Capítulo 17

Jilly luchó encarnizadamente contra sus emociones. Había huido de la terraza para librarse de asistir a la inminente declaración de Rory. Cuando de verdad entrase en la arena política, Rory abandonaría definitivamente su reino, y ser testigo de esos hechos equivaldría a ver cómo su caballo galopaba una vez más por las dunas, aunque en ese caso se alejaba de ella y la dejaba sola en mitad del desierto.

Sin embargo, no había podido librarse de su abuela.

Jilly se mordió el labio inferior y juró que no pronunciaría ninguna de las palabras que ansiaba decir ni soltaría las lágrimas que deseaba derramar. Su abuela detestaba el llanto. A ella misma tampoco le agradaba demasiado, pero si hablaban de su madre no sabía si sería capaz de controlarse.

De repente la abuela fijó la mirada en el vientre de la muchacha.

– ¿Qué es eso? -preguntó con incredulidad.

Jilly inclinó la cabeza y se miró el ombligo, que asomaba justo por debajo del borde del jersey. El rubí destelló.

– Un adorno.

Se había puesto la joya sintética como un guiño cómico que se hacía a sí misma y que supuso que sacaría de quicio a Rory.

La abuela se sintió tan ofendida que tembló, literalmente tembló.

– Hace que parezcas… hace que parezcas una golfa.

Años atrás, la abuela le dijo que los agujeros en las orejas la hacían parecer una golfa. El pelo suelto y libre también le daba aspecto de golfa, lo mismo que las curvas que Dios le había dado. Nada de lo que Jilly había hecho en su vida era lo bastante bueno, correcto ni decoroso para Dorothy Baxter.

– Gillian, creo que, después de todo, esa tienda y tu madre han influido en ti. -La voz de la abuela fue como un azote.

Jilly retrocedió y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Ese ligero dolor no era nada en comparación con las garras que atenazaban su corazón.

– ¿Por qué? -inquirió la joven-. ¿Por qué me haces esto? -La expresión de la abuela se tornó impasible, pero no serenó en absoluto a Jilly-. ¿Por qué estás tan empeñada en juzgarme, herirme y criticar a mi madre?

– Tu madre está muerta -replicó la abuela con gran frialdad.

– Precisamente por eso. Lo que dices sobre ella me duele porque ahora sé que me quería. Me mentiste. Me contaste que me dejó contigo y me abandonó, cuando lo cierto es que la obligaste a renunciar a mí. Fuiste tú quien la obligó. Si Aura no hubiese asistido al funeral y no me hubiera entregado las cartas que me escribió y que tú le devolviste, seguiría creyendo en tu versión de lo ocurrido.

– No digas más tonterías. -Jilly reconoció la crudeza en el tono de voz de su abuela. Cinco años atrás se habría sentido intimidada, pero entonces no-. Sus cartas te habrían confundido.

Jilly luchó contra el picor que notaba en sus ojos.

– Sus cartas me habrían permitido saber que me quería.

– ¿Qué sabía tu madre del amor? Fue una joven díscola y desenfrenada.

Jilly parpadeó enérgicamente. Su madre se había quedado embarazada a los diecisiete años y su padre era un desconocido o ella no quiso decir de quién se trataba. Carraspeó e hizo un denodado esfuerzo por contener el llanto.

– En ese caso, ¿por qué no la convenciste de que me entregase en adopción ni permitiste que nos fuéramos?

La abuela también parpadeó.

– ¿Cómo dices? ¿Cómo iba a hacerlo si se me presentó la oportunidad… no, mejor dicho, si tenía la responsabilidad de corregir contigo los errores que cometí con ella?

A Jilly se le cerró tanto la garganta que su voz fue solo un susurro:

– ¿Un éxito para compensar un fracaso?

Llegó a la conclusión de que era más que eso; por primera vez lo vio todo claro. A su abuela no le gustaba perder y se había desquitado de su hija rebelde de la forma que más le dolería: le había arrebatado a su niña. Las lágrimas cayeron por las mejillas de Jilly.

– ¡Y ahora lloras! -La mujer mayor meneó la cabeza con desprecio-. Llorar es una debilidad. Gillian, préstame mucha atención. De no ser por mí y por todo lo que te inculqué, ahora no estarías en esta posición ni con este hombre. -Con un dedo artrítico señaló el cuello de Jilly-. Piénsalo.

