Capítulo 2

Rebosante de entusiasmo, Jilly pisó el acelerador por FreeWest, el pequeño y original barrio en el que vivía y trabajaba. El nombre era una combinación de Freewood Drive y Westhill Avenue, las dos calles transversales más importantes del sector de ocho manzanas; era una zona de moda, elegante y, si las atiborradas aceras servían de indicador, estaba consiguiendo imponerse.

Jilly serpenteó entre los compradores y sonrió para sus adentros. En otros barrios de Los Ángeles, su aspecto, con el zarrapastroso vestido de noche, haría que la gente cambiase de acera, pero allí solo despertó algunas miradas de curiosidad.

FreeWest era célebre por su excentricidad y actividad. ¿Qué representaba un vestido de lentejuelas anudado en medio de boutiques, un pequeño cine de arte y ensayo, una consulta de astrología y otros veintipico negocios alternativos pero, de todas maneras, prósperos?

Pasó frente a Beans & Leaves, el bar situado a media manzana de su tienda, y luego frente a French Letters, el local contiguo al suyo. Como de costumbre, los clientes se apiñaban en los pasillos, entre estantes que mostraban condones de todas las texturas, estilos, colores y sabores imaginables. El encargado se encontraba detrás del mostrador y tamborileaba los dedos con impaciencia. Jilly le lanzó una mirada comprensiva. El hombre se quejaba de que la mayoría de los clientes eran mirones más que personas con intenciones de comprar; la caja, enmudecida, parecía darle la razón.

Jilly se detuvo ante el edificio de dos plantas en el que se encontraba su tienda. Sometidas a tensión, algunas mujeres hornean galletas o friegan suelos, mientras que Kim Sullivan, su socia de veintitrés años, se dedicaba a montar los escaparates de Things Past.

Jilly dejó escapar un suspiro. De espaldas a la calle, Kim estaba de pie en el centro de la plataforma elevada que cumplía la función de suelo del escaparate, con accesorios y prendas de vestir amontonados a su alrededor. Dada su altura próxima al metro ochenta, Kim parecía una amazona encerrada en un joyero. Para variar, cubría su cuerpo de modelo con unos vaqueros y una camiseta y había recogido su larga melena rubia con un moño de directora de escuela que mantenía en su sitio gracias a dos lápices amarillos, estilo que había adoptado hacía más de tres años, cuando inició los estudios de informática.

Kim colocó sobre una mecedora de un rincón del escaparate dos vestidos rojos; la combinación era un atentado contra el buen gusto. Jilly pegó un brinco. Kim era tan hábil para diseñar escaparates como para minimizar su belleza.

Para poner fin a su sufrimiento, Jilly golpeó enérgicamente la luna con los nudillos. Kim se volvió, simuló sorpresa y sonrió atolondrada al ver quién había golpeado el cristal. Jilly respiró hondo a fin de expulsar de su mente cualquier efecto persistente e inadecuado que le hubiera dejado Rory y también sonrió. Como es obvio, hablaría con Kim sobre la reunión, pero no se explayaría sobre ese hombre.

Dada la forma en la que su imaginación se había desmandado, era imposible saber qué podría salir de su boca.

Jilly entró rápidamente en la tienda. Las campanillas resonaron al golpear la puerta y Kim acudió a su encuentro. Cogió las manos de su socia con los dedos ateridos y Jilly respondió de la misma manera.

– Cuéntamelo todo -exigió Kim con entusiasmo y con un fuerte apretón de manos-. Quiero que me lo cuentes ahora mismo.

Por fin había llegado el momento que esperaban desde que, hacía un mes, leyeron la nota necrológica en el periódico. Aunque no era exactamente así, ya que en realidad hacía cuatro años que esperaban ese momento.

– Kim, la niña es una preciosidad. Tiene el pelo rubio y los ojos azules. Creo que será tan alta como tú.

– ¿Parecía… te parece que es feliz? Como ahora se ha quedado sin padre…

A Jilly le habría gustado tranquilizar a su amiga y darle certezas absolutas.

– Kim, la verdad es que no lo sé. Lo único que puedo decir es que no parece desgraciada. Solo hablé un par de minutos con ella. Tiene muchos juguetes y una habitación muy bonita.

Jilly describió la colcha de encaje, las paredes pintadas de rosa y las muñecas y libros que había visto.

En cuanto oyó esos detalles, Kim soltó las manos de Jilly y se llevó los dedos a los ojos antes de murmurar:

– No puedo creerlo. Me cuesta creer que hayas estado tan cerca de ella.

