de mayor, este niño va a ser futbolista. Probablemente, defensa; o tal vez delantero. Pero en cualquier caso, dentro de unos veintidós años seguro que los Cowboys lo contratan para el equipo. Por cierto, ¿te gusta el nombre de Aaron? Si es chico, claro. Espero que lo sea, porque no se me ocurre ningún nombre para niña.

Te volverías loco si vieras cómo tengo el pecho. ¡Enorme! Por desgracia, el resto del cuerpo va a la par. No me imaginaba que el embarazo me cambiaría tanto el pecho. Incluso los pezones se han hecho más grandes. Los estoy preparando para darle de mamar. La perversa de Babs dice que a ella le gustaría poder tener una excusa tan buena. ¡Es malísima! Ojalá estuvieras aquí para ayudarme en este punto… Ja, yo también puedo ser muy mala, ¿eh?

No se me ocurre nada más bonito que darle el pecho a nuestro hijo…, a Aaron.


25 de enero

…el sueño más horrible que he tenido. Me he despertado sudando. ¡No pienso comer otra vez chile antes de que nazca el niño!

En ese viaje a Alejandría del que me hablas, ¿estaba también Besitos? No lo mencionas, y creo que la omisión de ese dato es deliberada. Si has cometido algún desliz, si una de esas odaliscas ha despertado tu lujuria, no me lo cuentes. Me siento como un hipopótamo, y ayer me eché a llorar porque, además de estar tan gorda, estaba devorando un banana-split para animarme un poco. ¡Y tenía tres bolas de helado de chocolate con almendras!

A veces pierdo la esperanza de que volvamos a vernos algún día, Richard. ¿Volverás a abrazarme?, ¿volveré a sentirte dentro de mí otra vez? A veces pienso que no eres real, que todo lo he soñado. Te necesito, cariño. Necesito saber que me quieres como te quiero yo, con toda mi alma.


* * *

– ¿Te van a dar el alta la semana que viene?

Trevor se alejó de la ventana.

– Sí. Por fin.

– Es estupendo, hijo -dijo George Rule con entusiasmo-. Estás como nuevo.

– No tanto.

No había amargura en la voz de Trevor. A lo largo de los últimos trece meses, se había dado cuenta de la suerte que había tenido. Sus paseos arriba y abajo por los pasillos del hospital lo habían convencido. Podría haberse visto reducido a una silla de ruedas para el resto de su vida, como tantos otros pacientes que veía en la sala de rehabilitación.

Podía andar, cojeaba ligeramente pero podía andar. Incluso había llegado a acostumbrarse al parche y ya no se tropezaba con los muebles. Era cierto lo que se decía sobre la capacidad del cuerpo humano para compensar la pérdida de un miembro o un órgano. Apenas se acordaba de cómo era ver con dos ojos.

– Los médicos quieren que vuelva una vez a la semana para seguir con la fisioterapia, pero les he dicho que no -informó a su padre-. No creo que vaya a mejorar más, y puedo seguir haciendo los ejercicios yo solo.

– ¿Qué has pensado hacer? -preguntó George Rule con voz vacilante.

Desde que Trevor había terminado sus estudios de primer ciclo en la universidad de Harvard, la elección de profesión había sido siempre un punto de fricción entre padre e hijo. Trevor se había alistado en el cuerpo de marines para rebelarse contra su padre, que quería que siguiera sus pasos y se hiciera abogado.

– Lo que siempre he querido hacer, papá. Crear una constructora.

– Ya veo -el disgusto de Rule era obvio, pero trató de ocultarlo. Casi había perdido a su hijo, Trevor había estado tan cerca de la muerte que incluso él, el indomable George Rule, se había asustado. Ahora que se había salvado, no pensaba arriesgarse a perderlo, y no le cabía duda de que eso sería lo que sucedería si trataba de interferir en los planes de su hijo para el futuro-. ¿Dónde? ¿Y cómo piensas empezar?

– En Texas.

– ¡Texas! ¿Y por qué no en Marte?

Trevor se rió.

– ¿Es que no has oído hablar del boom de la construcción en los estados del sur? Allí es donde ahora se mueve el sector, todavía queda superficie edificable. Voy a instalarme en una ciudad pequeña que se llama Chandler, cerca de Dallas. Está creciendo y tengo la intención de capitalizar ese crecimiento.