Jilly se tapó los ojos con las manos. El movimiento no detendría las lágrimas, que seguían cayendo por sus mejillas, pero necesitaba aislarse de la certeza que comenzaba a penetrar en su fuero interno: algunas personas eran inflexibles, resultaba imposible razonar con ellas, no existía palabra, gesto ni recuerdo al que se pudiese apelar para despertar su ternura.

Jilly se dijo que no debía juzgar si su abuela era mala o ignorante ni dejarse influir por ello. Mil éxitos comerciales o un millón de votos de castidad no modificarían la opinión que la anciana tenía de ella, y no podía hacer nada para demostrar su valía.

Se dijo que, lisa y llanamente, tenía que olvidarlas.

Rory tenía razón, debía abandonar el pasado, dejar de luchar con su abuela y vivir, vivir por sí misma.

Cuadró los hombros, se dio la vuelta y echó a andar hacia la casa.

– ¡Eres una insensata! -El tono de su abuela era tan duro como lo había sido durante los años en los que mantuvo el espíritu de Jilly encarcelado en su austera casa gris y blanca-. Piensa en lo que haces antes de volverme la espalda. ¿Qué pasa con tu compromiso? Tus actos pueden influir decisivamente en el futuro de tu prometido.

¡Por Dios…! ¡Por Dios…! Jilly se detuvo y se volvió para afrontarse a la anciana. Dada su decisión de vivir su vida a su manera, le costaba reprimir el deseo de contarle a su abuela la falsedad de ese compromiso, pero sabía que con ello echaría a perder las posibilidades de Rory.

Al menos en ese aspecto su abuela tenía razón, pues era acaudalada y tenía mucha influencia política en California.

– Abuela, te has equivocado -musitó Jilly-. No utilices a Rory para meterte conmigo. En ese aspecto ya has hecho bastante daño.

Dorothy Baxter entornó los ojos, que adquirieron un brillo cínico y calculador.

– ¿A qué te refieres?

Pese a que la decisión tomada y el instinto de supervivencia le aconsejaban lo contrario, las palabras brotaron de los labios de Jilly:

– Nunca se lo he dicho, pero lo quiero de verdad. -Enjugó las lágrimas que caían por sus mejillas-. Conseguiste que tuviera miedo de reconocer semejante «debilidad». Lograste convencerme de que, si él lo sabía, podría hacerme daño y manipularme.

Su abuela le había enseñado a temer al amor. En ese momento comprendió que no había hecho votos de castidad para demostrar algo, sino para protegerse del afecto.

– Vamos, déjate de tonterías.

La respuesta fue tan ridícula que Jilly estuvo a punto de reír a carcajadas, pero se limitó a menear la cabeza.

– ¿No te das cuenta? Utilizaste el cariño contra mi madre y contra mí. Así la controlaste e intentaste dominarme. Como ella me quería, no luchó contigo porque eras más poderosa. Como te negaste a que me mudase a Los Ángeles y a que, después de su muerte, me hiciera cargo del negocio de mi madre, apelaste a todas las amenazas que se te ocurrieron y me dijiste que eras sincera porque me querías. Aseguraste que fracasaría, que me volvería promiscua y que no tardaría en llamar a tu puerta para mendigar.

– Pero Jilly no hizo nada de eso…

Una voz masculina y grave resonó entre las sombras y enseguida la conocida figura apareció en la rosaleda.

¡Por Dios…! Jilly se amilanó. Era Rory. Su cuerpo, su mente, su corazón y sus emociones se cerraron sobre sí mismos e intentaron formar una coraza alrededor de su vulnerabilidad. La aterrorizó pensar que Rory hubiera oído la conversación. Por Dios, ¿la había oído afirmar que lo quería?

Las pisadas del dueño de la casa resonaron en el sendero de grava hasta que llegó junto a ellas.

– Jilly nunca accedió a casarse conmigo -añadió-. Nuestro compromiso es un montaje.

– No, calla -gimió la joven.

Rory no hizo caso de su súplica.

– Nos pillaron en una situación comprometedora y Jilly accedió a fingir que sostenía una relación conmigo para mantener intachable mi reputación.

