Pero parecía un cita.
Kyla no recordaba haberse puesto tan nerviosa mientras se vestía para su primera cita de adolescente, ni tampoco para el baile de graduación ni para su boda. No quería pensar en Richard ni en su boda. Pero no querer pensar en ello implicaba que aquella «cita» con Trevor Rule significaba algo, y no hacía más que repetirse que no era así.
Sin embargo, se maquillaba con torpeza. Nada le salía bien. Tuvo que pintarse la raya del ojo tres veces. Aaron, que parecía tener cuatro manos, se lo revolvía todo. Su madre y su padre no hacían más que entrar y salir de su habitación. Para recordarle la hora, para decirle qué tiempo hacía, para preguntarle cosas y ofrecerle su ayuda… No la dejaban en paz.
Por suerte, esa noche Babs tenía una «cita importante», así que no estaba revoloteando a su alrededor. Había insistido en que se comprara un vestido nuevo para la ocasión, aunque ella le había recordado que no se podía considerar una «ocasión».
Cuando por fin se había rendido, habían vuelto a discutir sobre qué vestido debía comprarse. Babs se había apuntado a ir de compras con ella sin que nadie la invitara.
– Este vestido amarillo me gusta -había dicho Kyla. Babs la había mirado y se había llevado el dedo índice a los labios, metiéndoselo en la boca entreabierta para darle a entender que era demasiado ñoño, infantil-. Muy elocuente -había comentado ella con sarcasmo.
Babs había puesto los brazos en jarras.
– ¿Qué quieres parecer: Mata Hari o Blancanieves?
– Me gustaría parecer yo misma.
– Pruébate otra vez el negro.
– Es demasiado… demasiado…
– Exacto -dijo Babs, agitando el vestido ante Kyla con impaciencia-. Es estupendo y te hace parecer tú misma. ¿A que sí? -consultó a la intimidada dependienta que estaba arrinconada contra la pared del probador.
– Sí.
Kyla había salido de la tienda con el vestido negro sabiendo que cometía un error. Habría preferido el amarillo. El negro era demasiado sofisticado. Trevor pensaría… Dios sabía qué pensaría.
Sus temores se vieron confirmados cuando se subió la cremallera del vestido negro de cóctel y contempló su reflejo en el espejo. La seda se ceñía a su figura como un guante. El negro contrastaba con el cutis de su rostro, embellecido con polvos y sombra de ojos, y brillo de labios de color melocotón. El pelo, brillante y sedoso, se lo había recogido en un moño estudiadamente desarreglado. Se había dejado un mechón suelto, que le caía por los hombros y se sujetaba con un pasador a la altura de la oreja. Llevaba un collar de perlas de una vuelta y pendientes de perla.
Al oír el timbre de la puerta, sacó las orquídeas de la caja y las pinchó apresuradamente en el vestido. Con las prisas, se pinchó con el imperdible, y se alegró de que Aaron, que repetía cuanto oía, no estuviera en la habitación para oír las palabrotas que escaparon de sus labios.
Las orquídeas habían provocado otra discusión entre Babs y ella esa misma tarde.
– Son las cuatro y media y todavía no has preparado el pedido de Trevor.
– Ni pienso hacerlo -había replicado Kyla.
– ¿Cómo que no? Pues yo ya le he mandado la factura…
– Que tú… ¿Qué?
– Es un cliente, Kyla. Ha hecho un pedido y se lo he cobrado. Ahora tenemos que cumplir con las flores.
Kyla miró amenazadoramente a su amiga y agarró una caja para las orquídeas.
– No lo hagas -advirtió Babs, que supervisaba los movimientos de su amiga por encima del hombro de ésta-. Pidió dos flores, no una.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo oí. Y también dijo que no quería escatimar dinero, así que pon un poco más de relleno.
– ¿Escuchaste toda la conversación?
– Claro. O eso creo. ¿Dijisteis algo subido de tono?
– Por supuesto que no -respondió Kyla acaloradamente.
– Entonces ¿por qué te empeñas en hacerte la tonta?
Una vez en su casa, frente al espejo, Kyla revisó por última vez su aspecto. Tenía que admitir que todo combinaba a la perfección: el vestido de seda negro, las perlas y las flores de invernadero.
Y así se sentía ella, como una flor de invernadero, cultivada y protegida, que fuera a enfrentarse por vez primera a los elementos.