– Tendrás que pedir un crédito para empezar.

– Me han pagado los atrasos que me debía el ejército.

– Eso no es bastante para fundar una empresa.

Trevor miró fijamente a su padre.

– ¿Cuánto te habría costado pagarme los estudios de abogado en Harvard, papá?

George Rule asintió.

– Cuenta con el dinero -le ofreció una mano a su hijo y éste se la estrechó.

– Gracias.

Por primera vez en su vida adulta, su padre lo abrazó y lo estrechó con fuerza entre los brazos.

Esa noche, más tarde, después de haber recogido sus cosas, Trevor se tendió por última vez en la cama del hospital, pero estaba demasiado emocionado para conciliar el sueño. Tenía una segunda oportunidad en la vida. En la primera no había llegado demasiado lejos, pero en la segunda, la que empezaba a la mañana siguiente, no fallaría. No podía perder más tiempo, tenía una misión.

Alargó un brazo y agarró la caja metálica. Siempre la tenía al alcance de la mano. Los bordes de las cartas estaban deslucidos y las cuartillas tenían un aspecto sobado, con los pliegues marcados en la superficie del papel. Le proporcionaba un gran placer observar los trazos y las curvas de aquella caligrafía femenina. Escogió una carta, y no fue una elección al azar.

… entonces tú tendrás que dejar de ser amigo de Besitos. Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta. Cree que todas las mujeres van a caer rendidas a sus pies, ¿no? A pesar de que dices que es guapísimo, estoy segura de que a mino me gustaría…

Trevor dobló la carta con cuidado y volvió a meterla en su sobre. Tardó mucho en quedarse dormido.


Era preciosa.

La había visto varias veces en las últimas semanas, pero nunca tan cerca ni tanto rato seguido. Era un privilegio poder estudiarla con atención.

Tardaría más de mil años en describir su color de pelo. «Rubio» no bastaba, porque tenía unos mechones rojizos, pero tampoco se podía decir que fuera pelirroja. «Rubio rojizo» tenía una connotación dulce, casi insípida. Y Kyla Stroud no era nada insípida. Irradiaba energía y luz como un rayo de sol.

Aquel pelo indescriptible lo llevaba recogido con descuido en una coleta. Las puntas se rizaban, como los mechones sueltos que enmarcaban su cara.

Y qué cara… Ovalada, con la barbilla delicada y unas cejas que enmarcaban los ojos, enormes. La frente era despejada, de piel suave, y denotaba inteligencia. La forma de su boca era irresistible. Las mejillas tenían un rubor suave, como melocotones maduros.

Llevaba unos pantalones de color tabaco, blusa de algodón a rayas con las mangas enrolladas a la altura de los codos y un jersey por los hombros. Tenía un aspecto aseado, limpio.

Era… era…, bueno, era perfecta.

Le gustaba cómo le hablaba al niño, como si éste pudiera entender sus palabras. Y tal vez fuera así, porque cuando ella sonreía, el pequeño también lo hacía. Parecían ajenos a la multitud que abarrotaba el centro comercial, como si no los perturbara el gentío que abarrotaba las tiendas y los puestos esa tarde de sábado.

En uno de esos puestos ella había comprado un helado. Con una habilidad milagrosa había agarrado el cono de barquillo en un mano mientras con la otra empujaba el cochecito del niño a través del gentío hasta un banco. Allí había ayudado al niño a bajarse, aunque éste no necesitaba que lo convencieran.

Ahora estaban sentados en el banco y el niño estaba destrozando el helado mientras la madre se reía encantada y, al mismo tiempo, lo regañaba por mancharse de aquella manera. La mano derecha de Kyla sujetaba el helado mientras la izquierda manejaba hábilmente una servilleta.

Cuando el barquillo y la servilleta estuvieron ambos hechos trizas, le dijo algo al niño con cara muy seria, se levantó del banco y fue a tirar los restos en la papelera más próxima.

En cuanto se dio media vuelta, el pequeño se deslizó al suelo y echó a correr por el pasillo del centro comercial tan deprisa como le permitían sus piernas cortas y torpes. Se dirigía hacia la fuente. En el centro de ésta, un surtidor lanzaba chorros de agua hacia el techo de vidrio que dejaba ver el cielo. Alrededor del surtidor había un estanque de unos sesenta centímetros de profundidad.

