Capítulo 5

Dos días después de su regreso a casa, Greg Kincaid entró en la cocina y se topó con Rory que, sentado con los hombros hundidos, evidentemente estaba de un humor de perros o sufría un intenso dolor de cabeza. Desde su regreso de la gira promocional, Greg había notado que su hermano estaba cada vez más tenso y, nada más verlo, le preguntó:

– ¿Estás bien?

Rory se enderezó y automáticamente respondió:

– Estoy bien. ¿Necesitas algo?

Greg pensó que su hermano era incapaz de responder con una negativa y meneó mentalmente la cabeza. Rory siempre había actuado como el hermano mayor fuerte y responsable.

– ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

Rory masculló algo entre dientes.

– Tú no puedes hacer nada.

Greg esbozó su sonrisa más encantadora y preguntó:

– ¿Qué tal si te convenzo de que abandones esa historia de la candidatura al Senado?

– No empieces otra vez -advirtió Rory-. Ya he oído diez o doce veces tu opinión sobre el tema.

– Eres impaciente, autoritario y muy poco diplomático -declaró Greg en tono quedo.

Rory se masajeó la nuca y apostilló secamente:

– Caray, agradezco infinitamente tus comentarios.

– Pues esos son tus rasgos positivos -aseguró Greg, y se metió las manos en los bolsillos-. Supongo que podría imaginarte realizando sucios juegos políticos si durante los últimos diez años hubieses escalado posiciones en alguna corporación.

Lo cierto es que a lo largo de esa década Rory había creado su propia empresa de software y mantenido el estricto control de las riendas hasta que, seis meses atrás, la había vendido.

– El Partido Conservador desea poner fin a esa clase de juegos -puntualizó Rory.

¿Qué era lo que quería Rory? Greg suponía que solo existían dos razones por las cuales su hermano se planteaba la posibilidad de presentar su candidatura al Senado.

– Te aburres -afirmó, ya que consideraba que esa era la primera razón.

Rory frunció el ceño.

– ¿Por qué te opones a que me dedique a la política? ¿No quieres que el apellido Kincaid represente algo más que escándalos?

Greg se dijo para sus adentros que ese era el segundo motivo y se sentó frente a Rory.

– ¿Acaso no estoy colaborando en ese aspecto?

– Greg, los Kincaid ya han recibido varios Oscar.

– Está bien, está bien. -El actor ya sabía que su hermano no comprendía su pasión por la actuación, que lo había llevado a dedicarse a la misma profesión que su abuelo y su padre. Rory no respetaba el oficio porque tampoco respetaba a los miembros de su familia que habían sido actores-. Sabes cómo herir a la gente.

– Disculpa -dijo Rory, que no estaba en absoluto arrepentido-. ¿Dónde está Iris?

Ese era otro aspecto que Rory no entendía, ya que no sabía cómo tratar a la niña.

– La señora Mack se la ha llevado a hacer unos recados. Han dicho algo acerca de un helado.

– Ah…

Greg se llenó los pulmones de aire.

– En cuanto a Iris…

– No -lo interrumpió Rory tajantemente.

Greg volvió a respirar hondo para serenarse. Su hermano era terco como una muía y contrariarlo no serviría de nada.

– Rory…

– Greg, por amor de Dios, te aseguro que la estoy salvando. Por si no lo recuerdas, de pequeños vivimos aquí. Nos criamos en Los Ángeles y nuestro padre era actor. ¿Quieres que le ocurra lo mismo? ¿Es lo que verdaderamente deseas para Iris?

Se trataba del mismo argumento que Rory mencionaba cada vez que Greg se refería a la tutela de la niña.

– Rory, yo no soy como nuestro padre.

Rory se limitó a mirarlo con expresión tensa.

Greg se sintió impotente y apretó los puños. Detestaba discutir con su hermano. Desde la más tierna infancia, Rory lo había cuidado y lo había criado, por lo que merecía su lealtad, pero ahora de lo que intentaba hablar era de salvar la infancia de otra persona.

– Rory…

– Déjalo de una vez.

Furibundo, Greg se puso en pie, apoyó los nudillos sobre la mesa y gritó:

– ¡Maldita sea, Rory!

Rory entornó los ojos y, como evidentemente tenía ganas de pelea, también se puso en pie.

– En realidad, lo que te gustaría es mandarme a la mierda. -Con la mirada encendida y el mentón tenso, el hermano mayor se inclinó sobre la mesa.

Greg retrocedió sobresaltado. Aunque era cierto que, en el fondo, era un hombre autoritario e impaciente, generalmente Rory se mostraba muy sensato y reservado. La cólera y esa postura eran tan descontroladas y atípicas en Rory que su impotencia y su ira se esfumaron en el acto.

– Olvídalo -dijo Greg, suspiró y volvió a sentarse.

Se dijo que hacían falta tiempo y paciencia. Confiaba en que el tiempo y la paciencia desenmarañasen la situación ya que, cuando se ponía de ese humor, Rory era inflexible. Algo se había apoderado de su hermano. Greg se lo achacaba al Partido Conservador, aunque quizá también tenía que ver con Jilly Skye. Había visto que, con tal de no encontrarse con ella, Rory daba complicados rodeos por la casa.

Fue entonces cuando se acordó de algo y preguntó:

– Ayer, antes de irse, ¿Jilly no te preguntó si podía llevarse un vestido negro?

