Epílogo

La última fiesta por todo lo alto de los Kincaid en Caidwater tuvo lugar el primer sábado de junio. De pie en la terraza, entre dos impresionantes arreglos florales, Rory aspiró el dulce aroma del azahar, ya que a Jilly no le agradaban las rosas, y lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Habían pronunciado los votos, le había puesto la alianza y el párroco los había declarado marido y mujer.

Jilly estaba definitivamente unida a él.

Claro que, siendo como era ella, eso no significaba que Rory pudiese seguirle siempre el rastro. Por algún motivo inexplicable estaba solo durante su propio banquete de bodas mientras Kim intentaba encontrar a la novia para que el fotógrafo realizase las últimas fotos de grupo.

De todos modos, no era desagradable esperar bajo el cálido sol vespertino. Los arrullos de las palomas, los cantos de los sinsontes y la charla de los invitados a la boda armonizaban a la perfección con el chapoteo incesante de las ocho fuentes de Caidwater. La finca no tardaría en cambiar de manos. Rory suponía que las leyendas perdurarían por mucho que los Kincaid se fueran a vivir a otra parte. De todas formas, no estarían muy lejos.

Se mudarían a las cercanías porque el negocio de Jilly seguía prosperando y ambos querían estar cerca de Greg, Kim e Iris. Rory incluso había descubierto que Los Ángeles le gustaba. Era como Jilly: cálida, alegre y de espíritu libre. Se trataba de una combinación muy difícil de detestar, sobre todo una vez descubierto su corazón leal y generoso.

Transcurrieron varios minutos más, que dedicó a hacer de casamentero, combinando mentalmente la mezcla ecléctica y excéntrica de invitados. Por descontado que emparejaría al político Charlie Jax con Aura. De momento, la astróloga lo había arrinconado junto al surtidor de champán y volvía a estudiar su mano. El experimentado jefe de la campaña electoral todavía no sabía si Aura le tomaba o no el pelo con sus artes adivinatorias.

Unió a Ina, la instructora del método Pilates en FreeWest, con el senador Fitzpatrick. Viudo desde hacía muchos años, el anciano necesitaba una mujer en buena forma y tan activa como él. Rory no se sorprendió cuando el senador decidió que volvería a presentarse como candidato del Partido Conservador. Además, las encuestas vaticinaban un triunfo arrollador. Jilly le había contado que el tío Fitz había reconocido que se alegraba de no tener que enfrentarse a la jubilación.

En cuanto a él, tras algunas reflexiones llegó a la conclusión de que, en realidad, le gustaba participar en actividades públicas, por lo que buscó la manera de influir a través del sector empresarial. Estaba entusiasmado por ser el nuevo jefe de una organización que se proponía crear centros tecnológicos en zonas con bajos ingresos. Tenía contactos, dinero, le debían favores y estaba empeñado en convertir esa situación en algo que mereciese la pena. Por otro lado, ya no necesitaba el respeto de nadie, salvo el de su familia y el de sí mismo.

Paseó la mirada por los invitados y sonrió cuando un grupo de residentes en FreeWest se desternilló de risa. Los amigos de Jilly se habían convertido en los suyos y sus perspectivas de la vida, exuberantes y originales, lo divertían y lo mantenían ojo avizor. Le caían muy bien. Bueno, en realidad no se sentía del todo cómodo con el dependiente genéricamente inespecífico de French Letters, el de la bandera estadounidense en los incisivos, pero se vio obligado a reconocer que todo es mejorable.

Un movimiento sigiloso llamó su atención. Miró hacia abajo y descubrió que Iris intentaba deslizarse a sus espaldas. Durante la ceremonia, la niña había sostenido el ramo y con su vestido de encaje chapado a la antigua, los zapatos con cordones y el sombrero de paja, parecía la imagen de la inocencia. Precisamente por eso Rory entrecerró los ojos y la cogió de la muñeca, que Iris había escondido a la espalda.

Sin pronunciar palabra, Kincaid abrió los dedos de la pequeña y vio un saltamontes de color verde intenso que, al darse cuenta de que estaba libre, pegó un brinco. Rory enarcó una ceja.

– ¿Qué pensabas hacer con el saltamontes?

Iris intentó poner morritos, pero enseguida sonrió de oreja a oreja.

– Pensaba metértelo en el pantalón.

Rory puso cara de pocos amigos.

– ¿Te parece que es la mejor manera de tratar a tu tío?

– ¡Eres mi sobrino!

– Tu padre es mi hermano, así que eres mi sobrina.

Iris negó con la cabeza.

– Eres mi sobrino.

Rory asintió.

– Eres mi sobrina.

– Soy tu tía -lo corrigió la pequeña.

– Y yo tu tío.

– ¿Te rindes? -quiso saber la niña.

– ¡No! Lo que quiero decir es que soy tu… -Rory se dio por vencido, la niña se rió en sus narices y se alejó bailoteando-. ¡Mocosa! -espetó.

Iris no dejó de reír… y probablemente se dedicó a buscar otro saltamontes con el que torturar al mayor de los Kincaid.