Trevor, que había estado observándolos apoyado indolentemente contra una pared, recostado sobre un hombro, se enderezó de manera instintiva. Por un instante, apartó los ojos del niño para localizar a Kyla, que en ese momento se giraba junto a la papelera y descubría la ausencia de su hijo. Incluso desde esa distancia, pudo ver la expresión de pánico que sólo puede esbozar una madre.

Sin pensar, Trevor empezó a abrirse paso entre el gentío en dirección a la fuente. El niño estaba ya subiéndose al borde e inclinándose hacia el agua.

– Ay, Dios -murmuró Trevor en el momento en que empujaba a un hombre que fumaba en pipa. Caminó más deprisa y llegó hasta el borde, pero no a tiempo. Vio cómo el niño lo saltaba y se caía al agua.

Varios de los presentes se dieron cuenta de lo que ocurría, pero Trevor fue el primero en reaccionar. Pasó la pierna por encima del borde y entró en el estanque, agarró al niño y lo sacó del agua.

– ¡Aaron! -Kyla, frenética, se abría paso entre la multitud.

Aaron, farfullando y escupiendo un poco de agua, miraba con curiosidad al hombre que lo sujetaba. Aparentemente, dio su aprobación a su salvador, pues sonrió y, al hacerlo, aparecieron dos filas de dientes infantiles. Dijo algo que podía ser «agua».

Trevor salió de la fuente chorreando agua. Los curiosos se retiraron para dejarle sitio.

– ¿Está bien?

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Dónde está la madre?

– ¿No había nadie vigilándolo?

– Algunos padres dejan a los niños a su aire.

– Por favor, por favor -Kyla se abría paso a codazos entre los curiosos-. ¡Aaron, Aaron! -agarró a su hijo, se lo quitó a Trevor de los brazos y lo achuchó contra su pecho con fuerza, sin darse cuenta de lo mojado que estaba-. Hijo mío, ¿estás bien? Le has dado un susto a mamá. Ay, Dios mío.

En el momento en que Aaron notó la angustia de su madre, su aventura se transformó en un trauma. Empezó a temblarle el labio inferior, los ojos se le llenaron de lágrimas y los músculos de la cara se contrajeron. Abriendo mucho la boca, se echó a llorar.

– ¿Qué te duele?, ¿qué te duele? -preguntaba Kyla, frenética.

– Venga, vamos a salir de aquí. Por favor, déjennos pasar. Está bien, sólo se ha asustado.

Kyla apenas se había dado cuenta de que a su lado había un hombre alto que estaba tratando de ayudarla a salir de allí. Notó que le ponía una mano en la espalda y la empujaba entre la gente hacia un banco que estaba un poco apartado. Estaba tan ocupada intentando averiguar si Aaron tenía alguna herida que no se fijó en su acompañante hasta que se hubieron sentado en el banco. Finalmente, mientras abrazaba contra su pecho a un lloroso Aaron, lo miró.

Su primera impresión fue que era muy alto. No se esperaba el parche negro que le tapaba el ojo izquierdo, pero logró ocultar su sorpresa justo a tiempo.

– Gracias.

– Creo que no le pasa nada. Se ha asustado al ver su reacción.

Ella alzó la barbilla, molesta. Aquel gesto significaba que podía ser terca si se metían con ella. Cuando vio que el comentario no tenía intención crítica, sonrió con contrariedad.

– Tiene razón. Me he puesto muy nerviosa.

Los sollozos de Aaron empezaban a ceder. Ella apartó al niño un poco y, con la mano, le secó las lágrimas de las mejillas redondas y sonrosadas.

– Casi me matas del susto, Aaron Stroud -lo regañó. Luego miró a Trevor-. Estaba ahí y, de pronto, desapareció.

Tenía los ojos marrones. Marrones oscuros, aterciopelados. Trevor sentía que podía sumergirse en ellos.

– Se movió como un relámpago -cuando ella lo miró, obviamente sorprendida, él se explicó-: Estaba mirando cómo se comía el helado.