La abuela apretó los delgados labios y paseó la mirada de Rory a Jilly.

– No creo que sea cierto.

La muchacha meneó desaforadamente la cabeza e intentó recuperar la voz:

– Es una broma. ¡Ja, ja, ja! A este hombre le encanta bromear.

Lo que Rory acababa de decir no era del todo cierto, ya que el compromiso también había servido para proteger a la propia joven.

Dorothy Baxter se concentró en Rory, que permanecía sereno y relajado junto a Jilly.

– Muchacho, esa clase de bromas no tienen nada de divertido -comentó en tono gélido, pero su voz no tardó en volverse más cálida-. De todas maneras, la pasaré por alto y te diré lo mismo que a mi nieta: vuestro compromiso cuenta con mi apoyo y aprobación. Francamente, estoy muy contenta de que alguien haya visto más allá de la evidente… de la aparente frivolidad de Gillian y haya descubierto todo lo que puede ofrecer. Me alegro de que hayas reparado en los criterios según los cuales la crié.

Rory se cruzó de brazos.

– Señora, lamentablemente no puedo decir que sea eso lo que estoy viendo.

Jilly volvió a angustiarse. Aunque sabía que Rory la consideraba menos importante que una pelusa, no quiso oír cómo se lo decía a su abuela. Intentó alejarse a toda velocidad, pero Rory estiró el brazo y la cogió de la muñeca.

– Al igual que usted -prosiguió el magnate-, hasta ahora no había apreciado a Jilly por ser buena persona; un ser leal y amoroso, alguien que siempre intenta hacer lo correcto, aunque suponga correr riesgos.

Jilly lo miró fijamente. La expresión de Rory le pareció… tierna… divertida… indescriptible.

– ¿Qué has dicho?

– Señora, Jilly no necesita su aprobación ni la mía, como tampoco la requiere el mentado compromiso. Antes no bromeaba, se trata de un engaño en el que la obligué a participar para salvar mi reputación.

Jilly cogió del brazo a Rory y murmuró:

– No. -Se preguntó si Rory no se daba cuenta de que estaba a punto de suicidarse políticamente y añadió-: Abuela, no le hagas caso.

Rory no apartó la mirada de la gélida expresión de Dorothy Baxter.

– Jilly, tu abuela debería hacerme caso y escuchar lo que tengo que decir.

Jilly no quería saberlo, no quería oír ni una sola palabra más porque, al dar la cara por ella y explicar la verdad, Rory haría añicos sus sueños. La abuela se ocuparía personalmente de aplastarlos.

– Abuela, no le hagas caso -repitió Jilly, y sus pies se deslizaron por el sendero de grava cuando sacudió el brazo a fin de apartarse de Rory-. No lo escuches.

Jilly se volvió y echó a correr porque, si no podía evitar la muerte de las ambiciones de Rory, al menos no se quedaría para ver cómo ocurría.

La fragancia de las rosas impregnaba el aire y se dijo que nunca más volvería a disfrutar de ese perfume.

Sin desear otra cosa que escapar de la destrucción que causaba estragos a su alrededor, la joven huyó de la reunión y de los jardines iluminados y se sumió en la oscuridad. Su respiración resonó en sus oídos y sus pasos parecieron impulsados por el pánico. Por delante solo divisó árboles y sombras, que esquivó hasta que una de las sombras se materializó ante ella.

Jilly chocó con el cuerpo de un hombre, lanzó una exclamación y el corazón le dio un vuelco hasta que vio que no era Rory.

Esquivó al individuo, que se había quedado sin aliento, se disculpó y echó a correr nuevamente en dirección a su coche, aparcado en las proximidades de la entrada secreta a Caidwater.

Su casa… Ya pensaría en lo ocurrido cuando llegase.

– ¡Un momento! -gritó el desconocido-. Nuestros móviles no funcionan. ¿Kincaid ya lo ha hecho? ¿Ha terminado de hablar?

Jilly aminoró el paso, pero no se detuvo a pensar cómo sabía ese hombre lo que Rory se proponía ni qué tenían que ver en ello los móviles.

– Sí -replicó apenada-. Sí, creo que sí. -Aceleró el paso de nuevo y solo pensó en llegar a su casa-. Estoy segura de que en cuestión de minutos todo habrá terminado.

