Capítulo 7

Sentada en un rincón del bar Beans & Leaves y rodeada de algunos de sus miembros preferidos de la asociación de comerciantes de FreeWest, Jilly observó el poso de su taza de té Cosmic Comfort, suspiró y se dio cuenta de que intentaba ganar tiempo.

La asociación de comerciantes se reunía el último viernes de cada mes a las siete de la mañana para discutir los problemas comunes. En su condición de secretaria de la asociación, Jilly era la encargada de levantar acta de la reunión; jamás faltaba a los encuentros. Hacía casi una hora que Ina, la presidenta de la asociación y propietaria del gimnasio dedicado al método Pilates, situado en la esquina de Freewood y la calle Cuatro, había puesto fin a la reunión depositando enérgicamente su taza sobre la mesa.

– Guapetona, ¿te pasa algo?

Jilly alzó la vista hacia el otro lado de la mesa y se topó con la cálida mirada del doctor John, su buen amigo. El doctor John medía dos metros y la apodaba «guapetona» desde la primera vez que la vio.

– Bueno, ya sabes… -Jilly intentó sonreír y levantó la mano para rascarse la ceja. Un aro de oro atravesaba la piel de ébano de un extremo de la ceja izquierda del doctor John. Cada vez que lo veía le entraban ganas de rascarse-. Tiene que ver con el agotador trabajo que hago en Caidwater.

Como sabía que podía confiar en sus amigos, hacía varios días que les había contado la verdad sobre el «compromiso» del que Rory había informado a los medios de comunicación. No le quedaba más remedio que reconocer que en ese aspecto tenía razón. El interés periodístico había disminuido, sobre todo desde que Rory precisó que la fecha de la boda aún no estaba decidida. De vez en cuando Jilly se topaba con los reporteros, pero hasta entonces había logrado evitarlos.

El doctor John abrió desmesuradamente los ojos y el aro de oro que le atravesaba la ceja pareció subir.

– ¿Llevas retraso?

Jilly se rascó la zona de la nariz que le picaba.

– No, con la ropa he hecho grandes avances. -El pequeño diamante que el doctor John lucía en una fosa nasal captó el brillo de la lámpara y titiló. Jilly volvió a frotarse la nariz-. Se trata de otra cosa.

El problema era que, a pesar del anuncio del compromiso, con Rory no había progresado. Al tratar de evitar que algún teleobjetivo espía y provocador de besos la pillase en su compañía, también había esquivado al magnate propiamente dicho.

Jilly se rascó el labio superior y miró al doctor John con actitud especulativa.

– ¿Qué harías para conocer a un hombre?

El rubio sentado a su lado lanzó una carcajada.

– Guapetona, no creo que sea la persona más adecuada para responder a esa pregunta. Ya sabes que el doctor John es un hetero convencido.

Jilly se movió en el asiento y sonrió a Paul, el 50 por ciento de Paul and Tran's Catering, una de las nuevas empresas del barrio, que también era el 50 por ciento de Paul y Tran, una pareja comprometida desde hacía mucho tiempo.

– Está bien, Paul, explícame qué tengo que hacer. Digamos que quiero pasar un rato con un hombre y que me conozca. ¿Cómo lo harías?

Sentado frente a Paul, Tran se inclinó hacia su socio y respondió en su nombre:

– No lo dudes, Paul cocinaría. Prepararía montones de exquisiteces que se comen con los dedos y serviría ostras. -Tran se pasó la mano por sus fuertes y moldeados abdominales y guiñó el ojo-. ¡Qué rico!

– Pues yo iría al cine. -El aro que atravesaba el labio superior del doctor John y el de la ceja, a juego, se movieron cuando habló-. Da la casualidad de que tengo entradas gratuitas. -Sacó dos entradas del bolsillo interior de su elegante chaqueta de Armani, de color ceniza, y las depositó junto a Jilly-. Puedes estar segura de que Entre los cojines contribuirá a que cojáis confianza.

La muchacha aceptó las entradas sin dejar de pensar. El doctor John tenía el 25 por ciento del cine de arte y ensayo local, si bien su ocupación principal consistía en dirigir The Cure, la tienda especializada en piercings, tatuajes y mehndi, el arte corporal efímero.

– No estoy segura… -En primer lugar, Rory no parecía el tipo de persona a la que le gustaría visitar su barrio y, menos aún, un cine de arte y ensayo. Y, en segundo lugar, pese a que era más importante que el motivo anterior, la perturbó el escalofrío que recorrió su columna vertebral cuando pensó que estaría a solas con él en la oscuridad. Se secó en los vaqueros las palmas de las manos, súbitamente humedecidas, y suspiró-. Por lo visto, soy incapaz de tomar la más insignificante decisión.