A la hora de la comida, la empresaria había seguido a Rory hasta la cocina y, sorprendido e interesado, Greg había sido testigo de cómo el aire chisporroteaba entre ellos. No estaba seguro de si se irritaban o excitaban mutuamente o de si se trataba de una peligrosa combinación de ambos fenómenos.

Ante la mera mención de la joven, Rory volvió a sentarse y su expresión se tornó ilegible.

– Sí que me lo preguntó. Quería mostrarlo en un desfile del fin de semana.

– En ese caso, seguramente se lo olvidó, ya que está en la mesa de la entrada.

Rory masculló.

Greg pensó que, evidentemente, su hermano mayor no quería pensar en esa mujer ni hablar de ella. Sonrió para sus adentros y le entraron ganas de meterse con Rory. Era tan raro verlo descolocado y se mostraba tan terco con respecto a Iris que, en realidad, se lo merecía.

– Creo que deberías llevárselo -añadió Greg en tono indiferente.

Rory mordió el anzuelo.

– Ni lo sueñes -replicó con determinación-. Desde este momento hasta el lunes por la mañana estoy libre de esa chalada y de su disparatada ropa, y te aseguro que pienso disfrutarlo al máximo.

Greg enarcó las cejas con toda la inocencia del mundo.

– Entonces supongo que Jilly tendrá que venir a recogerlo. Te apuesto lo que quieras a que, puesto que ya está aquí, se quedará a trabajar unas horas. -Se rascó el mentón-. Me gustaría saber qué se pondrá. Me contó que acaba de comprar un vestido que Marilyn Monroe lució en Con faldas y a lo loco.

Rory se mostró tan asustado que Greg estuvo a punto de echarse a reír. Era genial ver desconcertado al imperturbable Rory. Alguien con un espíritu libre como Jilly, que no tenía nada que ver con las frías mujeres con las que su hermano solía relacionarse, era la espina ideal para traspasar la puritana piel de Rory.

Greg no tardó en reparar en las señales de tensión de su hermano, en su irritabilidad y su cansancio, y se apiadó.

– ¿Tienes la dirección de Jilly? Yo le llevaré el vestido.


Greg todavía sonreía al abandonar Caidwater. Nada más ofrecerse a llevar el vestido, tuvo la sensación de que Rory lo habría besado y llegó a la conclusión de que, pese al dilema que planteaba Iris, se alegraba de tener cerca a su hermano.

De repente su sonrisa se esfumó, pues se dio cuenta de que no le gustaría que el caos dejado por Roderick echase a perder la relación fraterna.

¡Maldito vejestorio…! Maldijo su persona y también su desmedido ego. Durante los últimos cuatro años, Greg siguió viviendo en Caidwater en compañía de Roderick y tanto uno como otro se negaron obstinadamente a compartir sus secretos. Claro que al final, maldita sea, había ganado Roderick, ya que había concedido la tutela de Iris a Rory.

La idea lo deprimió tanto que se obligó a no pensar en ella y se concentró en los guiones que el agente le había enviado la víspera. Si no lograba convencer a Rory y este se llevaba a Iris a San Francisco, necesitaría un nuevo proyecto para llenar el inmenso vacío que se produciría en su vida.

Iris había sido como su hija desde el día en el que nació.

Mejor dicho, lo había sido desde antes de que naciera.

Por otro lado, Greg no sabía con qué intensidad y hasta qué extremo luchar por la pequeña. Sin lugar a dudas, Rory sería una figura paterna responsable para Iris, pero ¿llegaría a entenderla y la querría como la cría merecía?

Greg comprendía perfectamente a Iris, la apreciaba y la quería con toda el alma.

De lo que no estaba tan seguro es de si perderla sería su castigo por los errores del pasado.

Como esas reflexiones también lo deprimían, decidió concentrarse en los guiones. El día anterior los había leído; el que más le interesaba se rodaría en Wyoming.

Hasta entonces había interpretado papeles de «compinche», el típico personaje que nunca se queda con la chica. El que le interesó era parecido, pero incorporaba un elemento que le resultó muy atractivo: Ned Smith era el mejor amigo del héroe; era un domador de potros que a lo largo de toda la película sufría dolores crónicos muy intensos.

Sería un reto interesante y, según su agente, hasta era posible que se tratase de un papel decisivo en su carrera, pero solo lo conseguiría si podía interpretar con realismo a un hombre que sufría. Cuando tenía once años se rompió una pierna mientras esquiaba en Big Bear. Claro que esa fractura, así como algún que otro dedo aplastado jugando al vólei-playa, era toda la experiencia personal en la que podía basarse.

En cuanto llegó a FreeWest, Greg aparcó el Land Rover en un espacio libre que encontró a poca distancia de la tienda de Jilly. Echó un vistazo a su alrededor. Vio la tienda de preservativos, y en el cine de arte y ensayo de la esquina ponían una película de la que había leído varias críticas. El director era indio y, según decían, estremecía incluso al erotómano más rebuscado. Greg sonrió. Se dijo que votaría por su hermano a cambio de la posibilidad de ver su expresión cuando conociese el barrio en el que se encontraba la tienda de Jilly.

La imagen lo llevó a silbar una desenfadada canción que reservaba exclusivamente para los momentos más alegres. La larga tira de campanillas de la entrada de Things Past emitió sus notas musicales, pero Greg siguió silbando mientras recorría unos metros por el interior de la tienda, con la caja con el vestido en las manos.

