Capítulo 6

Rory se acercó a la verja del final de la calzada de acceso a Caidwater en el mismo momento en el que la furgoneta roja de Jilly intentaba abrirse paso en medio de los reporteros y los paparazzi arremolinados del otro lado. ¡Por Dios, el sur de California, la política y el apellido Kincaid los atraían como moscas!

Había dos clases de buitres: periodistas serios con chaquetas baratas y paparazzi jubilosos que vestían vaqueros y camisetas tan arrugadas que daba la sensación de que habían pasado la noche entre los matorrales.

Apretó los dientes cuando dirigieron sus cámaras, todas con un poderoso teleobjetivo que parecía tan monstruoso y amenazador como el ojo de un cíclope, hacia el coche de Jilly. Si los cristales no hubieran sido ahumados la habrían inmortalizado.

Por otro lado, el destartalado y llamativo coche rojo era bastante condenatorio.

Rory pulsó el botón y las puertas se abrieron, por lo que un periodista distraído sufrió un merecido golpe en el trasero. Kincaid se mantuvo en el interior de la calzada de acceso e hizo señas a Jilly para que entrase, sin hacer el menor caso de los chasquidos de los obturadores de las cámaras y de los gritos de los carroñeros que habían acudido a limpiar sus huesos.

– ¡Rory!

– Señor Kincaid, nos gustaría hacerle una pregunta sobre el Partido Conservador…

– ¿Qué opinión tiene de la pornografía en la red?

Sonaron risillas disimuladas.

Se preguntó con impaciencia qué esperaba Jilly para pisar el acelerador, ya que avanzaba centímetro a centímetro, por lo visto mucho más preocupada que él ante la posibilidad de golpear las rodillas de los periodistas o de romper sus cámaras.

Rory ya no pudo soportarlo y gritó:

– ¡Dejen de interponerse en el camino de la señorita!

Se percató en el acto del error que acababa de cometer. Había revelado que en el coche viajaba una mujer. Los congregados se apiñaron alrededor del coche, dejaron de centrarse en él y se ocuparon exclusivamente de la furgoneta de color cereza que en ese momento paró por completo.

Como Rory no era el único que podía cometer una tontería, Jilly bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

El sonido de los obturadores fue ensordecedor.

La joven parpadeó consternada, su alborotada melena zigzagueó en todas direcciones y entreabrió los labios, que llevaba pintados del mismo tono que el vehículo. Paseó la mirada por los periodistas y cuando lo vio, musitó:

– ¿Rory…?

Kincaid fue hacia Jilly y se abrió paso en medio de la marea de reporteros que la rodeaban. A través de la ventanilla abierta vio que iba vestida al estilo de Annie Hall. Llevaba una corbata alrededor del cuello y un chaleco masculino con dibujos de cachemira rojos. Al reparar en que tenía los brazos desnudos, Rory se dijo con resignación que Jilly se había olvidado de ponerse una camisa.

La muchacha se movió para asomarse un poco más por la ventanilla y Rory reparó en la camiseta blanca sin mangas que lucía bajo el chaleco exageradamente grande. Pensó con resignación que era el detalle que faltaba: la camiseta era muy ceñida.

Suspiró y empujó con el hombro a un chico flaco que, por su olor, parecía que se dedicaba a revolver cubos de basura. No tuvo más remedio que reconocer una de las grandes virtudes de Jilly: nunca decepcionaba. Esa semana los lectores de la prensa sensacionalista encontrarían un buen regalo.

Los periodistas gritaron a voz en cuello, algunos pronunciaron el nombre de la joven y le hicieron preguntas sobre sí misma mientras otros lo hacían sobre sus ideas políticas. Rory intentó abrirse paso más rápido, ya que temía las respuestas de Jilly. Los paparazzi no dejaron de tomar fotos y cuando alguien pidió a Jilly que se humedeciese los labios, Rory detectó un rojo más intenso y fuerte que el tono de su pintalabios.

Kincaid utilizó el hombro como un jugador de rugby, apartó a ese imbécil de mente sucia y finalmente se detuvo junto a la portezuela del coche.

Jilly se mordió el labio inferior.

– ¿Qué pasa?

Rory meneó la cabeza.

– Tenemos que salir de aquí. -Lo cierto es que no había adónde ir. Estaban rodeados, los periodistas y los fotógrafos se encontraban tan cerca que a Rory le resultó imposible darle una explicación y, menos aún, abrir la portezuela de la furgoneta-. Vamos.

Kincaid introdujo los brazos por la ventanilla y cogió a Jilly de las axilas para sacarla del asiento del conductor.

La joven se echó hacia atrás, levantó el tono de voz y preguntó:

– ¿Qué pretende?

Sonó otra salva de obturadores.

– Jilly, tiene que cooperar -masculló Rory apretando los dientes.

No hizo caso de las protestas de la muchacha, volvió a cogerla, pasó su cuerpo ligero a través de la ventanilla y la sostuvo en brazos.

Entonces se dio cuenta de que estaban pegados, ya que los periodistas no estaban dispuestos a dejarle sitio para que la dejase en el suelo… ni siquiera para respirar.

Rory la acomodó junto a su pecho, apretó los dientes, se volvió, empujó a los allí reunidos con la espalda y se dirigió hacia la verja. Aunque se esperaba lo peor, hubo algo cuando lo vieron con aquella mujer en brazos que pareció modificar la actitud de los periodistas. Mientras trasladaba a Jilly andando hacia atrás para cerciorarse de que no los seguían, la agresividad de la prensa desapareció y ya no hubo preguntas a gritos.

Rory temía dejarla en el suelo y que Jilly intentase volver a su coche o fuera secuestrada por uno de los reporteros demasiado impacientes y deseosos de someterla a una entrevista exclusiva a corazón abierto. Quizá la joven también estaba asustada, ya que le rodeaba firmemente el cuello con los brazos.