Esas aprensiones eran adolescentes, lo sabía, pero saber que eran adolescentes y hacerlas desaparecer eran dos cosas distintas. Se había casado una vez, había tenido un hijo…, pero se sentía como una novicia ingenua que saliera por primera vez del convento.
– Esto es ridículo -se dijo con exasperación mientras agarraba la cartera negra de noche y apagaba la luz-. Ni siquiera se trata de salir los dos solos -se repetía aquello según bajaba las escaleras.
Trevor estaba en el vestíbulo con Aaron en brazos. Hacía saltar al niño ligeramente sobre su brazo, arriba y abajo, mientras charlaba con Meg y Clif.
– … tendrían que acabar dentro de dos semanas -giró la cabeza al notar que la atención de los Powers estaba fija en la escalera.
Kyla tuvo que recurrir a todo su autodominio para conseguir que los pies la obedecieran y no resbalar cuando Trevor levantó la vista hasta ella. Se obligó a seguir bajando con calma. Por desgracia no conseguía que su corazón redujera el ritmo frenético de sus latidos.
– Hola, Trevor.
– Hola.
Aaron había agarrado el bigote de Trevor y le estaba dando tirones, pero él no parecía darse cuenta. Tenía los ojos fijos en Kyla. A ella le costaba tanto como a él no devorarlo con la mirada. Estaba fantástico.
Llevaba un traje gris marengo, tan oscuro que parecía casi negro. La camisa blanca contrastaba con el negro azabache de su cabello y su piel bronceada. La corbata, a rayas plateadas y negras, no habría llamado la atención en cualquier otro hombre, pero Trevor no era un hombre común y corriente. Nunca lo sería. Tal vez su aire distinguido proviniera del sempiterno parche, el cual le resultaba ya tan familiar, como parte de su cara, que Kyla no lo veía como algo aparte.
– Las orquídeas son preciosas.
– Sí -admitió ella sintiendo que le faltaba la respiración. Tímidamente, con delicadeza, llevó una mano hasta el broche, prendido sobre su pecho-. Gracias. ¿Te gustan?
– Mucho.
– Me alegro.
«Di algo más, tonta», se ordenó para sus adentros.
Aaron acudió en su ayuda. Justo en ese momento, de manera impredecible, se lanzó hacia ella. Sin previo aviso, se echó sobre Kyla con los bracitos abiertos y ésta apenas tuvo tiempo de sujetarlo antes de que aterrizara encima de su pecho.
Pero Trevor no lo soltó. Sus brazos se tensaron inmediatamente para sujetar a Aaron, y el derecho quedó atrapado entre éste y los senos de Kyla. Cuando ella fue haciéndose con el niño, Trevor retiró el brazo. Fueron unos momentos incómodos, que todos trataron de llenar hablando a la vez.
– Dame, dame al niño -dijo Meg.
– Será mejor que os marchéis si no queréis llegar tarde -recomendó Clif.
– ¿Estás lista? -preguntó Trevor.
– Sí. Creo que lo tengo todo. Buenas noches, Aaron.
– Nosotros lo acostaremos a la hora de dormir, así que no tengas prisa por volver a casa temprano -anunció Meg.
– No corráis. Vais bien de tiempo -les gritó Clif cuando ya estaban en el sendero que conducía a la calle.
A Kyla le rechinaban los dientes. Cualquiera pensaría que era la primera vez que salía con un hombre. No le habría sorprendido que Clif les hubiera pedido que posaran en el vestíbulo mientras Meg iba en busca de la cámara para hacerles una foto de recuerdo.
Trevor se adelantó para abrirle la puerta del coche. No la tocó y ella se lo agradeció. Todavía tenía presente el roce de su brazo en los senos. Había levantado una oleada de calor en su interior.
Una vez que estuvo ante el volante, dijo:
– Ya sé que esto no es una cita pero… ¿puedo decirte que estás guapísima?
Aquel intento de bromear un poco la relajó y lo miró.
– Sí, puedes. Gracias.
– De nada.
Alargó la mano para encender la radio y sintonizó una emisora de música ligera. La manga de la chaqueta se le subió un poco y dejó al descubierto los puños de la camisa, impecablemente blancos, abrochados con unos gemelos cuadrados de ébano con cadenita de oro.
Tenía un gusto impecable.
– No te he visto desde el martes. ¿Qué tal la semana?