Por primera vez desde que se había iniciado la conversación, Aura, otra amiga de Jilly, levantó la cabeza y preguntó:

– ¿Por qué no me habías dicho que tienes problemas? Te habría ayudado encantada.

Jilly sonrió a la mujer mayor. Aura llevaba corto y revuelto su pelo rubio rojizo y salpicado de canas. El peinado combinaba a la perfección con su vestuario cómodo y conservador, casi siempre de denim o de color caqui, al que ocasionalmente incorporaba un jersey de punto.

Aura apretó los labios y consultó el cuaderno que llevaba consigo a todas partes. Muy grueso y con las tapas de color azul celeste, las páginas con cantos dorados estaban llenas de ecuaciones, anotaciones y dibujos realizados con la caligrafía angulosa e indescifrable de la astróloga.

Señaló una página con el dedo.

– Acuario -masculló casi para sus adentros, y volvió a dirigirse a Jilly-. Por culpa de la energía adicional que recorre tu cuerpo, no sabes con qué carta quedarte. La culpa la tiene el eclipse de hace unos días. El desasosiego no desaparecerá hasta que encuentres la forma de disminuir tu estrés.

El doctor John rió burlonamente y Aura lo fulminó con la mirada.

– Pues sí, John, el estrés que Jilly necesita aliviar podría ser perfectamente aquel en el que estás pensando.

Jilly se lamentó para sus adentros mientras Paul, Tran y John se desternillaban de risa. En cierta ocasión, tras beber un par de copas de vino, Aura confesó que se quitó la ele inicial del nombre de pila poco antes de abrir la consulta de astrología. La buena mujer era incapaz de abstenerse de ofrecer asesoramiento, del mismo modo que el doctor John jamás dejaba de encontrar zonas del cuerpo en las que practicar un piercing.

Aunque no se tomaba en serio los consejos astrológicos de Aura, lo cierto es que Jilly la respetaba. Aura, que tenía un asombroso parecido con Martha Stewart y hablaba de proyecciones astrales en lugar de dar la receta de un pastel de manzana, había sido la mejor amiga de su madre. Cuatro años atrás, la astróloga se presentó en San Francisco con un fajo de cartas y acabó convirtiéndose en amiga de Jilly.

Solo Jilly, su abuela y el pastor estuvieron presentes cuando enterraron a la madre de la joven en el mausoleo de mármol erigido en una colina fría y ventosa del cementerio. Después Aura la abordó con su sonrisa y sus manos cálidas y depositó en los helados dedos de Jilly las cartas que su madre le había escrito a lo largo de los últimos veinte años. Se trataba de la correspondencia que la abuela había devuelto sin abrir y que jamás había mencionado.

Esas misivas la llevaron a Los Ángeles. Jilly se trasladó a esa ciudad para conocer a su madre, pese a que sabía que ya era demasiado tarde para conocerla. Intentaba escapar de su abuela, aunque era consciente de que era demasiado tarde para huir del miedo insuperable que se experimenta hacia el daño que algunas personas pueden hacer cuando saben que las quieren.

La voz de Aura devolvió a Jilly al presente:

– Jilly, no hagas caso de estos payasos. Veré cómo puedo ayudarte. -Bajó la cabeza y volvió a consultar el cuaderno.

Jilly adoptó una expresión de expectante interés, hizo caso a Aura y pasó por alto las ironías y las indirectas que los tres hombres le lanzaron. Más le valía prestar atención, ya que era imprescindible encontrar la manera de establecer cierta amistad con Rory, para poder defender la situación de Kim cuando llegase el momento. Personalmente no se le había ocurrido ninguna solución factible.

Aura volvió a levantar la cabeza.

– Tran tenía razón. Tiene que ver con la comida. Pide a Paul que prepare una cesta con algo que valga la pena.

Jilly pensó en la propuesta y bebió un sorbo de té, que para entonces se había enfriado.

– Tal vez… -Quizá era una buena idea. Podía llevar una cesta de picnic a Caidwater, invitaría a Iris como carabina y, de paso, vería los progresos de la relación de Rory con su tía. Sonrió a Aura y se puso de pie de un salto-. Paul, ¿te atreves? -El restaurador movió afirmativamente la cabeza-. ¿Eres capaz de preparar una cesta con comida para tres para… digamos que para dentro de una hora?

Jilly abandonó su rincón favorito y sonrió de oreja a oreja a sus amigos. Antes de llegar a FreeWest no sabía lo que significaba tener familia, una «familia» en el sentido más profundo de la palabra: un grupo de personas que miran por tu bienestar porque realmente se preocupan por ti y no por la imagen que de ellos se refleja en ti.