El perfume suave y delicado de Jilly le llegó a los pulmones y, pese a la mirada furiosa de los periodistas, apreció las formas del trasero redondo de la muchacha. Por Dios, esa chica era sexy hasta las últimas consecuencias. Era la primera vez que estaba tan cerca de ella y tenía como testigos a treinta y pico personas desesperadamente interesadas en esa situación.

Todo eso sin mencionar a los miles o millones de personas que en el vídeo de internet verían lo que querrían.

¡Maldición…!

Rory se detuvo junto al botón que le permitiría cerrar la verja en los morros de aquellos intrusos. Movió a Jilly a fin de liberar un dedo con el que accionar el botón y su boca rozó sin querer la piel suave y ardiente de la sien de la joven.

Ardiente… Jilly estaba endiabladamente ardiente.

– ¡Oiga, Rory…!

La voz sonó amistosa y, por algún inexplicable motivo, Kincaid miró en esa dirección al tiempo que se disponía a pulsar el botón.

El periodista esbozó una sonrisa cómplice, de hombre a hombre, e inquirió:

– ¿Tiene algo especial con ella?

Rory miró a Jilly con los ojos del periodista: los rizos indomables, aquella boca tentadora y sus exuberantes pechos. Le resultó imposible contener una sonrisa. No pudo evitarla porque tenía en brazos a la mujer más erótica y ardiente que recordaba. Apreciarlo no tenía nada de malo, sobre todo porque la suerte quedó echada cuando la webcam los pilló y porque ya había decidido cómo intentaría solventar ese desastre.

– Sí, por supuesto -replicó al sonriente reportero, sin apartar la mirada de la cara de sorpresa… mejor dicho, de desconcierto, de Jilly-. Tengo algo especial, algo realmente especial con ella.

A renglón seguido, como si fuera lo más natural del mundo y no lo hubiese planeado dos minutos después de ver ese condenado vídeo de Celeb! on TV, Rory bajó la cabeza y besó la tentadora y pecaminosamente roja boca de Jilly.

Los obturadores no cesaron de emitir chasquidos a la puerta de la mansión.

Ese sonido apenas llegó a los oídos de Rory. Se proponía darle un beso juguetón, casi de saludo entre amigos, pero los senos de Jilly rozaron suavemente su pecho y los labios resultaron tan calientes y dulces como el caramelo líquido. Insistió para catar otros sabores y Jilly reaccionó ante su ansia y se relajó lo suficiente como para que Rory le entreabriese los labios con una ligera presión de la lengua. Fue como el fuego.

Rory notó cómo le quemaba los pies y subía por sus venas cuando introdujo nuevamente la lengua en la boca de la mujer, que dejó escapar un gemido y le acarició la nuca con las yemas de los dedos.

Rory se hundió en su boca.

Jilly estaba al rojo vivo, por lo que el anhelo de Rory se volvió insaciable.

El sonido de las puertas al cerrarse puso fin al beso. Agitada, Jilly suspiró, miró a Kincaid y luego a los periodistas que se encontraban al otro lado de la verja. Con el dorso de la mano se secó los labios húmedos… los labios que Rory había humedecido.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Jilly con voz ronca.

Rory deslizó el cuerpo de Jilly hasta dejarla en el suelo y la cadera derecha de la muchacha rozó dolorosamente su erección, por lo que ahogó un quejido. Hasta el más pequeño de sus músculos estaba duro como una roca.

– ¿Qué está pasando? -repitió la joven.

Pero sus músculos no estaban tan duros como duro sería comunicarle a Jilly la noticia del pequeño… problema que tenían que afrontar.


– ¿Ha dicho un pequeño problema? -Jilly saboreó las palabras porque era mejor que cogerle el gusto al beso de Rory, ese beso vertiginoso y exigente que perduraba en sus labios, que todavía no habían dejado de palpitar-. ¿A qué pequeño problema se refiere?

Rory se apoyó en el borde del escritorio de la biblioteca. Estaba guapísimo y exasperantemente tranquilo; vestía unos chinos y una camisa blanca, impecable y con las mangas arremangadas hasta los codos. Jugueteaba con una cinta de vídeo y daba la sensación de que ni siquiera recordaba que la había besado, lo que significaba que probablemente había olvidado el motivo por el que a última hora del sábado se había presentado en su tienda.

Perfecto, ya que eso también significaba que había olvidado que Jilly había hecho el ridículo al revelar que estaba al tanto de los planes que Kincaid tenía para la noche del viernes. Tal vez tampoco se acordaba de que ella había estado a punto de derretirse cuando le tocó la espalda.

Jilly dejó escapar un ligero suspiro de alivio. Se había sentido incómoda al delatar lo sensible que había sido al contacto de sus dedos y le alarmaba la reacción de Rory, que no pareció darse cuenta. Por lo visto, la joven no tenía de qué preocuparse.

Jilly arrugó el entrecejo. No tenía más preocupación que el «pequeño problema» al que su jefe se había referido.

– Está bien, Rory, explíquese.

Una extraña expresión demudó las facciones de Rory. Sin pronunciar palabra, se acercó al televisor y al reproductor de vídeo; colocó la cinta y en pantalla apareció Celeb! on TV y, poco después, la imagen de su espalda desnuda, las manos de Rory, su cara mientras lo miraba con una inconfundible expresión de deseo y, por último, los maravillosos ojos azules de Kincaid y sus exóticos pómulos.

– No puede ser -masculló Jilly, y lo primero que se le ocurrió fue negar lo que estaba viendo-. No puede ser… ¿Cómo diablos…?

– Su webcam -sintetizó Rory-. Supongo que se olvidó de apagarla, del mismo modo que esa noche se le olvidó echar la llave a la puerta cuando cerró.