No vio a Jilly ni a nadie, por lo que llamó:

– Hola… ¿Jilly? -En el fondo había una puerta y dedujo que conducía a un despacho, por lo que se dirigió hacia allí-. ¿Jilly? -repitió, y asomó la cabeza.

¡No…!

¡No podía ser!

A Greg se le paró el corazón y enseguida volvió a latir, aunque en realidad pareció dispararse, ya que emitió una apresurada ráfaga de estallidos.

– ¿Kim? -Greg tuvo la sensación de que no era su voz la que oía. La muchacha, sentada en la silla de la reducida oficina, se parecía a Kim. Vio el conocido tono dorado de su melena, aunque la mujer a la que miró fijamente lo llevaba recogido en vez de suelto. Reparó en la conocida delicadeza de su tez, tan diáfana y delicada como la de Iris. Se fijó en la familiar y conmovedora belleza del óvalo de su rostro. También experimentó la conocida y desesperada sensación de vergüenza que lo abrumaba cada vez que la miraba y la deseaba-. ¿Kim? -insistió.

Nunca la había visto moverse con tanta rapidez. Kim se levantó a toda velocidad, pasó como un suspiro a su lado, le rozó el pecho con el hombro y huyó de la tienda.

Greg no supo cómo volver a respirar, dónde tenía los pies o cuál era la salida de la tienda. Su corazón continuó disparando ráfagas irregulares.

Al percatarse de que Kim no volvería, Greg finalmente logró dar a sus pies la orden de moverse. Tardó una eternidad en regresar al coche porque cada medio metro hacía un alto para recuperar el aliento y, desesperado por volver a verla, escudriñaba calle arriba y abajo.

Kim no apareció.

Greg depositó la caja en el asiento del acompañante del Land Rover, sin recordar qué contenía o qué tenía que hacer con ella. De alguna manera encendió el motor, salió del aparcamiento y se dedicó a conducir. Si hubo semáforos, no los vio. Supuso que, si hubo peatones, se apartaron de su camino.

– Kim… -Pronunció su nombre de viva voz y notó una punzante cuchillada.

Se le hizo un nudo en el estómago y se acurrucó para aliviar el dolor, pero siguió notándolo una y otra vez; lo asaltaron pinchazos aguzados y lacerantes, y las lágrimas le quemaron los ojos.

Cuando recobrase la cordura, tal vez dentro de varios meses o, mejor aún, años, tendría que llamar a su agente. Después de todo, seguramente podría interpretar a un personaje como Ned Smith porque volver a ver a la primera mujer que había amado, a la única mujer que amaría en su vida, dolía lo indecible.


De camino a la tienda de Jilly, Rory condujo el Mercedes en medio de la luz crepuscular y del tráfico de finales de la tarde del sábado. La gran caja con el condenado vestido se encontraba a su lado, en el asiento de cuero. Pocas horas antes Greg le había dado una sorpresa mayúscula al entrar en la biblioteca y arrojar la caja sobre el escritorio sin dar más explicaciones. La cara tensa y pálida de su hermano lo había sobresaltado. Los ojos de Greg tenían un brillo que advirtió inmediatamente a Rory de que más le valía mantener la boca cerrada.

Por lo tanto, había vuelto a concentrarse en las pilas de papeleo que tenía sobre el escritorio. Se sumió en el trabajo y no prestó ninguna atención a la caja.

Mejor dicho, no se la prestó durante aproximadamente nueve minutos. Como una moneda en el bolsillo de un chiquillo, la caja se empeñó en que le hicieran caso.

Rory se convenció de que se trataba de una maniobra preventiva, ya que si Jilly iba a buscarla, Dios sabía cuánto tiempo permanecería en la casa, con lo que lo distraería y lo irritaría. Por consiguiente, cogió las llaves y se dirigió a West Hollywood. Tenía un recuerdo difuso de la zona en la que se situaba Things Past. Diez años atrás era una desastrada sucesión de bares, tiendas de artículos de segunda mano y casas de huéspedes. Supuso que ahora sería distinta.

Cuando giró por Freewood Drive, Rory se percató de que había cambiado radicalmente. El letrero de neón que atravesaba la calle de acera a acera se encendió justo cuando pasó por debajo y proclamó con llamativas letras azules: ¡FreeWest! Los signos de exclamación eran sendas palmeras de color amarillo verdoso.

Los colores deslumbraron a Rory. Hizo una mueca, bajó la mirada y observó el peculiar conjunto de tiendas y negocios. ¡Por Dios! Tatuajes y tarots, una tienda especializada en artículos de cuero para moteros y un club de baile que anunciaba que el sábado era para «Mover el esqueleto en la noche de las burbujas… que cada uno traiga su toalla».

Mover el esqueleto en la noche de las burbujas… Rory se preguntó qué demonios quería decir y meneó la cabeza. Se respondió a sí mismo que estaba en Los Ángeles. Debía reconocer que San Francisco, su ciudad de adopción, tenía su cuota de excentricidades, pero una comunidad de elegantes e irónicos europeos suavizaba los bordes chirriantes, del mismo modo que la niebla volvía más apacible el aire del norte del California.

En Los Ángeles todo era brillante como el neón, descarado y agresivo. Mientras aparcaba y se fijaba en el único artículo que vendía la tienda contigua a la de Jilly, la condonería, Rory concluyó que en Los Ángeles todo tenía que ver con el sexo.