– Ah -no se le ocurrió preguntarle por qué, cuál era la razón de que se hubiera fijado en ellos. Más bien se estaba preguntando qué le habría pasado en el ojo. Era una pena que hubiera perdido un ojo; el otro, el que la miraba, era verde, muy verde, de un verde precioso, rodeado de pestañas negras.

Resplandecía como una esmeralda. Medio consciente de que se había quedado mirándolo fijamente, apartó la vista. Entonces vio que tenía los vaqueros y las botas empapados.

– ¿Tuvo que meterse dentro de la fuente?

Él se rió y se miró las piernas. Los pantalones estaban calados de rodilla para abajo. Apoyó el tacón de la bota mojada en el ángulo y movió el pie a izquierda y derecha.

– Me imagino que sí, no me acuerdo. Estaba pensando en Aaron.

– ¿Cómo sabe su nombre?

El corazón de Trevor se sobresaltó.

– Eh, la he oído llamarlo por ese nombre…

Ella asintió.

– Siento que se haya mojado.

– Ya se secará.

– Pero las botas parecen de las caras.

– No son tan valiosas como Aaron -dio un pellizco en la barbilla al niño. Éste tenía en la boca el jersey de su madre y lo estaba mordisqueando. Mecánicamente, Kyla se lo quitó de la boca y volvió a apoyarlo contra su pecho.

– ¡Dios mío! -exclamó. Como para confirmar lo que ella acababa de pensar, que su blusa también estaba ahora mojada, Aaron estornudó.

– Ahora estamos mojados los tres -dijo su salvador.

Le estaba mirando la pechera de la blusa de un modo que Kyla, más que frío, sentía que se abrasaba. Se puso de pie.

– Gracias otra vez. Adiós -se precipitó hacia una de las salidas con su hijo en brazos.

– ¡Eh, espere!

– ¿Qué pasa?

– ¿No se le olvida algo?

– ¿Qué?

– Pues para empezar su bolso. Y el carrito de Aaron. Están allí, al lado del puesto de los helados.

Kyla se sintió muy estúpida. Movió la cabeza y se rió.

– Todavía estoy…

– Trastornada. Es lógico. Yo se los traeré.

– Ya ha hecho bastante.

– No se preocupe.

Se dirigió en busca de sus pertenencias antes de que ella pudiera impedírselo. Disimuladamente, Kyla echó una ojeada a la pechera de su blusa para ver si la tela húmeda se transparentaba. La alivió un poco darse cuenta de que no era para tanto.

Se apresuró a levantar la vista de nuevo hacia Trevor, que ya volvía. Entonces se dio cuenta de que cojeaba. Era casi imperceptible, pero no cabía duda de que se inclinaba un poco hacia la izquierda. Debía de haber sufrido un accidente terrible para haber perdido un ojo y haberse lesionado de esa manera toda la parte izquierda del cuerpo…

Pero ni siquiera la cojera menoscababa la agilidad de sus movimientos. Para ser un hombre tan alto, se movía con elegancia y tenía los andares confiados de un deportista. Y complexión atlética: los hombros anchos y las caderas estrechas. Tenía el pelo negro azabache, ondulado, y lo llevaba bastante largo, de modo que le cubría la parte superior de la oreja y se le rizaba en la nuca. Kyla se fijó en que las mujeres que se cruzaban con él, giraban la cabeza para mirarlo. A ninguna parecía disgustarle el parche del ojo. En realidad, aumentaba su atractivo de hombre desenvuelto y algo libertino.

Sin embargo, a pesar de ser tan masculino, parecía que le daba igual echarse el bolso al hombro y empujar el carrito por los pasillos del centro comercial hasta donde Aaron y ella lo estaban esperando.

– Gracias otra vez -dijo Kyla mientras evitaba la manita de Aaron, que se proponía atrapar uno de sus pendientes. Extendió el brazo hacia su bolso. Trevor se quitó la correa del hombro, le agarró el brazo y lo introdujo por el hueco de la correa. Luego le colocó ésta sobre el hombro.

«Es tan delicada», pensó él.

«Es tan alto», pensó ella.

Kyla se inclinó e intentó sentar a Aaron en el carrito, pero el niño se negaba. Su cuerpecito robusto estaba más rígido que una tabla, y no podía hacerle doblar las piernas por la fuerza. Aaron empezó a protestar enérgicamente.