– Muchas gracias a todos. Me parece que acabáis de resolver mi problema.

Jilly pensó que ya tenía un plan y un picnic organizado. Por primera vez en varios días se permitió un poco de optimismo.

– Jilly, vas demasiado rápido.

La ligera expresión de contrariedad de Aura no frenó su deseo de salir del bar a saltos en lugar de caminando.

– ¿Qué pasa? -inquirió la joven sin dejar de sonreír-. Te escucho.

La mujer mayor levantó un dedo.

– Ten cuidado con lo que dices porque el día de hoy será propicio para los equívocos.

– Tengo que irme. -Jilly comenzó a moverse, pero Aura llamó su atención con la mirada, por lo que la muchacha regresó obedientemente. Cruzó una mirada paciente y divertida con el doctor John y se rascó la ceja-. Aura, ¿quieres decirme algo más?

La expresión de la mujer era muy seria.

– Todo lo que esperas que ocurra saldrá al revés -anunció agoreramente, y por último sonrió-. Ahora vete y diviértete.


Durante el viaje a Caidwater, con una manta y la cesta de picnic a su lado, Jilly se preguntó cómo lograría convencer a Rory de que se sumase al almuerzo. ¿Y si no se ceñía a su plan? Tuvo la sospecha de que Kincaid la había evitado tanto como ella a él.

Encontró la solución mientras tosía a causa del polvo que los neumáticos levantaron en el camino de tierra: Iris. Tras su primer y único encuentro con la prensa, Rory le había mostrado esa entrada incómoda pero secreta a la mansión.

Rory deseaba agradar a Iris. Mejor dicho, le tenía tanto miedo que en su presencia palidecía y le temblaban las rodillas. Por si eso fuera poco, la niña lo manipulaba con una habilidad de la que carecían mujeres hechas y derechas. La cría haría el trabajo sucio.

Alrededor de mediodía, Jilly disimuló una sonrisa cuando Iris salió a la terraza trasera de Caidwater… con Rory cogido de la mano. Tal vez deberían enviar a la niña a Oriente Próximo, darle un puñado de golosinas y sentarse a ver a qué velocidad avanzaban las conversaciones de paz.

Cuando Rory se acercó, Jilly se puso seria y se le cortó la respiración. En su mente aparecieron dunas, piernas masculinas desnudas bajo túnicas ondulantes y calor, calor y más calor. No era extraño que el sur de California padeciese otra sequía, ya que Rory estaba allí.

Kincaid se detuvo frente a Jilly, la miró y suspiró. De sus labios escapó un sonido resignado y casi ahogado. Por lo visto, él no imaginaba dunas.

– ¿Por qué vas vestida como una refugiada de una pésima puesta en escena de Grease? -quiso saber.

Jilly no se dio por aludida. Llevaba unos vaqueros, una blusa blanca, unos zapatos con cordones, blancos y negros, y un jersey de cartero que había encontrado en una venta benéfica.

– Será mejor que te explique que se trata de ropa auténtica de los años cincuenta. -Al notar el calor del sol en la espalda, se quitó el jersey que llevaba en los hombros y se lo colgó del brazo-. Además, ¿qué importancia tiene mi forma de vestir?

Rory le dirigió otra mirada imposible de interpretar y volvió a suspirar.

– Ninguna, ese es el problema.

– Oye, Rory, ¿sabes una cosa? -preguntó Iris con voz de pito-. Miras raro a Jilly.

Ambos adultos centraron la mirada en la cría de cuatro años, de cuya presencia Jilly prácticamente se había olvidado.

Rory frunció el ceño.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que la miras raro.

– No es verdad -replicó Kincaid, pero puso esa expresión desesperada que siempre adoptaba cuando se comunicaba con Iris.

– Sí que lo es.

Jilly se dijo que la charla se volvía interesante, se acercó a Iris e inquirió:

– ¿Qué significa que me mira raro?

– Cuando sabes que te mira o cuando no sabes que te mira. Siempre te mira raro, pero se fija en distintas partes de tu persona.

Jilly, llena de rabia, fulminó a Rory con la mirada.

– ¿A qué partes te refieres?

– A tu…

– ¡Iris! -se apresuró a interrumpirla Rory-. No dispongo de mucho tiempo para el picnic. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Jilly dirigió otra mirada a Rory y… ¡sorpresa!, de repente Kincaid pareció empeñado en coger la cesta que la joven había dejado a sus pies.