El sexo fue en lo único en lo que pensó cuando avistó a Jilly en el fondo de la tienda. La noche había caído y los escaparates de Things Past estaban iluminados como la pantalla de un televisor. Rory paseó la mirada por el escaparate y la posó en la mujer que, con otra de sus indescriptibles vestimentas, se encontraba de pie junto a un perchero.

El cuerpo serrano de la joven estaba cubierto por una falda de color rosa intenso y chaqueta corta a juego. Un sombrero redondo del mismo tono cubría su cabeza y el velo que colgaba sobre sus ojos rozaba el tabique de su nariz impertinente. El atuendo tendría que haber resultado ridículo, pero cuando Jilly se inclinó sobre una barra y acomodó las perchas, Rory clavó la vista en su trasero redondo y pensó que era muy erótico.

¡Por Dios…! Se restregó la nuca. Tenía que afrontarlo. Daba igual que Jilly se vistiese como Janis Joplin o como Jackie Kennedy; en su caso, el cuerpo de la joven era el parque temático del sexo y ansiaba hacer cola para montar en sus atracciones preferidas.

Rory tensó la mandíbula, aferró la caja y bajó del coche. Decidió que le entregaría el vestido y se largaría. No era el momento de pensar en qué podría hacer si le regalaban una entrada para el parque temático.

Se había mantenido tan lejos como había podido y estaba contrariado porque, aunque sabía que prácticamente lo había conseguido, tenía la certeza de que encontraría su perdición entre la melena alborotada y los pies inefablemente pequeños de Jilly… si no lograba controlar su lujuria.

Nunca le había costado tanto comportarse con corrección.

Aunque había abandonado Los Ángeles hacía casi una década, Rory no había excluido de su vida a las mujeres. Había disfrutado con ellas y se las había llevado a la cama encantado, si bien lo había hecho con cautela y moderación. Más que pasiones arrolladoras, había buscado satisfacción mutua y la había encontrado con mujeres que reservaban su pasión y su concentración para su vida profesional. Pero, francamente, Jilly no le parecía ni cautelosa ni moderada.

Las campanillas resonaron alegremente cuando abrió la puerta de Things Past. Jilly dio un brinco y se llevó la mano al pecho al tiempo que se volvía hacia Rory.

– ¡Vaya! -exclamó, y tragó saliva-. Está cerrado.

Los labios de Jilly tenían el mismo tono rosa intenso que el ridículo sombrerito que llevaba.

– Jilly, no he venido a comprar. Además, la puerta está abierta.

– Bueno, vale, está bien. -Jilly volvió a tragar saliva-. ¿Qué hace aquí?

El aire de la tienda olía a algo ligero y dulce, muy semejante a la fragancia que Jilly había llevado a Caidwater, el mismo perfume que despertó el agobiante temor de antiguos recuerdos.

– Le he traído algo.

– Bueno… -repuso cautelosa, y frunció los morritos pintados de rosa-. ¿De qué se trata?

Rory fue incapaz de apartar la mirada de los labios de Jilly. No supo por qué se olvidó de mencionar el vestido o se abstuvo de coger la caja, dejarla donde fuese y marcharse. Hubo algo en la incomodidad de la muchacha en su presencia y en sus recelos que le hizo gracia.

Rory se acercó y Jilly rodeó un perchero circular y se dirigió hacia la puerta que Kincaid acababa de franquear. Era cierto que desde hacía dos días, desde que lo había increpado tras el incidente con la canoa, Rory la había evitado, pero en ese momento el magnate se preguntó si no se había equivocado y era al revés.

Rory se detuvo, levantó las cejas y preguntó:

– ¿Piensa ir a alguna parte?

Los hombros de Jilly chocaron con el cristal de la puerta y miró hacia atrás, como si se sorprendiera de estar allí.

– Ah, no, claro que no. -Echó el cerrojo a la puerta-. Solo quería… hummm… solo quería echar la llave. La tienda está cerrada.

– Ya lo ha dicho.

Rory se abstuvo de añadir que acababa de encerrarlo en la tienda con ella.

Pese a que bien sabía Dios que era una idea enormemente atractiva, Rory también sabía que no debía meterse en esas honduras. Al ver que una nerviosa Jilly se humedecía los labios, se relajó ligeramente y disfrutó de la tensión de la joven. Después de convivir varios días con la fragancia de Jilly en Caidwater y de disfrutar de su presencia constantemente provocadora y tentadora, le pareció justo darle su propia medicina y en su propio territorio.

Kincaid volvió a acercarse a Jilly, que en el acto se apartó de la puerta. Rory cambió de dirección para seguirla, pero chocó con un perchero y tuvo que coger la barra de metal para evitar que cayese. Los vestidos colgados no dejaron de balancearse y una etiqueta en movimiento llamó su atención.

– ¡Caramba! -exclamó, y cogió la etiqueta escrita a mano para volver a leer el precio en dólares-. ¡Caramba! -repitió.

La prenda era carísima. Dejó la caja en el suelo y movió las perchas para estudiar el vestido blanco y ligero con el cuello y las mangas adornados con encaje. Rory reparó en que en el perchero había varios vestidos parecidos. Asombrado ante lo mucho que la joven pedía por una ropa que alguien había desechado, miró a Jilly y preguntó:

– ¿Se vende mucho este tipo de ropa?

Una ligera sonrisa iluminó las comisuras de los labios de la muchacha.

– Vendo toda la que consigo. Esa prenda se conoce como vestido lencero y es de los inicios de la primera década del siglo XX.

Rory frunció el ceño.