Su abuela era anciana, pero estaba ágil y en forma. En cuanto Rory le contase la verdad, Dorothy Baxter se reuniría deprisa con los asistentes a la fiesta y remataría la faena que el magnate había cometido la insensatez de iniciar.


Para librarse de tratar con el servicio de aparcacoches que había ocupado varias propiedades circundantes a fin de acomodar los vehículos de los invitados, Jilly había dejado la furgoneta al final del camino de tierra que conducía a Caidwater a través de la finca vecina. Al llegar a su viejo coche, tanteó debajo del parachoques en busca de la llave escondida. La cogió con fuerza y se concedió unos segundos para recuperar el aliento.

La luz de la luna iluminaba lo suficiente como para ver la manecilla metálica; en cuanto ocupó el asiento del conductor, automáticamente echó el seguro a la puerta e introdujo la llave en el contacto. Echó un último vistazo en dirección a Caidwater, estiró el cuello y pudo ver el perfil de la primera y la segunda planta.

Hizo de tripas corazón, cogió el volante y accionó la llave.

El motor no arrancó inmediatamente, por lo que volvió a intentarlo.

La segunda vez tampoco hubo suerte.

Intentó reprimir el pánico. No era posible que su maldito coche hubiese elegido ese momento para averiarse. Volvería arrastrándose a casa antes de regresar a la fiesta de Rory y a sus sueños rotos.

Accionó nuevamente la llave, pero no consiguió nada y maldijo de manera muy poco femenina.

De repente oyó un golpe.

El topetazo en la portezuela del lado del conductor la sobresaltó. Se volvió, miró la figura que se encontraba al otro lado de la ventana, la reconoció y maldijo.

Era Rory.

Ella no quería verlo, oírlo ni saber qué había ocurrido después de que lo dejase a solas con su abuela. No quería saber nada de su cólera y su decepción.

– ¡Jilly! -Su voz sonó lejana, pero oyó claramente las palmadas que asestó a la ventanilla-. ¡Ábreme!

A modo de respuesta, Jilly volvió a girar la llave, el motor sonó ahogado y ella lanzó otra sarta de tacos.

– ¡Jilly, tengo que hablar contigo!

Rory no dejaba de golpear la ventanilla.

Con el corazón desbocado, la joven giró la llave por enésima vez. Tuvo la sensación de ser la protagonista de una de esas películas de terror, de bajo presupuesto, en la que un manco jugador de hockey intenta atrapar con el gancho a la chica estúpida y ligera de ropa.

Intentó de nuevo arrancar la furgoneta y resonaron más golpes en la ventanilla.

Jilly se dio cuenta de que no había nada que hacer; no le quedaba más remedio que aceptar que el coche no arrancaría. Respiró entrecortadamente y se obligó a aceptar que esa era la situación. Aferró el volante con todas sus fuerzas y miró hacia delante. Si no le hacía el menor caso, tal vez Rory se largaría.

Kincaid se agachó junto al coche, pegó el rostro al parabrisas y gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Abre la condenada puerta!

La muchacha volvió a sobresaltarse, giró el volante, apoyó la espalda en el asiento y soltó otra andanada de tacos.

Finalmente bajó la ventanilla… dos dedos.

– Lárgate.

Rory apoyó las manos en el techo de la furgoneta y ordenó:

– Sal inmediatamente. Tengo que hablar contigo.

Ese tono autoritario no le gustó en absoluto. Le dolía la cabeza, tenía el corazón herido y sus pies estaban encajados en unos zapatos de raso que evidentemente estaban destinados a una mujer sin dedos en los pies. Su coche no se ponía en marcha, el rubí que llevaba en el ombligo le picaba y el hombre que, para defenderla, acababa de destruir sus sueños, la miraba como un asesino en serie que solo piensa en estrangular a su próxima víctima.

Maldito sea, ella no le había pedido que la defendiera ni quería que lo hiciese. De repente, todas las emociones de la velada… mejor dicho, de las últimas semanas, emociones como la tristeza, la ansiedad y la vulnerabilidad se convirtieron en una rabia inesperada y explosiva.

De modo que Rory quería hablarle… Pues bien, tal vez era ella quien tenía unas cuantas cosas que decirle.