Jilly luchó por contener las lágrimas y aspiró el suave aroma a popurrí del interior de la tienda. Paseó la mirada a su alrededor. Hacia el fondo del local, una dependiente, de puntillas, quitaba el polvo a los artículos de un estante alto. Otra atendía a un cliente y varios habituales miraban satisfechos los objetos en venta.

Apartó suavemente a Kim de la puerta y la condujo hacia la relativa intimidad de un rincón del escaparate. Se le hizo un nudo en la garganta y bajó la voz:

– Kim, puedes dar por hecho que ocurrirá. Encontraremos el modo de que te reúnas con tu hija.

Kim se apartó las manos de los ojos y musitó:

– Jamás me atreví a albergar esa esperanza.

– Déjate de tonterías -la corrigió Jilly impetuosamente-. Nunca la perdimos.

Jilly miró a su amiga y pensó adónde había ido la joven indescriptiblemente bella de diecinueve años que se presentó en la tienda que Skye acababa de heredar de su madre, acarreando una maleta pequeña y una profunda desesperación. Por mucho que intentaba restarle importancia, Kim seguía siendo muy guapa y, gracias a su éxito con los estudios, ahora transmitía una nueva confianza… salvo cuando se trataba de su futuro junto a Iris.

– Jilly, tal vez no merez…

– Para de una vez. No vuelvas a las andadas. -Sabía que Kim luchaba contra el sentimiento de que las decisiones tomadas hacía cinco años la hacían indigna de reencontrarse con su hija-. Déjalo, sobre todo ahora que tengo la oportunidad de ir cada día a Caidwater y ver a Iris. Creo que tendrías que sentirte esperanzada.

Al cabo de unos instantes, Kim relajó su expresión tensa y una tímida sonrisa apareció en su boca.

– ¿Has dicho que tiene los ojos azules?

– Y el pelo rubio como tú -se apresuró a confirmar Jilly.

Kim miró a lo lejos.

– Roderick tenía los ojos azules.

Jilly pensó que Rory Kincaid también. Aquellos fríos ojos de color azul oscuro la llevaron a pensar en… ¡no, basta! No quería pensar en Rory Kincaid.

Kim la observó con el ceño fruncido.

– ¿Qué te pasa?

Jilly abrió desmesuradamente los ojos y se sonrojó. ¿Había dicho algo o emitido algún sonido? Evidentemente debía empezar a tomar café descafeinado… café descafeinado y generosas raciones de coliflor. Finalmente carraspeó.

– Lo que pretendía decir es que Roderick Kincaid fue un cabrón, un cerdo cruel y con el corazón de piedra.

Solo un hombre cruel e insensible era capaz de ejercer los derechos a los que una adolescente ingenua había renunciado al firmar el acuerdo prematrimonial. Asquerosamente rico y poderoso, Roderick Kincaid y su legión de abogados habían redactado un acuerdo implacable e inamovible. Cuando echó a Kim, su séptima esposa, la dejó en la calle y se lo guardó todo para sí… incluida su hija pequeña.

Kim se abrazó a sí misma como si tuviese un escalofrío.

– De no ser por ti, al principio no habría sobrevivido. Siempre has sido quien me ha dado fuerzas y ánimo.

Jilly movió negativamente la cabeza.

– No te confundas, simplemente me enfurezco más que tú y permanezco cabreada más tiempo. Lo cierto es que ninguna de las dos habría sobrevivido sin la otra.

La dureza de aquella época también asaltó a Jilly. Todavía vestida de negro tras el funeral, arrugada y sucia después de pasar una noche conduciendo, furiosa pero decidida, de San Francisco a Los Ángeles, Jilly deambulaba por el local de Things Past cuando apareció Kim. Llevaba la maleta llena de ropa vintage que quería vender a fin de comprar un billete para irse de Los Ángeles. Jilly no tenía ni la más remota idea de cuánto costaba esa ropa y también andaba escasa de dinero.

Al enterarse, Kim se desplomó sobre la maleta y comenzó a llorar. Agotada y conmovida, Jilly hizo lo mismo. En cuanto se calmaron, sus historias comenzaron a fluir. Se entendieron a las mil maravillas y esa comprensión se convirtió en la base de su gran amistad.

Ambas tenían claro que el que Kim recuperase a Iris también ayudaría a curar a Jilly o, al menos, le aportaría un poco de paz.