– No deja de ser ropa vieja.

Jilly rió.

– Eso es lo que usted cree. Para algunas personas se trata de una antigüedad que merece la pena coleccionar y para alguien que pertenece al mundo del cine o de la televisión podría formar parte de su vestuario.

La parte superior del vestido era muy amplia y la cintura, minúscula.

– ¿Quién puede ponerse una prenda de esas dimensiones?

Jilly se encogió de hombros.

– Los coleccionistas no suelen ponerse las prendas que compran y alguna clienta podría usar este vestido para sacar un patrón, aunque yo… -Se tapó la boca con la mano y se ruborizó.

Rory paseó la mirada del vestido a la joven y volvió a estudiar la prenda. Sí, llenaría perfectamente el corpiño, pero pese a tener la cintura muy marcada…

– El vestido no le cabría.

– Sin corsé, desde luego que no -coincidió, y se ruborizó un poco más.

Un corsé… Rory recordó una interesante categoría que en la página de la tienda en internet figuraba con el nombre de «Lencería victoriana». Soltó el vestido como si quemara, lo que no le impidió imaginar a Jilly con la cintura aún más ceñida y los senos más marcados. Era él quien quemaba, quien ardía precisamente con ese tipo de lujuria que se había prometido controlar.

Rory contuvo el aliento y apartó la mirada tanto de ese vestido infernal como de Jilly. La tienda estaba llena de ropa: percheros con vestidos y blusas, y pilas de jerséis con lentejuelas en las estanterías colocadas en las paredes. Los letreros escritos a mano informaban de las épocas y los tipos de atuendo. No había lencería victoriana a la vista.

Dio las gracias a Dios.

¡Maldición…!

Rory todavía no estaba en condiciones de mirar a Jilly. Pero tampoco estaba en condiciones de irse. Necesitaba el camuflaje de los percheros para ocultar el efecto que la idea de una Jilly metida en un corsé había causado en su cuerpo.

Respiró hondo otra vez, volvió la espalda a la ropa y a través del escaparate observó la noche que caía. En la acera de enfrente había otro letrero de neón, en este caso con una luna y estrellas, que anunciaba una consulta de astrología.

– Bueno… hummm… ¿qué la llevó a escoger este lugar? ¿También se lo aconsejó su astróloga?

– ¿Cómo dice? -preguntó Jilly desconcertada, aunque enseguida se contuvo-. Ah, no, claro que no. Esta tienda perteneció a mi madre y la heredé cuando falleció.

Rory finalmente la miró.

– Lo siento.

– Yo también lo sentí mucho.

Jilly bajó la mirada y se quitó una pelusilla de la falda.

Kincaid intentó cambiar de tema.

– Veamos… ¿qué llevó a su madre a dedicarse al negocio de la ropa vintage?

Jilly se limpió nuevamente la falda.

– No lo sé, nunca tuve ocasión de preguntárselo. -La joven lo miró y el velo rosa del sombrerito ocultó la expresión de sus ojos-. Me crió mi abuela y… mi abuela no estaba de acuerdo con el comportamiento de mi madre. Supongo que podríamos decir que estaban distanciadas. No conocí a mi madre hasta que… diría que no conocí a mi madre hasta que abrí la puerta de esta tienda.

A Rory se le hizo un nudo en el estómago.

– ¿Y cuándo ocurrió?

– Sucedió hace cuatro años; hace cuatro años que dejé de convivir con mi abuela. -Señaló el techo con el pulgar-. Vivo arriba.

– ¿Vino aquí por su cuenta y se hizo cargo del negocio de su madre?

– Sí. -Sin saber muy bien qué hacía, Jilly acomodó la blusa de una percha que tenía cerca-. Tenía veintiún años y estaba empeñada en demostrar algo.

Rory se dio cuenta de que por entonces Jilly era casi una niña, una cría que no conocía a su madre, que había traspasado la puerta que comunicaba con otro mundo y no había vuelto a franquearla.

Después de todo, no eran tan distintos.

Descartó esa idea e intentó restar importancia al arrebato de admiración que experimentó por Jilly. Por muy paralelas que pareciesen sus historias, habían escogido mundos distintos e insalvables.

Rory se agachó para recoger la caja con el vestido y, al tiempo que se acercaba a la joven, explicó:

– He venido a traerle esta caja.

Jilly arrugó las cejas y de repente su expresión se animó.

– ¡El vestido! -Sonrió de oreja a oreja-. Muchísimas gracias. Ayer tenía tanta prisa por marcharme que lo olvidé por completo.

La joven avanzó hacia él con la boca entreabierta y los ojos brillantes. Extendió los brazos. Un lengüetazo de contrariedad retorció el vientre de Rory, que retuvo la caja.

– ¿Por qué ayer tenía tanta prisa por largarse?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Tenía una cita u otra obligación? -indagó Rory. Jilly puso mala cara y cogió un extremo de la caja. Rory no la soltó-. ¿Qué me dice? -Jilly tironeó de la caja y Kincaid la mantuvo agarrada-. ¿Tenía una cita? -insistió.

La joven puso los ojos en blanco e inquirió:

– ¿Y usted? -Como Kincaid no soltó la caja ni respondió, la muchacha volvió a poner expresión de contrariedad-. Además, no estoy obligada a contarle mi vida privada.