Jilly hizo un brusco movimiento de muñeca, quitó el seguro de la puerta, la abrió y estuvo a punto de golpearlo en el vientre. Bajó del coche y cerró de un portazo. Rory retrocedió y la miró, al parecer desconcertado por la repentina capitulación de la joven.

Jilly iba hacia él; daba una zancada por cada una de las cautelosas pisadas de retroceso del magnate. Kincaid trazó el círculo completo y por fin la muchacha lo arrinconó contra el lado del conductor de la furgoneta. Le puso un dedo en el pecho y preguntó:

– ¿Por qué? ¿Por qué lo has echado todo a perder?

Una expresión divertida, entre tierna y alegre, sustituyó la cara de contrariedad de Rory.

– Creo que no he echado nada a perder. Yo diría que por una vez en la vida he atinado -respondió con tranquilidad.

Jilly parpadeó.

– Pues la has fastidiado. Mi abuela se ocupará de que… -Jilly calló y su rostro se iluminó cuando una idea pasó por su cabeza-. ¿La has calmado? ¿Se te ha ocurrido una explicación para…?

Rory no hacía más que negar con la cabeza.

– Le he dicho la verdad.

Jilly estuvo a punto de atragantarse otra vez a causa del pánico y tragó saliva enérgicamente para controlarse.

– Si hablo con tío Fitz, tal vez…

Kincaid no dejó de mover negativamente la cabeza.

– No, Jilly. Lo que el senador me ofrece no me interesa.

Jilly se puso a temblar.

– Claro que te interesa. Estoy segura de que siempre has querido ser…

Rory le tapó la boca con la mano.

– Siempre tuviste razón. En realidad, no quería ser senador ni ocupar un cargo político. Aunque tal vez no lo habría hecho mal, creo que la idea solo me atrajo porque la forma en la que el Partido Conservador quiere cambiar Washington es más o menos la misma en la que yo quiero dignificar el apellido Kincaid. Buscaba respeto y que, cuando la gente oyese «Kincaid», no pensase automáticamente en escándalos y en titulares sensacionalistas.

Jilly hizo una mueca detrás de la mano de Rory y a continuación masculló algo ininteligible.

Kincaid apartó la mano.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que lo que esta noche has hecho no contribuirá en modo alguno a modificar la imagen que la gente tiene de los Kincaid. La abuela no se quedará cruzada de brazos tras saber lo del compromiso falso.

Rory movió ligeramente las comisuras de los labios y esbozó una sonrisa.

– Yo no estaría tan seguro. Es posible que las cosas no salgan tan mal como supones.

Jilly tenía la certeza de que todo saldría tan mal como pensaba.

– ¡Ay, Rory…! -exclamó, y bajó los hombros.

– ¡Ay, Jilly…! -la remedó, y volvió a sonreír-. Si hubiera guardado silencio y continuado con todo esto, habría contado con el respeto de los demás, pero a costa del respeto que me tengo a mí mismo. -Le rodeó delicadamente los hombros-. Y no estaba dispuesto a hacerlo. No podía permitir que arriesgaras tu espíritu y tu corazón. Para mí el Partido Conservador no vale tanto, sobre todo desde el momento en el que me di cuenta de que, por así decirlo, quiero que ambos sean míos.

Jilly fingió que no había oído la última frase porque tenía la certeza de que había entendido mal. Tampoco quiso darse por enterada del ligero abrazo de Rory y abrigó la esperanza de que este pensase que la carne de gallina que cubría sus brazos se debía al frío nocturno.

– No te equivoques. Podrías haberlos tenido. Podrías haber conservado la candidatura y el respeto hacia ti mismo si hubieses mantenido la boca cerrada en presencia de mi abuela.

– No, ya te he dicho que me habría resultado imposible hacerlo, sobre todo después de oír que decías que me quieres.

A Jilly se le secó la boca y se puso tensa.

– Yo no he dicho eso.

– Claro que lo has dicho.

La muchacha meneó frenéticamente la cabeza.

– ¡No, no y no! -Se repitió que debía negarlo rotundamente y no darle la oportunidad de que tomase la delantera. Al fin y al cabo, era lo que había reforzado todo lo ocurrido con su abuela esa noche-. No lo he dicho.

Rory movió afirmativamente la cabeza.