¡Estúpida! Jilly se sintió culpable y se sonrojó. Rory tenía razón. Cuando cerró no se le había ocurrido desconectar la cámara y cuando él apareció su mente dejó de funcionar racionalmente. De su boca escapó un ligero quejido cuando en la pantalla volvieron a reaparecer las imágenes. Volvió la cabeza; no estaba dispuesta a ver nuevamente su expresión, que parecía pedir que la besasen.

– No, siga mirando -ordenó Rory.

En la pantalla apareció una rubia corpulenta que comenzó a lanzar especulaciones sobre lo que probablemente se disponía a hacer el célebre Rory Kincaid.

Los periodistas ya sabían que Rory pensaba echarle un polvo a Jilly Skye. La mujer pronunció su nombre en tres ocasiones y la describió como «vendedora de ropa usada».

– Querrás decir vendedora de ropa vintage -espetó Jilly a aquella rubia estúpida.

El cabreo le sentó bien, ya que era mucho mejor que el engorro.

Rory levantó una ceja.

– ¿Ha terminado de refutar las palabras de la rubia? -Al oír que Jilly suspiraba, Kincaid apagó el televisor y lo señaló ladeando la cabeza, al tiempo que añadía-: Ese es nuestro problema.

Jilly tragó saliva e intentó asimilar que el momento de intimidad que el sábado por la noche habían compartido en la tienda había aparecido en un programa de difusión nacional.

– Ah, eso -comentó, se encogió de hombros e intentó disimular su profunda incomodidad.

Rory volvió a levantar una ceja e inquirió:

– ¿Qué significa su respuesta?

La joven tragó saliva por segunda vez.

– ¿A quién le interesa? ¿A quién le importa lo que piensan los demás?

¡Ya estaba bien! Jilly se miró los pies y restó importancia al sofoco que sintió en su cara. ¿Cuántas personas habían visto su espalda y… peor aún, muchísimo peor, el ardiente deseo que sus ojos delataban al mirar a Rory?

Sin mencionar lo peor de todo: ¿él se había dado cuenta?

– A mí sí me importa lo que piensan los demás -replicó Rory en tono tenso.

Jilly levantó la cabeza. Kincaid se alejó del televisor y cruzó la alfombra oriental de color tostado.

La joven volvió a morderse el labio inferior.

– No ha ocurrido nada malo. En realidad, no hicimos nada -aseguró Jilly.

Rory la miró significativamente. La joven tuvo que reconocer que parecía que estaban a punto de hacer lo predecible pero, de todos modos…

– Nosotros sabemos perfectamente que no pasó nada. ¿Cuál es el problema?

– El problema consiste en que, en este momento, hay un montón de periodistas aparcado a las puertas de Caidwater. Antes hacían acto de presencia una o dos veces por semana; sin embargo estoy seguro de que ahora convertirán los próximos días en un infierno. -Le dirigió otra mirada colérica-. Dicho sea de paso, todo esto ha ocurrido gracias a su webcam. Si no recuerdo mal, usted dijo que la imagen no era muy nítida, que tenía una especie de pelusilla. Le estoy muy agradecido porque ahora esa pelusilla ha ensuciado mi vida.

La culpa volvió a asaltar a Jilly, que no tardó en entornar los ojos. Rory se había referido a un montón de periodistas. ¡Un momento…! Se cruzó de brazos y espetó:

– Un momento, no soy yo quien ha dado rienda suelta a las especulaciones besándome en la entrada de su casa.

Sin dejar de andar, Rory la miró de soslayo y apostilló en tono incluso más tenso:

– Hágame un favor, no avive más el fuego. Ahí es donde empezó todo.

Jilly clavó su mirada en él. Al parecer, ese hombre le echaba las culpas, parecía pensar que era la responsablede no sabía todavía qué. Pues bien, ella no había tenido nada que ver con el beso.

– ¿A qué se refiere?

Kincaid se detuvo junto al ventanal de la biblioteca.

– Vamos, preciosa, sabe perfectamente que es una mujer ardiente.

Jilly abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Lo soy? -La joven volvió a preguntarse si lo era y si cabía la posibilidad de que Rory Kincaid, el principal protagonista de sus fantasías más voluptuosas, la considerase ardiente. Reprimió una sonrisa pero, de todas formas, esa sorprendente idea la entusiasmó-. ¿Me considera ardiente?

Rory volvió a andar de un lado para otro, como si ya hubiera respondido.

– Le propongo un trato. Entre nosotros hay algo especial. A fin de cuentas, es lo que preguntó el periodista… Quiso saber si era algo «especial». Me ha gustado. Nos ceñiremos a esa definición.

A pesar de que todavía estaba entusiasmada, la sorpresa dejó boquiabierta a Jilly.

– ¿Cómo ha dicho?

Kincaid estaba tan concentrado que no pareció oírla.

– Haré un comunicado explicando el despiste con la webcam. Diré que pensaba que estaba a solas con mi amiga… con mi amiga especial.

– ¿Hará un comunicado? ¿Qué es eso de amiga especial? ¿Es una descripción más favorable que la que hizo en presencia de aquel político adulador? -Jilly meneó la cabeza-. Francamente, Rory, ¿a quién le importa tanto lo que piensan los demás?

– Al Partido Conservador. Al partido le preocupa mucho lo que la gente piensa.

Jilly se quedó de piedra; de repente, todo cuanto Rory había dicho y hecho cobró sentido.

– ¡Pensé que se refería a un verdadero problema! -Furiosa, Jilly se acercó a él, se interpuso en su camino y puso fin a su incesante deambular-. ¡Una mierda! -Rory enarcó las cejas-. Dijo que teníamos un problema, que es algo que los dos tendríamos que resolver juntos, pero usted ya lo ha decidido todo, ¿no? Incluso antes de que yo llegase ya sabía qué quería hacer. ¡Comunicados, amistades especiales… y… y besos!