Rory retuvo la caja porque consideró que era necesario que Jilly le contase su vida privada. Tenía que hacerlo porque, maldita sea, justo cuando quería pensar en ella únicamente como un objeto sexual, la joven le había mostrado su faceta más vulnerable, alguien que había sido una muchacha que no conoció a su madre hasta que abrió una puerta, alguien que se había quitado de la falda una pelusilla inexistente para que él no se percatase de que la muerte de la madre todavía la afectaba, alguien que se había hecho cargo de un negocio y lo dirigía.

Era más seguro pensar en ella exclusivamente como objeto sexual y, todavía más seguro si cabe, considerarla el objeto sexual de otro.

– Jilly, dígame si anoche tuvo una cita -solicitó Rory quedamente.

Ante el cambio de tono, la exasperación abandonó el semblante de la muchacha que, de todos modos, aferró la caja con más fuerza y levantó la barbilla.

– ¿Y usted? ¿Tuvo anoche una cita?

Una imagen apareció en la mente de Rory. Era de la víspera. Jilly estaba en la puerta de la biblioteca de Caidwater. Él hablaba por teléfono con Lisa, una mujer de San Francisco con la que quedaba de vez en cuando. Había intentado convencerla de que cogiera el primer avión y al llegar a Los Ángeles una limusina para desplazarse hasta Caidwater. Se comprometía a llevarla a cenar a Spago's siempre y cuando llegase antes de las cinco.

Kincaid entornó los ojos. En el transcurso de la conversación telefónica, Jilly había desaparecido y poco después estaba tan impaciente por largarse antes de las cinco que olvidó el vestido con el que ahora jugaban al tira y afloja.

– ¿Está celosa? -quiso saber Rory.

Jilly le dirigió una mirada demoledora.

– ¿De qué? ¿De quién? ¿De una mujer que llevó a Spago's?

Jilly dio un violento tirón, arrancó la caja de las manos de Rory y se dio cuenta de que acababa de delatarse. Le temblaron los dedos y tanto la caja como el contenido acabaron en el suelo.

Consternada, Jilly bajó la mirada y su rostro adquirió un rosa más intenso que el de su falda y su chaqueta. Ambos sabían que ella había escuchado esa conversación telefónica.

– ¡Mire lo que acaba de hacer! -protestó Jilly.

Rory se agachó para recoger el vestido e intentó no reírse. La chica estaba muy contrariada porque la había pillado. Pensó que debería decirle que no tenía la menor importancia, que él siempre había sabido que la atracción era mutua. No hacía falta un genio para deducir que el calor que generaban requería dos personas. A decir verdad, había llamado a Lisa simplemente para demostrarse a sí mismo que era capaz de pensar en una mujer que no fuese Jilly.

Cogió el vestido negro y fruncido de los hombros y lo sacudió al tiempo que lo levantaba. Sus miradas se cruzaron; en la de Jilly había una mezcla de engorro e interés. Kincaid volvió a contener la sonrisa y pensó que, ruborizada, Jilly era… bueno, era dulce y encantadora.

¡Por Dios!

Le extendió el vestido y pidió:

– Póngaselo para mí.

Jilly abrazó la prenda y la estrechó contra su cuerpo.

– ¿Qué ha dicho?

– Que se ponga el maldito vestido.

Dulce y encantadora… Rory se preguntó en qué estaría pensando. Esa clase de ocurrencias eran tan aterradoras como el hoyuelo. Debía recordar que esa mujer representaba un peligro, un desastre en potencia, su perdición, el símbolo de todo lo que podía salir mal si bajaba la guardia durante su estancia en Los Ángeles. Metería la pata si pensaba que ese bombón ambulante y pecaminoso no era letal.

Rory miró hacia abajo. El vestido era bastante escueto. En cuanto viese las carnes de Jilly recordaría perfectamente por qué no debía tocarlas, por qué no podía tocarla.

Se lamentó para sus adentros. Esperaba que la muchacha no le pidiese explicaciones, ya que todo eso tampoco tenía sentido para él, simplemente sabía que necesitaba que lo hiciera.

– Por favor -pidió, y suavizó el tono-. Quiero saber a qué viene tanto alboroto. -Claramente desconcertada, Jilly ladeó la cabeza. Kincaid decidió que no se permitiría pensar que la confusión de la joven también era dulce y encantadora-. Por favor -insistió-. Muéstreme por qué piensa que es tan especial este vestido.

Jilly pareció aceptar esa explicación. Con la prenda pegada al traje rosa fuerte, se dirigió hacia un par de probadores con puertas batientes.

– Estoy bastante segura de que esta prenda no es de vestuario cinematográfico -comentó Jilly, como si a Rory le interesase realmente-. Por otro lado, se parece a un vestido que podría haber lucido Audrey Hepburn.

Kincaid dejó de prestar atención en cuanto la joven entró en detalles y se concentró en su retirada tras la puerta. Jilly era tan baja que, en cuanto se quitó los tacones de aguja, su pelo rizado se volvió invisible y Rory solo pudo contemplar sus pantorrillas bien torneadas mientras se cambiaba de ropa.

Fue suficiente. Avistó fugazmente el tul rosa cuando la muchacha se quitó el sombrero. Su voz sonó más suave y Rory imaginó que apoyaba la barbilla sobre el pecho mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta.

En el momento en el que la falda rosa se deslizó hasta el suelo del probador, a Rory se le disparó la sangre. Esa chica había logrado que volviera a pensar en la lencería. Los ojos prácticamente se le salieron de las órbitas cuando encima de la falda Jilly depositó un sujetador con adornos de encaje.