– Está cansado -dijo a modo de explicación. El comportamiento indisciplinado de su hijo la hacía sentirse violenta. De nuevo estaban llamando la atención, y los que pasaban cerca y no habían presenciado la escena de la fuente se quedaban mirando con curiosidad al niño empapado hasta los huesos, a la madre con la blusa húmeda y al hombre de los vaqueros mojados.

– ¿Qué le parece si lleva a Aaron en brazos hasta el coche y yo la acompaño para ayudarla con el carrito?

Ella se incorporó con su hijo en brazos.

– No puedo permitirlo. Ya lo he molestado bastante.

Él sonrió. Bajo el bigote aparecieron unos dientes muy rectos y blancos.

– No es ninguna molestia.

– Pero… -protestó ella.

Aquel hombre la ponía nerviosa, aunque no sabría decir con exactitud por qué. Se había mostrado tan atento que cualquiera diría que era un boy scout… No la miraba de manera insinuante; probablemente pensaba que tenía un marido que estaba jugando al golf o arreglando el jardín.

Sin embargo, ella se daba perfecta cuenta de que había reparado en la pechera húmeda de su blusa, y si bien en realidad no podía ver nada, la imagen debía ser muy sugerente, y eso la asustaba.

– Venga, vámonos antes de que Aaron se enfade tanto que ni entre los dos podamos dominarlo.

El niño parecía pesar cada vez más y su mal humor empeoraba por momentos. Se retorcía con desasosiego, pues sin duda la ropa mojada, igual que a ella, lo hacía sentirse incómodo.

– De acuerdo -respondió Kyla, retirándose un mechón de pelo que había caído en manos del niño, cuyos manoteos ella trataba de esquivar-. Me resultaría de gran ayuda.

– ¿Salimos por aquí? -preguntó Trevor, señalando con la cabeza hacia la salida.

Ella parecía incómoda.

– No, la verdad es que he aparcado al otro lado de Penney.

Él podría haber preguntado por qué, si había dejado el coche al otro lado de Penney, se había encaminado hacia aquella salida unos minutos antes como alma que lleva el diablo, pero haciendo gala de caballerosidad, no dijo nada, sino que esperó a que ella corrigiera la dirección de sus pasos y la siguió, empujando el carrito vacío, hacia el otro extremo del centro comercial.

– Por cierto, me llamo Trevor. Trevor Rule -contuvo el aliento mientras buscaba en el rostro de Kyla alguna señal que anunciara que había reconocido el nombre, pero ella no dijo nada y él notó que la tensión de su pecho se relajaba.

– Y yo, Kyla Stroud.

– Encantado de conocerte -señaló con la cabeza a Aaron, el cual había dejado de gimotear ahora que se habían puesto de nuevo en marcha-. Y de conocer a Aaron, claro.

Las sonrisas como la suya deberían estar prohibidas, pensó Kyla. Eran peligrosas para la población femenina. El atractivo de Trevor atravesaba barreras generacionales. Vio a una pandilla de quinceañeras que pasaba por allí y flirteaba abiertamente con él. Varias abuelas volvieron la cabeza para mirarlo. Estuvieran o no acompañadas por un hombre, todas las mujeres se fijaban en Trevor Rule.

No tenía una belleza convencional, no era una cara bonita. Su rostro mostraba algunos surcos. Dos arrugas gemelas bajaban desde las ventanas de la nariz y enmarcaban la boca, que cubría un amplio bigote. Kyla se preguntó por qué estarían tan marcados aquellos surcos. ¿Por el dolor del accidente? Debía de tener treinta y pocos años, más o menos la misma edad de Richard.

Richard. Al pensar en él notó la punzada que ya le resultaba familiar. Si estuviera vivo, estaría allí, con ella, y no habría necesitado que la ayudara un desconocido. Ya había transcurrido más de un año desde su muerte.

Según todos los libros sobre el tema, aquél era un punto de inflexión y pronto debería empezar a superar su pérdida. Pero no pasaba un día sin que pensara en Richard, siempre en el momento en que menos lo esperaba. Como en ese instante. Y se alegraba. Había prometido mantener viva la memoria de su marido, por el bien de Aaron y por el suyo propio. Cultivaba el recuerdo de Richard día tras día y eso hacía que formara parte fundamental de su vida.