Kincaid se incorporó y echó un nuevo vistazo a las dos, pero evitó la mirada de Jilly.

– ¿Seguiremos parloteando o haremos el picnic prometido?

Sin aguardar respuesta, Rory bajó la escalera a toda velocidad y se dirigió hacia una de las ocho puertas del jardín, incorporadas en el seto alto y tupido que bordeaba la terraza trasera. Iris lanzó un grito y corrió tras su sobrino. Jilly cogió la manta, se movió con más lentitud y se dijo que ya interrogaría más tarde a la niña. Por supuesto, en realidad no le interesaba cómo la miraba Rory ni las zonas de su cuerpo en las que se detenía. Abrió la puerta que Rory e Iris habían franqueado y se quedó deslumbrada por lo que vio. Solo era uno de los jardines cuneiformes que rodeaban la mansión Caidwater, jardines que todavía no había explorado, pero le pareció imposible que los demás pudieran ser tan extraordinarios.

Del tamaño de un parque pequeño, era un jardín claramente diseñado para niños. El terreno, un poco ondulado y cubierto de césped, incluía árboles para trepar, frutales y un estanque con una fuente en el medio y un puente diminuto en un extremo. Jilly avanzó por la mullida alfombra de hierba. El campo de criquet ocupaba una zona llana y las rayas de colores de los pequeños aros y los mazos infantiles resplandecían bajo el sol. Trepó a una pequeña elevación para reunirse con Iris y Rory y reparó en los edificios que se alzaban en los dos extremos del jardín con forma de trozo de pastel. A la izquierda había una pequeña escuela, pintada de color rojo, con campanario incluido, y, a la derecha, una casita de campo con techo de paja muy inclinado y las paredes cubiertas de hiedra.

Jilly clavó la mirada en Rory.

– ¡Dios mío! ¡Es… es…!

– Un ejemplo más de los extremos hasta los que la gente del sur de California es capaz de llevar sus fantasías -replicó Kincaid secamente.

La muchacha parpadeó e intentó asimilar cuanto la rodeaba.

– ¿Quién lo construyó?

– Los dueños originales de Caidwater, una pareja de estrellas del cine mudo. -Rory torció el gesto-. Es una visión adulta pero exagerada de un campo de juego de niños.

Sin dar tiempo a que Jilly respondiese o intentara interpretar la expresión de Rory, Iris volvió a corretear y ordenó:

– ¡Seguidme!

Dejaron que la cría escogiese el lugar exacto del picnic. Con la cara convertida en una máscara de resignación, Rory acomodó y volvió a estirar la manta de acuerdo con las instrucciones de Iris; no reparó en que la pequeña parecía provocarlo deliberadamente. Por último Jilly puso fin a la situación y se sentó en el centro de la manta de tonos pastel.

Dirigió a Iris una mirada de mujer a mujer y declaró:

– Este lugar es perfecto.

Como de costumbre, la cría era muy sensata si se trataba de hablar con alguien que no fuese Rory, por lo que Jilly también se ocupó de repartir la comida que llevaba en la cesta preparada por Paul y Tran. Iris se mostró muy satisfecha con una rodaja de melón y dos bocadillos con forma de mariposa, así como con una copa de champán, de plástico, llena de burbujeante zumo de manzana.

A Rory no le resultó tan fácil relajarse. Observó atentamente a su joven tía y se dirigió a Jilly con voz apenas audible:

– ¿Te has fijado en lo que hace? Le pega mordiscos a las alas de las mariposas.

Jilly entregó a Rory un plato que contenía más bocadillos, melón y una ración de ensalada de col y nueces.

– Rory, lo que la niña tiene que hacer es comer, para eso sirve el almuerzo. -Miró a Iris y vio que, con notorio regodeo, la cría clavaba los dientes en un «insecto». Rió a carcajadas-. A su edad me habría encantado tener la posibilidad de zamparme bichos. -Se dijo para sus adentros que su abuela jamás habría permitido algo tan frívolo-. ¿Ya no te acuerdas de cuando eras niño?

– ¿Mi niñez? Por supuesto que la recuerdo. -Con una ligera sonrisa que no era exactamente de diversión, Rory miró a lo lejos, como si el pasado estuviera al otro lado del seto-. En Caidwater todos eran niños, desde mi abuelo, pasando por mi padre, hasta las mujeres con las que estaban liados y los amigos que en cualquier momento se presentaban en la mansión.

Como no supo qué responder, Jilly masculló algo ininteligible con la esperanza de ayudarlo a explayarse.

Tras hincar el diente en el bocadillo y masticar, Rory volvió a tomar la palabra:

– La vida no era más que una fiesta tras otra para un grupo de críos de tamaño adulto, espantosamente malcriados y caprichosos.