De repente, Kim abrió desmesuradamente los ojos y parpadeó.

– ¡Madre mía, acabo de darme cuenta! ¿Qué te ha pasado? -inquirió, y recorrió con la mirada el desastrado vestido de noche de Jilly.

Skye sonrió a medias.

– Hubo un encuentro entre una mujer y una chinchilla.

– ¿Cómo?

– Iris tiene una mascota. Según me contó Rory Kincaid, se la regaló Greg.

La expresión de Kim fue de total incomprensión.

– ¿Has dicho Greg? ¿Te refieres al hermano de Rory?

– Supongo que sí. -Jilly se encogió de hombros-. Tengo la impresión de que también vive en la mansión.

Se hizo el silencio durante unos instantes y pareció que Kim volvía a sumirse en el pasado. Finalmente agitó la cabeza y volvió a centrar la mirada en su amiga.

– Jilly, me cuesta creer que lo hayas logrado. Háblame de Rory Kincaid. ¿Crees que se atendrá a razones?

Ante la mención de su nombre, la imagen de Rory cobró vida en la mente de Jilly. ¡Por favor…! Se apresuró a esbozar una alegre sonrisa.

– Concédeme un minuto. Subiré a cambiarme, ¿vale? Cuando baje te lo contaré todo.

Le pareció que era lo más adecuado, siempre y cuando consiguiese reducir a Rory a proporciones humanas.

En el minúsculo apartamento del primer piso, igual al de Kim y situado al otro lado del pasillo, Jilly se quitó el vestido de noche. Cogió unos vaqueros y una camiseta rosa, amplia y que llevaba bordado el nombre «Ángel». Luego se puso las zapatillas de color rosa chicle. Ya lo tenía. Esa ropa descartada por Kim era perfecta para decorar el escaparate. Y esa tarea era perfecta para evitar la conversación que Kim había iniciado. La intuición le decía que, en el caso de que se pusiera a hablar de Rory, su imaginación podría jugarle…

Descartó ese pensamiento, corrió a la cocina, cogió tres trozos de zanahoria y se los metió en la boca antes de bajar a la tienda. Si ponía manos a la obra, Kim tal vez olvidaría la charla que habían comenzado.

No se hizo demasiadas ilusiones. Nadie sabía mejor que ella que la inteligencia de Kim era tan considerable como su belleza.

A pesar de que Jilly subió a la tarima del escaparate mientras su socia hablaba por teléfono, en cuanto la conversación tocó a su fin, Kim se acercó instantáneamente a su amiga. Jilly ya había retirado los vestidos rojos que tanto desentonaban. Con el corazón en un puño y los brazos en jarras, eludió la mirada de Kim y fingió que evaluaba atentamente la disposición de los accesorios: un biombo, un pequeño baño de asiento, una mecedora estrecha y una mesa con el tablero cuadrado.

Kim lanzó un suspiro.

– No tendría que haber intentado suplantarte y ponerme a diseñar el escaparate. Me esforcé por seguir tu esquema, pero… -Se encogió de hombros.

Jilly experimentó un profundo alivio.

– No te preocupes.

Jilly arrastró el biombo hasta un rincón, acomodó el baño de asiento para que quedase prácticamente en el centro y colocó la mesilla al lado. Situó la mecedora en el rincón contrario al biombo.

Quedó bien. El escaparate parecía el baño de una dama, sobre todo con las serpentinas en espiral hechas de material de embalaje iridiscente, con las que llenó el baño para que pareciese de espuma. Recuperó una de las prendas que había decidido utilizar. Como si una mujer acabara de desnudarse, Jilly dejó caer el vestido de verano, de algodón y encaje blanco, realizado hacia 1910, sobre la parte superior del biombo plegable. En el suelo, debajo del vestido, situó las botas altas, de hilo blanco, chapadas a la antigua, y en una esquina del biombo colgó un sombrero de paja adornado con encaje.

– Háblame de Rory.

Al oír la voz de Kim, Jilly se sobresaltó, por lo que se le cayó el bonito sombrero de paja. Se mordió el labio inferior, lo recogió, lo volvió a colocar con gran cuidado y replicó sin dar demasiadas explicaciones:

– Ya sabes cómo son estas cosas.

– No, no lo sé. Ya te he dicho que nunca lo vi mientras estuve casada con Roderick. ¿Cómo es?

Jilly pensó que, lamentablemente, Rory no tenía nada que ver con Bill Gates. No llevaba gafas ni un minúsculo portabolígrafos. Por otro lado, Rory le recordaba a… Jilly se estremeció e impidió que su díscola mente siguiese esa nueva y extraña dirección que acababa de descubrir.