Rory le había dicho que era ardiente. ¡Ja! Jilly se dio cuenta de que era una mentira tan grande como el supuesto «problema». Lo había dicho para que bajase la guardia y así poder controlarla. No tardó en reconocer la estrategia, pues había vivido una infancia cargada de desaprobación y con la obligación de respetar determinadas reglas. Sabía perfectamente que Rory pretendía manipularla para hacer lo que fuera más conveniente para él.

La joven cruzó los brazos y declaró:

– No pienso seguirle la corriente.

Rory le clavó sus penetrantes ojos azules.

– Sí, lo hará -aseguró roncamente.

Jilly negó con la cabeza.

– No pienso hacerlo. Me da igual que provoquemos el mayor escándalo del mundo después del de Monica y Bill.

Rory aferró una punta de la corbata de Gucci que la joven llevaba y la acercó a su cuerpo.

– No habrá más escándalos en los que un Kincaid esté implicado, ¿me ha entendido? -preguntó entre dientes-. No quiero que nada ni nadie eche a perder mi nominación a candidato del Partido Conservador. Además, ¿quiere que la gente piense que se desviste ante cualquiera que entra en su tienda?

Jilly vaciló. Había una persona que, sin duda, pensaría como él. Había una persona que había tenido esa opinión de su madre y augurado que la propia Jilly seguiría sus pasos en el caso de que no acatase lo que se le decía.

Sigue las normas… haz caso de las monjas… vive una vida en blanco y gris… Control, control y más control, siempre con el pretexto de que «querían» lo mejor para ella.

– Me trae sin cuidado -repuso tercamente-. ¿Y qué si alguien piensa así?

Se preguntó fugazmente si Rory utilizaría la corbata para estrangularla, pero su jefe soltó la prenda de seda de primerísima calidad y la cogió de los hombros.

– ¡Maldita seas! -exclamó-. ¡Jilly, maldita seas! A mí me preocupa que alguien piense así y no permitiré que tengan esa opinión de ti.

Por algún motivo absurdo e inexplicable, el repentino tono de preocupación de Rory y que la tuteara la llevó a balancearse hacia él, momento en el que por la ventana entró un chispazo, como el reflejo de la luz del sol en el metal o el cristal. Jilly se sobresaltó e intentó apartarse.

Rory se lo impidió. La abrazó, la alzó hasta que quedó de puntillas, se acercó a su boca y ordenó roncamente:

– Prométeme que cooperarás.

En ese momento la joven vio la mirada intensa y penetrante del príncipe del desierto, el mismo que poblaba sus fantasías. El sol del Sahara calentó su piel y notó que la hebilla del cinturón de Rory le presionaba el vientre y sus poderosos muslos rozaban los suyos.

Tal vez por eso respondió que se lo prometía antes de que Rory le diese un impetuoso y placentero beso.

El beso terminó demasiado rápido porque alguien entró en la biblioteca.

– ¡Vaya! -exclamó Greg.

Cuando Rory y Jilly se separaron, Greg ya estaba a punto de salir.

– No te vayas -dijo Rory bruscamente-. Solo ha sido para los paparazzi entrometidos. He visto el reflejo del sol en un teleobjetivo.

Por segunda vez en poco rato, con el dorso de la manó Jilly intentó arrancarse un beso de los labios. Rory la había besado de cara a la galería. La joven se preguntó cuándo aprendería la lección.

Greg dirigió una sonrisa comprensiva a la joven, al tiempo que entregaba unos papeles a Rory y decía:

– Han llegado estos faxes para ti.

Jilly había visto el fax en el despacho del ama de llaves, situado junto a la cocina. Mientras Rory leía, Jilly retrocedió paso a paso, convencida de que era un buen momento para poner pies en polvorosa. Kincaid levantó la cabeza en el acto y ordenó:

– No muevas ni un músculo.

El tono autoritario le hizo sentir ganas de moverse o correr sin cambiar de lugar. ¿Por qué no dar algunas volteretas? Le habría gustado hacer algo que la obligase a mover todos sus músculos, pero se decantó por cruzarse de brazos y suspirar.

– Es un tipo muy dominante, ¿no te parece? -preguntó Greg, y sonrió.

Jilly se dio cuenta de que estaba ante un espíritu afín y también sonrió.

– Se parece mucho a Patton.

– ¿No crees que tiene más que ver con Sherman? -acotó Greg-. Lo digo por el tanque.

La muchacha fingió que reflexionaba.

– ¿Qué tal Schwarzkopf? No, retiro lo dicho, es demasiado simpático.

– En ese caso, MacArthur.

– O Maquiavelo.

– Si me permitís…

Ambos se volvieron inocentemente hacia Rory.

– Soy toda oídos -murmuró Jilly con voz empalagosa.

Rory abanicó los faxes.

– Lo de la relación especial queda excluido.

– Alabado sea el Señor -dijo Jilly en el acto-. Tendré que creer que algunas plegarias obtienen respuesta.

– En lugar de mantener una relación especial estaremos comprometidos.

Jilly parpadeó, miró a Greg y comentó:

– Ese hombre no acaba de decir lo que creo que ha dicho, ¿verdad?

Daba la sensación de que Greg intentaba disimular una sonrisa.

– Depende de lo que creas que ha dicho.

Lleno de impaciencia, Rory volvió a agitar los faxes.

– Ya practicaréis en otro momento vuestro numerito para El club de la comedia, ¿de acuerdo? Hablo en serio. Este asunto es muy serio. Tanto el senador como Charlie Jax me han escrito un fax.

Greg miró de soslayo a la joven y preguntó:

– ¿Te acuerdas de Charlie Jax? Me refiero al director de campaña Charlie Jax.

Era el político adulador. Jilly tragó saliva y pensó en las malditas ambiciones políticas de Rory.

Greg volvió a mirar a su hermano y suspiró.

– Supongo que ya han visto vuestra aparición en internet.

Rory se peinó los cabellos.