Rory dio esa explicación con toda naturalidad, como si hiciera mucho tiempo que había analizado su infancia y compartimentado sus sentimientos hacia esa época de la vida. Aunque se le heló la sangre, Jilly también admiró su capacidad de hacerlo.

– No parece tan fabuloso -comentó sin excesivo entusiasmo.

Kincaid la sorprendió con una sonrisa.

– ¿Te has vuelto loca? Durante mucho tiempo fue realmente divertido. -Echó un vistazo a Iris, pero la niña no parecía interesada en la conversación-. A Greg y a mí nadie nos obligó jamás a sentarnos a comer a horas estipuladas. Nadie nos obligaba a irnos a dormir a cierta hora. A nadie le importaba que asistiéramos o no a la escuela.

Jilly parpadeó.

– ¿Y cómo hicisteis para…? ¿Por qué nadie…? -insistió, e intentó imaginar a los dos niños librados a su suerte-. Lo que dices parece sacado de El señor de las moscas.

– No. -Rory negó con la cabeza-. No fue tan horrible. Es más parecido a lo que les ocurre a Tom Sawyer y a Huck Finn.

A Jilly le costó conciliar las palabras de Rory con la persona en la que se había convertido. Greg y Rory habían sido dos críos abandonados que cuando crecieron desarrollaron carreras exitosas.

– Pero en algún momento comenzasteis a ir a la escuela, ¿no? ¿Cómo se civilizaron Tom y Huck?

Kincaid se encogió de hombros.

– A veces te conviertes en lo contrario de aquello para lo que te han criado… o de la persona que pretendían que fueses, si es que lo que digo tiene algún sentido. -La joven concluyó que lo que decía tenía muchísimo sentido-. En realidad, soy capaz de señalar el día en el que me di cuenta de que alguien tenía que ser adulto en Caidwater. Fue durante el quinto curso, en la clase de la señora Russo. Aquel día tocaba experimento de ciencias, algo relacionado con cables y electricidad. -Rory sonrió, atrapado por la evocación-. Te aseguro que no quería perdérmelo por nada del mundo.

– Hummm… -musitó Jilly.

Obtuvo su recompensa porque Rory continuó hablando:

– La víspera se había celebrado una gran juerga en casa. Me levanté temprano para cerciorarme de que disponía de tiempo suficiente para despertar a alguien que nos llevase a la escuela. Deambulé llevando en la mano una jarra con el famoso remedio de Roderick para la resaca, es decir, vodka con naranja, el célebre destornillador. Como sabía que era mejor no entrar en los dormitorios, busqué a alguien que durmiera la mona en el suelo o en un sofá. La mansión estaba totalmente tranquila, pero vi las luces encendidas en la piscina cubierta y entré.

Jilly intentó interpretar la expresión de Rory, pero no lo consiguió. También le costó imaginarse a un niño que llevaba una jarra con vodka y zumo de naranja. Tragó saliva y preguntó:

– ¿Qué pasó cuando entraste?

– No había nadie, aunque en la piscina flotaban unas medias de mujer… El resto de la ropa se encontraba en el fondo de la piscina, como si la mujer se hubiera ahogado. Hubo algo en esa composición… no sé, la ropa abandonada, la imagen de una persona ahogada… me di cuenta de que no quería que Greg lo viese. -Rory desvió la mirada-. Solté el remedio para la resaca, corrí al trastero, busqué el gancho salvavidas y me apresuré a retirar la ropa de la piscina. Recuerdo que, cuando la saqué, me di cuenta de que dependía de mí… nuestra salvación dependía de mí.

Jilly tuvo la sensación de que, más que un bocadillo, mordía el polvo.

– ¿Qué… qué mas hiciste?

Rory volvió a mirarla y se encogió de hombros.

– Te lo explicaré. Aquel fue el último día que falté a la escuela. También me encargué de que Greg asistiera. Forcé a quien hiciese falta, desde Roderick hasta cualquiera de los jardineros, para que nos llevase. Guardaba dinero y, cuando estaba realmente desesperado, llamaba a un taxi.

Jilly paseó la mirada por el jardín en miniatura y extremadamente cuidado y tragó saliva.

– Cuesta creer que la infancia en Caidwater no haya sido idílica.

La sonrisa de Rory contenía un toque de cinismo.

– Lo dices porque todavía estás atrapada por lo fantasioso de este lugar. En mi caso, tenía once años cuando me di cuenta de que no puedes fiarte de las fantasías. -Esbozó otra sonrisa-. También me di cuenta de que soy la clase de persona que necesita estar absolutamente segura de qué es real y qué no lo es.