Acomodó una punta de la toalla, adornada con delicadas tiras de encaje, y la dejó sobre el borde del baño de asiento.

– Se mostró muy… se mostró muy formal.

Se había mostrado muy formal, salvo en el momento en el que deslizó los dedos entre sus cabellos. A Jilly se le erizó el cuero cabelludo, lo que le hizo cosquillas, y tuvo la sensación de que su pelo formaba bucles más enroscados si cabe. Cerró los ojos tras evocar esa sensación, introdujo las manos en el material de embalaje que había en el baño y revolvió distraídamente las «burbujas» de espuma.

– ¿Has dicho formal? Tal vez eso lo explica todo -comentó Kim-. Me refiero al interés que el Partido Conservador muestra por él.

– ¿Están interesados en él?

– Según los rumores, Rory Kincaid se convertirá en el primer candidato del nuevo partido político -precisó Kim-. Se presentará al Senado.

– Hummm…

Jilly se apartó del baño de asiento y extendió un tapete de color crudo sobre la mesilla. Tenía tantas ganas de pensar en la política como en Rory Kincaid. Se trataba de un tema que no le interesaba en lo más mínimo. La política era la pasión de su abuela y Jilly se había dado cuenta de que era una manera más de controlar a las personas y tratarlas como si fuesen piezas de ajedrez.

Con movimientos medidos, Jilly acomodó sobre la mesa varios frascos de perfume de colores vivos.

– Vamos, Jilly, ¿qué te ha parecido?

Jilly movió involuntariamente la mano y los frascos cayeron como bolos. Dirigió a su amiga una mirada de desesperación.

– Deja de preguntar tonterías, ¿qué supones que me ha parecido? Me crió una puritana y me educaron las monjas, por lo que no puede decirse que esté preparada para formarme una opinión sobre un hombre de sus características.

Esa era exactamente la razón por la cual lo había descartado de sus pensamientos. Aunque su abuela no era católica, Jilly había estudiado en la escuela Nuestra Señora de la Paz porque era el centro más riguroso, mejor dicho, el centro de preescolar a bachillerato más rígido que existía en la zona de la bahía de San Francisco. Tras las frías paredes del antiguo convento, Jilly y sus compañeras igualmente intimidadas recibieron clases de las hermanas Teresa, Bernadette y María Guadalupe, pero jamás aprendieron nada sobre los hombres.

En cuanto colocó los frascos de perfume en su sitio, Jilly se apartó de la mesa por temor a que otro movimiento torpe pusiera de manifiesto su absurda agitación. Cogió unas botas Frye de los años setenta, con puntera reforzada, y las colocó en el suelo, junto a la mecedora. Los vaqueros acampanados, de la misma época, cayeron sobre el asiento y el respaldo quedó cubierto por una camiseta teñida con los colores del arco iris. Retrocedió varios pasos y evaluó el resultado. De izquierda a derecha aludía a una mujer recatada de comienzos del siglo XX que se transformaba en una tía hiperelegante del nuevo milenio. Era exactamente lo que había planificado…

… aunque con dos notables excepciones. Deseosa de terminar el trabajo, montó a toda velocidad la escalera de aluminio. Kim se dirigió a la trastienda y se apresuró a regresar con los últimos elementos del nuevo escaparate. Jilly sonrió de oreja a oreja. Hacía cerca de noventa segundos que Kim guardaba silencio y, con un poco de suerte, la tarea que se traían entre manos impediría que siguiese indagando acerca de Rory.

Jilly subió la escalera y estiró los brazos hacia Kim. Su amiga le dio una burbuja de plástico transparente del tamaño de una pelota de voleibol que en lo alto tenía una pequeña anilla de plástico a la que habían anudado un trozo de hilo de pescar. En el interior de la burbuja se encontraba la contribución de Kim al escaparate. Jilly le había encargado que buscara en internet dos fotos adecuadas: una de un galán de principios del siglo XX y la otra de un tío bueno de rabiosa actualidad. Cada burbuja de plástico contenía la foto ampliada e impresa de un hombre.

Jilly ató el hilo de pescar al angelito enroscado en el techo, justo encima del baño de asiento. Sonrió y giró la burbuja para contemplar el bigote daliniano y las apuestas facciones de la foto. Llegó a la conclusión de que era perfecto: parecía la espumosa burbuja de la fantasía de una mujer, colgada sobre el baño de asiento.