– Sí que lo has dicho.

– No -insistió Jilly-. No he mencionado nombres.

Rory suspiró y la expresión de asesino en serie que piensa en estrangular a su víctima tensó los músculos de su rostro.

– ¿De quién más puedes estar enamorada?

La joven mencionó el primer nombre que se le pasó por la cabeza:

– De Greg.

Rory volvió a suspirar.

– En ese caso, te presento mis condolencias.

– ¿Qué? -Jilly arrugó el entrecejo-. ¿Por qué lo dices?

– Porque esas palabras te sitúan al final de la larga lista de mujeres de su vida.

– ¿Y qué? -inquirió, y se ruborizó.

Rory continuó como si Jilly no hubiese hablado.

– En primer lugar, tienes que tener en cuenta a su esposa.

– Lo… -La joven se detuvo justo antes de revelar que lo sabía e hizo una pregunta inocente-: ¿Cómo?

– A continuación está su hija.

– ¿Cómo? -Jilly parpadeó-. ¿Qué has dicho? -inquirió, y volvió a parpadear-. ¿Has dicho su hija?

Rory movió afirmativamente la cabeza.

– Sí, Iris. -Deslizó las manos bajo los cabellos de Jilly y le acarició la nuca-. Ha sido lo primero que he hecho bien esta noche. He prometido a Greg y a Iris que los tres formarán una familia. Antes de que se me olvide, tu abuela me ha puesto los pelos de punta. Gracias a Dios, Greg y tú me habéis hecho ver que Iris no es una responsabilidad, sino una niña digna de ser querida.

Jilly lo miró fijamente.

– ¿Has renunciado a Iris?

Kincaid sonrió.

– Y también a la candidatura por el Partido Conservador.

– Pero estás sonriendo… mejor dicho, sonríes de oreja a oreja -se sintió obligada a precisar.

– Lo sé -confirmó Rory-. Reconozco que es rarísimo, pero en cuanto le conté lo del montaje a tu abuela y me despedí de la posibilidad de ser senador, la nube negra que había sobre mi cabeza desa… se disolvió. -Deslizó las manos hasta los hombros de la joven y la sacudió ligeramente-. Jilly, dame otro motivo para sonreír, dime que me quieres.

La muchacha se dijo que no estaba dispuesta a reconocerlo. Retrocedió un paso y el abrazo de Rory se volvió más firme. Observó esa belleza exótica que había dado pie a mil fantasías y que probablemente seguiría generándolas durante el resto de su vida, pero decirle que lo quería… hacerle saber que ejercía ese poder sobre ella… no, no y no.

Jilly tembló de la cabeza a los pies.

Rory debió de reparar en sus temores.

– ¡Ay, Jilly…! -Su voz se tornó más grave-. No me crié rodeado de amor ni lo busqué, pero has entrado en mi vida y has traído tanta luz, ternura y… y también caos, que sé que no volveré a ser el mismo. Y no quiero ser el que fui.

Jilly lo observó atentamente y pensó que volvía a vivir en el mundo de la fantasía. Sin embargo, no vio la túnica blanca ni las dunas. ¿Era posible que Rory la desease realmente? Su mirada se volvió dulce, sorprendida, tierna y alegre a la vez, y el corazón de la joven pareció saber lo que eso significaba.

– No lo entiendo -musitó Jilly, sin saber si debía creer en la existencia de ese órgano absurdo y blando que le llenó el pecho y que latió tan fuerte que pensó que Rory lo oiría.

Kincaid la estrechó, pero ella permaneció rígida y asustada.

– Claro que lo entiendes. Por favor, Jilly, ya me he resistido lo suficiente en nombre de los dos. Te ruego que lo digas.

Jilly se preguntó si estaba dispuesta a renunciar a su independencia y a su autonomía y permitir que otra persona fuerte y autoritaria la dominara.

De repente la verdad la golpeó. Rory le ofrecía algo que había anhelado durante toda la vida: amor. Necesitaba desprenderse del pasado a fin de tener las manos libres para aferrado. ¿Tendría la valentía de hacerlo?

Al cabo de unos instantes, se relajó en sus brazos, lo miró a los ojos y dijo:

– Tú primero.

Después de todo, ser valiente no es lo mismo que ser tonta.