– ¿Qué edad tiene Aaron? -preguntó de pronto Trevor.

– Acaba de cumplir quince meses.

– Es bastante fortachón, ¿no? No sé mucho de niños.

– Sí, es corpulento -dijo Kyla riendo y cambiando al niño de brazo-. Su padre era muy musculoso.

– ¿«Era»?

¿Por qué había abierto aquella puerta?, se preguntó ella. No tenía intención de hacerlo.

– Murió -respondió sin preámbulos.

– Lo siento.

Y parecía sentirlo de verdad.

Trevor llevaba meses esperando ese día. Después de salir del hospital, se había dado un tiempo en espera del momento oportuno. Estaba impaciente por empezar a trabajar, pero incluso con los descarados enchufes de su padre, había tenido que resolver un millón de aburridos trámites y detalles. Había pasado horas y horas encerrado en oficinas, horas que le parecían interminables a un hombre que quería recuperar cuanto antes los meses que había estado recluido. También había tenido que dedicar sus buenos ratos al trabajo al aire libre, descamisado, y de ese modo había perdido la palidez del hospital.

Durante todo ese tiempo, se había imaginado cientos de veces cómo sería su primer encuentro con Kyla. Se preguntaba dónde tendría lugar, qué aspecto tendría ella, qué le diría él.

No tenía previsto encontrarse con ella ese día, ¡pero así habían sucedido las cosas! Ya estaba viviendo aquello con lo que había fantaseado en tantas ocasiones, y después de haber hablado con Kyla, ya no podía afirmar con sinceridad si lamentaba haberse acostado en la litera de Richard Stroud aquella noche aciaga. Por puro egoísmo, en ese instante se alegraba infinitamente de estar vivo.

– Me temo que todavía nos queda un rato -se disculpó Kyla mientras él le sujetaba la puerta para que pasara.

– No importa.

El aparcamiento era un buen indicador de la cantidad de gente que abarrotaba el centro comercial. Los motoristas que llegaban tenían que pelearse para ocupar las plazas que iban quedando libres.

– ¿Es de por aquí, señor Rule? -preguntó Kyla para darle conversación.

– Llámame Trevor, por favor. No, acabo de mudarme hace un mes.

– ¿Y qué te ha traído a Chandler?

– La codicia.

Sobresaltada por su respuesta, ella lo miró.

– ¿Qué?

Encima de sus labios revoloteaba un mechón. Él pensó en cómo sería retirarle aquel mechón rubio y besar esos labios, y casi se le para el corazón. Tenía la boca más deseable que había visto en su vida.

– Soy constructor -dijo un poco demasiado alto después de aclararse la garganta-. Quiero tomar parte en el crecimiento económico que se está produciendo en esta zona.

Debería haber pasado algunas noches con una mujer antes de acercarse a Kyla. Quizá debería haber tenido relaciones esporádicas basadas únicamente en el sexo. Tal vez no debería haber sido tan casto.

– Ah, ya entiendo. Bueno, ése es mi coche -señaló con el dedo un coche de color azul claro.

– ¿«Traficantes de pétalos»? -preguntó él leyendo el logo estarcido sobre la chapa de la puerta del conductor.

– Tengo una floristería con una amiga.

«Ballard Parkway cincuenta y dos». Él sabía exactamente dónde, sabía de qué color eran los toldos que cubrían las ventanas y cuál era el horario de apertura.

– ¿Una floristería, eh? Suena interesante.

Esperó mientras ella ataba a Aaron en la silla para bebés del coche y la ayudó a plegar el carrito y a guardarlo en el asiento trasero.

– No sé cómo darle las gracias, señor… eh, Trevor. Has sido tremendamente amable.

– No me des las gracias. Ha sido un placer, salvo cuando vi que Aaron se caía en la fuente, claro.

Kyla se estremeció.

– Prefiero no pensarlo -se quedó mirándolo unos instantes. No encontraba la manera de despedirse. ¿Cómo se decía adiós y gracias a un desconocido que le había salvado la vida a tu hijo?

– Bueno, pues adiós -se sentía muy rara y no sabía qué hacer con las manos.

– Adiós.