Un escalofrío volvió a recorrer a Jilly, que jugueteó con la sortija de pedida, maravillosa pero demasiado grande.

– Rory…

– Yo quiero ir a la escuela -intervino Iris repentinamente-. Greg dice que el año que viene, cuando cumpla cinco años, tendré que ir a la escuela, y quiero ir.

Como si acabara de recordar su presencia, Rory se volvió hacia la niña y sonrió con actitud aprobadora.

– Irás, Iris, irás, te lo prometo. Recuerda que estaremos en mi casa, cerca de San Francisco, y es posible que después nos mudemos a Washington.

Jilly tragó saliva. «Recuerda que estaremos en mi casa, cerca de San Francisco, y es posible que después nos mudemos a Washington…» En ese caso, ¿qué relación podrían mantener Kim e Iris? El aire se enfrió a su alrededor como si una nube tapase el sol. Perdió el apetito y se limitó a observar su plato mientras Iris y Rory acababan con el contenido de la cesta. En cuanto se comió hasta las migas del pastelillo de postre, Iris dio un salto y corrió hacia la escuela pintada de rojo.

– Mis felicitaciones al chef -declaró Rory, y pasó a Jilly el plato y la copa vacíos.

– Los chefs -lo corrigió casi sin pensar en lo que hacía-. Mis amigos Paul y Tran llevan un negocio de catering en FreeWest.

Rory estiró la manta, se tumbó, cruzó las manos detrás de la cabeza, cerró los ojos y declaró:

– Ahora te toca a ti.

Jilly cerró la tapa de la cesta.

– ¿Qué es lo que me toca?

– Te toca hablar de Jilly Skye y de su vida. Te he dado una versión abreviada de las crónicas de Caidwater. Me parece justo que, a cambio, hagas los mismo. Seguro que tienes cosas interesantes que contar.

Jilly se preguntó si realmente tenía cosas interesantes que contar, se humedeció los labios con la lengua y lo miró. Rory se llevaría un buen chasco si pensaba que su pasado había sido emocionante. Como su madre había sido una adolescente rebelde que se quedó embarazada, su abuela impidió que Jilly tuviese vivencias interesantes. La abuela solía decir que, en nombre de su amor, la protegía de la «mala sangre» que corría por sus venas.

Rory abrió los ojos. Su azul era asombroso y contrastó vivamente con su piel morena y su pelo negro.

– ¿Eres tímida?

– ¿Tímida? -Jilly pensó que no tenía nada de tímido pensar en las largas túnicas árabes y en lo que los hombres no llevaban debajo. Recorrió con la mirada el delgado cuerpo de Rory y se preguntó qué sentiría al rozar esa piel con sus manos. Se preguntó qué experimentaría al recorrer con la lengua las intrigantes colinas de su pecho y su estómago. Se secó las palmas en los vaqueros y carraspeó-. No soy tímida. Simplemente, no tengo nada que contar.

Kincaid sonrió y volvió a cerrar los ojos. Jilly descubrió que le resultaba más fácil respirar cuando él no la miraba.

– Comentaste que tu abuela te crió en una casa caracterizada por el gris y el blanco.

– Cuando murió mi madre vine a Los Ángeles -sintetizó Jilly-. Me hice cargo de su negocio, me integré en la asociación de comerciantes de FreeWest y saqué adelante la tienda de una forma de la que, supongo, mi madre se sentiría muy orgullosa.

Rory abrió nuevamente los ojos.

– ¿Para ti es importante?

– ¿Te refieres a que mi madre se sienta orgullosa de mí? -Jilly movió afirmativamente la cabeza-. Pues sí, es el modo que tengo de vincularme con ella. Mi abuela estaba convencida de que mi madre no haría nada bueno en la vida y de que la mía sería un desastre, pero…

– ¿Le demostraste que estaba equivocada?

– Y es probable que también me lo demostrase a mí misma -añadió lentamente-. Supongo que sabes a qué me refiero. Tu caso es parecido. Conseguiste tu negocio de la misma forma. Lo creaste por tu cuenta y riesgo y te hiciste a ti mismo.

Rory tardó un rato en incorporarse, pero en ningún momento dejó de observarla. Jilly se dijo que parecía como si mirase sus entrañas. De repente Kincaid sonrió y la joven volvió a quedarse sin aliento.

– Me hice a mí mismo -musitó, y apoyó la mano en la mejilla de Jilly-. Tienes razón. Tanto tú como yo nos hemos hecho a nosotros mismos.