– Bastante ocupada -respondió ella, agradeciéndole en silencio que abriera un tema de conversación. Era como si hubiera perdido su habilidad para charlar tranquilamente, se dijo Kyla. Trevor, sin embargo, no, y antes de que se diera cuenta habían llegado a su destino.
El Club de Campo de Chandler tenía sólo dos años. Los jardines todavía eran inmaduros, pero el edificio, moderno, de piedra de la zona, era irreprochable. Se oía el ruido de los aspersores que estaban regando los campos de golf. Trevor la escoltó por el sendero que llevaba del aparcamiento a la puerta de entrada.
Kyla ya casi se había acostumbrado, pero sólo casi, a tener la mano de Trevor bajo su codo. Lo que no se esperaba era que él ralentizara el paso, se inclinara hacia ella y llevara la cara prácticamente hasta su cuello antes de volver a incorporarse.
– Esta vez no son las flores lo que huele tan bien. Eres tú.
– Gracias.
Casi no le salieron las palabras, tenía la garganta seca. Trevor la desbordaba. Era tan alto, tan masculino… Siempre se comportaba como un caballero con ella y, sin embargo, se sentía amenazada cuando estaba con él. No asustada, sólo amenazada.
Cada vez que él le sonreía como lo estaba haciendo en ese momento, se acordaba de las conversaciones entre ella y Babs sobre besos y formas de besar, y qué se sentiría al besar a un hombre con bigote.
El bigote oscuro de Trevor era espeso, pero bien cortado. Casi le cubría el labio superior, al tiempo que realzaba el perfil del inferior. Se curvaba sobre las comisuras de su boca, como si la acariciara. Debajo brillaban los dientes, muy blancos, deslumbrantes. En conjunto, el efecto era perturbadoramente sensual.
Kyla trataba de persuadirse a sí misma de que su interés en el físico de Trevor era completamente natural, un remanente de curiosidad juvenil, pero su habilidad de convencerse a sí misma parecía estar decayendo.
El cóctel que precedía a la cena ya había dado comienzo cuando entraron en la sala, que daba al campo de golf y a la piscina. Las risas y las conversaciones apenas dejaban oír las melodías que tocaba un grupo de músicos situado en un rincón.
– ¿Quieres beber algo? -Trevor tenía que inclinarse y hablarle al oído para hacerse oír.
Kyla se volvió hacia él y le habló también al oído.
– Una tónica con lima, por favor.
Él asintió, sonrió y se abrió camino a través de la gente en dirección al bar, dejando tras él un aroma a colonia. A Kyla le gustaba mucho el olor. Era limpio, con un fondo a limón. No podía evitar fijarse en lo bien que le sentaba el traje, como le enmarcaba los hombros y…
– ¡Pero si es Kyla Stroud! Le estaba diciendo a Herbie que eras tú. Me alegro muchísimo de verte, cariño.
– Hola, señora Baker. Hola, señor Baker.
– ¿Qué tal están tus padres?
– Bien, bien. Gracias.
– ¿Y tu chiquitín?
– Aaron está hecho un revoltoso -se rió-. Casi no puedo dominarlo.
– Tu tónica, Kyla.
Ella se giró para agarrar el vaso que le ofrecía Trevor. Las caras de sorpresa del viejo matrimonio eran exactamente lo que había esperado.
– Gracias, Trevor. Quiero que conozcas a la señora y el señor Baker. La señora Baker era mi profesora de lengua y literatura en el instituto. El señor Baker tiene una compañía de seguros. Éste es Trevor Rule -lo presentó.
– «Rule, Rule» -repitió el señor Baker mientras estrechaba la mano de Trevor-. ¡Claro, Empresas Rule! He visto carteles suyos por todas partes. Constructor, ¿no es así?
– Sí, acabo de crear la empresa.
– No podría haber empezado en mejor sitio -afirmó Baker-. Antes esto era una ciudad tranquila, donde nunca pasaba nada. Lo único que había aquí era la desmotadora. Pero las cosas han ido cambiando. Se hizo socio de la Cámara de Comercio la semana pasada, ¿verdad?
– Sí, efectivamente.
– Me alegro. Yo formo parte del comité.
Mientras tenía lugar esa conversación, los ojos de la señora Baker pasaban alternativamente de Trevor a Kyla y de Kyla a Trevor. Era obvio que estaba ansiosa por obtener alguna información, como si tuviera un detector de radar en la frente.