Kyla se sentó tras el volante y cerró la puerta. Él retrocedió un paso, hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó. Ella giró la llave de contacto. El coche hizo un ruido, como un chirrido, pero el motor no se puso en marcha. Sacó el aire y volvió a intentarlo. Brrrr, brrrr, brrrr. Así una y otra vez, pero el motor no arrancaba. Murmuró una frase que habría espantado a su madre. O, más probablemente, que ésta ni siquiera habría entendido.

– ¿Algún problema? -allí estaba otra vez Trevor Rule, junto a la ventanilla. Estaba inclinado hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas un poco flexionadas.

Ella bajó el cristal.

– Parece que no quiere arrancar.

– Suena como si se hubiera quedado sin batería.

Ella lo intentó de nuevo varias veces, con empecinamiento. Finalmente, acabó por admitir su derrota. Soltó la llave y se dejó caer sobre el respaldo del asiento. Aaron berreaba en su sillita y sacudía brazos y piernas con el propósito de librarse de las correas que lo sujetaban. Ese sábado se estaba convirtiendo en una pesadilla.

– ¿Puedo hacer algo? -preguntó Trevor tras un momento.

– Voy a entrar de nuevo en el centro comercial. Voy a llamar a mi padre para que venga a buscarme y mande a alguien a echarle un vistazo al coche.

– Tengo una idea mejor. Yo puedo llevaros a casa.

Ella se quedó mirándolo en silencio y luego apartó la vista. Un hormigueo de miedo le recorrió la espalda. No conocía a ese hombre, podría ser cualquiera. ¿Cómo saber que no había manipulado el motor para que no arrancara, que se había hecho el encontradizo en el centro comercial y…?

Alto ahí, Kyla. Era una locura. No podía haber hecho que Aaron se cayera en la fuente. Sin embargo, era demasiado sensata como para montarse en el coche de un completo desconocido.

– No, gracias, señor Rule. Ya me las arreglaré.

La negativa le salió con más brusquedad de la que pretendía, pero no debía mostrarse comprensiva ante un posible secuestrador. Invirtió el agotador proceso que acababa de realizar minutos antes: desató a Aaron, lo sacó del coche, agarró el bolso, subió el cristal de la ventanilla y cerró la puerta. Se encaminó de nuevo hacia la puerta del centro comercial por la que habían salido.

– No quiero entretenerlo, señor Rule -dijo cuando él la siguió y se puso a su altura.

– No es ninguna molestia llevaros donde tú me digas.

– No, gracias.

– ¿Estás segura? Sería mucho…

– ¡No, gracias!

– ¿Es por esto? -se señaló el parche que le cubría el ojo izquierdo-. Ya sé que me da un aspecto sospechoso, pero te juro que no hay razón para que tengas miedo.

Kyla se detuvo bruscamente y se giró para mirarlo.

«Ay, Dios mío». Ahora seguramente pensaría que tenía prejuicios contra los tuertos.

– No me da miedo.

La tensión del rostro de Trevor se vio gradualmente reemplazada por una sonrisa llena de simpatía.

– Pues debería. En esta época, uno no puede fiarse de los desconocidos.

Ambos se rieron al unísono. Fue una risa tranquila. No se habían dado cuenta de que, al quedarse parados en medio del aparcamiento, estaban bloqueando la circulación. Él dio un paso hacia ella y la miró con seriedad.

– Sólo trato de ayudarte llevándote a casa.

Kyla se sintió idiota. Un hombre dispuesto a estropear sus botas de cuatrocientos dólares por pescar a un niño en una fuente no parecía inclinado a secuestrar, matar o mutilar a nadie.

– De acuerdo -aceptó ella sin aspavientos.

– Bien.

La paciencia del conductor que esperaba para salir de su plaza de aparcamiento se agotó finalmente e hizo sonar el claxon. Ellos se movieron.

– ¿Dónde tienes el coche?

Trevor levantó la barbilla y señaló en una dirección.

– Está un poco lejos -dijo riéndose-. ¿Por qué mejor no me dejas que lleve yo a Aaron?

Sin apenas reticencia, Kyla le pasó al niño. Aaron le pegó en la mejilla con la palma de su mano gordinflona. No parecía sentir ninguna aprensión hacia ese hombre moreno, alto y guapo, con un parche encima del ojo izquierdo, que tenía el encanto de un hechicero de feria y una sonrisa capaz de derretir un iceberg.

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