Jilly pensó que no era buena idea que Rory la tocase, pero no se habría apartado un milímetro aunque sus dedos la quemasen… que fue lo que sucedió. ¡Vaya quemazón tan tierna y estremecedora!

Mejor dicho, vaya quemazón tan peligrosa. «Sor Bernadette», dijo Jilly para sus adentros a fin de defenderse del cosquilleo seductor y tentador que recorría su cuerpo.

Rory aguzó la mirada.

– ¿Qué has dicho?

Jilly se preguntó si había expresado su pensamiento con un susurro. Abrió desmesuradamente los ojos e intentó apartarse, pero Rory deslizó los dedos por los cabellos de su nuca a fin de mantenerla cerca.

El calor de la palma de la mano de ese hombre le erizó el cuero cabelludo.

– Yo no he dicho nada.

– Has dicho «sor Bernadette». ¿Quién es?

– Es… fue una de mis profesoras. -Jilly tragó saliva e intentó dominar todos los recovecos que súbitamente entraron en calor como respuesta a algo tan sencillo como los largos dedos de Rory enredados en su pelo-. Fue una de mis profesoras de secundaria en la escuela Nuestra Señora de la Paz. Daba a las alumnas mayores una clase llamada Comportamiento y Disciplina.

Rory sonrió.

– Y pensar que acabas de decir que no tenías nada interesante que contar. Suena a asignatura de sadomasoquismo.

– ¡Claro que no! -Jilly abrió los ojos con una divertida expresión de sorpresa-. Sor Bernadette rezaría para salvar tu alma por pensar semejante disparate. Era un curso de relaciones entre hombres y mujeres.

Rory meneó la cabeza.

– ¡Venga ya! ¿Quieres que crea que recibiste clases de relaciones entre hombres y mujeres cuando tenías diecisiete o dieciocho años? ¿No era demasiado tarde?

– Te aseguro que es verdad. Nuestra Señora de la Paz es una escuela situada en un antiguo convento. Solo hay alumnas. Te garantizo que, dada la forma en que nos protegían, los diecisiete era una edad prematura para hablar de educación sexual.

Pareció que Rory estaba a punto de caerse de espaldas, pero era imposible porque aún la cogía del pelo.

– ¿Alguien… alguien como tú… y con ese aspecto…? ¿Te criaste en un convento?

– Me crié con mi abuela y me educaron las monjas en una escuela muy estricta.

Jilly vio cómo tragaba saliva y cómo se movían suavemente los músculos de su cuello bronceado. Azorado, Rory ladeó la cabeza de un lado a otro.

– Me cuesta creerlo -reconoció-. Te educaron las monjas y después te instalaste ni más ni menos que en FreeWest. Estoy seguro de que estabas deseosa de recuperar el tiempo perdido.

Rory bajó la mirada de los ojos a la boca de Jilly.

¡Oh, no…! ¡Oh, no…!, se dijo la muchacha por dos veces. La primera porque la expresión interrogativa de ese hombre hizo que se sintiera nuevamente estremecida y acalorada y, la segunda, porque no podía permitir que pensase que «estaba deseosa de recuperar el tiempo perdido». Al menos, no podía decir que lo estaba en el terreno sexual, sino todo lo contrario, ya que se había trasladado a Los Ángeles decidida a demostrar que los espantosos vaticinios de su abuela eran equivocados.

Recordó que según la predicción de Aura debía tener cuidado con lo que decía porque todo lo que esperaba que ocurriese saldría del revés.

– Nada de eso -declaró Jilly apresuradamente, ya que le preocupó que Rory no apartara la vista de sus labios-. No lo entiendes.

Daba la impresión de que Kincaid no la escuchaba. No cesaba de observarla y tocarla, y Jilly experimentó una atracción irresistible.

– ¿Sabes una cosa? -inquirió Rory con aire distraído-. Hace días que evito contestar a preguntas acerca de por qué no aparecemos en público.

Presa del nerviosismo, Jilly tragó saliva.

– Pues yo estoy constantemente en público. Ayer mismo salí a comprar comida.

La ligera sonrisa de Rory no distrajo su mirada concentrada.

– Me refería a nosotros, a por qué no aparecemos en público juntos.

A Jilly no le gustó el rumbo que tomaba la conversación.

– Me niego. Dijiste que nuestro compromiso no modificaría en nada lo que hay entre nosotros.

– Y nada ha cambiado, pero sigo estando muy intrigado. -Se inclinó hacia ella-. ¿Y tú?

Jilly se echó hacia atrás. Lo que ocurría no debería estar sucediendo. El picnic tenía que fomentar su amistad, no pretendía nada apasionado. Pero tenía que reconocer que también estaba intrigada.