¡Santo cielo!

Esa exquisita divinidad sexual estaba a salvo de él y él de ella siempre y cuando solo sintiera lujuria por ella, lo que no podía permitir era que le cayese bien.

Tampoco podía tocarla.

Rory se cruzó de brazos y la observó mientras se ponía el vestido negro. Hasta el sonido fue provocador, ya que su frufrú se pareció a las peticiones roncas y susurrantes de la mujer durante un encuentro sexual: «Acaríciame ahí. Sí, exactamente aquí». Rory pasó el peso del cuerpo de un pie a otro e imaginó el timbre de la voz de Jilly, el calor de su piel, los rincones en los que querría que la acariciasen.

¡Esa mujer era puro sexo! Kincaid percibió el calor y el aroma de su sensualidad, que se deslizó por debajo de la puerta del probador y se coló por los batientes de la puerta.

Rory se dejó envolver por la sensualidad y la expectación, por los ardientes tentáculos de la tentación suave y perfumada. Las puertas del probador se abrieron lentamente y se quedó sin aliento.

Jilly salió. Aunque había mencionado a Audrey Hepburn, Rory pensó que ese vestido negro era lo que se pondría una bailarina: mangas minúsculas que caían desde los hombros, el corpiño que a la altura de la cintura se ceñía como una segunda piel y la falda larga, como una campana, que llegaba justo por encima de los tobillos.

¡Dios santo! Intentó tomar aire, pero los pulmones no le respondieron y supuso que el demonio debió de oírlo cuando deseó ver las carnes de la joven.

La piel suave y clara de Jilly estaba descubierta desde las muñecas hasta los hombros; a continuación venían esas mangas casi inexistentes y luego el generoso escote, que simultáneamente exponía y elevaba sus senos casi desnudos.

Rory no supo si encender un cirio para dar las gracias a Dios o persignarse en busca de protección.

Cuando la muchacha se volvió, Rory se quedó estupefacto. El vestido estaba desabrochado, por lo que pudo admirar la uve de piel clara de la espalda de Jilly, desde tres centímetros por encima de la cintura hasta los hombros. Recorrió con la mirada ese triángulo de desnudez y se detuvo en cada vértebra, desde la punta del pelo rizado hasta el comienzo de la curva de las nalgas.

– Necesito ayuda -dijo Jilly-. La cremallera se ha atascado.

Rory tragó saliva.

– En ese caso, quítese el vestido.

Pensó que ya había visto bastante, más que suficiente. La lujuria volvió a asaltarlo y tenía delante lo que deseaba. Más le valía guardar las distancias. Cualquier otra maniobra representaba un peligro.

Debía recordar que no podía tocarla.

– No puedo -reconoció la muchacha-. La cremallera está atascada en un punto en el que no puedo ponerme ni quitarme el vestido.

¡Lo que faltaba!

Kincaid tuvo la sensación de que era incapaz de mover los pies. Al cabo de una eternidad logró desplazarlos, si bien le pareció oír chasquidos al arrastrarlos por el suelo, que intentaba retenerlo para que no se acercase a la joven, a la que no debía tocar.

Rory se dijo que era una pena, pero la cremallera se había atascado, e intentó no poner en duda su sensatez.

Cuando el hombre se acercó, Jilly tensó los hombros y su voz sonó jadeante:

– Mueva la lengüeta un par de veces. En cuanto se suelte me apañaré sola.

– Como usted mande -murmuró Rory.

Al final se aproximó lo suficiente como para notar el calor que desprendía el cuerpo de la mujer. Rory se armó de valor, se acercó a la díscola cremallera y el ardor de Jilly le quemó los nudillos. Pensó en las mujeres con las que habitualmente compartía fragmentos de su vida. Eran mujeres altas y nórdicas, como Lisa, cuya elegante frialdad le gustaba derretir a cámara lenta. Claro que Jilly era distinta, ya que estaba ardiendo. Los representantes del Partido Conservador pondrían el grito en el cielo si supieran al tipo de fiebre que se exponía.

Al manipular la lengüeta de la cremallera, Rory le acarició el final de la espalda con un nudillo. Jilly se estremeció y la carne de gallina cubrió esa piel cremosa, clara y abrasadora.

Rory cerró los ojos para dejar de verla, manipuló con gran cuidado la lengüeta metálica y deseó que la condenada pieza se soltase de una vez.

Jilly lo miró por encima del hombro y preguntó:

– ¿Ha habido suerte?

Kincaid abrió los ojos y su suspiro agitó el tirabuzón de color café que caía sobre la sien de la muchacha. Pues no, no había habido suerte.

No había tenido suerte ni con la cremallera, ni con no hacer caso del ardor que despedía el cuerpo de la joven, ni con el dominio de su lujuria.

Con esos ojos verdes clavados en su rostro, Rory tampoco tuvo suerte a la hora de recordar que la chica solo era objeto de deseos picantes y ardientes más que un ser dulce y encantador.

Jilly se humedeció los labios con la lengua.

Rory llegó a la conclusión de que no había tenido suerte en absoluto.

– Jilly… -susurró, y se acercó a su boca.

En el exterior de la tienda un claxon sonó estrepitosamente.

La joven se sobresaltó, Rory también, y la combinación de sus movimientos hizo que la cremallera se deslizase.

Jilly avanzó un paso y Rory retrocedió otro. Sin atreverse a mirarlo, la joven echó a correr hacia el probador.