Rory masculló entre dientes y al final le cogió el rostro con las manos. El claro de luna lo ilumino y lo convirtió en un ser real y mágico a la vez.

– Te quiero, Jilly. Quiero que seas mi esposa. Mi única señora Kincaid de aquí a la eternidad.

El corazón de la joven dio brincos de felicidad. ¿Era cierto? ¡Claro que sí! Alguien la quería, mejor dicho, Rory la quería y deseaba hacerla su esposa.

– ¿De verdad?

– De verdad. -Rory volvió a fruncir los labios-. Y ahora dilo.

– Un momento. -Jilly también apretó los labios e intentó aclararse-. Si nuestro compromiso ficticio se convierte en verdadero, ¿significa que…?

– ¿Que me presento a senador? No. ¿Que todavía tienes que decirlo? Sí. -Le acarició el labio inferior con el pulgar-. Cariño, habla de una vez.

– Te…

¡Pum…! Se oyó una explosión ensordecedora y a continuación una lluvia roja tiñó el cielo. ¡Pum…! Rojo… ¡Pum…! Blanco…

Desconcertada, Jilly echó la cabeza hacia atrás a medida que estallaban los fuegos artificiales. ¡Pum, pum, pum…! Las estrellas artificiales salpicaron el cielo y cayeron como fuego blanco.

Miró a Rory, que también contemplaba los fuegos de artificio. El estrépito era tal que la joven se dio cuenta de que Rory no la oiría.

¡Pum…! ¡Paf, paf, paf, paf…! ¡Pum…! ¡Pum…! ¡Pum…! Azul… Azul, azul, azul, azul. Azul. Azul. Azul… El firmamento se iluminó con palmeras y estrellas centellantes.

En el preciso momento en el que los ecos se apagaron, un siseo estentóreo atravesó el aire. Jilly dejó escapar una exclamación de sorpresa y señaló por encima del hombro de Rory.

Sin soltarla, Kincaid volvió la cabeza hacia su casa. A lo largo de la segunda y la tercera planta, la pirotecnia chisporroteante cobró vida y dibujó cuatro letras enormes, las de un nombre que recorrió de una punta a la otra la mansión Caidwater: Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory…

El magnate bajó la cabeza, miró a Jilly y suspiró.

– ¡Por favor…! Tendrían que haber encendido los fuegos artificiales después de anunciar mi candidatura. Alguien debió de dar un falso aviso.

¡Caramba…! Jilly se acordó de que se había topado con un desconocido cuyo móvil no tenía cobertura. Bueno, tal vez algún día se lo contaría a Rory… pero ahora mismo tenía que hacer algo mucho más importante.

– Te quiero -dijo.

Jilly pensó que Rory había renunciado a muchas cosas por ella y que lo único que podía ofrecerle a cambio era su corazón.

La luz de su nombre repetido hasta el infinito iluminó la mirada de Kincaid cuando la observó y preguntó:

– ¿Qué has dicho?

– Que te quiero. -Aunque Rory se inclinó hacia ella, la muchacha lo mantuvo a distancia apoyándole la mano en el pecho-. ¿Estás seguro… estás seguro de que tu lugar no está aquí, en esta casa y con esta gente?

– Soy todo tuyo. Me vuelves loco, me haces reír y creo que con tu ayuda por fin descubriré que tengo corazón.

Jilly hizo una mueca.

– Espero que así sea y lo siento.

– Pues yo no. Tenías razón y lamento haber tardado tanto en empezar a buscarme.

Rory bajó la cabeza y la besó tierna y dulcemente; luego recorrió sus labios con la lengua y Jilly lo recibió con la boca abierta. Gimieron al unísono.

La muchacha apretó ese cuerpo sólido y real. Algo aturdida, se dijo que no eran el jeque y la esclava. La verdad definitiva y reparadora consistía en que eran iguales en ese estado llamado amor. Eran el jeque y su reina, el jeque y su amada, el jeque y su esposa… Eran eso o algo parecido.

Jilly se aplastó contra Rory y se colgó de su cuello. Ya lo averiguaría más tarde. En ese momento tenía sus propios fuegos artificiales y quería compartirlos con él.

También deseaba saborear la certeza de que nunca más volvería a estar sola.

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