– ¿Sabes que me vuelves loco? -musitó Rory, y acortó un poco más las distancias.

A Jilly se le aceleró el corazón, pero no tardó en acordarse de la carabina de cuatro años, de la niña que había incorporado a la excursión.

– ¡Iris! -dijo a modo de advertencia, apoyó la mano en el pecho de Rory, no hizo caso de su atractiva musculatura y lo empujó. Kincaid no cedió un ápice-. ¡Iris! -gritó.

Ansiaba desesperadamente la presencia de la chiquilla para que arrojase un cubo de agua fría sobre lo que estaba ocurriendo.

Por fortuna, Rory desvió la mirada y repentinamente levantó la cabeza.

– ¡Maldita sea! Greg está aquí.

Como si ocurriera muy lejos, Jilly oyó el agudo grito de bienvenida de Iris y sus palabras entusiastas mientras informaba del picnic a Greg. Era evidente que la niña creía que en el más joven de los Kincaid había encontrado al padre de su vida. Ese pensamiento se borró de su cabeza cuando los dedos de Rory se enredaron en su melena y tironearon con suavidad. Aunque a regañadientes, Jilly volvió a hacer frente a su intensa mirada.

– Esta noche -afirmó Rory-. Esta noche saldremos. Nos veremos lejos de casa. Saldremos los dos solos.

¡Claro que no! Supuestamente, era lo que solía responder ante semejantes órdenes, aunque en este caso se lamió los labios resecos y respondió con la verdad:

– No creo que quieras salir conmigo. Acabas de decir que te vuelvo loco.

– ¿Ya has olvidado que estamos prometidos?

– Eso es de cara al público -se apresuró a añadir Jilly.

– Y también para los internautas y los lectores de la prensa sensacionalista. -Rory le acarició la mejilla con el pulgar-. Dado que todos creen que no podemos dejar de estar el uno con el otro, ¿qué importancia tiene?

Jilly buscó mentalmente una respuesta convincente porque, sin duda, como mínimo había quince razones de peso para rechazar la propuesta.

Se dijo que debía pensar. Era imprescindible que recordase los motivos por los cuales debía responder que no. El problema era que únicamente podía pensar en Rory, en sus ojos azules, en sus roces cálidos y en esa boca erótica que la había besado tan apasionadamente.

Estaba segura de que Kincaid también había besado a otras, a mujeres de su tipo, aquellas que no lo volvían loco; a rubias de belleza clásica, de piernas largas y estilo Grace Kelly, que conocían bien a los hombres y eran capaces de satisfacer a un individuo como Rory mucho mejor de lo que ella lograría con el pobre bagaje de una clase dada por una monja.

– Imposible -sentenció Jilly, y mencionó lo primero que se le cruzó por la cabeza-. Hay luna llena. -Carraspeó y se escabulló de las manos de Rory-. Mi astróloga me ha… bueno, me ha aconsejado que con luna llena guarde las distancias con el otro sexo.

A Rory le hizo gracia.

– Cariño, eso es para los hombres lobo.

– Sí, claro, aunque… -Jilly se interrumpió cuando Iris se acercó llevando a Greg a rastras-. Me acabo de acordar de una cosa -añadió, y miró a la niña rubia-. Esta noche tengo un compromiso. Iré con mi socia a la inauguración de una nueva galería de arte en FreeWest.

Jilly suspiró aliviada y desvió la mirada hacia Greg. Tras la ardiente intensidad de Rory, su presencia resultaba agradable y relajante. El hermano mayor jamás aceptaría un no por respuesta. La joven sonrió a Greg y este hizo lo propio.

– ¿Esta noche irás con tu socia a la inauguración de una galería en FreeWest? -Greg cogió a Iris en brazos y la pequeña se le colgó del cuello como un mono-. Me parece fantástico. A Rory y a mí nos encanta apoyar nuevas iniciativas. ¡Y no hablemos del arte! Adoramos el arte. Allí nos veremos.

Rory miró alternativamente a Greg y a Jilly, que había enmudecido por la sorpresa. Sonrió de oreja a oreja y exclamó:

– ¡Increíble, lo has conseguido! Por extraño que parezca, Jilly se ha quedado sin habla. ¡Bien hecho!

La joven miró boquiabierta a los dos hombres, descaradamente presuntuosos y satisfechos, recordó que Aura había dicho que todo lo que esperaba saldría del revés y empezó a farfullar:

– Oh… Oh, no…

Rory ya se había incorporado de un salto y los hermanos se alejaban sin darle la menor posibilidad de protestar, negarse o excusarse.

¡Santo cielo…!

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