– Jax la ha visto y el senador hace caso de sus palabras. Me aconsejan que actúe sin más dilaciones. Quieren que haga algo para que la situación se vuelva respetable. -Bajó, tanto la voz que se volvió casi inaudible-: Por lo visto, dan por hecho que puedo hacer algo.

Jilly se acordó de su espalda al descubierto y de su anhelante mirada. Llegó a la conclusión de que la respetabilidad no era una opción factible, pero volvió a intentarlo:

– Rory, es tu problema, no el mío.

El aspirante a político la miró furibundo.

– Lo provocó tu webcam. Jilly, ya lo hemos hablado. Es nuestro problema, sobre todo si tenemos en cuenta la clase de tonterías que están difundiendo -apostilló, y le mostró uno de los faxes.

A desgana, Jilly dirigió la mirada hacia la hoja. Parecía la copia impresa de una columna de cotilleo que diariamente colgaban en la web. El apellido Kincaid aparecía a menudo y lo habían escrito en negrita. Ella también figuraba, junto a un montón de disparatadas y sobrecogedoras especulaciones acerca de la clase de mujer que era y el tipo de relación que mantenían.

– ¡Puaj! -exclamó disgustada, y devolvió rápidamente el fax a Rory, que se lo entregó a Greg.

– Greg, haz el favor de convencerla. Explícale que las cosas irán de mal en peor si no le pongo un anillo en el dedo.

– ¡Un anillo! ¿Para qué?

– Un anillo de compromiso. Solo será temporal, romperemos el compromiso en cuanto me vaya de Los Ángeles.

Greg dejó de hojear el fax y su mirada se cruzó fugazmente con la de Rory. Entre ambos sucedió algo, tal vez un intercambio de dolor o de humillaciones vividas.

– Jilly, en este caso estoy con Rory. Por mucho que me pese, decir que estáis prometidos os protegerá.

La joven se mordió el labio.

– No es posible que sea tan grave.

– Sí, sí lo es -confirmó Greg, y miró nuevamente a su hermano-. La situación puede ponerse mucho, muchísimo peor.

Jilly pensó en las fiestas decadentes que, según los rumores, se habían celebrado en Caidwater. Se acordó de las once esposas del abuelo y el padre Kincaid y de que, evidentemente, Rory quería algo distinto para sí mismo. Por último, fue sincera y reconoció que era culpa suya que la cámara los hubiese pillado, pero de todas maneras insistió:

– Me niego.

– Te lo suplico. En realidad, nada cambiará entre nosotros. Además, no olvides que lo has prometido -declaró Rory. Se puso muy serio y se cruzó de brazos-. Jilly, no permitiré que te ocurra nada malo. Me niego a aceptar que la prensa te haga daño con la manipulación de este asunto.

Jilly jugueteó con una punta de la corbata de Gucci. Protegerla suponía una actitud tierna y heroica, aunque sabía muy bien que tenía su contrapartida. Su abuela también había dicho que quería protegerla, pero gracias a esa protección no llegó a conocer a su madre y nunca volvió a ver el afecto desde la misma perspectiva.

La expresión implacable e imperativa de Rory le indicó que no tenía muchas opciones, razón por la cual le costó mucho más obedecer.

Lo único positivo de ese lío radicaba en la posibilidad de que, en el caso de que cooperara, Rory se sintiese en deuda con ella… aunque ante todo debía encontrar la manera de mencionar a Kim y a Iris. Tras ser testigo de la reacción angustiada de Kim cuando mencionó la intención de Rory de llevarse a la niña del sur de California, Jilly estaba más empeñada que nunca en reunir a madre e hija. Tal vez acceder a la petición de Rory haría que este se volviese más sensible cuando saliera en defensa de su amiga.

De repente Rory entornó los ojos y preguntó:

– ¿Hay algo más que deba saber?

Jilly se sintió culpable y dio un respingo.

– ¿A qué te refieres?

Sabía que era imposible hablar con claridad sobre las razones por las que estaba allí, sobre todo teniendo en cuenta que Rory consideraba que tanto ella como su webcam eran las culpables del contratiempo.

– ¿Ya estás casada? ¿Escondes en el armario un cadáver que podría salir y perseguirnos?

Jilly ahogó una carcajada y meneó la cabeza.

– No tengo marido. Por otro lado, te garantizo que el armario de Jilly Skye está bastante vacío.

De hecho, se trataba de un armario bastante nuevo porque, hasta los veintiún años, Jilly Skye había vivido como Gillian Skye Baxter. Era imposible conectar ambos nombres, ni siquiera podía hacerse a través de Things Past. Había hecho borrón y cuenta nueva con relación a su abuela.

– Entonces estás de acuerdo -concluyó Rory como si lo diera por hecho.

Jilly supuso que, al fin y al cabo, era lo mejor y dijo a regañadientes:

– Bueno, vale.

Rory ni se inmutó e inmediatamente se dirigió hacia el otro extremo de la biblioteca. Presionó el panel de madera trabajada, una puerta se abrió y la caja fuerte quedó al descubierto. Sin mirar marcó unos números en el teclado.

– Veamos, ¿qué te gusta como sortija de prometida? Roderick siempre tenía a mano un surtido de joyas femeninas. Elige, ¿rubíes, diamantes o esmeraldas? Esta última es mi piedra preferida.


Greg observó a su hermano mientras cerraba la caja fuerte y corría el panel de madera para colocarlo en su sitio. Jilly se retiró al ala este de Caidwater para ocuparse de la ropa de Roderick; al salir giró incómoda la sortija de esmeraldas que Rory había insistido en que llevase.

– ¿Sabes lo que haces? -preguntó Greg.

Rory se encogió de hombros y se volvió para hacer frente a la mirada de su hermano.

– Hago lo que hay que hacer. Ya has visto lo que han escrito. Ambos sabemos que todo empeorará a menos que Jilly y yo volvamos debidamente respetable nuestra relación.