– ¿Vosotros dos ya os conocíais antes?
¿Antes de qué?, Kyla no llegó a averiguarlo porque Trevor intervino en ese instante.
– Tienen que perdonarnos. Hay una persona al otro lado de la sala que quiere conocer a Kyla. Señora Baker, señor Baker.
Trevor inclinó la cabeza educadamente a modo de despedida; Kyla esbozó una sonrisa insulsa y dejó que él la sacara de allí.
– Sé que te hace sentir incómoda.
– ¿Qué?
– Que te vean conmigo.
– No se trata de eso. Lo que me fastidia es lo que estarán pensando -reconoció ella.
– ¿Y qué crees que estarán pensando?
– Ya sabes, cosas del estilo «ya era hora de que la viudita empezara a dejarse ver de nuevo». O «es muy pronto todavía como para que empiece a salir otra vez». Esta noche, mis padres se comportaban como si estuvieran ansiosos por «colocar» a la hija mayor para empezar a buscar marido a las otras seis.
Trevor se echó a reír.
– No era para tanto.
– ¿Ah, no?
– No. Tú eres más tímida que yo en ese sentido.
– No te habría culpado si hubieras salido corriendo.
– Pues todavía estoy aquí.
Lo dijo con tanto énfasis que Kyla se sintió aún más incómoda. Para evitar tener que mirarlo, paseó la vista por la sala abarrotada de gente.
– Me siento como si las personas que conozco desde que era pequeña se hubieran convertido en espías y cotillas.
– Puedes perder mucho tiempo y energía preocupándote de lo que piensa y dice la gente a tus espaldas.
Ella suspiró.
– Ya lo sé. Para ti tampoco debe resultar muy divertido. ¿No tienes la sensación de estar expuesto en un escaparate y de que todo el mundo te observa?
Él se puso serio.
– No te preocupes por mí. Lo que piense la gente me trae sin cuidado. Lo que no quiero es que tú te sientas a disgusto. Ésa es la única razón de que haya sacado el tema a colación.
– Tú y yo sabemos que en realidad esto no es una cita. Y me gustaría que los demás también lo supieran.
– Aparte de anunciarlo en el micrófono, ¿qué más puedo hacer para hacérselo saber?
Para empezar, podría quitar la mano que tenía en su espalda, pensó Kyla, porque ya habían atravesado la sala llena de gente, y él no había retirado la mano, una presión cálida y firme en su espalda.
Y también podría disipar los rumores poniéndose a hablar con otros invitados. Así como estaban, sus figuras recortadas en la luz del atardecer que se colaba por los ventanales, con la cara de Trevor inclinada hacia ella y manteniendo una conversación seria, debían dar a todo el mundo la impresión de que lo que decían era muy personal, confidencial. Y así le parecía también a ella.
Se movió para dar un sorbo a su tónica, pero en realidad lo hizo para poner algunos centímetros de distancia entre ellos. Trevor tomó también un trago de su whisky.
– ¿Te sentirías mejor si te dijera que estás fantástica? -preguntó él.
Ella acarició el borde del vaso con el dedo.
– No, creo que no.
– De acuerdo. Entonces mejor no te digo que tu vestido es de infarto.
Ella levantó los ojos hacia su cara y vio la sonrisa socarrona. Su propia sonrisa, rígida, plástica, la que se ponía en las ocasiones como aquélla, se volvió genuina.
– Gracias por no mencionarlo.
– Quizá deberíamos ir yendo hacia el comedor -anunció él-. Algunas personas ya se están dirigiendo hacia allí para localizar su mesa.
De camino al comedor saludaron a una pareja formada por un banquero bastante joven y su mujer. Lynn y Ted Haskell eran nuevos en Chandler y no conocían la historia de Kyla. Trevor se la presentó simplemente como «una amiga». Ella disfrutó de la conversación mientras cenaban.
Trevor estaba atento a todas sus necesidades: si necesitaba la sal, si tenía mantequilla para el pan, agua en el vaso, café… Ella se dejaba cuidar. Con Aaron, las comidas eran como batallas. Ataque y retroceso. A veces, cuando terminaba, ni siquiera recordaba lo que había comido, sólo que había picado algunos trozos mientras empapaba la leche que su hijo había derramado encima de la mesa y le limpiaba la boca llena de churretes.