Jilly estiró los brazos hacia la otra burbuja de plástico. Kim carraspeó, pero su amiga ni siquiera la miró, ya que se concentró en atar la segunda burbuja un poco más alta que la primera. Se dio por satisfecha; ya había bajado más de la mitad de la escalera cuando se le ocurrió mirar la imagen de la segunda burbuja, la de la fantasía femenina moderna. Frenó en seco.

Kim volvió a carraspear e inquirió:

– ¿Qué te parece?

Jilly parpadeó y estudió la foto otra vez. En el interior de la burbuja estaba Rory, mejor dicho, la cara de Rory.

– Mientras buscaba por la red me topé con esa foto -explicó Kim. Sus palabras no penetraron en las orejas de Jilly; todo lo que sabía sobre el Rory Kincaid de carne y hueso aparecía en su mente, con colores intensos, nítidos e irreprimiblemente vivos-. Vale, ya está bien. -Kim movió la mano para sacar a Jilly del trance-. ¿Qué te parece?

Jilly pensó que tenía un grave problema porque cada vez le resultaba más difícil pasar por alto la extraña fantasía que despertaba la mera mención de su nombre. No sabía por qué motivo una mujer como ella tenía semejante fantasía y, además, era incapaz de ahuyentarla. Incluso en ese momento la fantasía cobró alas y…

¡No! Ni podía ni debía dejarse llevar. Sin duda, la locura que experimentaba estaba relacionada con la carencia de alguna vitamina.

Jilly miró a Kim y pidió con voz apremiante:

– ¡Brécol! ¿Tienes brécol?

Kim frunció el ceño.

– ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado en Caidwater?

Jilly tragó saliva. Apenas reparó en que, al bajar de la escalera, no había pisado el suelo de la tarima, sino que se había metido en el baño de asiento. Se había hundido hasta los muslos en falsas burbujas, pero casi ni se había enterado. Tal vez Kim podría ayudarla a encontrar sentido a lo que ocurría.

Bajó la voz y replicó:

– No sé si estoy bien. Me ocurre algo extrañísimo y soy incapaz de entenderlo. Me dirigí a esa casa esperando encontrarme con Bill Gates… -Jilly cerró los ojos y vio a Rory Kincaid, con hombros anchos y caderas prietas, que avanzaba por la calzada a su encuentro, con la magnificencia ultraterrenal de Caidwater como telón de fondo- y… y me topé con un príncipe del desierto, de ojos azules y pelo oscuro.

– ¿Has dicho un príncipe?

– La cosa va de mal en peor. -Con los ojos todavía cerrados, Jilly volvió a tragar y los escalofríos le erizaron la piel-. Tal vez tú puedas explicármelo. Por alguna razón inefable, una fantasía se repite en mi mente. Cada vez que pienso en Rory Kincaid veo a un príncipe del desierto. Imagino a un príncipe del desierto erótico y de mirada ardiente, que me lleva a su castillo moro… en realidad se trata de una lujosa fortaleza, en la que jura que me mantendrá prisionera hasta que ya no me desee. Luego me…

Otro escalofrío recorrió la espalda de Jilly. En ese instante un sonido extraño y sordo la llevó a abrir los ojos y mirar a su amiga. Kim estaba en un tris de partirse de risa. Jilly sintió una gran vergüenza y cerró la boca al tiempo que la comprensión súbita e innegable atravesó los velos de esclava que había estado a punto de describir que llevaba en la fantasía.

¡Por Dios!

Dejó escapar un quejido, se metió en el baño y evitó la mirada cómplice y risueña de Kim sumergiendo la cara en el montón de cosquilleantes burbujas de plástico. ¡Así que ahora fantaseaba con Rory Kincaid! Precisamente con Rory Kincaid, que la había mirado como si estuviera chalada y que se interponía entre su mejor amiga y la hija de su mejor amiga.

Pensándolo bien, no necesitaba que su mejor amiga le explicase lo que ocurría. ¡Castillos moros…! ¡Príncipes de mirada ardiente…! ¡Carne de gallina, cuero cabelludo erizado y una conciencia de su cuerpo que hasta entonces jamás había experimentado…!

Justamente ella, Jilly Skye, criada por una puritana y educada por las monjas, ¡deseaba a Rory Kincaid! Lo deseaba, sentía un deseo totalmente desenfrenado e inapropiado que ya no era un secreto… ni siquiera para sí misma.

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