Greg meneó la cabeza, pero decidió no preguntar si en una misma frase se podía mencionar a «Jilly» y las palabras «debidamente respetable».

– Es cada vez más complicado, ¿no? Me refiero a tu relación con el Partido Conservador.

Rory se tensó a la defensiva.

– Este tipo de atención no está relacionada con que sea un posible candidato, sino a mi pertenencia a la familia Kincaid.

Greg no tuvo más remedio que estar de acuerdo. El legado del apellido y del proceder tanto de su abuelo como de su padre se había cobrado su precio en ambos hermanos. En Rory había creado la obsesión de dar al apellido familiar un sentido algo mojigato e indefectiblemente intachable. Al recordar la preocupación de Rory de que Jilly ocultase algo, Greg se dio cuenta de que su hermano no conseguía librarse de su arraigada desconfianza cuando de mujeres se trataba. Estaba siempre en guardia ante la presencia de motivos ocultos. En cuanto a él, no conseguía librarse de…

No lograba librarse del recuerdo de Kim, del dolor del reencuentro, de la atroz pregunta acerca de dónde había estado y qué había hecho durante los últimos cuatro años.

Tampoco conseguía deshacerse de su persistente bochorno, lo que lo llevaba a plantearse y replantearse hasta el infinito la decisión de enfrentarse con Rory a causa de Iris.

La señora Mack entró en la biblioteca.

– Señor Rory, sé que hoy no quería recibir llamadas, pero se trata de Michael Riles. Tiene que ver con los centros comunitarios de tecnología…

– Cogeré la llamada.

Rory se acercó apresuradamente al teléfono del escritorio y adoptó una expresión de alivio e impaciencia. Greg meneó la cabeza y preguntó:

– Rory, ¿te das cuenta de la rapidez con la que te ocupas de un asunto como los centros comunitarios de tecnología en barrios marginales? Ese es tu próximo proyecto, olvídate de ir a Washington.

Rory hizo una pausa con el auricular en la mano.

– Lárgate, Greg.

– Es imposible que quieras ser senador.

– Greg, haz el favor de largarte.

El actor sonrió a su hermano. Rory no se había defendido. De pronto su sonrisa se esfumó. Jilly había negado que hubiese algo más que Rory debería saber sobre ella, pero a Greg le resultaba imposible creer que el puro azar hubiera llevado a Caidwater a la propietaria de la tienda en la que Kim trabajaba.

Greg suspiró. Hacía poco más de cuatro años se instaló en Caidwater, supuso que transitoriamente, cuando un corrimiento de tierras destrozó su casa de Malibú. Fue entonces cuando conoció a la última esposa de su abuelo. En menos de un año esa mujer había desaparecido de su vida y desde entonces intentaba olvidarla, lo mismo que la historia que compartían. Había algunas cosas que él tampoco podía negar.

Una de ellas era el anhelo súbito e irresistible de dirigirse a Free West y entrar en Things Past, esa tienda cuyo nombre le resultó realmente paradójico: «Cosas del pasado».


Kim estaba en un rincón de la tienda y no apartaba la mirada del escaparate de la derecha. Un equipo de cine filmaba desde fuera; se mantuvo inmóvil tras la protección de un perchero con batas de los años cuarenta. En caso necesario, se esfumaría por la escalera trasera.

Aunque públicamente nada la vinculaba al negocio, ya que el acuerdo con Jilly era verbal a fin de quedar ambas a salvo del rencor de Roderick, lo cierto es que tampoco podía correr riesgos, ni siquiera aunque pensase que apenas se parecía a la jovencita que hacía años se había casado con él.

Estaba tan concentrada en las idas y venidas de los medios de comunicación que solo notó que alguien se había acercado cuando el aire se agitó a su lado.

Se sobresaltó.

– ¿Qué…?

Era Greg. Debió de franquear la puerta como si fuera de humo. A Kim se le heló la sangre, tensó los músculos de las piernas y se preparó para huir. Al final apretó los dientes y se obligó a quedarse quieta… a pesar de que Greg había vuelto a la tienda.

Permanecieron en silencio, simplemente se observaron; Kim tenía la esperanza de que su mirada no estuviese cargada de deseo. Experimentó un gran anhelo y se sintió deseada mientras asimilaba los cambios ocurridos en cuatro años.

Greg no se había convertido en un desconocido para ella desde su marcha de Caidwater. Durante ese período, había visto todas sus películas. Era uno de sus grandes secretos y uno de los pocos que no había revelado a Jilly.

Claro que ver a Greg en persona era algo muy distinto, diferente y, a la vez, angustiosamente igual. Estaban cara a cara, cada uno con su metro ochenta y dos, pero Greg tenía los hombros más anchos y el cuerpo más musculoso que cuando ambos vivían en Caidwater. Sus rasgos eran regulares, típicamente estadounidenses, distintos a las facciones exóticas de otros hombres de la familia. Aunque no transmitiera la sexualidad legendaria e irresistible de su abuelo o de su padre, Greg poseía algo que Kim valoraba mucho más: decencia.

Pese a que lo llevaba muy corto, su pelo castaño aún formaba ese remolino adolescente en la frente. Aquella Navidad, la única durante la cual estuvo casada, Kim bromeó con ese mechón ingobernable y le regaló una caja enorme llena de geles capilares y productos para domar el pelo. Con un pantalón de chándal agujereado y una camiseta rota del mismo tono azul que los ojos de los Kincaid, Greg se sentó en el suelo, junto al árbol, y rió hasta que las lágrimas cayeron por sus mejillas.

Quizá fue entonces cuando el marido de Kim, que no era otro que el abuelo de Greg, empezó a desconfiar.

La ex modelo tensó nuevamente las piernas y la intuición volvió a aconsejarle que huyera. Se dominó y no hizo el menor caso de las señales de peligro que emitieron sus nervios. Huir sería lo más fácil y lo fácil era aquello que se había prohibido.