– ¿No te ha gustado la comida? -preguntó Trevor mientras el camarero retiraba el plato de Kyla, completamente limpio.
Ella se ruborizó con la broma y se rió, como reprobando su propio comportamiento.
– Estaba buenísimo, sobre todo porque he podido comer tranquila y en paz. Cenar con Aaron no es precisamente relajante. Casi te corto tu filete entero en pedacitos. Si un día empiezo a hurgar en tu regazo para ponerte la servilleta, tú haz como si nada.
Él parpadeó, perplejo. Luego sonrió y se inclinó hacia ella para hablarle.
– Kyla, si empiezas a hurgar en mi regazo, me va a resultar imposible hacer como si nada.
Ella quería morirse. Tenía las mejillas al rojo vivo. Sentía punzadas en los dedos de manos y pies a causa del incremento repentino del flujo sanguíneo. Nunca se había sentido tan violenta.
– Quería… quería decir…
– Sé lo que querías decir -él notó lo mortificada que estaba y le apretó la mano-. ¿Quieres más café?
Ella no hizo más comentarios y se acomodaron en sus sillas para asistir a la presentación. Después de la proyección del vídeo, los oradores se explayaron interminablemente, exaltando las virtudes de Chandler en particular y de la parte norte de la región central de Texas en general.
– ¿Cansada? -susurró Trevor inclinándose hacia ella.
Kyla había intentado sin éxito disimular un bostezo.
– No, no. Es muy interesante.
– Mientes fatal -le dijo al oído. Ella se rió-. ¿Quieres que nos marchemos?
– ¡No! -exclamó. Sabía lo importante que era para él esa noche. Estaba allí para ver y para dejarse ver.
– Podemos escabullirnos.
– No. Estoy bien. En serio.
– ¿Segura?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Segura segura?
Kyla volvió a asentir.
– Eres adorable.
Ella levantó los ojos hacia él. La mirada de Trevor era cálida, apremiante.
– He dejado escapar ese bostezo para ver si prestabas atención.
Lentamente, él se retiró y se acomodó de nuevo en su asiento. Kyla tragó saliva. Miró a su alrededor con ansiedad, se preguntaba si alguien se habría fijado en sus murmullos. Vio la cara llena de expectación de la señora Baker y apartó la vista rápidamente.
Sus ojos se posaron en el banquero y su mujer. La mano de Lynn reposaba sobre el muslo de Ted. Éste le acariciaba distraídamente el dorso. Kyla sonrió ante aquella muestra de intimidad no consciente, del tipo que surgía instintivamente. Esas muestras de afecto que decían tanto pero de las que luego uno no se acordaba.
«Richard y yo solíamos intercambiar ese tipo de caricias continuamente».
Su mente experimentó una sacudida. Llevaba varias horas sin acordarse de Richard. Se sintió muy culpable. ¿Qué le pasaba?
Se concentró en el recuerdo de Richard, en su cara, su sonrisa, su risa tan alegre, hasta que el último de los oradores concluyó su perorata. Trevor y ella se despidieron y fueron los primeros en marcharse. Apenas habían llegado al coche cuando empezó a llover.
– ¿Te gustaría ir a tomar un café o un postre? -preguntó Trevor una vez de camino.
– No, creo que mejor no.
– ¿Una copa?
– Gracias, Trevor, pero será mejor que me vaya a casa.
– De acuerdo.
Parecía decepcionado. Seguro que se equivocaba, pensó Kyla. Debía estar deseando que la noche terminara, igual que ella.
Casi no hablaron. El repiqueteo de las gotas de lluvia en el techo del coche y el rítmico vaivén del limpiaparabrisas resultaban hipnóticos.
Aparentemente no estaba acostumbrado a conducir con las dos manos en el volante, no hacía más que mover la derecha. Primero encendió la radio y subió el volumen; al cabo de unos segundos, lo bajó e hizo girar el termostato.
– ¿Tienes frío?
– No, estoy bien.
La mano no descansó. Se aflojó el nudo de la corbata y se retiró el pelo hacia atrás. Volvió a ajustar el volumen de la radio. Luego, por fin, la dejó descansar sobre el asiento. A medio camino entre los dos.
Kyla miraba esa mano por el rabillo del ojo, como si supusiera una grave amenaza.