Rory Kincaid no pronunció palabra y se dirigió hacia la puerta de la tienda. Maldijo a los impacientes conductores de Los Ángeles, quitó el cerrojo y salió. Si no lo hubieran interrumpido, cualquiera que se hubiese tomado la molestia de mirar por el escaparate intensamente iluminado habría sido testigo de todo un espectáculo.

Rory ni se atrevió a pensar en lo que podría haber conseguido.


Greg se acercó a su hermano y comentó:

– Rory, será mejor que veas esto.

El mayor de los Kincaid estaba concentrado en la pantalla del ordenador y abrió la boca para pedir a su hermano que se fuera. Era lunes por la mañana y disponía de aproximadamente veinte minutos antes de que Jilly llegase y destruyera su capacidad de concentración. Dada su ausencia, el domingo había sido un día bastante tranquilo… siempre y cuando no tuviera en cuenta las tentadoras imágenes de la espalda desnuda de la joven, que aparecían incesantemente en su mente.

– Rory… -repitió Greg.

Se acercó a la pantalla plana de cincuenta y dos pulgadas que Roderick había instalado donde antes estaba la obra completa de Shakespeare encuadernada en cuero, cogió el mando a distancia, encendió la tele y seleccionó un canal. Con actitud misteriosa introdujo una cinta en el vídeo. En la pantalla parpadeó la palabra «Pillados» y apareció fugazmente el logotipo de Celeb! on TV. Una música pésima resonó en los altavoces Bose, situados en los extremos de la biblioteca.

Rory volvió a mirar la pantalla del ordenador.

– Oye, Greg, si te gustan los cotilleos, me alegro por ti, pero no tengo tiempo para estas sandeces.

– Rory, esto no tiene nada que ver conmigo.

Rory volvió a mirar la tele y la imagen que apareció en la pantalla fue como un puñetazo en el estomago. Se trataba de la imagen granulosa de una foto extraída de un fotograma, aunque no por ello le resultó menos conocida. En su mente había aparecido una y otra vez desde la noche del sábado: la espalda desnuda de Jilly.

Algo frío se deslizó por su nuca y la nube amenazadora con la que convivía pareció descender un poco más.

Se escurrió en la silla, cerró los ojos, los abrió y volvió a mirar la pantalla plana. Enseguida comprendió lo que había ocurrido. Se trataba de la webcam de Jilly, que había filmado su espalda. Dentro del alcance de la cámara también quedaron registrados los hombros de Rory y el momento en el que acercó las manos a la espalda de la joven. A pesar de la pésima calidad de la imagen, vio cómo temblaban sus condenadas manos, que parecían desvestirla.

Rory apretó los puños cuando Jilly lo miró por encima del hombro y su rostro quedó totalmente expuesto a la cámara. Su expresión se tornó soñadora y, al igual que en la escena que Rory había repetido mentalmente hasta el infinito, la joven se humedeció los labios al tiempo que hacía un mohín.

– ¡Joder! -exclamó el magnate.

– Es exactamente lo que pensará todo el mundo -coincidió Greg.

Rory frunció el ceño y preguntó:

– ¿Por qué se meten con Jilly? ¿Qué les puede…? -La respuesta fue como un segundo puñetazo en el estómago, ya que fue su nuca la que se inclinó hacia la desnudez de la espalda de la muchacha y hacia su boca; se estremeció, según recordaba por el bocinazo, y por fin fue su propia cara la que quedó totalmente expuesta ante la cámara-. ¡Joder, joder!

– Actividad que resulta todavía más interesante cuando el aspirante a candidato del Partido Conservador, precisamente el partido que quiere devolver el honor a la política, parece realizar la susodicha actividad ante los internautas. -Greg quitó el sonido cuando una mujer dentuda, evidentemente la presentadora del programa basura, ocupó la pantalla. Cambió de expresión y levantó el mando a distancia-. ¿Te apetece oír los comentarios?

Rory cerró los ojos y desechó esa idea repugnante.

– Te aseguro que imagino qué dirá. -Lanzó un quejido-. ¿Qué diablos puedo hacer?

Pensó en su compañero, el director de campaña Charlie Jax, y se lamentó un poco más. Ese hombre se lo cargaría y nadie lo censuraría. Los actos eróticos en la red no mejoraban la reputación de Rory ni la del Partido Conservador.

– Tendrás que actuar rápidamente -opinó Greg-. Me desagrada tener que dar malas noticias, pero ha sido la señora Mack quien me ha avisado de la existencia de este programa. También ha dicho que los periodistas se han congregado a la entrada de Caidwater.

Rory volvió a lamentarse.

– Por si eso fuera poco, Jilly llegará en cualquier momento. -El teléfono del escritorio empezó a sonar. Lo miró como si se tratase de una serpiente venenosa-. No lo cojas. Ah, dile a la señora Mack que hoy no responderemos a las llamadas telefónicas. -Miró a su hermano y, aunque tardíamente, apostilló-: Por favor.

La expresión de Greg fue de complicidad y de algo más, probablemente regocijo, por lo que Rory evocó cuando jugaban al escondite y a policías y ladrones y ambos podían correr a su antojo por una casa llena de adultos, en la que la persona más responsable siempre era a él.

Descartó los recuerdos y el resentimiento porque hacía una eternidad que no experimentaba ese regocijo juvenil y se levantó de un salto de la silla. Era imprescindible que actuara porque, sin lugar a dudas, Jilly estaba a punto de llegar a la mansión.

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