– ¿Qué quieres? -preguntó a Greg.

Aunque solo emitió un susurro, Kim pensó que lograr hablar era toda una victoria.

La boca de Greg esbozó el fantasma de su tierna y torcida sonrisa. Kim se mordió los labios para disimular cómo le dolía el corazón.

– No lo sé -repuso el actor. Volvió a levantar una de las comisuras de los labios, pero en su mirada no hubo nada risueño-. No estoy seguro.

Kim desvió fugazmente la mirada y se armó de valor. Si Greg no lo sabía, todo dependía de ella. Necesitaba estar segura. Debía cerciorarse de que Greg no volviera a pisar la tienda. Tenía que asegurarse de que no volvería a verlo, salvo en el cine, en la primera sesión y en la golfa, cuando permanecía sola en su butaca y fingía que las sonrisas de chico bueno de Greg iban dirigidas exclusivamente a ella.

Al fin y al cabo, una mujer tenía derecho a soñar, aunque no mereciese nada más, ¿verdad?

– Yo…

– Yo…

Hablaron a la vez y se callaron. Greg le tendió una mano y Kim se replegó a toda velocidad.

– No.

¡Por Dios, claro que no! Greg no debía tocarla. No se lo había permitido ni siquiera cuando con la mirada le transmitió la desesperación de su corazón y la suya lloró por él.

Kim pensó que tal vez había usado un tono demasiado alto, ya que los pocos clientes del lunes por la mañana los miraban fijamente. Respiró hondo y se dirigió a su despacho, situado en la parte trasera de la tienda.

– ¿Por qué no vamos a un lugar menos público? -propuso la ex modelo.

En lugar de esperar una respuesta, se dirigió al despacho y rezó para que, en el momento decisivo, el valor no la abandonara y echase a correr a través de la puerta trasera.

Los nervios y el miedo siempre le habían jugado malas pasadas. Cuando tenía dieciocho años y su padrastro la dejó en las calles de Hollywood con excelentes notas y solo quince créditos para obtener el diploma de la escuela secundaria, Kim siguió su camino e hizo exactamente aquello para lo que su padre siempre había dicho que servía: entregó su cuerpo joven y su belleza rubia a cambio de la seguridad y el dinero que un hombre podía proporcionarle.

Claro que no lo hizo con cualquiera, desde luego que no. Kim llegó a un acuerdo con un icono hollywoodiense de ochenta y cinco años, acuerdo que, en su momento, le pareció fantástico. Cabía la posibilidad de que, después de todo, su padrastro se sintiese orgulloso.

Para ser sincera, accedió al matrimonio con intención de ser lo que Roderick deseaba: una esposa joven, bella y capaz de demostrar que él todavía podía satisfacer a una mujer, que aún conservaba la virilidad.

Supuso que, a cambio, alcanzaría la seguridad que ansiaba desesperadamente. Dijo el «sí, quiero» sin remordimientos de conciencia y no se le pasó por la cabeza pensar que renunciaba al matrimonio por amor. Desde luego, tampoco pensaba que Roderick estuviera enamorado de ella. Porque lo cierto es que no lo estaba. Nadie la había querido nunca, y a los dieciocho años ya no esperaba que alguien la amase.

Por eso se entusiasmó tanto con el embarazo. ¡Por fin alguien a quien querer y que la querría!

Descartó esos pensamientos dolorosos y comprobó que, milagrosamente, había logrado llegar a su despacho. Tomó asiento ante el escritorio e indicó a Greg que hiciese lo propio del otro lado. El actor permaneció de pie, con las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros, y paseó la mirada por la pequeña habitación.

– Terminaste la escuela secundaria -comentó mientras observaba el diploma enmarcado.

Hacía tres años que Jilly se lo había dado como regalo de «graduación».

– Es el diploma de educación general básica.

Greg se inclinó para estudiar otro cuadro y Kim lo observó atentamente. Le gustaba su pelo corto, que parecía espeso y cálido, y se preguntó si era sedoso. Sus manos jamás lo habían rozado; mejor dicho, ni sus manos ni sus mejillas ni su boca habían estado cerca y jamás lo estarían de la cabellera de Greg.

El actor se volvió para mirarla.

– ¿Tienes un título de informática?

Greg no se mostró sorprendido y la ex modelo se lo agradeció de corazón, aunque solo para sus adentros.

– Sí. En junio sacaré el de bachiller con especialización en ciencias. También creo páginas web.

Kim esperaba que no se notase lo orgullosa que estaba, ya que Greg era perfectamente consciente de sus limitaciones y probablemente opinaba que no merecía estar tan contenta con lo que hacía.

– O sea que, aparte de estudiar y trabajar en la tienda, ¿también te dedicas a crear páginas web? -Greg pareció sorprendido y tal vez un poco impresionado.

– No trabajo en la tienda, soy socia -replicó y en el acto lamentó haber pronunciado esas palabras… por incontables razones.

– Socia… -repitió lentamente el actor-. ¿Eres socia de Things Past? Eso no ocurre de la noche a la mañana.

Kim apretó los puños. Greg acababa de señalar con el dedo una de las incontables razones por las que tendría que haberse callado. El actor volvió a mirar el diploma de informática. Kim supo qué buscaba en ese certificado de un centro de estudios local.

Greg se volvió bruscamente.

– Siempre has estado aquí -afirmó.

No hizo falta que pronunciase esas palabras como si fueran una acusación.

– Sí -confirmó Kim.

Greg levantó una mano y la dejó caer nuevamente a un lado del cuerpo.

– Pensé… siempre supuse… Roderick dijo que abandonaste Los Ángeles y que fuiste a Las Vegas… o tal vez mencionó Phoenix.

– Sí -repitió Kim, poco dispuesta a contarle que no había tenido suficiente dinero para llegar tan lejos.