¿Y si se acercaba a ella? En ese caso, ¿le diría algo a Trevor?
Y si la agarraba, ¿se pondría a gritar?
Y si le tomaba la suya, ¿se dejaría ella?
Y si le acariciaba el muslo, ¿se la apartaría?
El corazón le latía muy deprisa y notó que tenía las palmas húmedas. Nunca se había alegrado tanto de llegar a casa.
La mano se limitó a hacer girar la llave para apagar el motor.
– Espera -ordenó Trevor cuando ella hizo ademán de abrir su puerta-. Tengo un paraguas -se giró, alargó un brazo y sacó un paraguas del suelo del asiento trasero. La chaqueta del traje se le abrió y ella se fijó en que parecía que el pecho le fuera a estallar dentro de la camisa.
Trevor bajó y abrió el paraguas. Lo sujetó mientras le abría la puerta y le ofrecía una mano para ayudarla a bajar.
Kyla no habría podido explicar cómo sucedió. Tal vez estaban apretados debajo del paraguas para evitar mojarse, pero, de algún modo, cuando se bajó del coche se encontró pegada a él. Estaban tan cerca que se rozaban.
Instintivamente ella echó hacia atrás la cabeza. La de él se aproximó. Sujetaba el paraguas con la mano izquierda. Con la derecha, le agarró la nuca.
Primero, Kyla notó el cosquilleo del bigote; luego los labios, cálidos y firmes, que rozaban los suyos.
«Dios mío, me gusta».
Se retiró rápidamente y bajó la cabeza. Él le soltó la nuca. Ella todavía notaba la presión de los dedos en el cuello, aunque Trevor apenas la había tocado.
La lluvia caía sobre la tela del paraguas y las gotas resbalaban hasta el borde y caían luego al suelo.
Refugiados bajo él, ambos se quedaron quietos, en silencio, muy cerca el uno del otro.
– Lo siento -dijo Trevor al cabo de un momento-. En la primera cita no están permitidos los besos.
– Esto no era una cita.
– Ah, sí, se me había olvidado.
Se dirigieron hacia la puerta principal con cuidado de no resbalar. Sus padres no habían dejado encendida la luz del porche, eso los habría ayudado. Cuando subieron a éste, Trevor cerró el paraguas y lo sacudió con fuerza.
– Gracias por la velada, Trevor -dijo Kyla camino de la puerta.
– Ya sé que dijimos que no era una cita -había dejado el paraguas apoyado en la barandilla del porche.
– Eso dijimos.
– Ya. Pero…
– ¿Qué?
– No quiero forzar las cosas. No quiero que pienses que estoy forzando las cosas.
– No pienso eso.
– Pero… -dio un paso hacia ella. Otro-. Digamos que, al final, sí era una cita.
– ¿Y?
– ¿Me dejas…?
– Te dejo ¿qué?
Las manos de Trevor le enmarcaron el rostro con ternura. Ella cerró los ojos y los labios de él volvieron a rozar los suyos, pero esa vez se quedaron allí y presionaron hasta que ella entreabrió los suyos. La punta de la lengua de Trevor intentó penetrar entre sus labios, entrar en contacto con la suya, recorrer su boca, hundirse profundamente en ella. Luego él se retiró y dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo.
– Buenas noches, Kyla.
– Buenas noches.
Kyla no sabía ni cómo había sido capaz de articular palabra. Vio que él volvía a agarrar el paraguas y se encaminaba hacia el coche. Mecánicamente, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta de su casa y entró.
Subió las escaleras. A cada escalón que subía se repetía que, dado que aquello no había sido una cita propiamente dicha, tampoco el beso había sido un beso.
Pero una vocecita en su interior le decía: «Claro que ha sido un beso. Un beso en toda regla. Babs, ni en sus mejores sueños, podría imaginarse un beso así. Si uno busca la palabra “beso” en el diccionario, la definición sería lo que acaba de darme Trevor».
Se quitó el broche de orquídeas del vestido y lo dejó encima del tocador. Puso las perlas junto a los frascos de perfume, cuando lo normal habría sido que las hubiera guardado en el estuche de terciopelo. El vestido negro quedó encima de una silla con la ropa interior encima.
Se dirigió a la cama como flotando, desnuda por primera vez en mucho tiempo.
Cuando encendió la lámpara de la mesilla, vio la foto de Richard y se puso a llorar.