Rory meneó la cabeza y dio gracias a Dios porque los problemas de la niña hasta su mayoría de edad eran de la incumbencia de su hermano en lugar de suya. Jilly estaba en lo cierto cuando decía que al principio Iris lo había aterrorizado, pero por suerte hacía meses que habían firmado una tregua. Seguían librando esas escaramuzas sin importancia exclusivamente como diversión e incluso pensaba que en el futuro sería un buen padre.

Claro que antes tendría que pasar por la luna de miel, hablando de la cual… Por fin Jilly avanzó hacia él en medio de los asistentes. El corazón le dio literalmente un vuelco al verla.

¡Por Dios, cómo la quería…! Cuando oyó cómo confesaba a su abuela lo que sentía por él y comprendió que su espíritu y su alegría podían pertenecerle, el mundo volvió a girar. A pesar de que sucedió de noche, salió el sol en la luz de los fuegos artificiales destinados a marcar su ambición y que, en realidad, sirvieron para celebrar el amor.

Finalmente, Rory tenía claro lo que deseaba; lo más inteligente que había hecho en su vida consistió en reconocer que, a fin de tener la posibilidad de ser felices juntos, necesitaba el espíritu alegre de Jilly tanto como ella su sólida formalidad. Ahora estaba empeñado en que esa posibilidad se prolongara a lo largo de toda la vida.

Jilly sonrió al llegar a su lado. Su romántico vestido blanco parecía tan delicado que Rory abrigó la esperanza de que su esposa no lo matase en cuanto se quedaran a solas y se lo arrancase. Francamente, estaba harto de las celebraciones; tenía ganas de iniciar su nueva vida.

– ¿Me echas de menos? -preguntó Jilly.

Kincaid frunció el ceño.

– No estés tan segura. ¿Qué hacías? El fotógrafo quiere tomar las últimas fotos. Luego nos marcharemos y continuaremos con lo mejor.

La sonrisa de Jilly se tornó reservada.

– Te diré qué hacía: me ocupaba de lo mejor.

– ¿De verdad? -La curiosidad pudo con Rory; la rodeó y se dispuso a estrecharla. Notó que, bajo el vestido de novia, el cuerpo de Jilly estaba extraordinariamente rígido-. ¿Te encuentras bien?

Sin darle tiempo a responder, apareció el fotógrafo, que situó a Greg, a Kim y a Iris junto a ellos y se dispuso a tomar varias fotos. Rory intentó poner buena cara, pero hundió los dedos en la cintura de Jilly cuando esta le rozó la entrepierna con la cadera y volvió a percibir una rigidez extraña.

– ¿Estás bien? -preguntó a su esposa al oído-. Te noto… bueno, me parece que estás algo rígida.

Jilly levantó la cabeza y replicó con un susurro:

– No me atreví a ponérmelo antes de la ceremonia porque temí que me causase problemas.

– ¿De qué hablas?

– Llevo un corsé, ya sabes a qué me refiero. Es una de esas prendas de lencería victoriana que tanto despiertan tu curiosidad.

– ¡Vaya, vaya…! -gimió Rory, y notó que estaba a punto de desmayarse.

– ¿Hay algún problema? -preguntó el fotógrafo.

– ¿Te sientes bien? -se preocupó Jilly.

– ¿Qué pasa? -inquirió Kim.

– No cruces las rodillas -aconsejó Greg.

Rory los miró con una mezcla de malestar y contrariedad.

– Acabemos de una vez con las condenadas fotos.

Cuando el fotógrafo los agrupó para la última, en las proximidades resonó el estrépito del rotor de un helicóptero. Todos levantaron la cabeza cuando el helicóptero los sobrevoló; descendía cada vez más. Un hombre se asomó por el costado abierto y vieron que llevaba en la mano una cámara con teleobjetivo.

En ese momento un agudo chillido atravesó el aire; superó incluso el ruido del helicóptero. Rory miró en la dirección de la que procedía el grito y vislumbró un bulto de pelo gris que corría por la terraza. Una de las invitadas saltó y desencadenó el efecto dominó en otras, que intentaron escapar del roedor, que se había llevado un susto de muerte y se había visto obligado a aparecer inesperadamente.

Greg increpó a Iris:

– ¿Has traído a Beso a la fiesta?

La niña fingió que no había oído la pregunta y echó a correr hacia su mascota sin dejar de llamarla:

– ¡Beso! ¡Beso!

Kim y Greg pusieron los ojos en blanco y fueron detrás de la pequeña.

Rory miró a los invitados, que se dirigían hacia la casa, echó un vistazo al helicóptero entrometido, observó a su esposa… y se acordó del corsé Victoriano.

No pudo contenerse un segundo más, por lo que cogió a Jilly en brazos y la besó. Le dio un beso largo, profundo y muy prometedor.

– Rory… -Jilly logró apartarse de su marido. Se había ruborizado y su piel estaba encendida con ese ardor que él conocía tan bien. Ardía por él-. Piensa en el helicóptero, nos observan desde arriba. Mañana apareceremos en las revistas y en la televisión.

Rory ni siquiera se molestó en mirar hacia arriba; simplemente contempló a su esposa, que era su espíritu y su alegría.

– Vamos, amor mío. -La estrechó en sus brazos y sonrió-. Les daremos motivos más que suficientes para hablar.

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