Greg estaba en un rodaje fuera de Los Ángeles cuando Roderick le dio a Kim los papeles del divorcio. Greg solo permanecería fuera cinco semanas y, durante su segundo día de ausencia, Roderick dijo serena y discretamente a su esposa que se largase. Kim estaba dando el biberón a su hija; Roderick había hablado por teléfono con el sheriff por si se negaba a marcharse sin armar jaleo.

Por lo visto, Greg había supuesto que Roderick proporcionó a Kim lo necesario para iniciar una nueva vida, cuando lo cierto es que la expulsó de casa; solo se llevó una maleta pequeña y el dinero que llevaba en el bolso. Su billetero contenía diecinueve dólares con veinticuatro centavos.

En aquel momento Kim se rió amargamente. Diecinueve dólares con veinticuatro centavos: los diecinueve representaban sus años, y los veinticuatro los de Greg.

El actor se pasó la mano por los cabellos.

– Dado que has estado aquí, podrías haber visto a…

– ¡No! -Por algún motivo fue incapaz de oírle pronunciar el nombre de su hija-. Roderick… el acuerdo prematrimonial…

– Kim, lo sé perfectamente -admitió Greg con suavidad-. Roderick me habló de lo que firmaste. -Kim asintió. Había sido tan ingenua y estúpida que ni se le ocurrió leer el acuerdo prematrimonial. Greg volvió a tomar la palabra-: Lo que quería decir es que podrías haberme visto.

La ex modelo se quedó tan estupefacta que se limitó a mirarlo.

Una expresión demudó las facciones de Greg; Kim no se atrevió a definir qué era. Al cabo de unos segundos el actor le volvió la espalda.

– Kim, te busqué. Te busqué en Las Vegas, en Phoenix y en otras ciudades.

¡Vaya! Kim volvió a morderse los labios y notó sabor a sangre. ¡Greg la había buscado!

Kim no hizo caso del nudo que tenía en la garganta. ¿Por dónde había buscado a la Kim de hacía cuatro años? ¿La había buscado entre las coristas o entre las camareras? ¿Había buscado a una mujer comprada por otro vejestorio acaudalado?

En ocasiones aún se odiaba a sí misma.

– Greg, tienes que irte. -Kim concentró todas las fuerzas que le quedaban en el tono de voz-. No quiero volver a verte. -Tragó saliva y repitió la frase-: No quiero volver a verte nunca más.

Greg se volvió tan lentamente para mirarla que Kim tuvo la sensación de que moría cuatro veces antes de reparar en los estragos que sus palabras habían causado. Los huesos del rostro del actor parecían descarnados y tenía la mirada como perdida.

– Antes de irme tendrás que darme una explicación. Hay algo que no comprendo. -La muchacha aguardó; de momento era incapaz de dirigirse a ese rostro bello y descarnado-. Quiero saber qué pasa. ¿Por qué está Jilly en Caidwater? ¿Qué tiene que ver con Rory?

Jilly… Rory… Kim tuvo la sensación de que su corazón chocaba con las costillas. ¡Por Dios! Se aferró al borde del escritorio como si pudiese arrancar respuestas al plástico revestido de madera. Se había quedado tan fascinada al encontrarse de nuevo con Greg que no estaba preparada para esa pregunta.

Greg podía echarlo todo a perder. Si ponía sobre aviso a Rory antes de que Jilly encontrara la manera de hacerle entender su posición, lo más probable era que no volviese a ver a su hija.

Se levantó tan bruscamente que la silla cayó al suelo.

– Por favor, Greg. -Se le quebró la voz-. Te suplico que no digas nada a Rory ni a Jilly. A ella jamás le he contado que… que… ni siquiera le he dicho que tú y yo nos conocemos. Te prometo que Jilly y yo no pretendemos hacer daño a nadie.

No sabía si Greg la creía, ya que su expresión era pétrea y sus ojos parecían fragmentos de hielo azul. ¡Dios santo!

Kim tragó saliva e insistió:

– No hacemos nada malo. Te lo ruego, Greg. -Se dio cuenta de que su desesperación era perceptible-. Por favor, por favor, no digas nada.

La expresión de Greg se volvió aún más gélida… si eso era posible.

– Recuerdo haberte oído pronunciar exactamente las mismas palabras. Fue hace cuatro años.

Kim se aferró a ese comentario y no hizo caso de la severa expresión del actor.

– Y tú no dijiste nada. Hace cuatro años guardaste silencio.

Kim estaba embarazada de seis meses cuando Greg pronunció su nombre desde el otro extremo de la biblioteca de Caidwater. La joven levantó la mirada del libro y en el acto percibió los sentimientos de Greg y su intención de confesárselos, pero estaban en casa de su abuelo, ella era la esposa de su abuelo y en su vientre crecía un hijo de su abuelo. Pensó que expresar aquellos sentimientos solo serviría para torturar un poco más a Greg. Mejor dicho, a ambos. Tanto entonces como ahora el silencio era lo más adecuado.

Presa del pánico, Kim avanzó hacia Greg, pero chocó con el escritorio. Bajó la cabeza, miró el mueble como si hubiera surgido de la nada y volvió a fijarse en el azul brillante de los ojos del actor.

– Jamás dijiste una palabra a Roderick ni a nadie sobre… sobre nosotros. Tendría que habértelo agradecido.

Greg la observó con la mirada vacía y negó con la cabeza.

– ¡Mierda, Kim! -Su tono transmitía dolor, confusión y, sobre todo, una cólera inconmensurable-. ¿Tendrías que habérmelo agradecido? ¿Crees que ahora tienes que agradecérmelo? ¿Crees realmente que tienes que hacerlo? -El actor echó a andar rápidamente hacia la puerta, pero cambió de parecer y se volvió poco a poco para añadir en tono cansino-: No sufras. Por los… guardaré tu secreto por los viejos tiempos.

Kim lo vio partir con el corazón acelerado por el pánico. Otra vez los secretos… Estaba harta de tantos secretos.

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